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REALA, número 17, abril de 2022

Sección: COMUNICACIONES Y COMENTARIOS JURISPRUDENCIALES

Recibido: 09-09-2021

Aceptado: 09-03-2022

Publicado: 07-04-2022

DOI: https://doi.org/10.24965/reala.i17.10984

Páginas: 155-173

El difícil encaje de las diputaciones provinciales en el modelo de organización territorial del Estado: Una aproximación histórica (1812-1925)

The difficult fit of the diputaciones provinciales in the model of territorial organization of the State: A historical approach (1812-1925)

Rafael J. Vera Torrecillas

Universidad de Huelva (España)

ORCID: https://orcid.org/0000-0001-8736-6416

rafael.vera@dpub.uhu.es

NOTA BIOGRÁFICA

Doctor en Derecho. Profesor de Derecho administrativo de la Universidad de Huelva. Es secretario general de la Diputación de Huelva y director del Servicio Jurídico Provincial; forma parte del Grupo de Investigación “Derecho, Economía y Sociedad” (SEJ397). Sus principales líneas de investigación se centran en la Función Pública, el Derecho local y la Historia de la Administración.

RESUMEN

El presente artículo pretende ofrecer un estudio sobre el proceso de evolución de las Diputaciones provinciales desde su creación en 1812 hasta su consolidación definitiva en el Estatuto Provincial de 1925, planteando las dificultades derivadas de su integración en el modelo de organización territorial implantado por el liberalismo. Desde su creación, la provincia y su organización a través de la diputación provincial ha sido objeto de continuos cuestionamientos tanto desde un punto de vista político como jurídico que deben llevarnos a reflexionar sobre su posición institucional desde el prisma de un modelo organizativo y competencial basado en la diversidad territorial.

PALABRAS CLAVE

Liberalismo; organización territorial del Estado; provincia; diputación provincial; centralismo; descentralización.

ABSTRACT

This paper is comprised of a study on the evolutionary process of provincial councils (Diputaciones provinciales), from their creation in 1812 to their definitive representation in the Provincial Statute of 1925, addressing the difficulties derived from their integration into the territorial structure model implemented by liberalism. Since its creation, the province and its structure through the provincial council has been the subject of continuous questioning from both a political and legal point of view alike, which should lead us to reflect on its institutional positioning from the point of view of a structural and power-related model, based on territorial diversity.

KEYWORDS

Liberalism; territorial structure of the State; province; provincial council; centralism; decentralisation.

SUMARIO

1. INTRODUCCIÓN Y CONTEXTUALIZACIÓN. 2. LA EVOLUCIÓN DE LAS DIPUTACIONES PROVINCIALES DESDE 1812 HASTA 1868: EL CENTRALISMO Y LA DESCONCENTRACIÓN COMO PRINCIPIOS DE LAS RELACIONES CENTRO-PERIFERIA. 3. LA DIPUTACIÓN PROVINCIAL DURANTE EL SEXENIO REVOLUCIONARIO: LOS INTENTOS DESCENTRALIZADORES DE LAS LEYES DE 1868 Y 1870. 4. EL FRACASO DEL FEDERALISMO REPUBLICANO: LAS DIPUTACIONES EN EL PROYECTO DE CONSTITUCIÓN DE 1873. 5. LAS DIPUTACIONES EN LA RESTAURACIÓN Y LOS PROYECTOS REGIONALIZADORES: LA MANCOMUNIDAD DE DIPUTACIONES DE CATALUÑA 6. EL ESTATUTO PROVINCIAL: UNA VISIÓN AUTORITARIA DEL PROVINCIALISMO. 7. A MODO DE EPÍLOGO. REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS.

1. INTRODUCCIÓN Y CONTEXTUALIZACIÓN

Uno de los problemas políticos más complejos de cuantos tuvo que abordar el moderno Estado constitucional fue, y sigue siendo en la actualidad, el de la organización y vertebración territorial del poder. La consolidación de la organización territorial del Estado que se lleva a cabo entre los años 1833 y 1868 supone el triunfo del modelo moderado de subordinación de lo local a lo central, con una estructura territorial fuertemente centralizada que aproxima el Gobierno, a través de la figura del gobernador, a la Administración local. En este esquema, las diputaciones provinciales ocuparon un papel de singular importancia, pues permitían articular las relaciones entre el Gobierno y los municipios a través de una institución donde confluían tanto el poder central como el municipal. Tanto progresistas como moderados convergían en un planteamiento político, la necesidad de reforzar la unidad desde la uniformidad territorial y administrativa, y de subordinar las autoridades locales al gobierno central, aunque diferían en torno al grado de concentración o descentralización del poder local.

A lo largo del siglo xix la Administración municipal va a ir aumentando su dependencia respecto a la Administración central, y pese a los intentos descentralizadores impulsados durante los gobiernos progresistas, la década moderada (1854-1864) logró asentar un modelo de Administración muy centralizada que va a favorecer la formación de una estructura oligárquica del poder local, donde la diputación ocuparía un lugar destacado de control de un sistema político de amplia base rural. Sin embargo, el fracaso de este modelo fue también el fracaso de los postulados progresistas, incapaces de desmontar ese esquema durante el Sexenio Revolucionario, a pesar de las reformas en la Administración local introducidas por la Ley de 1870, que constituye la base de la legislación local de la Restauración; precisamente una de sus aportaciones más importantes fue la de separar la esfera administrativa de la política, dotando de una amplia autonomía a lo administrativo y subordinando los aspectos políticos al Estado. Sin embargo, la Restauración supuso el triunfo de los postulados moderados, de la uniformidad y del centralismo a ultranza, que irían degenerado hacía la rigidez de un modelo que desconocería el problema territorial y que se serviría de las diputaciones provinciales como instrumentos institucionalizados que permitían al Estado intervenir directamente en lo local, garantizando al mismo tiempo que las oligarquías regionales asegurasen el control de la provincia.

De este modo, el fracaso de Restauración constituye el fracaso del modelo provincial de organización del territorio articulado a través de las diputaciones. El propio Primo de Rivera el 12 de octubre de 1923 manifestaría al diario conservador El Debate su proyecto de suprimir «las 49 pequeñas administraciones provinciales», e iniciar un camino de descentralización administrativa, que a la postre se tornó en un mayor centralismo y en la transformación de las diputaciones, pese a las previsiones del Estatuto Provincial, en meros apéndices de la Administración central, señalando el camino que posteriormente tomaría el régimen franquista, pues pese a las previsiones contenidas en el Estatuto en la práctica las diputaciones serían designadas y renovadas directamente por el gobernador civil. La región, por el contrario, aparecía reconocida en el Estatuto Provincial y pudo ser la alternativa al modelo de organización provincial de corte centralista, pero la dictadura siempre pensó en impulsar un regionalismo desde arriba, controlado por el propio Estado, estableciendo un complejo procedimiento para su creación, e impidiendo legalmente que esta pudiera surgir desde las propias diputaciones provinciales, lo que sin duda hubiera facilitado la regionalización del Estado.

A lo largo del presente trabajo pretendemos reflexionar sobre el proceso de afianzamiento de las diputaciones provinciales desde su creación hasta su definitiva consolidación que se produce con el Estatuto Provincial de 1925. A partir de la reforma del régimen provincial de 1925, en la que se proclamó solemnemente que la provincia había adquirido carta de naturaleza y se había incorporado definitivamente a la realidad española, puede decirse que la división provincial, así como la posición institucional de la diputación en la estructura territorial del Estado, fueron generalmente aceptadas y replicadas en las leyes posteriores sobre régimen local. De hecho, no podemos olvidar que el actual mapa autonómico tiene su punto de partida en la provincia, y que las diputaciones asumieron un papel esencial en el proceso autonómico. Pese a ello, el debate en torno a la utilidad de las diputaciones provinciales sigue estado vivo y siguen siendo ampliamente cuestionadas, lo que debe llevarnos a reflexionar sobre su posición institucional desde el prisma de un modelo organizativo y competencial basado en la diversidad territorial; la experiencia histórica demuestra que la razón de ser de esta institución, con más de dos siglos de existencia, no puede ser otra que su función de asistencia y cooperación municipal en sus diversos grados y ámbitos a fin de garantizar debidamente los principios de solidaridad y equilibrio intermunicipales, pero al mismo tiempo asumiendo una función de enlace entre el mundo local y el Estado y las Comunidades Autónomas.

2. LA EVOLUCIÓN DE LAS DIPUTACIONES PROVINCIALES DESDE 1812 HASTA 1868: EL CENTRALISMO Y LA DESCONCENTRACIÓN COMO PRINCIPIOS DE LAS RELACIONES CENTRO-PERIFERIA

La historia de las diputaciones provinciales tiene su punto de partida en la Constitución de 1812. La constitución gaditana pretendió buscar un equilibrio en el gobierno político de las provincias en un momento especialmente complejo, un equilibrio entre la autoridad del Gobierno, responsable último del mantenimiento del orden y de la seguridad del Estado, y las diputaciones provinciales a las que se les atribuyó «el gobierno económico de la provincia»; en ellas se integraría el jefe político, el de la Hacienda Pública, junto a personas elegidas libremente por los pueblos de su distrito. Aparece desde un primer momento ese carácter dual, de profunda influencia francesa, que es el núcleo esencial de la institución y eje de las supuestas contradicciones que la han perseguido históricamente en el seno del sistema político español (González Casanovas, 1986, pp. 23 y 24). El liberalismo revolucionario partiría del carácter democrático del gobierno municipal (ayuntamientos) y territorial (diputaciones provinciales), constituyendo uno de los elementos característicos del modelo de Estado diseñado por la Constitución de 1812. Durante el siglo XIX se irá conformando ese carácter bifronte que va a definir a la provincia dentro de modelo de organización territorial; por un lado, como división territorial del propio Estado y circunscripción para el cumplimiento de los fines del Gobierno, pero además se reconocería finalmente el carácter de entidad local, con intereses propios y, en consecuencia, con facultades para la acción administrativa, de fomento y económica de los pueblos que la integran.

