Luis María Díez Picazo
Las transformaciones de la Constitución francesa de 1958

El nacimiento de la Constitución francesa de 1958 está ligado a la grave crisis ocasionada por la situación insurreccional del ejército de Argelia, en protesta contra la conducción política de la guerra contra los independentistas. Bajo el telón de fondo de la inestabilidad gubernamental, mal endémico del régimen de asamblea propio de la IV República, existe el temor fundado de que se produzca un golpe de Estado. Para conjurar este riesgo, el Presidente de la República, René Coty, decide llamar «al más ilustre de los franceses» a la jefatura del Gobierno. El general Charles De Gaulle, que estaba retirado de la política activa desde 1946, impone sus condiciones: plenos poderes durante seis meses para hacer frente a la crisis, y una reforma constitucional que ponga fin a lo que él considera defectos congénitos de la IV República. Ambas condiciones son aceptadas por el Presidente de la República. 1 

La secuencia de los acontecimientos es la siguiente: el 1 de junio, De Gaulle obtiene la investidura parlamentaria como Primer Ministro; el 3 de junio, es aprobada una ley de plenos poderes, en virtud de la cual se autoriza al Gobierno a legislar mediante ordenanza –es decir, mediante disposiciones gubernamentales con rango de ley– durante un período de seis meses; y, también el 3 de junio, es aprobada una ley constitucional que suspende transitoriamente la eficacia del art. 90 de la Constitución de 1946, precepto regulador de la reforma constitucional. En su lugar, esta ley constitucional de 3 de junio de 1946 prevé un diferente procedimiento de revisión de la Constitución, estableciendo además ciertas bases o condiciones a las que la revisión deberá sujetarse.

Dichas bases, llamadas a operar como límite a la revisión de la Constitución, eran cinco: el sufragio universal como fuente del poder, la separación entre el ejecutivo y el legislativo, la responsabilidad del Gobierno ante el Parlamento, la independencia de la autoridad judicial, y el establecimiento de un sistema de relaciones con los pueblos asociados salidos de la dominación colonial. Como puede verse, al introducir un procedimiento extraordinario de reforma constitucional, el legislador de la IV República tuvo claro que no se debía salir fuera del ámbito de la democracia parlamentaria. Por más que la referencia a la separación entre el ejecutivo y el legislativo permitiese introducir mecanismos correctores del régimen de asamblea, en que la centralidad parlamentaria anula cualquier autonomía gubernamental, es lo cierto que la idea de responsabilidad del Gobierno ante el Parlamento desechaba de entrada cualquier posibilidad de implantar un régimen presidencialista. Y, por supuesto, la reafirmación como primera de las bases del sufragio universal debía disipar cualquier sospecha de autoritarismo.

En cuanto al procedimiento propiamente dicho, la ley constitucional de 3 de junio de 1958 preveía la elaboración de un proyecto por el Gobierno; el examen del mismo por un comité consultivo constitucional, formado por destacadas personalidades políticas, que debía emitir un informe; el dictamen del Consejo de Estado; y la aprobación en referéndum por el cuerpo electoral. Es aquí donde se aprecia la finalidad última del procedimiento extraordinario que sustituye al procedimiento de reforma constitucional regulado en el art. 90 de la Constitución de 1946: se trata de evitar la intervención del Parlamento, que, en el sentir de De Gaulle, habría impedido llevar a cabo una profunda transformación de las estructuras políticas francesas. La aprobación parlamentaria es sustituida, en sintonía con uno de los grandes postulados golistas, por la directa llamada al pueblo.

No es ocioso destacar que De Gaulle llegó al poder, como puede comprobarse en cuanto queda dicho, mediante un escrupuloso respeto de la legalidad vigente; lo que era particularmente importante en un país que guardaba aún fresca memoria de lo ocurrido en junio de 1940: el otorgamiento de plenos poderes, incluido el de adoptar normas constitucionales, al mariscal Pétain por un Parlamento en desbandada. Más aún, su comportamiento posterior en nada se asemeja al de Pétain: el 4 de junio de 1958, el día después de obtener los plenos poderes, De Gaulle viajó a Argel, donde pronunció el célebre –y profundamente equívoco– «os he comprendido» que sirvió para tranquilizar a los militares tentados por la sedición y para despejar, al menos por el momento, la amenaza golpista.

