II. Cuestiones generales sobre
el principio de objetividad

DA. Revista Documentación Administrativa

nº 289, enero-abril 2011, pp. 21-42

ISSN: 0012-4494

Delimitación conceptual del principio de objetividad: objetividad, neutralidad e imparcialidad

Francisco Manuel García Costa

Doctor. Universidad de Murcia
fmgarcia@um.es

Resumen

En el presente trabajo se acomete la delimitación conceptual de las categorías de neutralidad, objetividad e imparcialidad. La neutralidad es la prohibición del carácter político de la Administración, que opera imponiendo al funcionario el deber de colaboración con cualquier Gobierno, con independencia de la opción política de éste. La objetividad es el modo característico de la interpretación y aplicación de la Ley por parte de la Administración, que opera imponiendo al funcionario el deber de realizar dicha labor hermenéutica y aplicativa adecuándose a la voluntad normativa y prescindiendo de cualquier tipo de fin o interés subjetivo. La imparcialidad de la Administración, en tanto en cuanto ésta ha de velar por la satisfacción de los intereses generales, no existe propiamente como tal, identificándose con la objetividad y protegiendo la buena apariencia de la Administración. Por último, se reflexiona sobre la aparición de las autoridades administrativas independientes en el contexto de una Administración pública neutral, objetiva e imparcial.

Palabras clave

Neutralidad, objetividad, imparcialidad, Administración Pública.

Conceptual definition of the principle of objectivity: objectivity, neutrality and impartiality

Abstract

In this work we deal with the conceptual delimitation of the following categories: neutrality, objectivity and impartiality. The neutrality is a prohibition of political nature which acts imposing on the civil servant the duty of collaboration with any Government, independently of the political option which has formed it. The objectivity is the characteristic way of the interpretation and observance of the Law by the Administration, which acts imposing on the civil servant the duty of dispensing with any kind of aim or subjective interest in such interpretation and observance. The impartiality of the Administration, to such an extent that the Administration must keep watch over fulfilling the general interests, it does not exist in itself; the impartiality identifies with the objectivity and the good appearance of the Administration. Lastly, we think about the appearance of independent administrative authorities in the context of an impartial, objective and neutral Public Administration.

Keywords

Neutrality, objectivity, impartiality, Public Administration.

1. DETERMINACIONES PREVIAS1

Los relativamente escasos estudios doctrinales existentes en nuestra literatura científica en torno a los conceptos de “neutralidad”, “objetividad” (La Administración sirve con objetividad los intereses generales...” –art. 103.1 C.E.–), e “imparcialidad” (La Ley regulará el estatuto de los funcionarios públicos... y las garantías para la imparcialidad en el ejercicio de sus funciones –art. 103.3 C.E.–) coinciden en la premisa básica de destacar las dos dificultades que entraña dar respuesta a la cuestión de qué sea o en qué consista cada una de estas categorías.

La primera de ellas reside en el carácter intuitivo de las mismas, tal como señala J.A. Santamaría, para quien “estos conceptos de objetividad e imparcialidad es algo que cualquier jurista aprende intuitivamente. Concretar ese significado se revela, de inmediato como una tarea cargada de problemas”2; problematismo que, asimismo, destaca A. Nieto al recordar “la dificultad de precisar con cierta exactitud en qué consiste y qué alcance tiene algo aparentemente tan sencillo como es la objetividad de una conducta”3.

Añádase a ello el dato de que las nociones en examen participan de un idéntico campo semántico, tal como nos recuerda L. Morell Ocaña al subrayar que “la objetividad puede quedar colocada en series de expresiones que forman, todas ellas, un conjunto de nociones alotrópicas. Así las de neutralidad, imparcialidad, independencia...”4. Consiguientemente, la delimitación conceptual de cada uno de estos términos no puede obviar que en ellos existen una serie de unidades de significado (semas o rasgos semánticos) comunes que determinan la posibilidad de su uso como cuasi-sinónimos.

Estas dificultades inherentes a la definición de las categorías aquí estudiadas pueden conducir a tres fundamentales errores que, en todo caso, han de ser forzosamente evitados:

El primero consiste en otorgar a tales conceptos significados que sean consecuencia de una labor hermenéutica alejada de las exigencias que impone una valoración personal ajena y opuesta a cualquier tipo de subjetivismo. Se trata, consiguientemente, del error de definir estas nociones a partir de la particular y singular intuición metafísica que cada agente tenga al respecto, de suerte que dicha delimitación respondería, en última instancia, al capricho de éste.

El segundo de ellos, más sutil, es el de partir del entendimiento de que cuando el ordenamiento jurídico formula sus categorías mediante expresiones que apelan a un contenido mínimo universalmente aceptado, aquél utiliza tales expresiones para incorporar, precisamente, ese contenido mínimo. Se trata, pues, del error de abdicar de cualquier tipo de labor hermenéutica con relación a los conceptos en examen y conferirles como significado dicho supuesto contenido mínimo universalmente aceptado.