En efecto, en el primer tercio del siglo XIX tiene lugar la reforma del sistema de organización territorial y de funcionamiento del Estado, rompiendo con el modelo organizativo del Antiguo Régimen mediante la creación de una nueva pieza que encajaría perfectamente en la estructura territorial del Estado buscada por el liberalismo. La provincia, que encuentra claros antecedentes históricos en las entidades territoriales intermedias de carácter administrativo que caracterizaron la organización del Estado moderno, surge como una división territorial que el Estado va a utilizar para la prestación de sus servicios y el cumplimiento de sus fines en la periferia, con la finalidad de llegar fácilmente, con su acción y tutela, a todos los ámbitos y a todos los ciudadanos del Estado. Ciertamente el Estado liberal heredó del Antiguo Régimen una amalgama de corporaciones municipales, estructuradas en un nivel territorial superior a través de corregimientos e intendencias, a cuyo cargo estaba un oficial del rey o señorial. La Constitución de 1812 va a modificar de forma sustancial este sistema, pues divide la organización territorial del Reino en dos tipos de unidades: por un lado las corporaciones populares de naturaleza democrática, y por otro lado los oficios reales dependientes del Gobierno. Pero apunta Nieto que la gran novedad del sistema constitucional fue la politización de las estructuras administrativas, que pasaron a manos de las oligarquías políticas (Nieto, 2011, p. 29).

La provincia, tal y como fue conceptuada por el liberalismo, obedece al fenómeno de desconcentración territorial de funciones y competencias estatales, y bajo este principio se consideró como una entidad intermedia entre el Estado y los municipios, encomendando al denominado jefe superior el gobierno político de las provincias e instituyendo las diputaciones provinciales para el cumplimiento de determinados fines y funciones de carácter local. De este modo, en la Constitución de 1812 aparece perfilada esa doble condición de la provincia, como circunscripción territorial del Estado y como entidad con unos fines propios de carácter supramunicipal y de enlace intermunicipal, aunque el reconocimiento legal de la provincia como entidad local tardaría aún en llegar, pues no es hasta 1868 cuando se le confiere legalmente este carácter. En esa conceptuación originaria de la provincia, a las diputaciones se les otorgó la función de fiscalizar el funcionamiento de los ayuntamientos (art. 335.2 de la Constitución de 1812). Sin embargo, señala Nieto que este modelo fracasaría fundamentalmente porque las diputaciones se extralimitaron en el ejercicio de su función de control y tutela a los municipios, fruto de esa concepción paternalista de considerar a los ayuntamientos como menores de edad a los que había que tutelar (Nieto, 2011, pp. 11-31), aunque esa concepción con mayor o menor intensidad se mantiene hasta el vigente régimen constitucional. En realidad, las diputaciones constituían una nueva pieza que se insertaba en el modelo territorial del Estado, tradicionalmente conformado por dos niveles, el municipal y el estatal, representado este último por el Gobierno y por sus delegados territoriales; encajar una nueva pieza en este modelo no fue sencillo, pues desde el primer momento sufrirían las diputaciones tensiones con el nivel inferior, los municipios, y con el nivel superior, el Gobierno y sus representantes provinciales, a lo que hay que añadir a finales del siglo XIX el rechazo de los incipientes movimientos regionalistas y nacionalistas, principalmente el catalán, a un modelo de organización territorial que se identificaba claramente con los planeamientos centralistas y uniformistas del liberalismo moderado. En su reciente obra sobre el periodo moderado, Tomas-Ramón Fernández pone de manifiesto como la Ley de Organización y Atribuciones de las Diputaciones de 1945 atribuía a las diputaciones un modesto papel en la estructura territorial del Estado, configurándolas como simples auxiliares del Gobierno, pero permitiendo al Estado desarrollar a través de ella el reparto de las contribuciones a los ayuntamientos y la asignación a cada uno de ellos del cupo que le correspondían del reemplazo del ejército; apartándola, al mismo tiempo, del juego político y neutralizándolas, evitando cualquier atisbo de descentralización que pudiera generar un contrapoder provincial a Gobierno central (Tomás R. Fernández, 2021, p. 51); se trataba de evitar lo que Nieto calificó en su momento como la rebelión de las provincias (Nieto, 1996, p. 99 y ss.). De este modo, la política moderada repondría claramente a la ejecución de un proyecto claramente centralizador que tomaba de forma imperfecta como fundamento el modelo de organización administrativa francés. Las leyes de 1845 de Ayuntamientos, de organización y atribuciones de las Diputaciones y la de atribuciones de los Gobiernos Políticos, ponen en pie la estructura administrativa del Estado centralizado diseñado por los moderados que perduraría, con mayor o menor intensidad, hasta bien entrado el siglo XX. Dos notas caben destacar del modelo diseñado por estas normas: por un lado, la doble condición de los alcaldes como administradores de los pueblos y como delegados del Gobierno, bajo la superior autoridad del jefe político; y, por otro lado, la consideración de la provincia como unidad administrativa que requería una única autoridad superior. El Real Decreto de 29 de septiembre de 1847 organizaría la gobernación civil del reino, creando la figura de los gobernadores civiles generales, por encima de los gobernadores civiles provinciales, y en 1849 el Real Decreto de 28 de diciembre confirmaría a los recién creados gobernadores civiles como la única autoridad civil superior en las provincias, asumiendo al mismo tiempo la presidencia de las diputaciones provinciales.

Este modelo centralista implantado desde un primer momento por el liberalismo revolucionario y confirmado posteriormente por el régimen moderado, como ha apuntado Juan Pro, es fruto de una virtud y de una necesidad, pues por un lado es manifestación directa de dos principios sobre los que se levanta el modelo liberal: la igualdad de todos los ciudadanos ante la Ley y la concepción unitaria de la nación, como poder único capaz de actuar sobre todo el territorio para hacer efectivo el aludido principio de igualdad, de forma que la resistencia a la centralización se identificaba como manifestación de la élites administrativa locales o con los residuos del Antiguo Régimen. Y por otro lado, es fruto de la necesidad de aglutinar fuerzas para derrotar el absolutismo y las resistencias a la construcción del Estado liberal (Pro, 2019, p. 286). El liberalismo trajo consigo además la uniformidad del régimen local que acarrea como consecuencia inmediata la rigidez de un modelo organizativo incapaz de adaptarse a las características propias de la diversidad territorial española. Esta rigidez continúa en la actualidad siendo un lastre para la gestión eficaz de determinados servicios públicos, pues incluso en el sistema actual de régimen local, establecido en la Ley de Bases del Régimen Local de 1985, tan solo se permiten limitadas adaptaciones en el régimen organizativo municipal, sin que se proyecten al ámbito competencial ni al de financiación. En este sentido, la uniformidad de las estructuras administrativas, organizativas y económicas de las provincias se convierte durante el siglo XIX en dogma, sobre la base del modelo francés de Administración periférica. En efecto, nuestro modelo organizativo provincial desde sus orígenes pretende ser un calco de la organización administrativa provincial francesa de neto y profundo centralismo, pero mientras que en Francia la creación de un Estado-Nación permitió establecer un sólido modelo de organización territorial centralista, sin aparentes fisuras en los territorios periféricos, el nacionalismo español no logró en el siglo XIX cohesionar el Estado, importando un modelo de organización territorial que a la larga demostró su inadecuación a la realidad territorial española; la corrupción generalizada, el auge de los nacionalismos y la propia debilidad de los últimos gobiernos de la Restauración condujeron al fracaso del modelo liberal, cuestionando la división territorial del Estado en provincias y planteando alternativas al uniformismo y centralismo, principios que definen el modelo sobre el cual se articularon las diputaciones provinciales en el siglo XIX.

Como acabamos de señalar, desde su creación, la división de territorio en provincias y su organización a través de las diputaciones provinciales ha sido objeto de continuos cuestionamientos tanto desde un punto de vista tanto político como jurídico. En este sentido, Jornada de Pozas señaló que las principales críticas a la división de territorio en provincias obedecían básicamente a dos objeciones: Por un lado, las dirigidas sobre el carácter artificial de la división provincial del territorio; y por otro, la referida a la omisión de la región concebida en términos históricos (Jordana de Pozas, 1967, p. 646). Resulta llamativo que cerca de sesenta años después, el debate político continúe girando en torno a esta última cuestión apuntada en el año 1967 por quien fuera uno de los principales exponentes de la doctrina jurídico-administrativista de mediados del pasado siglo. Pero ya en el propio Estatuto Provincial se apuntaba la tensión existente entre la provincia y la región, como entidades intermedias entre el municipio y el propio Estado. En realidad esa tensión tiene claros fundamentos históricos que no pueden ser obviados en la discusión científica. Como hemos señalado la provincia es una creación del liberalismo, una división territorial ordenada por la Constitución de 1812 y llevada a cabo por el Real Decreto de 27 de enero de 1822. En esta norma se establecía la división del territorio español en 52 provincias. Pero este Real Decreto apenas tuvo vigencia ya que sería derogado, como toda la obra legislativa del Trienio Liberal, por el Real Decreto de 19 de octubre de 1823; la región, por su parte, con claros fundamentos históricos, generaría para el Estado una constante inquietud, manifestada con diversa intensidad según el momento histórico por el que atravesaba el Estado liberal decimonónico, motivado por las guerras carlistas, el federalismo y el cantonalismo, o los movimientos nacionalistas catalán y vasco que van adquiriendo una mayor intensidad a finales del siglo XIX. Pero la región, como entidad política y no solo geográfica o folclórica, siempre estuvo presente en cualquier planteamiento político relacionado con la organización territorial del Estado, bien para denostarla, como auténtico peligro para la unidad nacional, o bien para fundamentar la existencia de la diversidad cultural e histórica que, según otros, caracterizaba al Estado español.

Hubo que esperar hasta 1833, bajo el gobierno moderado de Cea Bermúdez, para la definitiva consagración de la provincia y de las diputaciones provinciales. El verdadero artífice de la reforma, Javier de Burgos, toma como fundamento la división territorial operada por el Real Decreto de 27 de enero de 1822, dividiendo el territorio nacional en 49 provincias. Pero, además, lo hace adscribiendo las provincias, con algunas excepciones principalmente derivadas del conflicto político con el carlismo, a 11 regiones que aparecían designadas por orden alfabético, y a las que se les sumaba esas seis provincias no incluidas en región alguna: Canarias, Palma de Mallorca, Navarra, Álava, Guipúzcoa y Vizcaya, y que fueron relacionadas de manera independiente. Por tanto, la provincia y la región, tanto en la Constitución de 1812 como tras el Decreto de Javier de Burgos van indisociablemente unidas, aunque la región parecía referirse únicamente a un concepto geográfico en tanto que la provincia se concebía como una entidad territorial intermedia de carácter eminentemente administrativo artificialmente creada para el desarrollo de la acción gubernamental.