Pues bien, el proyecto constitucional fue preparado por un grupo de colaboradores del general. Entre ellos que hay que destacar, como principal inspirador del texto, a Michel Debré: consejero de Estado, golista de la primera hora y declarado anglófilo. Este último dato es muy revelador de sus ideas constitucionales. Seguramente Debré buscaba no sólo que el Gobierno gozara de estabilidad, sin estar a merced de las veleidosas y cambiantes fracciones parlamentarias, sino también que fuese el verdadero motor del sistema y, por consiguiente, que dirigiese y ordenase la actividad del Parlamento. El parlamentarismo racionalizado era seguramente el objetivo de Debré, así como lo que tenían in mente quienes habían votado favorablemente la ley constitucional de 3 de junio de 1958. Ocurre, sin embargo, que la visión del general iba algo más allá. En su famoso discurso de Bayeux de 16 de junio de 1946, donde había expuesto sistemáticamente sus ideas constitucionales, De Gaulle manifestaba su aspiración a que el Presidente de la República se convirtiera en un verdadero «árbitro nacional», por encima de los partidos políticos. Creía De Gaulle que la debacle de 1940, al igual que más tarde la grave crisis de 1958, fue debida básicamente a un sistema donde el espíritu de facción no era contrarrestado por un elemento de unidad: para subsanar esta carencia, debía diseñarse un Jefe del Estado capaz de encarnar a toda la nación y de dirigir las grandes líneas de la actividad política, una especie de monarca constitucional y republicano. Aunque no puede en modo alguno decirse que éste fuera un designio antidemocrático, era ciertamente una visión cuanto menos escéptica con respecto a los partidos políticos y, por supuesto, más próxima de lo que algunos, siguiendo a Gerhard Leibholz, han llamado una «democracia plebiscitaria» que de la democracia parlamentaria tradicional.

El texto elaborado por Debré y los otros colaboradores del general terminó combinando, así, ambas cosas: parlamentarismo racionalizado y árbitro nacional. Lo primero quedaba patente en la radical modificación del modelo de relaciones entre Parlamento y Gobierno que había imperado desde el advenimiento de la III República en 1873: incompatibilidad del mandato parlamentario con la función ministerial, limitación de los períodos de sesiones, posibilidad de disciplinar el voto en el seno de la mayoría mediante el voto bloqueado y la cuestión de confianza, restricción del ámbito de la ley en favor del reglamento, etc. Lo segundo se manifestaba en el otorgamiento al Presidente de la República de poderes reales, tales como la disolución de las cámaras, la convocatoria de referéndum y la adopción de medidas de excepción. La arquitectura institucional de la V República es perfectamente conocida, por lo que no vale la pena insistir ahora en ella. Hay dos aspectos de la Constitución de 1958, sin embargo, sobre los que conviene llamar la atención. Por un lado, se trata de un texto carente de declaración de derechos. La Constitución de 1958 sólo tiene lo que antiguamente se llamaba «parte orgánica»: está pensada como un mero instrument of government, que, por lo demás, ni siquiera es particularmente largo. Toda su preocupación por los derechos se ciñe a una sucinta referencia, en su breve preámbulo, a la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 y al preámbulo de la Constitución de 1946. Por otro lado, por primera vez en la historia constitucional francesa prevé la existencia de un auténtico control de constitucionalidad de las leyes, encomendado al Consejo Constitucional: ciertamente por una vía preventiva llena de limitaciones, y ciertamente con la finalidad de asegurar el respeto de la nueva delimitación entre ley y reglamento; pero control de constitucionalidad de las leyes al fin y al cabo. Si bien es prácticamente seguro que los redactores del texto –que seguían fieles al dogma de la soberanía del legislador– no dieron gran importancia a ninguno de estos dos extremos, éstos con el tiempo tuvieron una influencia crucial en la transformación constitucional de Francia. La semilla para el paso del Estado legislativo de derecho al Estado constitucional de derecho se encontraba ya, de manera muy poco visible, en la versión originaria de la Constitución de 1958.

La nueva carta constitucional fue aprobada en referéndum el 28 de septiembre de 1958. La participación fue muy alta, pues llegó al 85%; y en el territorio metropolitano hubo un 80% de votos afirmativos, equivalente al 66% del conjunto del cuerpo electoral. Ello quiere decir que el asentimiento popular a la Constitución de 1958 fue muy amplio. Se pusieron inmediatamente en marcha las nuevas instituciones y, por lo que se refiere específicamente a la Presidencia de la República, De Gaulle fue elegido el 21 de diciembre de 1958 mediante la modalidad de sufragio indirecto constitucionalmente prevista, que atribuía la condición de electores a todos los cargos electos (diputados, senadores, consejeros generales de los departamentos, y concejales).