El tercero viene determinado por la identificación y asimilación entre las nociones en estudio, de suerte que sean empleadas indistintamente, como precisamente ha hecho la jurisprudencia, la legislación positiva y la doctrina científica. Así, la STS de 19 de mayo de 1988 señala que “la característica inherente a la función administrativa es la objetividad, como equivalente a la imparcialidad o neutralidad, de tal forma que cualquier actividad ha de desarrollarse en virtud de pautas estereotipadas, no criterios subjetivos”5 y la STC 77/1985, de 27 de junio, identifica los principios de neutralidad y objetividad de la Administración, tal como analizaremos infra. Por su parte, el art. 53.2 del EBEP equipara las nociones de objetividad e imparcialidad al disponer que “su actuación [la de los funcionarios públicos] perseguirá la satisfacción de los intereses generales de los ciudadanos y se fundamentará en consideraciones objetivas orientadas hacia la imparcialidad y el interés común, al margen de cualquier otro factor que exprese posiciones personales, familiares, corporativas, clientelares o cualesquiera otras que puedan colisionar con este principio”6, a pesar de que previamente el artículo 52 del EBEP sí había distinguido entre los conceptos de objetividad, imparcialidad y neutralidad (“Los empleados públicos deberán desempeñar con diligencia las tareas que tengan asignadas y velar por los intereses generales con sujeción y observancia de la Constitución y del resto del ordenamiento jurídico, y deberán actuar con arreglo a los siguientes principios: objetividad, integridad, neutralidad, responsabilidad, imparcialidad...”). Como analizaremos a continuación, la identificación entre los conceptos aquí examinados se encuentra, asimismo y especialmente, en la doctrina científica.

Como consecuencia de este problemático punto de partida, y de los errores en los que puede hacer incurrir, no existe unanimidad doctrinal con respecto a las definiciones de neutralidad, objetividad e imparcialidad, de modo que existen tantas de ellas como aproximaciones a las mismas se han realizado. Una visión sinóptica del tratamiento que la doctrina científica española presta a estas categorías revela, efectivamente, que cada una de ellas presenta un carácter, un contenido y una naturaleza diferentes según cada autor que las haya estudiado. Dicha diversidad puede reducirse a unidad y estructura a partir del siguiente esquema:

(i) Al margen de que algunos tratadistas, como J. Álvarez Álvarez, confundan indiscriminadamente las tres categorías7, la mayor parte de los especialistas examinados aluden a la profunda relación existente entre ellas que determina, si no su identificación plena, sí su asimilación en cuanto a su resultado. En este sentido, son bastantes los autores que asemejan las categorías de objetividad e imparcialidad, entre quienes se encuentran L. Parejo Alfonso, para quien “objetividad se ofrece como la contrario a parcialidad”8; A. Pérez Luque, quien sostiene que “la objetividad, por tanto, equivale a toda ausencia de subjetividad […] y está relacionada con la imparcialidad”9; o A. Embid Irujo, quien argumenta que objetividad e imparcialidad son manifestaciones del principio de fidelidad de los funcionarios a la Constitución10. Igualmente, A. Nieto las asimila al afirmar que “resulta, por tanto, mucho más fácil definir la objetividad de un modo negativo y simple por referencia a los intereses que la Administración y sus burócratas “no debieran” permitir que les influyese”11.

También participa de esta postura doctrinal L. Morell Ocaña, quien asimila objetividad e imparcialidad en tanto en cuanto “existe una correlación necesaria entre objetividad de la Administración e imparcialidad del funcionario. Toda institución actúa a través de las personas que la integran: la voluntad de la institución es la voluntad de la persona que hace uso de la competencia de aquélla. La objetividad de la Administración es entonces una consecuencia de la imparcialidad con la que el funcionario actúe”. Es por ello –prosigue este autor– que “la imparcialidad [la objetividad] –en cuanto cualidad de la conducta de los agentes administrativos– encuentra su esencia en el modo como se han de entender y aplicar las normas. Exige, en este sentido, una fidelidad a la voluntad plasmada en la regla de derecho, en su interpretación y ejecución; fidelidad que implica la renuncia a toda interpretación lograda desde el subjetivo querer y opinión del que actúa”12.

Por su parte, Garrido Falla, al examinar la problemática de la neutralidad política de la Administración y la neutralidad administrativa del Gobierno, asimila las categorías de neutralidad y objetividad al señalar que “la neutralidad política de la Administración desde luego ha preocupado a los redactores de la Constitución. En el artículo 103.1 se dice que la Administración Pública “sirve con objetividad los intereses generales””. Por neutralidad, asimilada –recordemos– a objetividad, cabe entender la “eficacia indiferente” de la Administración, es decir “una forma típica de actuar [en la que el funcionario] ha de ser eficaz tanto si perjudica como si favorece la política del Gobierno que está en el Poder”13.

(ii) No todos los tratadistas identifican las categorías en examen, de suerte que encontramos a muchos otros que les reconocen su autonomía conceptual y, consiguientemente, les confieren un preciso significado. Esta es la posición de F. Sainz Moreno, para quien, mientras la imparcialidad “se opone a la decisión singular determinada por la influencia de un interés particular, la objetividad “coincide con el [concepto] de “buena administración””14.