Durante el siglo XIX, como apunta Enrique Orduña, el conflicto entre moderados y progresistas tiene un impacto directo en la forma de entender las relaciones territoriales del Estado, partidarios los primeros de un mayor centralismo y los segundos con posturas favorables a la descentralización administrativa, precisamente porque era en los ayuntamientos y diputaciones donde el partido progresista había adquirido una mayor fuerza (Orduña Rebollo, 2003, p. 436). La Ley de 8 de enero de 1845, de organización y atribuciones de las Diputaciones provinciales, respondía claramente a los planteamientos moderados. Así, se trató de articular unas diputaciones encajonadas dentro de la estructura burocrática de la propia Administración central, de clara impronta francesa, con tres órganos entrelazados aunque siempre bajo la autoridad gubernativa: el gobernador o jefe político, la diputación y el denominado consejo provincial. Luciano Parejo ha incidido en la consideración de la Diputación como órgano de marcado carácter estatal, como un instrumento de la acción administrativa del Estado en la provincia y de control de los Ayuntamientos, aun cuando poco a poco vaya perfilándose su carácter de entidad local (Parejo Alfonso, 1988. p. 64)1, aunque ciertamente es difícil ver todavía rasgos propios de una Administración local independiente de la del Estado. Sin actividad política y con funciones esencialmente de carácter administrativo, subordinada a la figura del gobernador civil, las diputaciones aparecían concebidas como meros apéndices de la Administración periférica del Estado. En la intervención de Francisco Javier de Burgos en el Congreso con motivo de la discusión del dictamen sobre la autorización pedida por el Gobierno para arreglar la legislación de Ayuntamientos y Diputaciones provinciales el 5 de diciembre de 1844, señalaba lo siguiente:

«Enteramente nueva debe ser asimismo la de Diputaciones provinciales, y más laboriosa y difícil debe ser su compaginación que la de la Ley de Ayuntamientos, puesto que esta última puede fundarse hasta cierto punto en la vigente, de que con más o menos modificaciones cabe en rigor conservar algunos títulos, mientras que la de Diputaciones no tiene razonable ley anterior en que fundarse o a que referirse. Ayuntamientos hubo además de tiempo inmemorial, y no hay por tanto quien no entienda o presuma entender la manera de constituirlos, mientras que no todos atinarán con los medios para reformar las Diputaciones provinciales, engendradas pocos años ha por un espíritu de innovación turbulento y presuntuoso; dotadas al nacer de mala índole; criadas a los pechos de la revolución, y fortificadas después por el organismo autárquico de la ley de 3 de febrero de 1823»2.

Ese organismo autárquico no era otro que la referida diputación del Trienio Liberal, cuya característica fundamental era su configuración como autoridad inmediata superior de los ayuntamientos. Tras la supresión por Fernando VII en 1823 de las diputaciones, su consolidación definitiva en nuestro sistema institucional viene de la mano del propio afianzamiento del Estado constitucional a través del Real Decreto de 21 de septiembre de 1833. Las diputaciones provinciales durante este periodo se convierten en un elemento de estabilidad institucional para el Estado constitucional, prestando un apoyo incondicional a la causa liberal durante la primera guerra carlista frente a las posiciones absolutistas que abogaban por su supresión en los territorios ocupados. Aprendida la lección, el Estado liberal no volvería a dudar sobre la utilidad de estos organismos, aunque convertidos siempre en instrumentos al servicio de más puro centralismo y articulados en torno al principio jerárquico. Los planteamientos de González Casanovas sobre el papel que desempeñaron las diputaciones provinciales en la implantación del caciquismo en nuestro país son relevadores precisamente de la utilidad de esta institución como instrumento al servicio de la causa liberal (González Casanovas, 1986, p. 31 y ss.). Hay que tener en cuenta que precisamente en este momento tiene lugar la sistematización jurídica del modelo de Estado que vino de la mano de la obra de Manuel Colmeiro, un Estado que en palabra del historiador Juan Pro es fundamentalmente Administración y que se rige por una lógica administrativa en sus funciones e instituciones (Pro, 2019, pp. 304 y 310).

La vuelta de los progresistas al poder, tras el pronunciamiento de O´Donnell en 1854, supuso la restauración de la Ley de 1823 y la redacción de un proyecto de reforma de la Administración local, con la que se pretendía iniciar un cierto proceso de descentralización administrativa, aunque siempre considerando a la provincia como un organismo integrado en la propia Administración General del Estado. Pero los proyectos de reforma del régimen provincial fracasaron. En este sentido, siempre fue más fácil al legislador liberal abordar procesos de reforma en el régimen municipal que en el provincial, quizás por estar el municipalismo plenamente asentado en nuestra cultura jurídica, mientras que la división provincial siempre fue vista como algo artificial y que adolecía de cierta indefinición, puesto que las diputaciones se conceptuaron como entes instrumentales al servicio de poder central más que como entidades con caracteres propios y autónomos. En el segundo periodo moderado se confirma la tendencia centralista y la incapacidad de afrontar la necesaria reforma y reestructuración de la organización territorial del Estado liberal; centralismo, principio jerárquico y uniformidad definen, de este modo, el modelo de organización territorial buscado por el liberalismo decimonónico. De este modo, la Ley de 25 de septiembre de 1863 regula tanto la figura del gobernador civil como autoridad superior en el orden administrativo y económico de las provincias (arts. 4 al 10), como las diputaciones provinciales, que se definen como corporaciones económico-administrativas, articulando un sistema claramente centralista que agravaría la crisis institucional del Estado, sometiendo la administración municipal a un régimen de dependencia directa de las autoridades gubernativas provinciales. Se trataba de promover y tutelar la vida municipal desde el ámbito provincial. El gobierno intentaría con el Real Decreto de 18 de octubre de 1863 dar un giro hacia la descentralización administrativa, para mejorar la gestión y eficacia de una Administración local cuya actuación estaba totalmente tutelada y controlada por el propio Estado, tratando de limitar las facultades del gobernador, llegándose incluso a presentar una proposición de ley en las Cortes el 16 de enero de 1864 con la que se pretendía que los gobernadores de provincia no tuvieran voto en los acuerdos de las diputaciones provinciales (Diario de Sesiones de 16 de enero de 1964. Apéndice 7, p. 63). Sin embargo, el Real Decreto de 21 de octubre de 1866, obra de González Bravo, vuelve a dar un giro centralizador ampliando una vez más las competencias del gobernador civil. En una extensa Exposición de Motivos, el ministro de la Gobernación justificaba la reforma, y a tal efecto señalaba que: «Es asimismo indispensable para los fines de nuestro plan gubernativo, no solo que se renueven por completo las Diputaciones de provincia, sino también que su acción quede en lo futuro encerrada dentro de los límites que nunca debió traspasar y que mientras nuestros propósitos y aspiraciones de ciertas parcialidades no se modifiquen y la aptitud de los pueblos no se perfeccione, será preciso mantener y fortificar á toda costa», para concluir señalando que «es de todo punto preciso que el Gobierno funcione exclusivamente como representante que es de los intereses generales de la nación, y se haga superior á las miras estrechas y á las gastadas preocupaciones de las diferentes parcialidades que se combaten en el campo de la política».

3. LA DIPUTACIÓN PROVINCIAL DURANTE EL SEXENIO REVOLUCIONARIO: LOS INTENTOS DESCENTRALIZADORES DE LAS LEYES DE 1868 Y 1870

Con la Revolución de 1868, el Gobierno provisional desempolvaría el viejo proyecto de 1856 que no llegó a ver la luz en su momento, convirtiéndolo en la Ley Orgánica Provincial de 21 de octubre de 1868 en la que se acuerda la configuración orgánica de la diputación como un cuerpo de funcionamiento permanente e independiente respecto de la Administración del Estado y dotado de una serie de competencias exclusivas exentas del control gubernativo. Precisamente, la Exposición de Motivos de la Ley de 21 de octubre de 1868 recogía el planteamiento político que inspiraba la reforma: «si el Estado, la provincia y el municipio han de ser tres esferas concéntricas de dimensiones diversas dentro de las cuales se desarrolle armónicamente del país, es preciso que giren en el mismo sentido, pero sin tocarse en sus movimientos ni entorpecerse en su marcha, y para ello es necesario que aquellas tres instituciones tengan vida propia». Esta idea encierra la concepción de la Revolución sobre las relaciones entre las diversas instituciones territoriales del Estado, intentando poner freno a un centralismo a ultranza y abogando por una mayor autonomía e independencia de los municipios y provincias. Fruto de este ambiente revolucionario y liberal es la definición contenida en el art. 99 de la Constitución de 1869 de la diputación como corporación para el gobierno y dirección de los intereses peculiares de la provincia; por tanto, parece que por primera vez en el constitucionalismo español se recoge la configuración de la provincia como entidad local, situándola al nivel de los ayuntamientos en cuanto a su configuración constitucional. La ley provincial de 10 de agosto de 1870, inspirada por la ideología revolucionaria de 1868, configura un modelo de organización territorial articulado sobre una descentralización limitada de las diputaciones provinciales, a las que se les reconoce de forma clara el carácter de entidad local. Con esta ley las diputaciones se convierten en corporaciones descentralizadoras del poder del Estado, y por primera vez aparece netamente definida la figura del presidente de la Diputación como órgano separado del gobernador civil, aun cuando este seguiría acaparando importantes competencias como representante del Gobierno en la provincia.

Durante los debates parlamentarios de las Cortes Constituyentes de 1869 la cuestión de la organización provincial vuelve a ser objeto de discusión. En la sesión de 12 de marzo de 1869 se propone la creación de una comisión para el estudio de la organización municipal y provincial y en el debate parlamentario sobre la creación de la comisión el liberal Gabriel Rodríguez intervendría para exponer las ideas democráticas y descentralizados que debían presidir la nueva organización territorial surgida de la Revolución, señalando que «La importancia de las leyes municipal y provincial excusado es encarecerla: casi podría decirse que un país es tanto más libre cuanto mis libres son sus instituciones municipales; puede considerarse como el termómetro de la libertad de los pueblos la ley municipal: con una ley municipal que no deje independencia al ayuntamiento, aunque haya un gobierno republicano, no existe la libertad para el ciudadano; con una ley municipal que da independencia al individuo y al ayuntamiento, el poder más tiránico colocado sobre la Nación no puede ejercer una presión tan enérgica y tan invencible como la que podría ejercer un gobierno republicano con una ley municipal que no deje independencia al municipio»3.

