Francisco Martínez Vázquez
La reforma de la Constitución francesa en los aspectos relativos al control parlamentario

Immuable et changeante, así calificó Raymond Aron la vida política y constitucional francesa con ocasión de la Constitución de la V República, una calificación que recuerda las reflexiones de Tocqueville cuando hablaba de un pueblo «inalterable en sus principales instintos y tan móvil en sus pasiones diarias». Sobre estas premisas se asentó la Constitución de 4 de octubre de 1958 que inauguró la V República Francesa, precipitada por la guerra contra Argelia y el golpe de Estado por el que nuevamente fue nombrado Presidente el General De Gaulle, circunstancias políticas que quedan ya para el análisis histórico de una Constitución que ha mantenido su vigencia durante más de cincuenta años, sin perjuicio de las numerosas reformas introducidas hasta la fecha, que confirman el certero diagnóstico de Tocqueville: inalterabilidad de los grandes principios constitucionales pero gran versatilidad en la concreción normativa de los mismos.

Es bien conocido que la propia historia del constitucionalismo francés ha sido interpretada a través de diferentes prismas doctrinales, desde quienes han defendido, como Barthélemy y Duez, que toda la historia constitucional francesa debe leerse como un desarrollo hacia realizaciones cada vez más perfectas de los principios alumbrados por la Revolución de 1789, hasta quienes, como Maurice Hauriou, defendieron el carácter cíclico de la evolución del Constitucionalismo francés, en cuyos extremos se encontrarían etapas de radical primacía del Poder Ejecutivo, con sus correspondientes textos constitucionales, contrapuestas a etapas de primacía parlamentaria, en las que la Asamblea se imponía sobre gobiernos balbucientes, haciendo un uso recurrente de los mecanismos de exigencia de responsabilidad.

En todo caso, sea cual sea la interpretación que se dé a la evolución del constitucionalismo francés en su conjunto, lo cierto es que la propia vida de la Constitución de 1958, ya en su etapa de madurez, se presta a diferentes lecturas, toda vez que la cadencia de las reformas del texto evidencia una cierta insatisfacción con su contenido o, tal vez, una relativa trivialización del procedimiento de reforma, que ha obligado al Consejo Constitucional a recordar que la Constitución exige cierta estabilidad y que, en consecuencia, las modificaciones han de realizarse con la necesaria solemnidad y obedecer a buenas razones.

Si el Consejo Constitucional no duda en reconocer que el ritmo de las reformas desde 1992 es «un poco preocupante», lo cierto es que su recomendación de reservar las reformas para cuestiones de hondo calado constitucional se ve plenamente satisfecha en el caso de la reforma operada por la Ley constitucional n.° 2008-724 de 23 de julio de 2008, cuyo título es suficientemente expresivo de la ambición de su contenido, pues se trata de la modificación constitucional llamada a modernizar las instituciones de la V República. Hasta tal punto la reforma puede calificarse como trascendental, tanto en lo cuantitativo (afecta a más de la mitad de los preceptos del texto), como en lo cualitativo, que los medios de comunicación llegaron a hablar abiertamente del nacimiento de la «V República bis».

Precisamente en las modificaciones presididas por esta intención revitalizadora de la institución parlamentaria se centran las siguientes páginas, dedicadas a analizar cómo el texto resultante de la reforma configura los procedimientos de control y responsabilidad del Gobierno ante el Parlamento o, lo que es lo mismo, cómo la modernización de la V República ha alcanzado a las relaciones entre el Parlamento y el Gobierno.

Si abordamos desde una perspectiva general los cambios introducidos en la configuración de la función de control parlamentario, llama la atención, en primer lugar, la proclamación que realiza abiertamente el artículo 24 en su nueva redacción, toda vez que al regular las funciones del Parlamento añade a la tradicional función legislativa la de «control de la acción del Gobierno» y «evaluación de las políticas públicas». Resulta, así, un precepto asimilable al artículo 66 de la Constitución Española, en el que figuran en pie de igualdad la función legislativa y la de control, si bien el texto francés añade la función de evaluación de las políticas públicas, reflejo de la concepción contemporánea del control que se traduce también en una cierta renovación del lenguaje normativo.