II

En los primeros años de la V República, no se plantearon importantes controversias constitucionales. Una razón es, sin duda, que la nueva arquitectura institucional gozaba de un sólido apoyo popular. No hay que olvidar, además, que ese período inicial estuvo absorbido, como es sabido, por la cuestión argelina: aprobación por referéndum de toda la nación del proceso de autodeterminación de Argelia, putsch militar debidamente reprimido, negociación con los insurgentes, y aprobación final de la independencia argelina. Dicho esto, sería erróneo pensar que la Constitución de 1958 sólo era rechazada por la izquierda, que se había opuesto a su aprobación. El panorama de las actitudes contrarias a la nueva carta constitucional era bastante más complejo. De entrada, sería erróneo considerar el golismo como una corriente política exclusivamente de derecha: siempre hubo golistas de izquierda –aunque, en verdad, no muy numerosos– y, sobre todo, siempre ha sido una corriente política caracterizada por su acentuado intervencionismo en materia económica y social, lo que la distancia del conservadurismo y del liberalismo clásicos. A ello hay que añadir que, en el universo de la derecha, hubo sectores que nunca se sintieron cómodos con la Constitución de 1958: dejando de lado a la extrema derecha, que odiaba a De Gaulle por considerar el proceso de autodeterminación argelino como una traición, los radicales y los democristianos mantenían mayoritariamente su preferencia por el parlamentarismo tradicional. Y no hay que perder de vista que se trataba de dos fuerzas de mucho peso durante la IV República, por no mencionar el hecho de que los radicales habían sido la verdadera espinal dorsal de la III República. Ni estas fuerzas ni menos aún las ideas que profesaban dejaron de existir con el advenimiento de la V República, sino que han continuado ejerciendo su influencia en la vida política francesa.

Hay que tener en cuenta, además, que el imponente aparato administrativo y jurisdiccional francés estaba intacto. La grave crisis de donde surge la Constitución de 1958 fue sólo de naturaleza política. No afectó seriamente a la Administración ni a los tribunales, que no estaban servidos necesariamente por sostenedores entusiastas de la V República. Los jueces, en particular, siempre mostraron cierta reticencia frente a las pretensiones más exageradas del golismo. Como ejemplo de ello, valga la sentencia del Consejo de Estado de 19 de octubre de 1962, dictada en el asunto Canal, que anuló la ordenanza reguladora del tribunal militar llamado a juzgar a los golpistas. Entendió el Consejo de Estado que la ordenanza excedía de la delegación legislativa al Gobierno –siendo, así, una mera norma reglamentaria sin cobertura– por no prever la posibilidad de recurso contra las sentencias del tribunal militar, lo que debía reputarse contrario a los principios generales del derecho. Esto no sólo pone de manifiesto el coraje de los jueces frente al gobernante popular –incluso un gran estadista como De Gaulle reaccionó airadamente, acusándolos de haber cometido una «intolerable usurpación»– sino que demuestra también que los cánones interpretativos del constitucionalismo clásico seguían vivos. Esta continuidad de la cultura jurídica, como se comprobará más adelante, hizo que algunas de las normas constitucionales más innovadoras acabaran siendo interpretadas en el sentido más conforme posible con la tradición anterior.

La independencia de Argelia, cerrando el más grave problema francés, supuso innegablemente la consolidación de la V República. El general aprovechó la ocasión para llevar a cabo una de sus ideas más queridas: completar la configuración del Presidente de la República como árbitro nacional mediante su elección directa. Ello dio lugar a la primera gran reforma de la Constitución de 1958. Muchos consideraron que la elección directa del Presidente de la República suponía una vulneración del consenso sobre el que se había elaborado la Constitución de 1958, encarnado en las conocidas cinco bases. De aquí que surgiera una verdadera coalición del no, en la que junto a la oposición de izquierda confluyeron no pocos personajes de relieve provenientes de otras familias políticas. Pero lo más sorprendente es que De Gaulle, orillando el procedimiento de reforma constitucional (art. 89 de la Constitución), sometió directamente a referéndum un proyecto de ley (art. 11 de la Constitución). Ni que decir tiene que su propósito era evitar el debate parlamentario. Tuvo éxito, pues obtuvo más de un 60% de votos favorables. No obstante, la ley refrendada fue sometida al control preventivo del Consejo Constitucional por el Presidente del Senado, el radical Gaston Monnerville. El problema era espinoso, pues el art. 11 estaba pensado para la aprobación de leyes, no para la reforma constitucional; pero el asentimiento popular obtenido tampoco podía ser fácilmente ignorado. La decisión del Consejo Constitucional de 6 de noviembre de 1962 zanjó la cuestión afirmando que las leyes refrendadas –esto es, aprobadas directamente por el pueblo– no pueden ser objeto de control de constitucionalidad, porque «constituyen la expresión directa de la soberanía nacional».

Desde la perspectiva del jurista, conviene destacar que el Consejo Constitucional se limitó a declarar su falta de competencia para enjuiciar una ley refrendada. No dijo que fuera correcto utilizar el art. 11 como vía alternativa para la revisión de la Constitución. Tan claro es este punto que Georges Vedel propuso años más tarde que se introdujera el control previo preceptivo de la constitucionalidad de los proyectos a someter a referéndum, precisamente a fin de evitar el abuso de la llamada al pueblo. Su informe de 15 de febrero de 1993 no fue seguido en este extremo. Pero esto no significa que, en términos generales, la afirmación de que lo decidido en referéndum no puede ser objeto de control jurisdiccional sea evidente e incuestionable. Dicha afirmación sólo es sostenible en la medida en que se suscriba la idea subyacente de que, cuando el pueblo habla por sí mismo, puede adoptar cualquier medida, sin estar sujeto a barreras constitucionales: vox populi, vox Dei. Si se tiene, en cambio, una concepción más procedimental de la democracia, las cosas no son tan claras, aunque sólo sea porque el valor de un referéndum depende entonces de la regularidad de su convocatoria y de su celebración.