Apenas un año después se registraba la Mesa del Congreso una proposición suscrita por varios diputados en la que se solicitaba que el Congreso declarase lo siguiente: «El Congreso de los Diputados ve con sentimiento el estado en que se encuentran las diputaciones y los ayuntamientos populares, por virtud de las disposiciones del Gobierno y del abandono de los principios de autonomía municipal y provincial proclamados por la Revolución de Septiembre». La intervención del diputado José Castilla Escobedo ante el Pleno del Congreso ponía el acento fundamentalmente en la grave situación económica en la que se encontraban los ayuntamientos y diputaciones, para concluir que «Como consecuencia, señores, de la situación en se encuentran los ayuntamientos, resulta que en los pueblos todo el mundo se va retirando de la Administración municipal; nadie quiere ser alcalde, a no ser aquellas personas que se proponen medrar a costa de la política, y el objeto que les lleva a ser alcaldes, no puede ser más que uno de estos dos: un medro de interés personal, o un medro de interés político»4. Y otro tanto cabe decir respecto a las diputaciones provinciales. Lo cierto era que en la práctica se mantenía la tendencia a convertir a los alcaldes y presidentes de las diputaciones en instrumentos al servicio de los intereses del propio gobierno, lo que falseaba el sistema político ideado por la Constitución de 1869 según las cual los ayuntamientos y las diputaciones debían desenvolverse en esferas distintas de la del Estado. Además, la falta de reglamentos de desarrollo de la Ley de 1870 dificultó considerablemente su aplicación en la práctica. Precisamente, el 14 de octubre de 1871 el diputado progresista Rodrigo González Alegre elevaba una pregunta en el Congreso al ministro de Gobernación en la que, al tiempo que preguntaba sobre el estado de tramitación de los reglamentos de desarrollo de las leyes municipal y provincial de 1870, manifestaba que no podían cumplirse ni aplicarse ambas normas precisamente por falta de desarrollo normativo5.

No obstante, la ley de 1870 marcará un importante paso adelante en el reconocimiento de la autonomía de las diputaciones provinciales y en la garantía de su independencia respecto al Gobierno civil que, sin embargo, sería contrarrestado posteriormente durante la Restauración cuando se vuelven a establecer mayores controles gubernativos sobre la actuación de las diputaciones provinciales que limitarían considerablemente su autonomía y que se mantendrían prácticamente hasta el vigente régimen constitucional. Sin embargo, esta afirmación debe ser matizada porque si bien es cierto que la Ley de 1870 aumenta considerablemente con relación a las anteriores la independencia y autonomía de las diputaciones provinciales, el art. 88 de la ley aclara que las diputaciones provinciales actúan bajo la dependencia del Gobierno y aunque ejercen atribuciones propias con total independencia, están sujetas a inspección que se reserva el propio Gobierno a fin de impedir infracciones legales, de la Constitución y de las demás generales del Estado; sin embargo, en garantía de esa independencia proclamada por la propia Ley, señala que corresponde exclusivamente al ministro de la Gobernación «transmitir a las diputaciones y comisiones provinciales las leyes y disposiciones del Gobierno en la parte que deban ser ejecutadas», con esto se limitan las facultades de los gobernadores civiles de interferir en la actuación de las diputaciones provinciales. En el dictamen de la comisión encargada de redactar el proyecto de ley se recoge cómo debe ser interpretado el concepto de autonomía local: «Así, pues, las corporaciones populares obrarán por derecho propio en lo relativo á la Administración de sus distritos; pero tendrán solo delegación en lo que se refiera al orden político. Es decir, que la autonomía local alcanza á cuanto sea necesario para la existencia de la colectividad y al buen orden de las relaciones que por este concepto haya de tener con los individuos que la componen; pero no se extiende en manera alguna a las relaciones del individuo con el Estado en general, ni mucho menos á los intereses colectivos de esta entidad superior».

Ciertamente aunque la ley proclamaba por primera vez el principio de autonomía, así como el de descentralización administrativa, presentándolo clara y terminantemente formulado ante la representación nacional6, en la práctica no se llegaría nunca a alcanzar una auténtica descentralización entre otras cosas por la falta de desarrollo normativo de la ley, por un lado, y por las reticencias del Gobierno a dar un mayor protagonismo a las corporaciones provinciales. Otro aspecto importante a destacar es que también por primera vez en nuestro Ordenamiento jurídico se reconoce explícitamente el derecho de las diputaciones a asociarse para la gestión común de competencias propias, poniendo los cimientos de lo que posteriormente se daría en denominar mancomunidades interprovinciales. De este modo, el art. 56 de la Ley Provincial de 20 de agosto de 1870 establece que, cuando para alguno de los servicios señalados en el artículo 46 quieran asociarse dos o más provincias, «constituirán una junta por medio de sus comisiones, cuyos acuerdos serán sometidos a las respectivas Diputaciones, y a falta de conformidad de una o de todas, al Gobierno». La formulación de estos principios de descentralización y autonomía, así como el reconocimiento del derecho de asociarse para la creación de entidades de carácter supramunicipal y supraprovincial para la defensa de los intereses locales y la prestación de servicios propios, constituye la esperanza de crear un Estado moderno y democrático, y el primer intento serio de otorgar a la Administración local una posición institucional sólida dentro de la estructura territorial del Estado (González Casanovas, 1986, p. 42).

4. EL FRACASO DEL FEDERALISMO REPUBLICANO: LAS DIPUTACIONES EN EL PROYECTO DE CONSTITUCIÓN DE 1873

Como señala González Casanovas, el «provincialismo» parecía no tener otra salida que el federalismo. Tras la proclamación de la República se planteó abiertamente desaparición de la división provincial con el proyecto de convertir a los antiguos reinos, algunos de ellos provincias, en Estados regionales que tenían la libertad de mantener o no las provincias (González Casanovas, 1986, p. 42). La región había quedado fuera de cualquier debate político hasta prácticamente la proclamación de la Primera República Española. La Comisión Constitucional encargada de redactar el proyecto de Pacto Federal, sobre el que debía descansar el modelo de Estado, elevó su dictamen a las Cortes Constituyentes el 17 de julio de 1873. Las dificultades a la hora de encontrar una fórmula de consenso sobre el modelo federal se pusieron de manifiesto desde un primer momento; así, tal y como se señalaba en el dictamen, «No todos los individuos de la comisión sienten y piensan de la misma suerte sobre los artículos y títulos del proyecto que presentan»7. La pugna entre radicales, que abogaban por un Estado unitario, y republicanos federales, quienes mirando a otros modelos de Estados europeos y americanos, propugnaban el federalismo como la forma política de distribución territorial del poder que más se adecuaba a la diversidad que caracterizaba al Estado español, se puso de manifiesto en los debates de la Comisión, evidenciado dos posturas difícilmente reconciliables sobre el modelo de Estado. El proyecto de Constitución se fundamentaba en tres exigencias puestas de manifiesto en el seno de la Comisión: primera, la de conservar la libertad y la democracia conquistadas por la Gloriosa Revolución de Septiembre; segunda, la de establecer, sin perjuicio del derecho de las provincias, una división territorial que, derivada de recuerdos históricos y del hecho diferencial, asegurase una sólida Federación, y con ella la unidad nacional; y tercera, la división de los poderes de forma que no puedan confundirse, ni menos concertarse para mermar derechos o establecer dictaduras. Sin embargo, el modelo federal se plantea sin que existiera realmente un consenso entre las distintas fuerzas políticas representadas en las Cortes, lo que abocaba claramente al fracaso de cualquier planteamiento reformista sobre la estructura territorial del Estado.

De este modo, en el proyecto de Constitución republicana de 1873 se daba carta blanca a los Estados para que pudieran hacer desaparecer a las provincias, con lo que desaparecerían del mismo modo las diputaciones provinciales. Si el art. 1 no dejaba lugar a dudas, el art. 100 del proyecto constitucional era concluyente pues atribuía a cada Estado la regulación de la provincia a su arbitrio y a expensas de su propia organización territorial. Así se expresaba el dictamen de la Comisión:

«En la división territorial hemos encontrado grandes dificultades ¿Sosteníamos las actuales provincias?, ¿Cómo entonces fundar una verdadera Federación? ¿Cómo conseguir que Estados pequeños pudiesen ejerce todas las funciones que al Estado competen, y pagar todas fundamentales instituciones que el Estado indispensablemente necesita? ¿Destruíamos las provincias? ¿Cómo desconocer que heríamos intereses que arraigan profundamente en el suelo y en las costumbres de la Patria? Para obviar todas estas dificultades Y conciliar todos estos extremos, señalamos como nuevos Estados de la República los antiguos reinos de la Monarquía, y dejamos que los Estados por si conserven, si quieren, las provincias, y regulen a su arbitrio la más conveniente y sabia división territorial. De esta suerte llegamos a un arreglo prudentísimo en la cuestión que se halla quizá más erizada de dificultades y de peligros».

Ferrando Badía ha señalado que el federalismo que no pasó de ser una gran utopía, fue capaz de movilizar a diversos grupos sociales españoles, que vieron en ello el cumplimento de sus aspiraciones. «La República de 1873 fue su coyuntura política, y el movimiento cantonal, su ensayo revolucionario. Y, aunque fracasó políticamente, influyó decisivamente en la conciencia política española, pues encontró en la persona y el pensamiento de Francisco Pi y Margall una sistematización que iba a conformar la mentalidad de dos grandes movimientos españoles: el regionalismo y el anarquismo» (Ferrando Badía, 1973. p. 67). Pero no debemos olvidar que el rechazo de la provincia como entidad intermedia entre el Estado y los municipios encontraba su fundamento en las dificultades de integrar en el modelo territorial federal una institución que había servido fundamentalmente a los intereses del poder central. Sin embargo, durante la corta vida de la Primera República y pese a la previsible desaparición de las diputaciones conforme a lo establecido en el proyecto de Constitución federal, estas nuevamente mostraron su utilidad para el Estado, pues con motivo de la guerra carlista se dicta la ley de 24 de julio de 1873 donde se autorizaba a las diputaciones provinciales para imponer contribuciones especiales de guerra: «Las Diputaciones Provinciales en cuyo territorio haya o hubiese en lo sucesivo partidas carlistas están autorizadas a imponer, con destino a las necesidades de la guerra, las contribuciones extraordinarias que consideren indispensables para dominar la rebelión, procurando que recaigan especialmente sobre los carlistas que de cualquier manera patrocinen o coadyuven a la misma». Estos fondos serían aplicados por las propias diputaciones a sufragar los gastos derivados de la guerra carlista en la forma que considerasen más adecuada, de acuerdo con el gobernador de la provincia y con el delegado especial del Gobierno de la República; volvía a demostrarse la eficacia de las diputaciones provinciales a la hora de servir a los intereses del Estado.

Pese a ello, el empuje de los sectores más progresistas se refleja, sin lugar a dudas, en la regulación del régimen local y en el deseo de modificar la organización política del Estado, aunque este afán por implantar una forma de gobierno que implicase una mayor autonomía política se quedase en un mero intento (Polo Martín, 2014 p. 131). A pesar del fracaso del intento republicano no hay que perder de vista la influencia que tendrían estas ideas descentralizadoras en los planteamientos ideológicos de los movimientos políticos regionalistas, nacionalistas y socialistas que se desarrollarían solo unos años más tarde. Así, como señaló en su momento Posada, durante este período «las corrientes autonomistas que habían de producir su crisis más adelante, y que si entonces no pasaron de ser aspiraciones de carácter abstracto, doctrinal –como las que cristalizan en las ideas federales– habían de incorporarse al proceso de la vida nacional, resucitando más tarde, con su contenido histórico, en el movimiento regionalista» (Posada, 1910, p. 472).