Especial interés presentan las propuestas de J. A. Santamaría, quien distingue y define con singular talento las nociones que venimos analizando y señala la continuidad lógica existente entre ellas. Neutralidad vendría a ser “la disponibilidad de la burocracia frente a cualquier opción política que ostente el Gobierno”; objetividad e imparcialidad no serían sino conceptos separados del de neutralidad que son –como en Morell Ocaña– causa y efecto a la vez, de suerte que la objetividad “exige la concurrencia de un doble requisito: primero, que la actividad pública sea fiel a los fines que el ordenamiento atribuye a la potestad concreta que se ejerce [...], y segundo, que la actividad se desarrolle mediante una exacta ponderación de todos los intereses en juego que la Ley ordena proteger en cada caso”; por su parte, la imparcialidad es “el deber de cada servidor público de actuar en la forma antes indicada, que se manifiesta, ante todo, en la prohibición de otorgar preferencias o disfavores, a unas u otras personas, que no se amparen en normas concretas o en directivas legítimamente dictadas por el Parlamento o el poder ejecutivo”15.

2. NEUTRALIDAD, OBJETIVIDAD E IMPARCIALIDAD DE LA ADMINISTRACIÓN. UNA OPINIÓN MODERADAMENTE PERSONAL

2.1. Relación entre estos conceptos

El análisis que venimos de hacer confirma, efectivamente, que no existe consenso en la determinación del sentido y el significado de las nociones de neutralidad, objetividad e imparcialidad. En este contexto, las presentes líneas tienen por objeto presentar una propuesta moderadamente personal de delimitación conceptual de la tríada de conceptos en estudio a partir del siguiente proceso:

a) La definición de tales categorías, así como su relación, se determina a partir de la significación de ellas en el lenguaje usual, que encuentra, en todo caso, otra nueva y específica cuando, al referirse a la Administración, se incorporan al lenguaje jurídico.

Neutralidad, objetividad e imparcialidad presentan en el lenguaje usual, a pesar de sus concomitancias, diferencias sustanciales que es preciso señalar. Según el Diccionario de la RAE, neutralidad es la “cualidad o actitud de neutral”, definiéndose neutral, en su primera acepción, como aquello “que no participa de ninguna de las opciones en conflicto”16. Objetividad es “cualidad de objetivo”, definiéndose objetivo, también en su primera acepción, como aquello “perteneciente o relativo al objeto en sí mismo, con independencia de la propia manera de pensar o de sentir”17. Por último, imparcialidad se define como “falta de designio anticipado o de prevención en favor o en contra de alguien o algo, que permite juzgar o proceder con rectitud”18. Consiguientemente, la neutralidad excluye la participación en alguna de las opciones en conflicto; la objetividad alude al objeto in re ipsa, con independencia de la propia valoración personal; y la imparcialidad supone la ausencia de prevención a favor o en contra que permita proceder con rectitud. Siendo ello así, podemos convenir que, al menos en el lenguaje usual, la objetividad presupone la imparcialidad, pues la aprehensión de un objeto en sí mismo requiere de la falta de prevención sobre el mismo, mientras que la imparcialidad y la objetividad no determinan la neutralidad, pues la participación en algo puede ser el resultado de un juicio imparcial sobre el objeto en sí.

b) Referidas las tres categorías anteriores a la Administración Pública, su delimitación conceptual ha de realizarse a partir de las decisiones constitucionales en torno a la naturaleza de la específica Administración Pública de que se trate, de suerte que su significado es consecuencia de la antedicha configuración constitucional de cada Administración y, en particular, de las decisiones constitucionales sobre el grado de penetración del principio democrático en dicha Administración.

Y aquí encontramos el nudo gordiano del problema. La neutralidad, la objetividad y la imparcialidad de la actividad de la Administración Pública y de la de sus funcionarios no pueden entenderse en referencia al modelo maxweberiano racional burocrático de Administración cuyo fundamento se encontraba, precisamente, en la consecución de los intereses generales a través de una estructura jerárquica y profesionalizada integrada por funcionarios imparciales cuya acción administrativa se verificaba a través de técnicas objetivas y neutrales. En dicho modelo, las nociones en examen constituían elementos instrumentales al servicio de una idea de Administración que, con ellos, pretendía asegurar su autoorganización y, así, su sustracción al control de los poderes democráticos. Muy por el contrario, la neutralidad, la objetividad y la imparcialidad han de entenderse referidas a una Administración que únicamente puede concebirse como vicarial, pues su legitimidad ha de fundamentarse en el principio democrático19, lo cual determina que haya de ser recabada de las instituciones políticas mediante su configuración como instrumento al servicio de dichas instituciones.

c) Así configurada la Administración, a la misma no se le encomienda la determinación y especificación de los intereses generales, función reservada al Parlamento, sino tan sólo su materialización, de modo que la neutralidad, la objetividad y la imparcialidad no pueden ser más que el modo, tal como señala Morell Ocaña, en que se ha de desarrollar la acción administrativa que sirve a tales intereses generales. Consiguientemente, las categorías aquí analizadas se configuran como cualidades, rasgos o características de la acción administrativa, que poseen una doble fuerza:

Una vis negativa que impide que actúen como límites al principio democrático, de forma que la satisfacción neutral, objetiva e imparcial de los intereses generales por parte de la Administración no puede oponerse a decisiones de las instancias políticas que, tomadas en aplicación del principio de decisión por mayoría en que consiste el principio democrático, encubran meros intereses particulares y partidistas presentados como generales.