La introducción de la elección directa del Presidente de la República tuvo una enorme importancia, pues modificó la forma de gobierno originariamente diseñada por la Constitución de 1958. El llamado «semipresidencialismo» apareció, en rigor, en ese momento, no antes. Entre 1958 y 1962, hubo un parlamentarismo racionalizado con un Jefe del Estado provisto de importantes poderes reales; pero la aparición, al lado del Parlamento, de otro órgano con investidura popular directa hizo que aquél dejase de ser el único capaz de encanar a la nación. Ciertamente, la existencia de un contrapeso, de carácter puramente democrático, al Parlamento no es una consecuencia automática de la elección directa del Presidente de la República. Si así fuera, deberían considerarse semipresidencialistas países como Austria o Portugal, donde el Presidente de la República es directamente elegido por el cuerpo electoral. La originalidad francesa radica en que esa elección directa del Presidente de la República va acompañada de la atribución a éste de poderes reales; y todo ello, además, conservando el núcleo esencial del parlamentarismo, consistente en la responsabilidad política del Gobierno ante el Parlamento. La cambiante prevalencia de un polo (parlamentarismo) u otro (presidencialismo) constituye seguramente la esencia última del semipresidencialismo. Como ha observado Giovanni Sartori, el sistema tiende a funcionar en clave presidencialista cuando, como en la primera época, el Presidente de la República y la mayoría parlamentaria son del mismo color político, mientras que tiende a funcionar en clave parlamentaria cuando son de distintos colores políticos. Es claro, con todo, que ese eminente politólogo pudo hacer dicha aserción tras varias experiencias de la llamada «cohabitación», algo que no se conocía en 1962 y que tal vez muchos no considerasen entonces posible.

III

Después de 1962, la Constitución francesa no experimenta cambios de relieve hasta los años setenta. Es verdad que hubo Mayo del 68. Pero su cuestionamiento de las costumbres no tuvo repercusión en el terreno constitucional. También tuvo lugar el referéndum sobre la creación de las regiones y la reforma del Senado, según algunos un deliberado suicidio político, cuyo resultado negativo llevó a De Gaulle a dimitir. Pero la desaparición del general tampoco trajo consigo consecuencias de importancia constitucional, salvo la confirmación de que la V República podía seguir funcionando sin su creador, a cuya medida se había hecho el diseño de la arquitectura institucional.

La siguiente transformación con auténtico calado de la Constitución francesa ocurrió en 1971. Y no vino de la mano de una reforma constitucional, sino de una profunda innovación jurisprudencial, recogida en la decisión del Consejo Constitucional de 16 de julio de 1971 sobre la libertad de asociación. Los hechos son interesantes: el Prefecto de París, siguiendo instrucciones del Ministro del Interior, se negó a dar el certificado de haber recibido la información requerida, a efectos de publicidad, de la constitución de cierta asociación izquierdista denominada «Amigos de la causa del pueblo»; los promotores de ésta presentaron recurso, que, siguiendo la jurisprudencia constante del Consejo de Estado en la materia, fue estimado por el Tribunal Administrativo de París; el Gobierno presentó entonces un proyecto de ley a fin de permitir que ciertas asociaciones pudieran ser sometidas a un control preventivo de la autoridad judicial; una vez aprobada, la nueva ley fue cuestionada ante el Consejo Constitucional por el Presidente del Senado, Alain Poher. Recuérdese que la Constitución de 1958 carece de una declaración de derechos, por lo que no contiene límites sustantivos al legislador en materia de asociación. No obstante, la decisión del Consejo Constitucional de 16 de julio de 1971 recordó que el preámbulo hace referencia a la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano y al preámbulo de la Constitución de 1946, textos que sí contienen un elenco de derechos y principios; y, más en concreto, recordó que el preámbulo de la Constitución de 1946 menciona, entre otras cosas, los «principios fundamentales reconocidos por las leyes de la República». Sobre esta base, dotando de fuerza vinculante al preámbulo y a las remisiones que éste hace a los citados textos de 1789 y 1946, el Consejo Constitucional utilizó como canon de la constitucionalidad la famosa Ley 1 de julio de 1901 relativa a la libertad de asociación. Con arreglo a ésta, la constitución de asociaciones es libre, está sólo sujeta a una exigencia de publicidad y, sin perjuicio de las medidas que puedan tomarse frente a determinadas categorías de asociaciones, no puede ser sometida a control preventivo, ni siquiera cuando hay indicios de nulidad o de ilegalidad de su objeto. La imposibilidad de control previo fue, así, configurada como un principio fundamental reconocido por las leyes de la República, provisto en cuanto tal de valor constitucional. Ello sirvió de base para declarar la inconstitucionalidad de los preceptos más polémicos de la ley cuestionada.