El cuestionamiento de las diputaciones por el federalismo traerá consigo, tras el fracaso republicano de construir un Estado política y administrativamente descentralizado, el fortalecimiento de la institución en su concepción aún más centralista al servicio del Estado, que vendría de la mano de reforzamiento de la unidad nacional y de la estructura provincial, que encontraría su versión más acabada en la ideología del moderantismo canovista. En las diputaciones provinciales confluirían nuevamente el carácter bifronte como corporación representativa de los intereses propios de la provincia, en tanto entidad local, y como administración sometida a la intervención centralista y jerárquica del poder político central.

5. LAS DIPUTACIONES EN LA RESTAURACIÓN Y LOS PROYECTOS REGIONALIZADORES: LA MANCOMUNIDAD DE DIPUTACIONES DE CATALUÑA

Las diputaciones habían demostrado a la altura de 1876 su eficacia como mecanismo institucional para que las oligarquías políticas, los caciques, de ambos lados del espectro político (moderados y progresistas; conservadores y liberales) asegurasen el control de la provincia. De este modo, las instituciones provinciales se van a convertir en una pieza clave para el caciquismo. Si bien este aspecto, de sumo interés para comprender la trayectoria de las diputaciones hasta 1923 queda al margen de nuestro estudio, debe ser tenido en cuenta a la hora de comprender los distintos proyectos de reforma que se suceden desde finales del siglo XIX. De entrada, la Ley Provincial de 1870 fue aprovechada inicialmente por Cánovas adaptándola a su proyecto político. La constitución de 1876 no introduce novedades significativas con relación a la figura de las diputaciones provinciales y básicamente reproduce la de 1869, aunque parte una concepción distinta en cuanto a las relaciones entre el poder central y el local. Era necesario, por tanto, adaptar los principios que inspiraban la regulación del régimen local. La reforma de la Ley de 1870 tiene lugar por la denominada Ley de Bases de 16 de diciembre de 1876, por la que se implantaba el sufragio censitario en la elección de las diputaciones y se establecía que la Comisión provincial, órgano ejecutivo de la Diputación, era nombrada por el rey a propuesta en terna por la Diputación, pudiendo suspender y separar a los miembros de la Comisión. Con esta ley se ahondaba, aun manteniendo buena parte de régimen jurídico local de 1870, en la centralización administrativa, al establecer que las diputaciones ejercerían las competencias exclusivas previstas en la Ley de 1870, pero con sujeción a las leyes especiales y reglamentos de los distintos ramos de la Administración. Quedaron, de este modo, desdibujadas las diputaciones provinciales tal y como la Ley de 1870 las había configurado, limitada su autonomía y convertidas, una vez más, en una pieza al servicio de los intereses del Gobierno. Precisamente ha señalado Enrique Orduña que la característica fundamental de la legislación local de la Restauración fue «el centralismo y su aspecto más falible, el incumplimiento práctico de la misma, lo que produjo una sensación permanente de provisionalidad e inestabilidad de la regulación legal de carácter local» (Orduña Rebollo, 2003, p. 424).

La Constitución de 1876 contiene una escueta regulación de la provincia, limitándose a señalar una serie de principios y estableciendo una remisión a la ley en lo que respecta a la regulación del régimen orgánico. En este punto no difiere mucho de lo regulado en otras Constituciones anteriores. Sin embargo, la amplia libertad que dejaba el texto constitucional en manos del legislador ordinario permitió modular la institución provincial a los intereses de los dos grandes partidos de la Restauración, y convertirla en una pieza esencial para el perfeccionamiento del sistema de alternancia bipartidista, configurando en las leyes de 1877 y de 1882 un sistema centralista y jerárquico, muy en la línea del liberalismo moderado, en el que pese a reconocer la autonomía administrativa de la diputación en orden a la gestión y administración de los intereses peculiares de la provincia, se integraba la tutela y el control de la vida municipal dentro del ámbito provincial, y al mismo tiempo se sometía la diputación a la intervención del gobernador civil, quien asumía el poder político delegado del Gobierno. La confusión de los aspectos políticos y administrativos era evidente. Por otro lado, desde 1812 la provincia aparece en las leyes como un superior jerárquico de los Municipios, y en este sentido la Ley provincial de 1882 regulaba en su art. 75 las funciones que correspondían a las diputaciones como superiores jerárquicos de los Ayuntamientos, y aparte de estas funciones tutelares, se le confería a la diputación administración de los intereses peculiares de la provincia y de ciertos servicios que le encomendaba el poder central, al que se encontraba igualmente subordinado.

Por otro lado, esta ley se daría cobertura jurídica al fenómeno del caciquismo y, en este sentido, como ha señalado Pastrana Morilla, «las Diputaciones van a transformarse en el medio más idóneo para que los caciques regionales de unos y otros, secundados por el resto de los parlamentarios, aseguran el control de la provincia. A lo largo de la Restauración las instituciones provinciales se convierten así en la pieza clave del caciquismo» (Pastrana Morilla, 1995, p. 55). Así, las diputaciones se convierten en una institución donde se irán fraguando los aspirantes a caciques y donde se controla el poder local por parte de los líderes provinciales que la controlan. González Casanovas considera con bastante acierto que el caciquismo es el fenómeno que más daño hizo a las diputaciones: «pues no es solo el carácter ambivalente (entre la centralización y autonomía) del esquema legal de la Provincia lo que enturbia dicha imagen para los juristas, sino la práctica política de un siglo y medio, según la cual las Diputaciones, dominadas por el jefe político o el gobernador civil, eran, por decirlo así, la sala de reunión del cacicazgo» (González Casanovas, 1986, p. 50). En este sentido, durante todo el régimen canovista y bajo la cobertura de la Constitución de 1876 las diputaciones continuaron desempeñando sobre todo una función de control político de los ayuntamientos al servicio del caciquismo (Jordà Fernández, 2018, p. 184). Esta función, que había pasado a formar parte de núcleo de la institución, había demostrado su eficacia, dada la extensa y compleja red municipal española.

No obstante, apenas aprobada la Ley Provincial de 1882 se van a ir sucediendo una serie de proyectos de reforma del régimen local, como los proyectos presentados por Segismundo Moret o por Romero Robledo en 1884, los de Sánchez de Toca en 1891, el de Venancio González 1893 o los de Silvela y Dato en 1899; y entrado el siglo XX habría que destacar los proyectos de Moret (1902) y Maura (1903 y 1907), entre otros. El contenido de todos estos proyectos de reforma es sobradamente conocido y pone de manifiesto el carácter de provisionalidad o transitoriedad de la legislación local vigente en la Restauración. Ciertamente la provincia había adquirido carta de naturaleza, se había incorporado a la realidad española de forma definitiva y había sido aceptada por los dos grandes partidos de la Restauración. Es innegable, por tanto, que la provincia y su órgano de gobierno, las diputaciones, casaban perfectamente con el carácter unitario y centralista de Estado español. Sin embargo, a finales del siglo XIX se pone de manifiesto claramente el fracaso de este modelo, no tanto por la naturaleza per se de las diputaciones, en tanto entidades que integran la Administración local para garantizar en su ámbito territorial unos servicios públicos básicos como los de beneficencia, sanidad, caminos rurales, fomento, etc., sino por su manipulación por parte del Gobierno central, que las convertiría en auténticos apéndices de la Administración periférica del Estado, y por su papel nuclear dentro de la maquinaria del gubernamental del «encasillado». La reacción a este modelo de organización territorial vendría de la mano de los movimientos de base regionalista que comienzan a florecer a finales del siglo XIX y del municipalismo regeneracionista, movimientos que tratan de ofrecer una alternativa al pretendido fracaso de proyecto provincial. Precisamente estos movimientos, en especial el regionalismo, suponían un choque frontal con el sistema caciquil de la Restauración (González Casanovas, 1986, p. 60). El proyecto político catalanista abogó desde un primer momento por la supresión de la división territorial basada en provincias y por ende de las diputaciones provinciales, aunque se serviría de ellas, y de la legislación provincial, para crear la Mancomunidad de diputaciones como vía jurídica para obtener un reconocimiento jurídico en el marco de la propia normativa vigente. Narcís Roca y Ferreres en 1877 ya proponía una única diputación general para toda Cataluña, y en 1883 desde el federalismo catalán se proponía un proyecto de Estado catalán en el que las comarcas venían a sustituir a las diputaciones provinciales. Tanto desde el catalanismo como desde los sectores próximos al federalismo, se partía de la incompatibilidad de la división en provincias con la autonomía para Cataluña, ya que la división provincial era una manifestación del centralismo liberal y de un modelo de organización territorial uniforme contrario al reconocimiento del derecho a la autonomía política y administrativa; precisamente una división territorial propia se consideraba desde estos sectores como una seña de identidad y signo de su soberanía frente al Estado español (Balcells, 2017, p. 218). Sin embargo, para los partidos conservador y liberal las reivindicaciones regionales se veían como un claro peligro para la unidad nacional; de hecho, el recuerdo al periodo revolucionario que concluiría con la declaración de la República y con el fracaso del federalismo como forma de organización territorial del Estado, servían de acicate para frenar cualquier intento por parte de estos movimientos regionalistas, de recuperación o establecimiento de sus órganos de representación y gobierno que pudieran conducir a la implantación de la región como entidad autónoma.