Una vis positiva, que asegura la sujeción de la Administración a las instancias políticas, tanto al Parlamento como al Gobierno, y determina –en cuanto características de la acción administrativa– la manera en que se ha de articular las difíciles relaciones entre la Administración y el Gobierno (o, si queremos, entre política y Administración o entre Gobierno y sistema burocrático) y entre la Administración y los administrados.

d) A consecuencia de lo hasta aquí dicho, la pregunta ineludible que debemos plantearnos es si estas categorías operan de la misma forma, presentando un contenido idéntico que nos permita su asimilación, o si, por el contrario, cada una de ellos presenta autonomía conceptual que impida su identificación y les dote de contenido propio. Para dar respuesta a esta cuestión partiremos del significado que presentan tales conceptos en el lenguaje usual.

(i) La neutralidad, como sabemos, supone la no participación de ninguna de las opciones en conflicto. No se trata, pues, de la prohibición de la posición de parte, sino de la prohibición de la intervención con respecto a tales opciones. ¿Cuál sería, entonces, el ámbito de actuación de la Administración en el que, por existir tales opciones en conflicto, le estaría vedado intervenir? Éste no puede ser el de la acción administrativa en la que se dirimen los intereses particulares de los administrados entre sí o los de éstos con respecto al interés general del que es portadora la propia Administración, pues ello nos llevaría al absurdo de afirmar que la condición neutral de la Administración impide la propia acción administrativa. En nuestra opinión, este ámbito con respecto al cual opera la neutralidad ha de ser necesariamente el de la acción de gobierno.

Siendo ello así, la neutralidad entrañaría la prohibición de la intervención de la Administración en el ámbito de la gobernación, es decir, la prohibición del carácter político de la Administración, de modo que ésta vendría obligada a respetar la elección de alternativas, tiempos y prioridades políticas que realice el Gobierno; supondría, siguiendo en este punto a J.A. Santamaría, la garantía de la sujeción de la burocracia al Gobierno, con independencia de la opción política que lo componga.

En consecuencia, estamos en condiciones de poder sostener que la neutralidad opera en el ámbito de las relaciones entre la Administración y el Gobierno definiendo el modo en el que ha de quedar vinculada la Administración al poder de dirección del Gobierno, lo cual se traduce en una serie de deberes del funcionario, de carácter negativo (no interferencia y disponibilidad plena) y positivo (colaboración leal y eficaz).

(ii) Por su parte, la objetividad es la cualidad de objetivo, entendiendo por tal aquello perteneciente al objeto en sí mismo. ¿En qué consistiría, entonces, el objeto de la Administración? Obviamente, éste no es otro que el servicio a los intereses generales con sometimiento pleno a la Ley y al Derecho.

Consiguientemente, la objetividad opera en el ámbito del principio de legalidad (o, si se quiere, en el ámbito de las relaciones entre la Administración y el Parlamento en tanto en cuanto la ley es la forma que adoptan los mandatos de éste) definiendo el modo como ha de quedar vinculada la Administración a la ley, lo cual se traduce en el deber general del funcionario de interpretar y aplicar la ley en adecuación a la voluntad normativa, alejado, consiguientemente, de cualquier valoración personal y subjetiva.

(iii) Por último, la imparcialidad –recordémoslo– es la “falta de designio anticipado o de prevención en favor o en contra de alguien o algo, que permite juzgar o proceder con rectitud”. ¿En qué consistiría, pues, la imparcialidad del funcionario? Si ésta se concibe como la falta de prevención en favor o en contra, la imparcialidad no es, ni puede ser, un atributo del funcionario ni de la Administración, pues la acción administrativa, por definición, ha de satisfacer los intereses generales, de suerte que el funcionario comparece siempre con la posición de parte a la que le obliga dicho cometido. El funcionario no es imparcial en el sentido propio del término, pues la imparcialidad únicamente se predica del Juez20. Consiguientemente, no podemos más que referirnos a la imparcialidad del funcionario y de la Administración en sentido figurado.

Asumido ello, debemos preguntarnos seguidamente en qué consiste esa suerte de imparcialidad que se predica de la Administración, para lo cual hemos de partir de que la imparcialidad judicial supone la sujeción estricta a la ley21, de suerte que, trayendo ese dato al campo de la imparcialidad administrativa, ha de concluirse que ésta no puede más que operar, asimismo, en el ámbito del principio de legalidad. Consecuentemente, la imparcialidad despliega su eficacia en la misma esfera en la que lo hace la noción de objetividad, definiendo el modo como ha de quedar vinculada la Administración y los funcionarios al principio de legalidad. Es por ello que podemos afirmar, siguiendo aquí a la mayor parte de la doctrina científica, que la imparcialidad de la Administración y del funcionario no puede tener por contenido material más que la objetividad. En este sentido, la imparcialidad del funcionario quedaría identificada con en el deber general del funcionario de interpretar y aplicar la ley sin ningún tipo de subjetivismo personal y, en consecuencia, en adecuación a la voluntad de la ley.

Coincidiendo el contenido material de la objetividad con el de la imparcialidad, cada una de ellas, sin embargo, expresa puntos de referencia distintos, de suerte que la objetividad opera fundamentalmente ad intra, relacionando a la Administración con el Parlamento cuyos mandatos adoptan la forma de leyes, y la imparcialidad despliega su eficacia ad extra, relacionando a la Administración con los administrados.