La Comisión presidida por el ex Presidente Eduard Balladur para abordar la reflexión sobre la modernización y reequilibrio de las instituciones de la V República, en su informe titulado «Una V República más democrática» 1 , dedica un capítulo entero a la mejora de la efectividad del control parlamentario. Bajo este rótulo se encuentran todas aquellas propuestas llamadas a incorporar en el texto constitucional vías y medios para que el Parlamento pueda llevar a cabo la función de control en condiciones dignas de una democracia moderna, con especial referencia al control de la política exterior y de defensa, así como de las materias que afectan a la Unión Europea.

Bajo la égida de esta profunda renovación de los instrumentos de control parlamentario se encuentran decisiones como atribuir al Tribunal de Cuentas (Cour de comptes) la función de asistir al Parlamento en el control de la acción del Gobierno y en la evaluación de las políticas públicas (nueva redacción del artículo 24), la extensión del control parlamentario a la actividad de las Fuerzas Armadas fuera de Francia (artículo 35), la previsión de que las Cámaras puedan crear comisiones de investigación para recoger elementos de información, en las condiciones previstas por la ley (artículo 51-2) o la posibilidad de que el Gobierno, a iniciativa propia o de un grupo parlamentario, realice una declaración ante cualquiera de las Cámaras que dé lugar a un debate y, eventualmente, a una votación, sin comprometer su responsabilidad (artículo 50-1).

Asimismo, otras modificaciones llevadas a cabo por la Ley constitucional de 2008 responden a la misma intención de ampliar el espacio institucional que corresponde al Parlamento en la vida pública francesa, si bien no se incardinan tanto como decisiones que afectan a la función de control, sino como nuevos equilibrios constitucionales entre los poderes de la República, bien sea limitando algunas de las tradicionales prerrogativas del Presidente, bien estableciendo nuevas claves para articular la relación de confianza entre la Asamblea Nacional y el Gobierno.

De unas y otras novedades pasamos a examinar aquellas que presentan mayor interés, comenzando precisamente por las que afectan a la relación de confianza parlamentaria, que tratan de aligerar algo la carga de racionalización impuesta en 1958 a este multisecular vínculo fiduciario entre Gobierno y Parlamento.

1. La «racionalización de la racionalización» del parlamentarismo o el alcance limitado de la nueva «Gran Berta»

En primer lugar, debido a su trascendencia y a la importante corrección que supone en una de las más célebres expresiones del parlamentarismo racionalizado inaugurado por la Constitución de 1958, debemos hacer referencia a la reforma del artículo 49.3, que contempla el procedimiento para vincular la confianza del Gobierno a un determinado proyecto legislativo. En su redacción original, este precepto disponía lo siguiente:

«El Primer Ministro podrá, previa discusión del Consejo de Ministros, plantear la responsabilidad del Gobierno ante la Asamblea Nacional sobre la votación de un texto. En tal caso este texto se considerará aprobado, salvo si una moción de censura, presentada dentro de las veinticuatro horas siguientes, fuere aprobada del modo establecido en el apartado anterior».

Un instrumento de esta naturaleza ha sido calificado como «obra maestra» de la racionalización del parlamentarismo y también como mecanismo «inédito e ingenioso» 2 , llamado a eliminar el fenómeno de la disgregación de la mayoría parlamentaria y, por consiguiente, disciplinar a los grupos políticos afines alrededor de los proyectos legislativos que resultan prioritarios para el Gobierno. El recurso a este procedimiento –concebido con cierta pátina de excepcionalidad, pero no limitado, hasta 2008, nada más que por la necesaria deliberación previa del Consejo de Ministros– arroja un saldo algo preocupante, máxime si se constata que no fue empleado sólo por el gaullismo sino que el récord lo ostenta el Primer Ministro Rocard, que recurrió a este mecanismo en 28 ocasiones durante su mandato 3 . Asimismo, si se examinan los proyectos y proposiciones de Ley (en 1986, por ejemplo, se vinculó la confianza del Gobierno a una proposición de Ley del Senado sobre el régimen jurídico de la prensa) que han sido aprobados gracias a este procedimiento, se constata que no exagera algún autor cuando lo califica como «arma brutal» que interrumpe la discusión parlamentaria 4  o, en esta misma sintonía de símil bélico, cuando Gicquel se refiere a este procedimiento parlamentario como la «Grosse Bertha», evocando aquel inmenso cañón utilizado en la I Guerra Mundial 5 .