En este contexto, ha señalado Martín Bassols Coma, que los partidarios de la descentralización administrativa de base regionalista buscarían vías reivindicativas de carácter funcional, manteniendo la provincia como circunscripción territorial inamovible, pero posibilitando a las diputaciones de régimen común articular vías de cooperación para configurar espacios supraprovinciales, apelando a las mancomunidades, recuperando y modernizando una institución que ya estaba reconocida en nuestro Ordenamiento jurídico (Bassols Coma, 2014, p. 25). Sin embargo, esta afirmación debe ser matizada, pues la figura de la mancomunidad constituía en realidad un poderoso instrumento para desarrollar y extender la conciencia nacional catalana y su proyecto político, en el que precisamente no figuraban ni la provincia ni las diputaciones provinciales. A principios del siglo XX se evidenciaba ya de forma clara el fracaso del Estado liberal articulado territorialmente en torno al centralismo y la uniformidad. Así, desde planteamientos regionalistas y municipalistas se cuestionará abiertamente proyecto provincial, manifestación en última instancia de un centralismo articulado en torno a la provincia como eje de la organización periférica del Estado. El enfrentamiento entre estas dos concepciones relativas a la organización territorial del Estado, centralismo y regionalismo, tenía a la provincia y a su órgano de gobierno en el foco del debate. La provincia se tornaría en un ente antagónico a las pretensiones autonomistas de determinados regionalismos nacionalistas que comienzan a tomar fuerza en algunas regiones periféricas, principalmente en Cataluña, y a ser cuestionado desde la base por quienes defienden la autonomía e independencia del municipio, entidad territorial que hunde sus raíces en el pasado medieval donde había adquirido carta de naturaleza antes incluso que el propio Estado. Pero el temor a la disgregación nacional hacía que desde el poder central se planteara una defensa a ultranza de la provincia como entidad intermedia entre el Estado y el municipio, pues permitía canalizar de arriba abajo la política gubernamental en el territorio y, al tiempo, tutelar la actuaciones de los municipios, garantizando la prestación de los servicios mínimos a ellos encomendados. Es en este contexto de permanente cuestionamiento de la provincia cuando comienzan a tomar fuerza los movimientos regionalistas en la periferia, que si bien cuestionan a la provincia, al ser consideraba esta como un instrumento al servicio del centralismo, se sirven de ella para articular una estructura de poder regional, mediante la agregación de las mismas para formar entes territoriales con personalidad jurídica propia.

Resulta, por otro lado, evidente que el regionalismo aspiraba a romper el sistema caciquil de base provincial, lo que suponía el rechazo frontal a la división provincial del territorio, y la supresión de las diputaciones provinciales por ser manifestación, en última instancia, de un modelo de organización territorial de corte centralista que era necesario superar. En este contexto, surge una clara estrategia regionalista dirigida a convertir a las diputaciones provinciales en un instrumento de reunificación para una futura autonomía política de Cataluña, para lo cual era necesario tomar el poder en las diputaciones, convirtiéndolas en portavoces de las reivindicaciones catalanistas (Balcells, 2017, p. 220). El 23 de marzo de 1904 el diputado de la Lliga Regionalista, Alberto Rusiñol (juntamente con los diputados Leoncio Soler y March, Ramón Nocedal, Luis Domenech Montaner, Francisco Pi y Arsuaga, Eduardo Vincenti y Antonio Aura Boronat) presentaría una enmienda a la base 19 del dictamen de la Comisión del proyecto de reforma de la Administración local y provincial de 1903 en el que trataba de introducir el régimen autonómico sobre la base de las diputaciones provinciales: «La organización administrativa de la nación se hará atendiendo al régimen autonómico de sus regiones naturales e históricas, estableciéndose sobre la base de sus actuales Diputaciones provinciales, Diputaciones regionales, única para cada Región»8. Aunque esta enmienda fue rechazada, constituye «por su claridad y contundencia un compendio de un auténtico futuro sistema regional o autonómico» (Bassols Coma 2014, p. 30).

Precisamente, en ese contexto de propuestas de reforma del régimen local y de permanente presión por parte de los sectores catalanistas para la búsqueda de vías que permitieran canalizar legalmente las aspiraciones regionalistas de autogobierno, se sitúa el proyecto de Maura de 1907, uno de los proyectos estrella del denominado «Gobierno largo» (1907-1909), en línea con su proyecto de «revolución desde arriba», que no pudo completarse al producirse la caída del Gobierno como consecuencia de la crisis provocada por la Semana Trágica de Barcelona. Ha señalado Javier Tusell que el proyecto de Maura de reforma del régimen local de 1907 era producto del desarrollo y la maduración del de 1903, no rompía totalmente con el tradicional programa del partido conservador sobre régimen local, aunque incluiría muchos puntos de vista de los programas de otros partidos, incluidos el liberal, el republicano, los catalanes e incluso postulados carlistas (Tusell, 1988, p. 126). Este proyecto de Ley contemplaba sin ambigüedades la posibilidad de mancomunidades municipales, algo que no era ninguna novedad en nuestro Ordenamiento jurídico, como «asociaciones de municipios para fines comunes de competencia municipal», así como las uniones de municipios, constituidas únicamente para «servicios del Estado encomendados al poder central». Esto sí era una novedad, pues podía suponer el vaciamiento de las competencias de las diputaciones provinciales, aunque se especificaba que quedaban prohibidas cualesquiera de asociaciones entre municipios que adopten fines extraños a las dichas competencias o delegación, aun cuando la extralimitación no tuviera carácter político. Pero junto a esto, se preveía la posibilidad de que se crearan asociaciones de diputaciones, como un primer paso para generar cierto autogobierno regional, intentando atraerse a la Lliga Regionalista. Precisamente ha señalado Judith Gifreu i Font que en sede parlamentaria el asunto de las asociaciones provinciales se ampliaría hasta convertirse en un nuevo título del proyecto, en el que destaca también la amplitud de las funciones asignadas a las diputaciones provinciales, en comparación con la entonces vigente Ley Provincial de 1882 (Gifreu i Font, 2015, p. 34). De este modo, en un contexto político en el que se planteaba de forma unánime, aunque no coincidente en los planteamientos, la necesidad perentoria de abordar una reforma a fondo del régimen local, con vistas a modernizar sus estructuras organizativas y adecuarlas a las peculiaridades y a las necesidades reales del territorio, se sitúa el impulso del movimiento regionalista catalán y los planteamientos sobre la organización territorial sustentados la coalición Solidaritat Catalana (1906-1909) y por la Lliga Regionalista, quien contaba entre sus filas Enric Prat de la Riba, presidente de la Diputación de Barcelona, quien logra integrar en sus filas a la práctica totalidad del movimiento catalanista. En este sentido, no se puede perder de vista el papel desempeñado por las diputaciones provinciales catalanas en ese proceso de gestación de una identidad política propia.

Hay que recordar que después del fracaso del primer proyecto de reforma del régimen local de Maura de 1903, la Diputación de Barcelona aprobó una moción a favor de la mancomunación provincial, que fue asumida en la primera Asamblea General de Diputaciones Provinciales celebrada en Barcelona en 1906 en la que se reivindica la autonomía administrativa regional, y no solo provincial, y el derecho de las provincias de formar mancomunidades regionales con competencias propias; también, en 1911 a iniciativa de la Diputación de Barcelona se constituye una ponencia formada por los presidentes de las cuatro diputaciones catalanas para elaborar unas «Bases de la Mancomunidad catalana», en estas bases se abordaría tanto la estructura política y administrativa de la Mancomunidad, como la competencial y la económica, constituyendo «una fórmula incipiente de descentralización» (Gifreu i Font, 2015, p. 41). De este modo se van a ir sentando las bases políticas y jurídicas del regionalismo, que constituye una de las vías de penetración del concepto de autonomía en nuestro sistema jurídico.

En el contexto de los distintos proyectos de reforma de la organización provincial y de la división territorial del Estado, que tienen lugar desde finales del siglo XIX, se comienza a plantear la necesidad de una mayor descentralización territorial con la finalidad de mejorar la eficacia de una gestión pública muy burocratizada y centralizada, y superar la uniformidad que caracterizaba al régimen local español. El principio de descentralización se abría camino tanto en el ámbito de la doctrina administrativista de la época como en los proyectos de reforma relativos a la organización territorial del Estado, y junto a este comienza también a hablase de la autonomía, inicialmente referido al municipio y que pronto se iba a extender a otras entidades territoriales y de ámbito supramunicipal. Gumersindo de Azcárate (1875/1979), Pi y Margall (1877), Sánchez de Toca (1907) o Eduardo de Hinojosa (1896), ya hablan abiertamente de la autonomía como principio que debía regir las relaciones entre el Estado y las entidades municipales, pero sin duda es Manuel Colmeiro quien sienta en la doctrina administrativista de finales del siglo XIX los principios de autonomía y descentralización como mecanismos sobre los cuales debe articularse la organización territorial del Estado: «la centralización administrativa raya en lo absurdo cuando desconoce que el municipio tiene derechos propios anteriores a la organización del Estado y que negar a los pueblos toda intervención en el manejo de sus intereses comunes equivale a disolver la comunidad» (Colmeiro, 1876, p. 24). Como ha señalado Regina Polo Martín el fenómeno del regionalismo, que tiene lugar en la España de finales del siglo XIX y comienzos del XX, contribuyó decisivamente a conformar las aspiraciones a una descentralización política autonomista. La reacción frente a ese desafío regionalista, se articularía a través de una legislación que señala a las mancomunidades provinciales como la solución para mantener intacta la organización política del Estado (Polo Martín, 2014, p. 160).

De este modo, el Gobierno de Eduardo Dato el 18 de diciembre de 1913 aprobaba un Real Decreto por el que se autorizaba la constitución de mancomunidades provinciales con fundamento en la libre voluntad de las provincias de asociarse temporal o indefinidamente. La coyuntura política del momento requería el apoyo de la minoría catalana en el Congreso, y el reconocimiento jurídico de la mancomunidad de Cataluña jugó como moneda de cambio para garantizar la estabilidad del Gobierno, pero este reconocimiento no iba más allá de una mera descentralización de carácter administrativo, que en ningún caso suponía el reconocimiento de una autonomía de carácter político. Precisamente, en la Exposición de Motivos del Real Decreto se señalaba «(…) no debe inspirar recelo alguno el reconocimiento que ahora se hace a su derecho a mancomunarse, sobre todo, cuando a esta declaración acompañan resortes y garantías que ponen en todo caso en manos del Gobierno la vida y el funcionamiento de la nueva entidad». Un año antes, en 1912 ya se había presentado en el Congreso un proyecto de ley en este mismo sentido que finalmente no saldría adelante. El dictamen de la Comisión era sumamente revelador de los objetivos que se pretendían:

«convencido este Gobierno, como todos los anteriores, de la necesidad cada día más urgente de aquella reforma y deseoso de que no resulte estéril el extraordinario esfuerzo realizado por las Cortes en su concienzuda y prolija labor, nos proponemos someter separadamente en plazo no lejano á vuestra deliberación proyectos que, recogiendo lo principal de aquellos trabajos, se refieran al régimen de los Municipios y al de las provincias; pero concediendo, desde luego, la preferencia, para su presentación, por entender que puede lograr más fácilmente el voto favorable de las Cortes, este relativo á la constitución, dentro siempre de la soberanía del Estado, de las mancomunidades provinciales en términos muy análogos á los que ya merecieron la aprobación del Congreso y el dictamen favorable de la Comisión respectiva del Senado»9.

En efecto, la configuración jurídica de la mancomunación se plantea en términos exclusivamente administrativos, eliminando pretensión de reconocimiento de una personalidad jurídico-política regional.