Si el punto de vista que expresa la imparcialidad se desenvuelve en este último ámbito, la imparcialidad se nos muestra como garantía de la buena apariencia de la Administración. Así podemos afirmar que la imparcialidad administrativa se identificaría con la que, en el ámbito de la imparcialidad judicial, M. Pardo López ha acertado en denominar como “imparcialidad previa y externa al proceso”.

Como agudamente ha intuido esta autora, la imparcialidad judicial “no se agota en el proceso, reduciéndose a que el juez sea meramente un tercero ajeno a las partes que resuelve sin interés propio alguno implicado en el asunto, sino que debe tener raíces previas y externas al proceso” 22. Esta imparcialidad previa y externa al proceso consiste en la buena imagen que han de ofrecer la Administración de Justicia, en general y el juez, en particular, la cual se orienta a lograr la confianza de los ciudadanos pues “la simple sospecha de parcialidad, aunque infundada, puede destruir esa confianza [y] una Administración de Justicia que no cuenta con la confianza de los ciudadanos es una Administración de Justicia herida”. En suma, “la Justicia necesita adhesión de espíritus, confianza ciega de los ciudadanos” 23 que se logra, primeramente, con la apariencia de buena imagen de la misma.

Este mismo esquema puede aplicarse a la Administración Pública, de suerte que la imparcialidad administrativa operaría en ese ámbito previo y externo a la propia actividad administrativa garantizando y protegiendo la buena imagen de la misma, necesaria para recabar la confianza en la misma de los administrados. La imparcialidad administrativa, pues, comparece con una evidente dimensión simbólico-legitimadora.

Consiguientemente, podemos señalar que en la objetividad prima, en garantía de que la voluntad de la Administración no haya de ser otra que la voluntad de la ley, la obligación del funcionario de interpretar y aplicar la ley en adecuación a la voluntad normativa, siendo su consecuencia la prohibición de cualquier interpretación subjetiva; por el contrario, en la imparcialidad prima, en garantía de la buena apariencia de la Administración, la obligación del funcionario de interpretar y aplicar la ley sin interés o fin personal alguno, siendo su consecuencia la adecuación de su labor hermenéutica y aplicativa a la voluntad normativa.

Como conclusión general del análisis que hemos realizado de las relaciones entre neutralidad, objetividad e imparcialidad hemos de recordar que, si bien todas las categorías estudiadas hacen referencia al modo de cumplimiento de la acción administrativa, la neutralidad actúa en el ámbito del principio de dirección del Gobierno, mientras que la objetividad y la imparcialidad operan ambas dos en la esfera del principio de legalidad. Es por ello que la neutralidad presenta autonomía conceptual que impide su asimilación a las nociones de objetividad e imparcialidad. Estas dos últimas, precisamente porque despliegan su virtualidad en el ámbito del principio de legalidad, definiendo el modo como ha de quedar vinculada la Administración a éste, presentan una difusa autonomía conceptual que puede llevar a su uso como cuasi-sinónimos, como así –ya lo analizamos anteriormente– hace la jurisprudencia, la legislación y la práctica totalidad de la doctrina científica. Sin embargo, hemos de precisar que consistiendo ambas nociones, efectivamente, en la obligación de interpretar y aplicar la ley con pleno sometimiento a la misma, la objetividad y la imparcialidad expresan, como hemos señalado, dos puntos de referencia distintos, de suerte que la objetividad alude a la dimensión interna de esa obligación, que se despliega en el ámbito de sus relaciones con la ley, y la imparcialidad, por su parte, alude a la dimensión externa de dicha obligación, que se despliega en el ámbito de sus relaciones con los administrados, identificándose y garantizando la apariencia de buena administración.

Pues bien, esbozadas las relaciones existentes entre las categorías en examen y, a su través, la definición de cada una de ellas, a continuación las analizaremos específicamente.

2.2. Neutralidad

A diferencia de lo que ocurre con las categorías de objetividad e imparcialidad que se predican por los artículos 103.1 y 103.3 C.E., respectivamente, de las Administraciones Públicas y de los funcionarios que las integran, la neutralidad no es una característica que, ex Constitutione, se predique de la institución administrativa, siguiendo así nuestra Norma Suprema la línea de la mayor parte de las Constituciones de nuestro entorno que raramente se refieren a la neutralidad como concepto y, cuando lo hacen, no la configuran como principio de la correspondiente Administración Pública que estatuyen.

Ello no obstante, ha sido la jurisprudencia del Tribunal Constitucional la que ha afirmado entre nosotros la existencia del principio de neutralidad de las Administraciones Públicas al declarar en la STC 77/1985, de 27 de junio, que “el principio de neutralidad de la Administración [está] recogido en el art. 103.1 de la C.E., a tenor del cual “la Administración pública sirve con objetividad los intereses generales”. Dentro de esta previsión se incluye el mandato de mantener a los servicios públicos a cubierto de toda colisión entre intereses particulares e intereses generales […]”.