En otro orden de cosas, el examen de los proyectos a los que el Gobierno ha vinculado su confianza permite constatar que no todos ellos destacan por su trascendencia y, por tanto, que los Gobiernos han recurrido al artículo 49.3 para conseguir la aprobación de proyectos prioritarios para el Ejecutivo –por ejemplo, la creación de un arsenal nuclear francés (1960) o la elección popular directa de los representantes en el Parlamento Europeo (1977)– si bien en otros muchos casos la invocación de este mecanismo ha servido para aprobar proyectos cuyo contenido no justifica la radical eliminación del debate parlamentario y, en última instancia, el truncamiento del desenvolvimiento ordinario del procedimiento legislativo en la Asamblea Nacional.

Por consiguiente, frente a un procedimiento de indudable eficacia para cohesionar a la mayoría o para encontrar apoyos parlamentarios cuando no existe tal mayoría (supuesto más frecuente en los primeros años de vida de la V República) o cuando la hostilidad se genera con respecto a una concreta iniciativa legislativa (como en 1982 el proyecto de «rehabilitación de los generales de Argelia») o, sencillamente, para hacer frente a estrategias de obstrucción patrocinadas por la oposición (ocasión más frecuente de recurso a la «Gran Berta» en el período 2000-2007), se han erigido voces críticas que, desde una perspectiva doctrinal, denunciaban ya la utilización trivial de un mecanismo concebido como excepcional 6  o bien desde la propia actividad parlamentaria lamentaban la mutilación del debate que conlleva la invocación del artículo 49.3 de la Constitución de 1958.

De todas estas voces críticas se hizo eco el informe de la «Comisión Balladur» 7 , que afirma sin ambages que se ha producido la «banalización» del procedimiento del artículo 49.3 y propone la constricción del mismo exclusivamente al proyecto de ley de presupuestos o a proyectos de ley que tengan por objeto la financiación de la Seguridad Social.

Los trabajos de la «Comisión Balladur» desembocaron en la elaboración del proyecto de Ley constitucional 820, en cuyo artículo 23 se incorporó la modificación del artículo 49.3 de la Constitución, aunque moderando el alcance de la restricción, pues se incluye un inciso no previsto en la recomendación de los expertos, en virtud del cual el Gobierno puede vincular la confianza parlamentaria no sólo a los proyectos de Ley de presupuestos y de financiación de la Seguridad Social, sino también a cualquier otro «texto», con el límite de que sea sólo uno en el período de sesiones 8 .

Tras la tramitación parlamentaria, el artículo 24 de la Ley constitucional n.° 2008-724, de 23 de julio de 2008, incorpora la modificación definitiva del más célebre procedimiento de racionalización parlamentaria inaugurado por la Constitución de 1958, especificando que la suerte del Gobierno sólo puede vincularse al proyecto de ley de presupuestos o a proyectos de ley que tengan por objeto la financiación de la Seguridad Social, así como a cualquier otro proyecto o proposición –se sustituye la equívoca expresión «texto» del proyecto de Ley constitucional, anticipándose así a eventuales discrepancias interpretativas sobre el alcance de esta previsión–, con el límite de que sea uno por período de sesiones. Con arreglo a esta redacción, el artículo 49.3 de la Constitución dispone ahora:

«El Primer Ministro podrá, previa deliberación del Consejo de Ministros, plantear la responsabilidad del Gobierno ante la Asamblea Nacional sobre la votación de un proyecto de ley de Presupuestos o de financiación de la seguridad social. En tal caso este proyecto se considerará aprobado, salvo si una moción de censura, presentada dentro de las veinticuatro horas siguientes, fuere votada en las condiciones previstas en el párrafo anterior. Asimismo el Primer Ministro podrá recurrir a este procedimiento para otro proyecto o una proposición de ley por período de sesiones».