Las diputaciones provinciales, de este modo, ofrecieron la vía para la creación de estas entidades territoriales de ámbito supraprovincial, camino para articular modelos de organización territorial que superaban la tradicional división provincial y al mismo tiempo se ponían sobre la mesa del debate político soluciones autonomistas que habían sido ya llevadas a cabo en el Derecho comparado de la época. Se estaba, de este modo, preparando el terreno para superar la vetusta idea liberal de una España unitaria y centralista. Muy acertadamente se ha indicado que la influencia del catalanismo político en el avance del ideal regionalista es evidente (Gifreu i Font, 2015, p. 40). Sin embargo, la creación de la Mancomunidad suponía situar a las diputaciones catalanas a un papel secundario y prácticamente irrelevante, vaciando de hecho sus competencias y su posición en la estructura constitucional del Estado. De este modo, la Mancomunitat de Catalunya supuso en primer intento de crear una región autónoma en el marco constitucional, dentro de los márgenes que permitía el Decreto de Mancomunidades de 1913, de iniciar un verdadero proceso descentralizador y de utilizar los mecanismos legales existentes para lograr unos objetivos políticos mediante la vía del acuerdo, y aunque estamos en el marco de una simple descentralización de carácter administrativo que, en ningún caso, supone un reconocimiento real de una autonomía de carácter político, se supo aprovechar el estrecho marco jurídico que ofrecía la legislación de régimen local para lograr las aspiraciones autonómicas del pueblo catalán, utilizando a la provincia y a las diputaciones como mecanismo para. De este modo, se anticipó a la Constitución de 1932 el reconocimiento de la Generalitat de Cataluña.

6. EL ESTATUTO PROVINCIAL: UNA VISIÓN AUTORITARIA DEL PROVINCIALISMO

Desde su constitución el principal problema jurídico que limitaba la actuación de la Mancomunitat de Catalunya fue el competencial. La indefinición existente en su Estatuto respecto del alcance de las competencias atribuidas a la Mancomunidad fueron suplidas inteligentemente a través de una interpretación extensiva de las mimas; de este modo, la Mancomunitat desarrollaría una verdadera acción política que no tenía cabida en puridad en los estrechos márgenes que le permitían su norma constitutiva. Su actuación, por tanto, siempre fue mucho más allá de la mera gestión administrativa de los servicios traspasados, desarrollando políticas de corte autonomista dirigidas a vertebrar su territorio bajo la ficción del autogobierno de la nación catalana, lo que fue posible dada la coyuntura política nacional y la inestabilidad del propio Gobierno, incapaz de abrir conflictos con las autoridades catalanas. Culí y Verdaguer señaló en 1915 que la Mancomunitat «representa la consagración de una entidad territorial étnica, de una personalidad real. Es regionalista en el sentido político y administrativo. Su trascendencia deriva de que ella es un órgano expresivo de la unidad espiritual de Cataluña, y por esto aspira a delegaciones que no son propiamente administrativas» (Culí y Verdaguer, 1915, p. 61). La Mancomunitat representa, de este modo, una alternativa al modelo provincial de división territorial.

Sin embrago, la Restauración intentó desde un primer momento fortalecer los pilares del esquema provincial en la estructura político-constitucional española, sobre la base del centralismo y la uniformidad como principios inspiradores del sistema territorial, pero frente a ello una parte importante de los cuerpos locales comienzan distanciase del modelo provincial, buscando soluciones y alternativas que permitieran superar la evidente crisis, derivada de las corruptelas y la deficiente gestión, en que se había colocado el modelo provincial (Demarchi, 2016, p. 19). Una de las alternativas planteadas fue el regionalismo, materializado jurídicamente en la figura de las Mancomunidades provinciales, que cuestionaba la propia división provincial y planteaba su sustitución por entidades supraprovinciales, acordes con la tradición histórica de los reinos peninsulares y con el particularismo jurídico que había caracterizado el sistema jurídico español hasta su codificación a finales del siglo XIX.

Sin embargo, la creciente tensión social en todo el Estado, el auge de los nacionalismos periféricos y ascenso de republicanos y del movimiento obrero, va a desplazar todo el debate político y jurídico hacía la necesidad de un cambio global en las instituciones implantadas por la Restauración. De este modo, el golpe de Estado del general Primo de Rivera de septiembre de 1923 marcará el fin de las mancomunidades provinciales, tras abandonar sus primeras intenciones regionalistas por una visión autoritaria del provincialismo, donde las diputaciones provinciales volvían a plantearse como instrumentos al servicio del gobernador para el desarrollo y ejecución de las políticas gubernamentales a escala provincial y municipal. Precisamente, a través del Real Decreto de 12 de enero de 1924, el presidente del Directorio Militar declaraba disueltas todas las diputaciones provinciales, excepto las de Álava, Guipúzcoa, Navarra y Vizcaya, ordenando a los gobernadores civiles que procedieran a designar libremente los nuevos diputados, entre los habitantes de la provincia con más de veinticinco años que poseyeran títulos profesionales, fueran mayores contribuyentes o desempeñaran cargos directivos en las corporaciones representativas de intereses culturales, industriales y profesionales. Como señala la Exposición de Motivos de este Real Decreto: «Demuestra la realidad política española, que muchas de las corruptelas que el Directorio se propuso y quiere expulsar de los Ayuntamientos tienen franca cabida todavía en bastantes Diputaciones Provinciales», y añade más adelante «(…) bien entendido que; al renovar las Diputaciones anhela el Directorio que los elementos llamados a integrarlas con carácter transitorio, sí, pero con plena autoridad, Se sientan animados del espíritu do expansión comarcal o regional preciso para dibujar el germen de futuras personalidades superprovinciales».

Este Real Decreto de 12 de enero de 1924 si bien no acaba con la figura jurídica de las mancomunidades provinciales, que parecía quedar definitivamente asentada en el sistema institucional español, sí operó un importante cambio delimitando de forma nítida sus competencias y su marco de actuación, al señalar que no debía ser otro que «el cumplimiento de los fines y mejora de los servicios que están actualmente encomendados y puedan encomendarse en lo sucesivo a las provincias». De este modo, se trataba de evitar que las mancomunidades provinciales pudieran abrir una vía para una posible regionalización del Estado español, mediante la creación de entidades regionales de carácter político que alterase la división provincial o que sustituyen a las diputaciones provinciales, para las que Primo de Rivera tenía reservadas una función esencial en la articulación de su modelo de Estado, como posteriormente se materializaría en el Estatuto de 1925. En este sentido, pese al carácter artificial de la división provincial del territorio, y transcurridos ochenta años desde su creación, la provincia estaba plenamente asentada en la estructura territorial del Estado y ofrecía al gobierno un importante instrumento de control y de tutela respecto a los municipios, muchos de los cuales eran incapaces de gestionar adecuadamente los servicios públicos a ellos encomendados. Se trataba, pues, de reformar y de perfeccionar el modelo, pero en ningún caso de sustituirlo, aunque ciertamente en sus inicios la idea de una regionalización de España era una postura aceptada en algunos círculos cercanos a la propia dictadura militar.

De este modo, en un primer momento desde la propia Dirección General de Administración Local se alentaron iniciativas a favor de la constitución de mancomunidades provinciales, como ocurriría con el caso de Galicia, plenamente apoyada por el propio Calvo Sotelo; sin embargo, pronto se evidenciaría el cambio de rumbo, iniciando, como ha señalado Bassols Coma, una línea claramente reduccionista de las mancomunidades que va a orientar las nuevas disposiciones legales que se van a ir dictando a lo largo del periodo dictatorial, y que concluyen con la propia disolución de la Mancomunitat de Catalunya (Bassols Coma, 2014, p. 147) Ciertamente, en un primer momento el pronunciamiento de Primo de Rivera no generó rechazo por la burguesía catalana, fundamentalmente por la política de orden público contra el anarquismo revolucionario emprendido por el Directorio y por el aparente regionalismo del dictador que planteaba, en un primer momento, la supresión de las provincias y la creación de 10 o 12 unidades regionales (González Calleja, 2005, p. 100). Sin embargo, el 17 de septiembre de 1923, cuatro días después de su golpe de Estado, el general Primo de Rivera escribía lo siguiente: «De los males patrios que más demandan urgente y severo remedio, destacan el sentimiento, propaganda y actuación separatistas que vienen haciéndose por odiosas minorías. Que no por serlo quitan gravedad al daño y que, precisamente por serlo, ofenden el sentimiento de la mayoría de los españoles, especialmente el de los que viven en las regiones donde tan grave mal se ha manifestado»10. El presidente del Directorio militar pondría en marcha un conjunto de medidas y sanciones que pretendían la depuración de todos los elementos políticos e institucionales que ponían en peligro la unidad nacional. En estos primeros momentos se tenía el convencimiento de que la reforma de la Administración local iba a pasar necesariamente por una reforma a fondo de la Administración provincial y de las diputaciones, a las que se les hacía responsable de la corrupción generalizada y de la quiebra del propio sistema constitucional. La vía de regionalización ofrecía sin lugar a dudas un camino para la regeneración del país, siempre que se evitara cualquier tentativa de separatismo. En este sentido, se situaba sin lugar a dudas el Real Decreto de 18 de septiembre de 1923, que preveía juicios militares por los delitos «contra la unidad de la patria, cuando tiendan a disgregarla, restarle fortaleza y rebajar su concepto, ya sea por la palabra, por escrito, por la imprenta o por otro medio mecánico o gráfico de publicidad y difusión, o por cualquier otro acto o manifestación». Pero desde la proclamación de la dictadura todo el poder político en Cataluña se desplazaría hacia la Capitanía General, relegando a los gobernadores civiles a un papel muy secundario y subordinado a las autoridades militares; sería el primer paso del cambio de rumbo hacía un mayor centralismo mediante el abandono de esas primeras intenciones regionalistas por una nueva visión autoritaria del provincialismo que finalmente se materializaría jurídicamente en el Estatuto provincial.