Con posterioridad, el Tribunal Constitucional ha tenido oportunidad de volverse a referir al principio de neutralidad del artículo 103. 1 C.E., al analizar su proyección en el ente público RTVE y en la Administración Electoral. Para este Tribunal, la neutralidad de RTVE no puede ser sino su neutralidad ideológica, tal como se afirma en la STC 190/2001, según la cual RTVE no es “una empresa ideológica, sino un servicio público obligado a mantener neutralidad ideológica por el art. 103 CE” (F.J 4); por su parte, la neutralidad de la Administración electoral está “en el ejercicio de sus funciones al servicio de quienes concurran a los comicios” (STC 80/2002, F.J. 7). Estos pronunciamientos se completan con un cuarto que, si bien no se predica del principio de neutralidad del art. 103.1 C.E., viene referido a la neutralidad como regla ética del obrar de los cargos públicos: “el representante que no ha sabido cumplir con las reglas éticas de la neutralidad y la transparencia en la gestión en el cargo de Alcalde, difícilmente puede hacerse merecedor de la confianza para otro que, como es el de Senador, participaría en las manifestaciones más importantes de la voluntad popular y del ejercicio del control político al más alto nivel” (STC 151/1999, de 14 de septiembre).

¿Cabe, cabalmente, considerar que el principio de neutralidad coincide con el de objetividad como sostiene el Tribunal Constitucional? ¿Podemos extraer alguna consecuencia de la definición de neutralidad propia de la Administración electoral al ámbito de las Administraciones Públicas? Ante estas cuestiones no podemos más que concluir que la labor del Tribunal Constitucional para acceder al significado de la categoría de neutralidad aplicada al ámbito de la Administración Pública depara resultados limitados que, si bien nos permiten afirmar la existencia del principio de neutralidad en nuestro ordenamiento jurídico, no avanzan en su definición, tanto por su identificación con el principio de objetividad como por la ausencia de un concepto de esta categoría, al contrario de lo que ha sucedido con respecto a los conceptos de neutralidad de los poderes públicos en materia religiosa24 o de neutralidad del juez25.

Esta insuficiente labor hermenéutica permite acoger en toda su extensión nuestra propuesta moderadamente personal de delimitación conceptual de la noción de neutralidad, que, recordemos, la entendía como cualidad de la Administración que prohibía el carácter político de la misma, determinando el modo en el que ha de quedar vinculada al poder de dirección del Gobierno, consistente en la obligación del funcionario de servir leal y eficazmente la acción política del Gobierno sin interferencias. Consiguientemente, el principio de neutralidad comparece como una de las dimensiones del poder de dirección política del Gobierno que así despliega una vis positiva, en virtud de la cual el Gobierno actúa sobre la Administración, y una vis negativa –el principio de neutralidad–, en virtud de la cual se impide la actuación política de la Administración frente al Gobierno asegurando, así, su disponibilidad, eficacia y lealtad.

Aplicando aquí la jurisprudencia establecida por el Tribunal Constitucional español con respecto a la Administración electoral según la cual su carácter neutral reside “en el ejercicio de sus funciones al servicio de quienes concurran a los comicios” (STC 80/2002 F.J. 7), la neutralidad de la Administración estribaría en el ejercicio de sus funciones al servicio del Gobierno, siendo garantía, consiguientemente, de la propia naturaleza vicarial de la Administración.

2.3. Objetividad26

La objetividad de la Administración y del funcionario27 opera en el ámbito del principio de legalidad definiendo el modo como ha de quedar vinculada la Administración a la ley, lo cual se traduce en el deber general del funcionario de interpretarla y aplicarla adecuándola a la voluntad de la norma, alejado de cualquier valoración o interés personal y subjetivo, impidiéndose así que quede al servicio de fines, intereses o ideologías ajenos a la propia voluntad normativa.

Para la aprehensión del principio de objetividad debemos partir de la configuración del principio de legalidad. Nuestro ordenamiento jurídico se asienta en una estructura de legitimidad monista del Parlamento de la que cabe deducir que la ley no puede ser más que la forma que adoptan los mandatos parlamentarios. Asumida así la ley como “ley formal”, en contraposición a su concepción como “ley material”, la manera de vincular de la ley consiste en que ésta ha de ser el fundamento y el presupuesto –y no sólo el límite– de toda la acción del resto de poderes del Estado, de suerte que la ley ha de existir siempre y en todo caso como norma primera.

Entendido así el principio de legalidad como principio de “vinculación positiva”, ha de advertirse a continuación que la intensidad de dicha vinculación nunca es plena dado que la interpretación y aplicación de la ley por parte de la Administración no es algo puramente mecánico y predeterminado en todos sus extremos, de suerte que siempre existe para el funcionario margen de apreciación en la interpretación y aplicación del supuesto de hecho y de la consecuencia jurídica de la norma, tanto cuando ejerce potestades administrativas regladas como –y sobre todo– discrecionales.

Efectivamente, en los supuestos en los que la Administración actúa en el ejercicio de potestades discrecionales es evidente que la ley “no regula con exactitud lo que la Administración debe hacer en un supuesto de hecho, sino que le atribuyen la capacidad de aplicar las normas de diferentes maneras en principio válidas, en función de las circunstancias o estimaciones de oportunidad, de conveniencia para los intereses públicos o de valoraciones técnicas”28. En estos supuestos, es preclaro que el funcionario dispone de un margen para la interpretación del supuesto de hecho y la consecuencia jurídica de la norma. Si ello ocurre en el ámbito de las potestades discrecionales, también sucede con relación a las potestades regladas que ejercita la Administración cuando su actuación “está totalmente predeterminada por las normas jurídicas aplicables, de forma que, constatada la concurrencia del supuesto de hecho previsto en la norma jurídica de aplicación, no hay más que una decisión posible y lícita en Derecho”29. Aquí la labor interpretadora y aplicativa del funcionario, bien que limitada con relación a la consecuencia de derecho, es fundamental con respecto al supuesto de hecho.