El balance de la reforma es, por tanto, de relativa satisfacción para quienes veían en el procedimiento del artículo 49.3 una injustificada mutilación de las funciones parlamentarias. La actual redacción parece más razonable en la medida en que el afilado escalpelo de la racionalización parlamentaria se emplea sólo para limitar las posibilidades de fragmentación de la mayoría o la ocasión a la obstrucción parlamentaria en aquellos proyectos de ley que, por su contenido, resultan indudablemente prioritarios para el desarrollo y ejecución del programa político del Gobierno.

Tal es el caso paradigmático del proyecto de Ley de presupuestos, cuya trascendencia para la función de gobierno resulta obvia, hasta el punto de que en sistemas como el español, que no reconocen un mecanismo similar al del artículo 49.3 de la Constitución Francesa, no parece exagerado afirmar que la aprobación de una enmienda a la totalidad de devolución del proyecto de Ley de Presupuestos Generales del Estado equivale, en realidad, a una censura material al Gobierno. En la experiencia parlamentaria española bajo la vigencia de la Constitución de 1978 podemos traer a colación el rechazo del Congreso de los Diputados al proyecto de Ley de Presupuestos Generales del Estado para 1996, que precipitó el fin anticipado de la V Legislatura y la convocatoria de elecciones generales, sin perjuicio de que el tiempo transcurrido entre la aprobación de la enmienda de devolución y la disolución de las Cortes Generales permiten a García-Escudero Márquez hablar de «tempo lento», todo lo cual explica la discrepancia doctrinal acerca de la relación existente entre el rechazo del proyecto de Ley y la disolución de las Cámaras 9 .

Menos comprensible resulta la limitación de orden cuantitativo, pues permitir que, fuera de los casos mencionados, el Gobierno pueda vincular su continuidad a cualquier otro proyecto o proposición de Ley, al margen de cuál sea su contenido, con tal de que no lo haga más de una vez en el período de sesiones, no deja de ser un recorte poco racional y obediente sólo a la fría disciplina de los números, más que a una verdadera razón de calado constitucional.

En definitiva, la racionalización del parlamentarismo que está en el origen de procedimientos como el del artículo 49.3 ha sido objeto, a su vez, de un proceso de racionalización, para mitigar las disfunciones advertidas a lo largo de cincuenta años de vida constitucional. El tiempo confirmará hasta qué punto acierta el Constituyente de 2008 en este nuevo intento de definir el equilibrio –siempre complejo– entre el Gobierno y el Parlamento, al calor de los grandes principios alumbrados por la Revolución, que permanecen inmuables mientras su traducción normativa y aplicación práctica se revelan, una vez más, changeantes.

2. Las resoluciones de las Cámaras: un intento de abrir paso
a la función de impulso político, truncado por Montesquieu

En segundo lugar, detenemos nuestro análisis en otra de las reformas constitucionales que se sitúan en la órbita de la función de control parlamentario y que vuelven a poner de manifiesto que el ánimo renovador de la «Comisión Balladur» se vio parcialmente frenado por un Constituyente de ritmo cardíaco más sosegado.

En efecto, el informe titulado «Una V República más democrática» 10  explica las razones de la desaparición de las resoluciones parlamentarias en el texto constitucional de 1958, si bien aboga por su recuperación en la reforma del texto constitucional, mediante un nuevo apartado del artículo 24 que reconozca expresamente el derecho del Parlamento de aprobar resoluciones en las que las Cámaras manifiesten una posición, deseo u opinión. Esta novedad persigue la doble finalidad de evitar que se utilice indebidamente la función legislativa para este propósito 11  y, sobre todo, facilitar en sede parlamentaria lo que se conoce como fonction «tribunitienne», saludable en cualquier democracia.

Frente al ánimo decidido de la «Comisión Balladur» en dar entrada a la función de impulso político, con el antecedente de la reforma de 1992, que permitió adoptar resoluciones sobre los proyectos, proposiciones y textos emanados de las Comunidades Europeas o de la Unión Europea, el texto resultante de la reforma de 2008, tras la tramitación parlamentaria, resulta mucho más modesto en su alcance, pues la posibilidad de que las Cámaras manifiesten su voluntad se proclama acompañada de un límite nada desdeñable, cuya razón de ser no es otra que preservar el principio de división de poderes y los procedimientos constitucionales al servicio del mismo. Así, el nuevo artículo 34-1 dispone:

«Las Cámaras podrán votar resoluciones en las condiciones fijadas por la ley orgánica. No serán admisibles y no podrán inscribirse en el orden del día las proposiciones de resolución de las que el Gobierno considere que su aprobación o su rechazo sería susceptible de cuestionar su responsabilidad o que contienen mandamientos hacia él».