El Estatuto Provincial (Real Decreto de 20 de marzo de 1925) marca el inicio de un proceso de involución de la institución provincial, que dejando al salvo el paréntesis de la Segunda República, que no lograría sacar adelante su proyecto de reforma de la Administración provincial, alcanza durante el periodo franquista su máxima expresión al convertirse las diputaciones provinciales en meros apéndices del gobernador civil dentro de un Estado centralista y rígidamente unitario. El Estatuto Provincial derogaría (disposición transitoria quinta) la Mancomunidad de las provincias de Barcelona, Lérida, Gerona y Tarragona, nombrando una «comisión gestora interina de los servicios coordinados» que debía de proceder a la liquidación de la Mancomunidad. No obstante, el Estatuto mantuvo la figura de las mancomunidades provinciales para obras y servicios intermunicipales (arts. 19 a 30), permitiendo que las diputaciones provinciales pudieran agruparse entre sí para la prestación de estos servicios. La propia Exposición de Motivos así lo reconocía, y señala con total rotundidad que las diputaciones nunca podrán organizarse en regiones, porque esta no era «la suma de diputaciones sino de municipios». De este modo, se evitaba la regionalización por la simple agrupación de varias provincias, impidiendo la creación de entidades que tuvieran por objeto la creación de circunscripciones sustitutivas de las provincias. Pero además, el Estatuto, siguiendo la línea del liberalismo decimonónico, viene a blindar la división provincial, y aunque preveía la creación de otras entidades territoriales dotadas de personalidad jurídica, reforzaba las diputaciones provinciales permitiendo que estas incluso pudieran asumir competencias delegadas por el propio Estado, e intervenir como auxiliares de la Administración del Estado (González Casanovas, 1986, p. 126). Para Primo de Rivera, las diputaciones, una vez liberadas de las antiguas oligarquías locales, podían servir a los intereses del propio Estado y actuar de freno a las aspiraciones nacionalistas que se habían hecho sentir en algunos territorios periféricos, pues era inevitable pensar que la adopción de la comarca y de la región, como niveles de organización territorial supramunicipal y supraprovincial respectivamente, constituían un evidente peligro para el mantenimiento simultáneo de las provincias (Jordana de Pozas, 1967, p. 658). En este contexto, la Dictadura de Primo de Rivera representaría la versión autoritaria de un provincialismo agonizante, consagrando a la provincia como una entidad territorial intermedia de carácter administrativo entre el Estado y el municipio, y excluyendo la posible existencia de otras circunscripciones territoriales de carácter supraprovincial.

El Estatuto atribuía a las diputaciones provinciales la administración y fomento de los intereses peculiares de la provincia y la organización de los servicios de la Administración local que no fuera de la competencia exclusiva municipal, así como aquellos delegados por el propio Estado. De este modo, se produce, siguiendo a García de Enterría, la verdadera consagración de la provincia como entidad local en nuestro Derecho (García de Enterría, 1986, p. 154). Como se señala en la Exposición de Motivos del Estatuto Provincial «(…) queda en la provincia un aspecto que realmente destaca sobre todos los demás: el de circunscripción territorial llamada a cumplir determinados fines de carácter local. Ya no nos interesa, por tanto, como circunscripción por y para el Estado, sino como circunscripción por y para sí misma. En este aspecto, han de definirla y caracterizarla sus fines esenciales, Y estos fines deberán ser todos aquellos de índole local que, rebasando las posibilidades de la acción municipal, escapen a la jurisdicción de cada Ayuntamiento». Sin embargo, pese a ello, la realidad es que las diputaciones quedaron integradas en la organización periférica del Estado, aspecto este que explotaría el régimen franquista hasta su máxima expresión, como mecanismo para articular su Estado autoritario. De hecho, como señaló en su momento Simón Tobalina, la inoperancia del Estatuto de 1925, que nunca fue objeto de desarrollo pleno, estuvo motivado por el hecho de que ningún régimen dictatorial era favorable a la descentralización, por el contrario, toda dictadura pretende a centralizar al máximo la Administración del Estado para mantener toda la vida nacional al alcance de la mano del ejecutivo (Simón Tobalina, 1981, p. 75).

7. A MODO DE EPÍLOGO

El liberalismo trajo consigo un conjunto de planteamientos ciertamente innovadores en relación con la estructura territorial del Estado que a la postre se tornaron en instituciones que no encontrarían el acomodo inicialmente deseado en el modelo de Estado. La coherencia, uniformidad y ordenación que caracterizan el pensamiento liberal del siglo XIX, que buscaba en el positivismo buena parte de la fuente de sus planteamientos teóricos sobre la organización administrativa, desembocaron en la rigidez de un modelo organizativo que llega hasta nuestros días. La complejidad de la ordenación territorial del Antiguo Régimen, fruto de la más abigarrada tradición histórica, encontraría el rechazo de quienes planteaban la necesidad de racionalizar las estructuras políticas, de lograr una mayor eficacia en la gestión y, sobre todo, de afianzar su poder frente al absolutismo. Bajo estos postulados, las Cortes de Cádiz trataron de resolver la difícil articulación territorial de España y vertebrar el Estado sobre la base de una estructura homogénea y centralizada. La consagración de la provincia sería la opción elegida. En la provincia confluían las competencias del poder central y de los poderes periféricos, donde los delegados gubernamentales (jefes políticos, jefes superiores, gobernadores civiles, etc.) asumían la faceta política, mientras que las diputaciones provinciales la administrativa y económica. El modelo, de clara impronta francesa, demostró a lo largo del siglo XIX su fracaso. El liberalismo moderado, claramente obsesionado por vincular la unidad nacional a un mayor centralismo, potenciaría la instrumentalización política de las diputaciones provinciales, aumentando su injerencia en ellas a través de la figura del gobernador civil; por el contrario, los sectores más progresistas igualmente fracasaron en su intento de dotar al sistema de mayores cotas de descentralización.

Ciertamente la dificultad derivada del encaje de las diputaciones provinciales en la estructura territorial del Estado tiene rasgos de auténtico problema constitucional, que se evidencia en los diferentes planteamientos políticos sobre la estructura territorial existente entre el liberalismo moderado y autoritario y el democrático y revolucionario. Los continuos proyectos de reforma se suceden, fracasando uno tras otro. Un último intento en este sentido fue el proyecto del liberal Maura; ya en su primer gobierno (1903-1904) intentaría llevar a cabo la reforma de la Administración local, aunque la brevedad del mandato le impidió llevar a cabo la misma. El planteamiento de Maura pasaba por una reestructuración integral de la Administración territorial, concibiendo a las diputaciones no como agentes estatales, sino como delegados de los municipios, contrarrestando la tendencia a ser controladas por los ministerios; y al mismo tiempo afrontar el problema de la región, sin reparo alguno a la hora de concebir la agrupación de las diversas diputaciones como una posibilidad de ordenación en un nuevo marco territorial, pero la oposición frontal de los sectores más conservadores y el clima político que vivía el país impidieron cualquier reforma de calado y terminaron ahogando su proyecto regeneracionista. La aprobación de la Ley de Mancomunidades no tendría lugar hasta 1913, cuando el gabinete de Eduardo Dato, presionado por la Lliga regionalista, no tuvo más remedio que autorizarla. Pero la vía mancomunal no ofrecía más que una cicatera solución a la situación de colapso de la Administración local de finales de la Restauración. En lugar de buscar un modelo integral de vertebración territorial a desarrollar en todo el país, los últimos gobiernos de la Restauración tan solo intentaron complacer las demandas de determinadas áreas del país, a través del ensanchamiento de los fueros que aún poseían algunas provincias y del modelo mancomunal vigente en Cataluña. Sin embargo, el regionalismo no encontraba cabida en el modelo y las diputaciones provinciales se hallaban maniatadas por la corrupción, la ineficacia y el continuo intervencionismo estatal. El modelo de Administración territorial canovista había degenerado hasta el punto de tocar fondo y a la altura de los años veinte del pasado siglo ya no satisfacía a nadie. Ante esta situación, no es de extrañar que el pronunciamiento de Primo de Rivera fuera visto por amplios sectores de la población como la mejor solución que podía tener el país tras la dilatada crisis del liberalismo doctrinario.

Sin embargo, la dictadura tampoco fue capaz de solucionar el problema de la vertebración territorial de país. El régimen de Primo de Rivera marca una etapa fronteriza y de transición, separa claramente el siglo XIX del XX en nuestro país, y determinaría un importante revulsivo ideológico y social que va a marcar la evolución de los acontecimientos políticos que se sucederían en las décadas posteriores. Se presenta como una etapa de ruptura respecto al régimen liberal de la Restauración, y aunque logra con cierto éxito reformar el régimen municipal, fracasaría en la reforma del régimen provincial implantando un modelo claramente centralista, muy en la línea de los ideales conservadores que caracterizaron la Restauración canovista de una revolución desde arriba, aunque esta vez al margen del sistema parlamentario; iniciando un auténtico ensayo de un modelo institucional corporativo, dentro de cuyas coordenadas se desarrolló más tarde el régimen político franquista, donde las diputaciones provinciales ocuparon un papel muy secundario en el esquema institucional del Estado, relegadas a desarrollo de unas funciones muy concretas y subordinadas en todo momento al gobernador civil.

La evolución de las diputaciones provinciales no puede entenderse al margen de la configuración constitucional de las relaciones de poder centro-periferia, y representa claramente el fracaso del Estado liberal de consolidar un Estado-Nación sólidamente unificado en sus dimensiones jurídica, cultural y política bajo el paraguas de la pretendida identidad nacional española. Las diputaciones han jugado históricamente un papel destacado en la consolidación de un Estado centralista, claramente instrumentalizadas por la Administración del Estado para articular y controlar el poder municipal. No resulta, por tanto, sorprendente que tras la Constitución de 1978 y el inicio del proceso autonómico fueran el blanco de las críticas por parte de los sectores nacionalistas y regionalistas, así como del municipalismo que aspiraba a lograr mayores cotas de autonomía. Pero no debemos olvidar que en un Estado muy atomizado de pequeños municipios, con Comunidades Autónomas de considerable extensión territorial, la existencia de niveles intermedios entre el municipio y la región se hace inevitable como mecanismo para articular desde lo local las relaciones entre el municipio y la Comunidad Autónoma y el Estado, solo desde esta perspectiva cobra pleno sentido las diputaciones provinciales en nuestro actual sistema constitucional.

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1 En sentido contrario se manifiesta García de Enterría (1986, p. 35).

2 Diario de la Sesiones de Cortes, jueves 5 de diciembre de 1844, p. 842.

3 Diario de Sesiones de la Cortes Constituyentes, 12 de marzo de 1869.

4 Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados, 14 de julio de 1871.

5 Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados, 14 de octubre de 1871.

6 Diario de Sesiones de las Cortes Constituyentes, 18 de febrero de 1870. Apéndice tercero, al número 221.

7 Diario de Sesiones de las Cortes Constituyentes, 17 de julio de 1873, Apéndice 2, al n.º 43.

8 Diario de sesiones del Congreso de los Diputados, 23 de marzo de 1904. Apéndice décimo al n.º 151.

9 Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados del día 21 de mayo de 1912 (Ap. 1 al n.º 122).

10 ABC miércoles 19 de septiembre de 1923. Edición de la mañana, p. 8.