Siendo ello así, la objetividad comparece como técnica para lograr que la intensidad de la vinculación de la Administración al principio de legalidad sea plena o, al menos, máxima, al eliminar el margen de apreciación que en la interpretación y aplicación de la legalidad siempre dispone el funcionario, imponiéndole la obligación de que sus labores hermenéuticas y aplicativas se ajusten a la voluntad normativa y prescindan de cualquier tipo de fin o interés subjetivo. Con ello se impide que en dichas labores el funcionario, como agudamente ha sintetizado Morell Ocaña, “tenga un criterio distinto del de la ley en orden a la satisfacción de los intereses generales […] o se mueva en atención a intereses distintos de los considerados por la norma aplicable: bien personales, bien de carácter público, pero diferentes de aquél”30. De ahí que hayamos afirmado que la objetividad, a diferencia de la imparcialidad, opere fundamentalmente ad intra en la esfera de las relaciones Administración-Parlamento, garantizando la plena intensidad de la vinculación de la Administración a la ley.

Como la labor hermenéutica y aplicativa del funcionario se desarrolla en el ejercicio de las potestades administrativas que se le encomiendan, la objetividad, entendida como fidelidad a la voluntad de la norma con independencia del propio querer, entraña, tal como señala J.A. Santamaría, dos exigencias, que se manifiestan esencialmente en el ejercicio de las potestades discrecionales:

a) Que la potestad administrativa de que se trate sea utilizada para la consecución del fin de interés público para el que específicamente se ha establecido tal potestad, sin que pueda utilizarse para la consecución de otro fin de interés público, evitándose así la desviación de poder;

b) Que en el ejercicio de esa potestad administrativa el funcionario actúe de acuerdo con criterios técnicos de congruencia o razonabilidad ajustados al fin que persigue la potestad.

Por último, ha de señalarse que el principio de objetividad fundamenta una serie de determinaciones referidas a la organización y actividad de las Administraciones Públicas cuya finalidad es, precisamente, garantizarlo:

a) La primera de ellas es la opción por un sistema burocrático profesionalizado de función pública, que implica un sistema de selección de los funcionarios fundamentado en criterios estrictamente objetivos de igualdad, mérito y capacidad, descartándose así la selección de los empleados públicos en función de intereses personales o partidistas.

b) La segunda de ellas es la propia existencia del procedimiento administrativo a través del cual se establece el cauce formal de la serie de actos en los que se concreta la realización por parte de la Administración de las potestades que le han sido concedidas, garantizándose así que las mismas se adecúen a los fines que la ley atribuye a las potestades correspondientes y se ejerzan conforme a los criterios que la legalidad establezca.

2.4. Imparcialidad31

La imparcialidad de la Administración y del funcionario, en tanto en cuanto su cometido es la satisfacción de los intereses generales, no existe propiamente, sino tan sólo en un sentido figurado. Consecuentemente, la imparcialidad administrativa se identifica con la objetividad, consistiendo en la interpretación y ejecución de la ley con exclusión de cualquier interés y finalidad personal, garantizando así la adecuación de dicha interpretación y aplicación a la voluntad de la norma. La imparcialidad del funcionario sería, como señala el Tribunal Constitucional, “el cumplimiento de sus funciones de modo que no es posible predicar de éstos interés personal y directo en ningún procedimiento” (STC 99/2004, F.J 11).

La imparcialidad, como se indicó, expresa un punto de referencia diferente al de la objetividad, concretamente el del ámbito de las relaciones de la Administración con los administrados, de suerte que cuando la Constitución española establece que “la ley regulará el estatuto de los funcionarios públicos […] y las garantías para la imparcialidad en el ejercicio de sus funciones”, de esta garantía “son destinatarios no sólo los funcionarios, sino también los ciudadanos a los que la Administración pública sirve, pues aquéllos son los destinatarios últimos de la actuación administrativa en que se insertan tales funciones”32.Entendida la imparcialidad en este ámbito de las relaciones Administración-administrados, se identifica con la imagen de buena Administración, tal como analizamos con anterioridad al delimitar conceptualmente la noción de imparcialidad de la de objetividad.