La decisión del Consejo Constitucional de 16 de julio de 1971 supuso un cambio radical en la forma de concebir y aplicar la Constitución de 1958: ésta dejó de ser una mera regulación de la arquitectura institucional, para comenzar a operar también como una barrera sustantiva para el legislador. Se permitió así el nacimiento de una verdadera jurisdicción constitucional. El concepto técnico empleado para ello es el de «bloque de la constitucionalidad», cuyo análisis detallado excede del objeto de este escrito. Es importante destacar, sin embargo, que está formado por aquellas normas que, sin pertenecer formalmente a la Constitución, tienen valor constitucional por la remisión que a ellas hace la Constitución misma. Se trata de las normas susceptibles de ser deducidas de los textos de 1789 y 1946, normas que en definitiva son de tres clases: los derechos proclamados por la Declaración de 1789 –que, por cierto, sólo en 1971 adquirió verdadera fuerza vinculante–, los principios políticos, económicos y sociales enumerados por el Preámbulo de 1946 y, en fin, los ya mencionados principios fundamentales reconocidos por las leyes de la República. Estos están sólo anunciados en el Preámbulo de 1946, por lo que han de ser identificados por la jurisprudencia mediante un examen de la legislación republicana.

La influencia a largo plazo en el constitucionalismo francés de la decisión de 16 de julio de 1971 no habría sido tan profunda si, siempre en aquel mismo período, no hubiera ido acompañada de otras tres innovaciones.

En primer lugar, seguramente la innovación más importante es la ley constitucional de 29 de octubre de 1974, que amplió la saisine del Consejo Constitucional o, en terminología española, la legitimación activa para cuestionar la constitucionalidad de una ley. Esta revisión se enmarca en el conjunto de reformas adoptadas bajo la presidencia de Valery Giscard d’Estaing para liberalizar y modernizar la vida francesa, entre las que cabe mencionar la bajada de la mayoría de edad a los dieciocho años, la regulación de la interrupción voluntaria del embarazo, o la devolución del autogobierno municipal a la ciudad de París. Pues bien, el carácter preventivo del control de constitucionalidad ejercido por el Consejo Constitucional consiste en que debe ser solicitado después de la aprobación definitiva de la ley en sede parlamentaria y antes de su promulgación por el Presidente de la República. Téngase en cuenta que la sumisión del texto al Consejo Constitucional es, en todo caso, obligatorio cuando se trata de leyes orgánicas y de los reglamentos parlamentarios. En la versión originaria de la Constitución de 1958, sólo cuatro sujetos políticos gozaban de legitimación para cuestionar la constitucionalidad de una ley ante el Consejo Constitucional: el Presidente de la República, el Primer Ministro y los Presidentes de la Asamblea Nacional y del Senado. Ello seguramente estaba relacionado con la visión que los redactores de la carta constitucional tuvieron del control de constitucionalidad preventivo como un medio para vigilar la observancia de la división entre los ámbitos de la ley y del reglamento, es decir, para que la ley no se extralimitase del ámbito restringido que la Constitución le asignaba. La reforma constitucional de 1974, en cambio, amplía la legitimación a sesenta diputados o sesenta senadores, lo que implica permitir que el control de constitucionalidad sea activado por las minorías parlamentarias. Ciertamente, esta modificación no altera el carácter preventivo del control de constitucionalidad, ni tampoco, más en general, su carácter directo o abstracto: se trata de verificar si un texto, que aún no ha sido aplicado y cuyas consecuencias prácticas son todavía conjeturas, respeta o no los dictados constitucionales. No obstante, la ampliación de la legitimación a las minorías parlamentarias hizo que el Consejo Constitucional dejase de ocuparse sólo de problemas organizativos y procedimentales, como es destacadamente el relativo al ámbito de la ley, y comenzara a hacerlo también de problemas constitucionales sustantivos, es decir, la adecuación de la ley a los derechos fundamentales y a los demás principios constitucionalmente garantizados. La reforma constitucional de 1974, en otras palabras, puso al Consejo Constitucional francés en la vía para convertirse en una auténtica jurisdicción constitucional. Así lo demuestra el hecho de que, desde entonces, ha habido una fiscalización prácticamente indefectible de todas las leyes importantes. La única deficiencia de esta nueva jurisdicción constitucional, cuya verdadera fecha de nacimiento es 1974 más que 1958, viene dada por el llamado «efecto pantalla»: cuando una ley no ha sido cuestionada ante el Consejo Constitucional o cuando, habiéndolo sido, éste concluye que no es inconstitucional, la ley queda definitivamente instalada en el ordenamiento jurídico, pues no existen vías para ejercer posteriormente un control de constitucionalidad incidental. Esta no es una laguna menor, ya que muchas tachas de inconstitucionalidad, como es bien sabido, sólo se detectan a partir de la experiencia aplicativa de la ley. De aquí que la reclamación de alguna forma de control de constitucionalidad concreto o incidental, que en Francia suele denominarse «excepción de inconstitucionalidad», haya sido frecuente desde entonces. En tiempos de François Mitterrand hubo un proyecto, que fue abandonado; y sólo ha sido introducido con la gran reforma constitucional de 2008. Entretanto, se intentó limitar los aspectos más negativos del efecto pantalla mediante el uso de «decisiones de constitucionalidad bajo reserva», que equivalen a lo que en otros países se denominan «sentencias interpretativas».