Así, frente al omnímodo reconocimiento del derecho a aprobar resoluciones, la Constitución sólo considera admisibles aquellas que no constituyan un cuestionamiento de la confianza parlamentaria o contengan mandatos al Gobierno. Las razones de ambas limitaciones constituyen, en última instancia, una suerte de defensa de esa especie protegida que es el principio de división de poderes, de ahí que, con cierta ironía no exenta de reduccionismo, digamos que Montesquieu ha frustrado el ánimo reformista de la «Comisión Balladur».

En efecto, si la Constitución no permite a las Cámaras aprobar resoluciones de las que pueda deducirse el cuestionamiento de la confianza parlamentaria es sólo por preservar para este fin los procedimientos especialmente diseñados en los artículos 49 y 50, esto es, la cuestión de confianza y la moción de censura. En caso contrario, quedaría completamente desvirtuado el esfuerzo de racionalización del sistema parlamentario patrocinado por el Constituyente de 1958, pues la rigidez de aquellos procedimientos se vería desplazada por el sencillo expediente de votar una resolución cuestionando la confianza depositada en el Gobierno.

En contraste con el celo que la reforma constitucional francesa ha puesto en reservar para el cuestionamiento de la confianza parlamentaria los procedimientos específicamente alumbrados con este fin, observamos que la experiencia española en los últimos años ha discurrido por otro camino, con el pernicioso efecto de desprestigiar el sistema parlamentario de gobierno y cubrir la actividad de las Cámaras con un cierto halo de frivolidad que parece poco beneficioso para la credibilidad del sistema político. En efecto, frente a lo previsto en la Constitución francesa, en la práctica parlamentaria española se ha convertido en un recurso habitual el debate de resoluciones (proposiciones no de ley o mociones) que cuestionan a determinados Ministros en particular, pasando por alto rasgos elementales de nuestro sistema parlamentario e induciendo a desviaciones tan llamativas como el cuestionamiento de la confianza por una Cámara que ni la otorga ni puede retirarla, como es el Senado, o la solicitud de cese de un Ministro, que pasa por alto el carácter solidario de la relación fiduciaria que vincula al Presidente del Gobierno con el Congreso de los Diputados y cuya única articulación posible son los procedimientos de cuestión de confianza y moción de censura, que regulan los artículos 112 y 113 CE respectivamente.

Lo verdaderamente grave es que tales propuestas de resolución no se queden en un agrio debate entre la mayoría que apoya al Gobierno y la oposición, sino que resulten aprobadas sin que de ello se desprenda consecuencia directa alguna, pues es evidente que en términos constitucionales una moción del Senado que reprueba la actuación de un miembro del Gobierno no conlleva consecuencias jurídicas sino, en su caso, políticas, pero también es evidente que ofrece una imagen de frivolidad ante los ciudadanos, ajenos a estos pormenores jurídicos, el que se debata y apruebe una resolución que no va acompañada de consecuencia alguna. Tal es el caso, por ejemplo, de la moción aprobada por el Pleno del Senado el 18 de diciembre de 2007 12 , en la que se exigen responsabilidades y se «reprueba» a la señora Ministra de Fomento.