En segundo lugar, hay que hacer referencia al «control de convencionalidad» de las leyes, cuya aparición de alguna manera está también relacionada con las mencionadas peculiaridades del Consejo Constitucional. El art. 55 de la Constitución de 1958 atribuye a los tratados internacionales una «autoridad superior a la de las leyes». Esta es, sin duda alguna, la fuente de inspiración del art. 96 de la Constitución española. Pues bien, el constituyente francés no sólo impuso el monismo en las relaciones entre derecho interno y derecho internacional, sino que fue aún más allá al contemplar la primacía de éste último. La decisión del Consejo Constitucional de 15 de enero de 1975 relativa a la interrupción voluntaria del embarazo tuvo una trascendental importancia para precisar en qué consiste esa primacía y, por tanto, para configurar la relación entre los tratados internacionales y las leyes. En efecto, quienes sostenían la inconstitucionalidad de la ley que permitía ciertas formas de aborto argumentaban, entre otras cosas, que la ley era contraria al derecho a la vida consagrado por el Convenio Europeo de Derechos Humanos. De aquí se seguiría que la vulneración por la ley de una norma convencional supondría indirectamente una vulneración del art. 55 de la Constitución y, por consiguiente, la inconstitucionalidad de la ley. Esta construcción fue rechazada por el Consejo Constitucional, que negó que la superioridad de los tratados internacionales sobre las leyes dotase a aquéllos de rango constitucional: los tratados internacionales no forman parte del bloque de la constitucionalidad. Una vez sentado esto, sin embargo, el Consejo Constitucional añadió que la superioridad de los tratados internacionales sobre las leyes podía ser hecha valer por los jueces ordinarios: en caso de incompatibilidad entre una norma convencional y una norma legal, ésta debe ser inaplicada para asegurar la primacía de aquélla. La Corte de Casación recogió inmediatamente la invitación del Consejo Constitucional y, a partir de su sentencia Societé de cafés Jacques Vabre de 24 de mayo de 1975, comenzó a inaplicar las leyes contrarias a tratados internacionales. En la jurisdicción administrativa, en cambio, hubo mayor resistencia: el Consejo de Estado se negó durante mucho tiempo a inaplicar la ley posterior al tratado internacional, por entender que la contradicción entre ambas normas proviene de una voluntad tácita del legislador de derogar o excepcionar lo dispuesto por el tratado internacional; lo que denotaba, como es obvio, un profundo apego al viejo dogma de la soberanía del legislador, carente de sentido allí donde existe la supremacía de la Constitución. Con la famosa sentencia Nicolo de 20 de octubre de 1989, el Consejo de Estado cambió de orientación y aceptó plenamente la superioridad de los tratados internacionales sobre las leyes. Es bien conocido que el control de convencionalidad realizado por los jueces ordinarios ha tenido una gran importancia para hacer efectivo el principio de primacía del derecho comunitario; pero igualmente importante, aunque quizá menos conocido, es que ha dado lugar también a una fiscalización de las leyes con respecto a los tratados internacionales en materia de derechos humanos, incluido muy destacadamente el Convenio Europeo de derechos Humanos. De aquí ha surgido una especie de control difuso de las leyes que, si bien no es propiamente de constitucionalidad, se aproxima mucho a él en sus efectos prácticos. En otras palabras, el control de convencionalidad ha supuesto que en Francia coexista un control de constitucionalidad preventivo, con su corolario del efecto pantalla, y un control de convencionalidad sucesivo y difuso, lo que da lugar a un sistema bastante completo de fiscalización de las leyes.

En tercer y último lugar, hay que destacar la recuperación del papel central del legislador en el sistema de fuentes del derecho y, por consiguiente, una relativización del designio del constituyente de encerrar a la ley en un ámbito de materias tasadas dejando todo lo demás al reglamento. Por obra de la jurisprudencia administrativa y constitucional, la relación entre ley y reglamento ha retornado básicamente a su esquema tradicional. Esto se ha logrado gracias a una interpretación extensiva de las materias que el art. 34 de la Constitución encomienda a la ley, eliminando además la distinción entre materias en que la ley fija las «reglas» y materias en que la ley debe sólo enunciar los «principios fundamentales»: se entiende que, cualquiera que sea el modo en que se caracterice la intervención de la ley para una materia dada, la potestad legislativa es plena. A ello hay que añadir que el Consejo Constitucional, a partir de su importante decisión de 30 de julio de 1982 sobre control de precios y rentas, viene entendiendo que la extralimitación del ámbito encomendado a la ley no puede conducir a una declaración de inconstitucionalidad, sino únicamente al procedimiento de «deslegalización» previsto en el art. 37 de la Constitución; es decir, la ley que se extralimita no es inconstitucional, sino sólo susceptible de ser derogada o modificada por reglamento. Este giro jurisprudencial es tanto más notable cuanto que, como se dijo más arriba, la creación misma del Consejo Constitucional tuvo como finalidad principal vigilar que la ley permaneciera en el ámbito restringido en que el art. 34 de la Constitución la recluía. Es más: con arreglo a esa nueva orientación de la jurisprudencia administrativa y constitucional, la ley debe efectivamente establecer una regulación de las materias que tiene encomendadas, sin que quepa la remisión en blanco al reglamento. El intento de arrinconar al Parlamento en una posición secundaria ha sido, así, definitivamente arrumbado desde comienzos de los años ochenta; lo que supone un reequilibrio entre los poderes ejecutivo y legislativo.

IV

Si 1962 supuso el paso del parlamentarismo racionalizado al semipresidencialismo, los años setenta y primeros ochenta –grosso modo el período entre De Gaulle y Mitterrrand– presenciaron una auténtica mutación del orden constitucional en su conjunto: se implantó la supremacía de la Constitución frente a los poderes constituidos, se pusieron las bases para una protección efectiva de los derechos fundamentales y, en fin, se restituyó al legislador su lugar central en la producción normativa. Aunque quizá ésta última no sea la época más sobresaliente de la V República en otros aspectos, desde el específico punto de vista jurídico-constitucional es indudable que los rasgos esenciales del orden constitucional francés fueron fijados entonces.

Posteriormente han tenido lugar dos tipos de fenómenos que, en un repaso de las transformaciones de la Constitución de 1958, deben sin duda ser mencionados. Por un lado, están las sucesivas «cohabitaciones» entre un Presidente de la República y una mayoría parlamentaria –y, por ende, un Gobierno– de colores políticos diferentes. Cuando esta situación se produjo por vez primera en 1986, se discutió mucho acerca de los deberes constitucionales del Presidente de la República; pero François Mitterand ya había anunciado su actitud con suma claridad: «no permaneceré inerte». Además, unos meses antes de la derrota socialista en las elecciones legislativas, se había ocupado de sorprender a todos adoptando algunas iniciativas de política exterior a espaldas del Primer Ministro, el también socialista Laurent Fabius. La idea que ha prevalecido desde entonces es que la dirección de la política exterior y de defensa corresponde, en todo caso, al Presidente de la República, que tiene aquí una especie de «dominio reservado». Se entiende que en las demás materias no puede aspirar a imponer su propia orientación a un Gobierno de otro color político. De aquí precisamente que, como se observó más arriba, el semipresidencialismo funcione de distinta manera según que haya o no coincidencia entre el Presidente de la República y la mayoría parlamentaria. En todo caso, las sucesivas experiencias de cohabitación han contribuido a una cierta «reparlamentarización» de la V República. Siguen ciertamente existiendo una Presidencia de la República muy poderosa y un poder ejecutivo provisto de notables instrumentos, pero la posición del Parlamento dista de ser aquélla, más bien marginal y subalterna, que los redactores de la carta constitucional tenían in mente. Esta tendencia se ha visto ulteriormente acentuada por la ley constitucional de 2 de octubre de 2000, que ha reducido la duración del mandato presidencial de siete años –«septenado» que se remontaba al origen mismo de la forma republicana de gobierno en 1873– a cinco años: un Presidente de la República que permanece en el cargo el mismo tiempo que el Parlamento no puede pretender que goza de un plus de representatividad. Por lo demás, es probable que la mencionada tendencia siga progresando como consecuencia de la posibilidad de comunicación directa entre el Parlamento y el Presidente de la República, contemplada en la reforma constitucional de 2008.