La preservación del sistema parlamentario diseñado por la Constitución de 1978 aconsejaría una decisión de inadmisión de este tipo de iniciativas por parte de la Mesa de la Cámara –a semejanza de lo que permite el nuevo artículo 34-1 de la Constitución francesa– aunque a nadie se le escapa la lectura interesada que se haría de una decisión de este tipo. Sin embargo, la proliferación de iniciativas de esta naturaleza y la posibilidad de que lleguen a ser aprobadas dista mucho de ser, como podría pensarse en una interpretación superficial, un gran avance de la democracia parlamentaria, sino todo lo contrario. Si se admiten y aprueban resoluciones que cuestionan la confianza de la Cámara en un Ministro en particular, ¿qué impedirá que por esta vía se trate de poner en cuestión la confianza depositada en el Presidente del Gobierno o en el conjunto del Ejecutivo, sorteando los requisitos que establece el artículo 113 CE para la presentación de una moción de censura y que son, en última instancia, nuestra concesión al parlamentarismo racionalizado alumbrado por el Constitucionalismo de la II Posguerra? La misma contundencia con que afirmaríamos que una iniciativa de esta naturaleza no debería ser admitida por la Mesa nos lleva a sostener que tampoco las que actualmente se debaten y, eventualmente, aprueban, deberían admitirse a trámite, pues éstas son, en realidad, la puerta de entrada de las demás. A riesgo de defender una tesis impopular, considero acertada la cautela que acoge el texto constitucional francés y que no hace sino poner coto a un parlamentarismo de exhibición, que piensa más en la trascendencia mediática de determinados debates que en la viabilidad jurídica de lo que en ellos se plantea y, lo que es más grave, se decide.

Otro tanto puede decirse de la cautela del artículo 34-1 en el sentido de no admitir aquellas propuestas de resolución de las que pudieran deducirse mandatos al Gobierno. De nuevo el examen de nuestra práctica parlamentaria arroja un sorprendente contraste con la previsión del Constituyente francés, pues abundan en el orden del día de nuestros órganos parlamentarios iniciativas que instan al Gobierno a realizar tal o cual cosa y que, en un número no despreciable de casos, resultan aprobadas. La razón de la cautela en el país vecino no es otra que garantizar que se respeta la previsión del artículo 20 de la Constitución, según el cual sólo el Gobierno determina y conduce la política de la Nación. Este precepto es asimilable al artículo 97 de nuestro texto constitucional, a pesar de lo cual, con un sesgo casi asambleario, en las Cortes Generales tanto el Pleno como las comisiones de ambas Cámaras suelen dirigir mandatos al Gobierno.

De nuevo el problema de este tipo de debates e iniciativas es la imagen de falta de rigor que ofrecen a la ciudadanía, pues no se entiende que el Parlamento apruebe una resolución con un mandato dirigido al Gobierno y que éste no lo cumpla, por la sencilla razón de que invade un ámbito de decisión reservado constitucionalmente al Ejecutivo. Tal es el caso, por ejemplo, de la moción aprobada por el Pleno del Congreso de los Diputados en su sesión de 16 de junio de 2009 13 , en la que se insta al Gobierno a suprimir determinados ministerios en aras de la racionalización y reducción de la estructura de la Administración General del Estado, pasando por alto que, más allá de la función de control que corresponde al Congreso de los Diputados, el diseño de la planta ministerial es competencia exclusiva del Presidente del Gobierno.

3. «Advice and consent» en el Palacio del Elíseo: la intervención parlamentaria en el ejercicio de la prerrogativa presidencial de nombramiento de autoridades

La tercera clave de la reforma constitucional francesa en la que vamos a detener nuestra atención tiene interés porque supone la incorporación de mecanismos de control propios de sistemas presidencialistas y que, sin embargo, gozan de gran predicamento como reflejo de una cierta modernización de las funciones parlamentarias.

En este caso no se trata, por tanto, de modificaciones que afecten a los procedimientos de relación entre la Asamblea Nacional y el Gobierno, sino al reconocimiento de un específico procedimiento de intervención parlamentaria en la otrora ilimitada prerrogativa de nombramiento que ostenta el Presidente de la República. Así, un nuevo apartado añadido al artículo 13 dispone:

«Una ley orgánica determinará los cargos y funciones al margen de los mencionados en el tercer párrafo, para los que debido a su importancia para la garantía de los derechos y las libertades o la vida económica y social de la Nación, el poder de nombramiento del Presidente de la República se ejercerá previo anuncio público de la comisión permanente competente de cada Cámara. El Presidente de la República no podrá proceder a un nombramiento cuando la suma de los votos negativos en cada comisión represente al menos tres quintos de los votos emitidos en el seno de las dos comisiones. La ley determinará las comisiones permanentes competentes según los cargos o las funciones correspondientes».

Un mecanismo de esta naturaleza supone la traslación al ordenamiento jurídico francés de un procedimiento constitucional característico de los sistemas presidencialistas, cuyo modelo es, sin duda, el sistema de «advice and consent» del Senado de Estados Unidos, previsto en el artículo II, sección 2, de la Constitución de 1787. Más allá de las desviaciones que, con el paso de los siglos, ha tenido el procedimiento de advice and consent, no podemos perder de vista que su origen se encuentra en el delicado juego de checks and balances con que la Constitución de Estados Unidos diseña un sistema de organización y convivencia política a finales del siglo XVIII, es decir, cuando en Europa todavía se rumiaba el dogma del origen divino del poder de los reyes.

En todo caso, no podemos dejar de destacar que la implantación de este mecanismo en el sistema francés se hace con todas sus consecuencias y no de forma confusa, como lo hizo en el ordenamiento español la Ley 15/1980, de 22 de abril, de creación del Consejo de Seguridad Nuclear, cuyo artículo 5 exige la mayoría de tres quintos para aceptar o vetar la propuesta de nombramiento de los miembros del Consejo, donde no hay solución legal para el caso de que no se alcance tal mayoría ni en un sentido ni en otro.

No menos cuestionable es la regulación del artículo 2 de la Ley 5/2006, de 5 de abril, de Regulación de los Conflictos de Intereses de los Miembros del Gobierno y de los Altos Cargos de la Administración General del Estado, cuya previsión de comparecencia parlamentaria para que la comisión competente se pronuncie sobre la existencia o no de conflictos de intereses puede convertirse en una proclama vacía de contenido, desde el momento que no se anuda ninguna consecuencia jurídica al pronunciamiento parlamentario.

4. Conclusión

A modo de conclusión, podemos señalar, una vez advertido el alcance de la reforma, que su interpretación en la línea evolutiva que describe el constitucionalismo francés desde 1958 parece, en buena medida, dar la razón a aquellas lecturas evolucionistas que pretenden ver en toda la Historia del constitucionalismo francés el camino hacia la realización cada vez más perfecta de los principios alumbrados por la Revolución.

En efecto, si en el frontispicio de la obra revolucionaria quedó grabada aquella divisa del Estado democrático liberal, recogida en el celebérrimo artículo 16 de la Declaración de Derechos del Hombre de 1789, según el cual «toute societé dans laquelle la garantie des droits n’est pas assuré, ni la separation des pouvoirs determinée, n’a pas de Constitution», llama la atención que la reforma de 2008 verse principalmente sobre nuevas garantías de los derechos y libertades públicas y sobre la relectura del principio de división de poderes, impulsada por el anhelo de liberar, en cierta medida, al Parlamento de la «mordaza» impuesta por la redacción de 1958 y limitar los amplios poderes atribuidos al Presidente de la República.

 1 «Une V République plus démocratique», Informe realizado por el Comité de estudio y propuestas sobre la modernización de las instituciones de la V República, p. 51.

 2 J. Gicquel, Droit constitutionnel et institutions politiques, 15.a ed., Montchrestien, París, 1997, p. 700.

 3 Íbidem, p. 701.

 4  P. Bon, «La Constitución de la V República cumple cincuenta años», Revista española de Derecho Constitucional, núm. 85, 2009, p. 70.

 5  J. Gicquel, Droit constitutionnel et institutions politiques, op. cit., p. 701.

 6 L. Favoreu, Droit Constitutionnel, 2.a ed., Dalloz, París, 1999, p. 697.

 7 «Une V République plus démocratique», op. cit., p. 34.

 8 «Le Premier ministre peut, en outre, recourir à cette procédure pour un autre texte par session».

 9  P. García-Escudero Márquez, El procedimiento legislativo ordinario en las Cortes Generales, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2006, p. 314.

 10  P. Bon, «La Constitución de la V República cumple cincuenta años», op. cit., p. 57.

 11  P. Bon (ibídem, pág 69) cita, por ejemplo, la Ley de 29 de enero de 2001, según la cual Francia reconoce públicamente el genocidio armenio, como ejemplo de la utilización de la función legislativa para hacer públicas posiciones u opiniones de la Cámara.

 12  Diario de Sesiones del Senado, núm. 143, VIII Legislatura, pp. 8992 y ss.

 13  Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados, núm. 90, IX Legislatura, pp. 29 y ss.