Por otro lado, conviene destacar que desde 1992 la reforma constitucional deja de ser un suceso extraordinario. Las cifras hablan por sí solas. Hasta 1992, hubo sólo cinco revisiones de la Constitución, llevadas a cabo por las leyes constitucionales de 4 de junio de 1960 (sobre la comunidad con los países surgidos de la descolonización), 6 de noviembre de 1962 (sobre elección directa del Presidente de la República), 30 de diciembre de 1963 (sobre apertura del período de sesiones), 29 de octubre de 1974 (sobre la saisine del Consejo Constitucional) y 18 de junio de 1976 (sobre impedimento o desaparición de candidatos a la Presidencia de la República). Como puede verse, tres de esas revisiones de la Constitución –las de 1960, 1963 y 1976– carecían de verdadero calado político, siendo predominantemente técnicas. En contraste, a partir de 1992 ha habido dicecisiete revisiones de la Constitución, efectuadas por las leyes constitucionales de 25 de junio de 1992 (sobre el Tratado de Maastricht), 27 de julio de 1993 (sobre la responsabilidad penal de los miembros del Gobierno), 25 de noviembre de 1993 (sobre derecho de asilo), 4 de agosto de 1995 (sobre referéndum, inmunidad parlamentaria, y supresión de la Comunidad con las antiguas colonias), 22 de febrero de 1996 (sobre financiación de la seguridad social), 20 de julio de 1998 (sobre la autonomía de Nueva Caledonia), 25 de enero de 1999 (sobre el Tratado de Ámsterdam), 8 de julio de 1999 (sobre la Corte Penal Internacional), 8 de julio de 1999 (sobre paridad entre hombres y mujeres en las listas electorales), 2 de octubre de 2000 (sobre reducción de la duración del mandato del Presidente de la República), 25 de marzo de 2003 (sobre la orden de detención europea), 28 de marzo de 2003 (sobre descentralización), 1 de marzo de 2005 (sobre el Tratado Constitucional de la Unión Europea), 1 de marzo de 2005 (sobre la Carta del Medio Ambiente), 23 de febrero de 2007 (sobre el cuerpo electoral en Nueva Caledonia), 23 febrero de 2007 (sobre responsabilidad del Presidente de la República) y 23 de febrero de 2007 (sobre prohibición de la pena de muerte).

Como puede verse, muchas de estas revisiones de la Constitución –aunque significativamente no todas– son consecuencia de la profundización y aceleración del proceso de integración europea; y es también claro que casi ninguna de ellas puede calificarse de meramente técnica. Ello significa que, tal vez ayudada por las exigencias derivadas de la pertenencia a la Unión Europea, Francia ha entablado una nueva relación con su Constitución: al igual que otras de las grandes democracias europeas, tales como Alemania o Italia, ha comenzado a retocar su carta constitucional siempre que ello se considera necesario. Esta nueva actitud, más que un abandono de una visión sacra de la Constitución, pone de manifiesto un auténtico respeto por el carácter plenamente normativo de aquélla. En lugar de hacer frente a las nuevas necesidades mediante interpretaciones alambicadas y poco convincentes, se modifica el texto de la Constitución allí donde es necesario. Esta es la única manera de tomarse en serio la supremacía constitucional: la Constitución de 1958 es suprema porque se sabe que sus dictados provienen efectivamente –no presuntamente– de quien ostenta el constitution-making power. Más aún, al menos en dos ocasiones se procedió a la revisión de la Constitución para superar previas declaraciones de inconstitucionalidad de reformas legales: en 1999, con respecto a la paridad electoral de hombres y mujeres; y en 2007, con respecto al cuerpo electoral en Nueva Caledonia. Lo que no puede hacerse por ley puede, en cambio, casi siempre hacerse reformando la Constitución; y esta especie de diálogo entre la jurisdicción constitucional y el poder político termina por reforzar el respeto por el derecho.

Dicho lo anterior, el número y la importancia de todas estas revisiones puntuales de la Constitución habidas desde 1992 no han supuesto una mutación del orden constitucional en su conjunto, comparable a la ocurrida en los años setenta. Es verdad que Francia ha dado una respuesta constitucional a los retos de la integración europea probablemente mayor que ningún otro Estado miembro de la Unión Europea, pero esto no ha afectado a la fisonomía básica de su Constitución. Ni siquiera la descentralización territorial, por importante que sea la percepción de la misma en un país de tan arraigada tradición jacobina, podría decirse que altera los rasgos definitorios de la Constitución de 1958; y ello porque, con la excepción poco sintomática de Nueva Caledonia, no implica atribución de potestad legislativa a los entes territoriales y, por consiguiente, permanece siempre en el nivel de una descentralización administrativa.

Este es el telón de fondo en que surge la reforma constitucional de 2008, precedida del admirable informe del comité de reflexión nombrado por el Presidente de la República, que desarrolló su trabajo bajo la presidencia de Edouard Balladur, antiguo Primer Ministro. Lejos de ser una modificación de aspectos puntuales de la carta constitucional, es una verdadera operación sistemática de puesta al día de la entera Constitución de 1958, cuyo análisis corresponde ya a otra sede.

 1  Este no es un trabajo original de investigación, sino más modestamente la exposición de cómo un jurista español, que tiene una cierta familiaridad con el derecho francés, percibe la evolución constitucional de Francia desde 1958 hasta 2008, en que tiene lugar la más amplia reforma constitucional de la V República. El análisis de esta última revisión de la Constitución queda fuera del presente escrito. Precisamente por su carácter ensayístico, se ha prescindido del aparato bibliográfico. El autor quiere, sin embargo, dejar constancia de que ha tenido constantemente a la vista cuatro libros, todos ellos justamente famosos, a fin de verificar datos de hecho: L. Favoreu y L. Philip, Les grandes décisions du Conseil constitutionnel; J.J. Chevalier, G. Carcassonne y O. Duhamel, Histoire de la V République; B. Stirn, Les sources constitutionnelles du droit administratif; y Comité Balladur, Une V République plus démocratique.