Para garantizar la imparcialidad del funcionario público en el ejercicio de sus funciones, tal como dicha categoría ha sido perfilada, el ordenamiento jurídico ha previsto una serie de técnicas orientadas a tal fin:

a) El establecimiento de una serie de principios que han de informar el procedimiento administrativo, tales como los principios de contradicción, de audiencia, de prueba plena y la exigencia de resolución expresa y motivada.

b) La regulación de una serie de incompatibilidades que se recogen en la Ley 53/1984, de 26 de diciembre, de incompatibilidades del personal al servicio de las Administraciones Públicas y en la Ley 5/2006, de 10 de abril, de regulación de los conflictos de intereses de los miembros del Gobierno y de los Altos Cargos de la Administración General del Estado.

c) La regulación de las causas de abstención y de recusación (arts. 28 y 29 de la LRJPA)33.

d) El establecimiento de una serie de deberes de los funcionarios públicos que informarán la interpretación y aplicación del régimen disciplinario de los empleados públicos (art. 52 EBEP) y que se recogen en el artículo 53 EBEP34.

e) La regulación del régimen disciplinario de los funcionarios, tipificándose como faltas disciplinarias la adopción de acuerdos manifiestamente ilegales que causen perjuicio grave a la Administración o a los ciudadanos (art. 95. 2.d) EBEP); la violación de la imparcialidad, utilizando las facultades atribuidas para influir en procesos electorales de cualquier naturaleza y ámbito (art. 95. 2.h) EBEP); el incumplimiento de las normas sobre incompatibilidades cuando ello dé lugar a una situación de incompatibilidad. (art. 95. 2.n) EBEP); así como otras conductas que impliquen la toma de decisiones por parte de funcionarios movida por intereses particulares35.

3. LAS AUTORIDADES ADMINISTRATIVAS INDEPENDIENTES
EN EL CONTEXTO DE UNA ADMINISTRACIÓN NEUTRAL, OBJETIVA,
E IMPARCIAL

Examinadas las nociones de neutralidad, objetividad e imparcialidad, consideramos necesario referirnos, siquiera brevemente, a las denominadas autoridades administrativas independientes, cuya aparición e incorporación general a nuestro ordenamiento jurídico, a pesar de que para algunos autores “constituyeron un fenómeno episódico y coyuntural, como la propia situación política que les dio vida”36, ha tenido lugar, precisamente, en el contexto de una Administración objetiva, neutral e imparcial.

Si bien tales autoridades han sido concebidas como “entidades que son garantía del principio de objetividad”37, la mayor parte de la doctrina científica considera, como así hace Rallo Lombarte, que “no son una manifestación reforzada del principio de objetividad del art. 103.1, sino expresión de la voluntad del legislador de limitar el poder gubernamental restringiendo su ámbito de dirección administrativa”38. Característica ya señalada tempranamente por J. M. Sala Arquer, para quien la clave de bóveda de la arquitectura de las autoridades administrativas independientes reside en “hacer de la independencia frente a directrices político-gubernamentales la nota esencial de su régimen jurídico”39, y posteriormente, por Parada Vázquez, quien sostiene que tales autoridades son “aquellas que correspondiendo por naturaleza a la órbita de las funciones o servicios del poder ejecutivo, sus cúpulas u órganos directivos son sustraídos a la dirección del Gobierno, al que se limitan los poderes de nombramiento o destitución, creando un centro propio de indirizzo político, de imputación de responsabilidad”40.

Admitida, en línea con la mejor doctrina, que la característica fundamental del régimen jurídico de las autoridades administrativas independientes es su sustracción del ámbito del poder de dirección del Gobierno, de ello ha de deducirse dos consecuencias importantes:

a) La primera de ellas es que su existencia ha de ser entendida como una respuesta a la necesidad de encontrar técnicas organizativas, diferentes de los principios de neutralidad, objetividad e imparcialidad, que eviten que la Administración pueda estar al servicio de los intereses políticos partidistas del complejo Gobierno-mayoría parlamentaria.

Y ello es así porque, recordemos, estas categorías son meras cualidades, rasgos o características de una acción administrativa que está al servicio de unos intereses generales que, en los regímenes parlamentarios como el nuestro, son definidos y ejecutados por el complejo Gobierno-mayoría parlamentaria, de suerte que la neutralidad (disponibilidad de la burocracia frente al Gobierno) y la objetividad e imparcialidad administrativas (interpretación y aplicación de la ley en adecuación a su voluntad normativa y prescindiendo de cualquier tipo de fin o interés subjetivo) pueden, paradójicamente, asegurar la consecución de unos intereses que, presentados como generales, sean los meros intereses particulares y partidistas del complejo Gobierno-mayoría parlamentaria.

b) La sustracción de las autoridades administrativas independientes del ámbito del poder de dirección del Gobierno, que supone también la negación del principio de neutralidad que impone al funcionario los deberes de disponibilidad plena y colaboración leal y eficaz con relación al Gobierno, entraña el peligro básico de su despolitización y la creación de ámbitos exentos de los controles democráticos. Es por ello que esa limitación de los poderes del Gobierno ha de ser equilibrada con la atribución al Parlamento de la designación de los miembros de dichas autoridades. Con ello se logran dos objetivos:

(i) Cumplir con las exigencias del principio democrático, de suerte que los titulares de esos cargos reciben la legitimidad democrática propia del Parlamento, legitimación que presenta una redoblada significación en los regímenes asentados formalmente sobre la legitimidad monista del Parlamento –como el nuestro–, pues en ellos únicamente un cargo público elegido por este Poder incorporará tal legitimidad democrática primaria.

(ii) Cumplir con las exigencias de una actuación neutralizada políticamente. Debemos recordar que con la atribución al Parlamento de la elección de los titulares de los órganos administrativos independientes se posibilita, en palabras de H. Kelsen referidas al sistema de elección de los Magistrados del Tribunal Constitucional, “la participación legítima de los mismos en la formación del Tribunal, haciendo, por ejemplo, que se provean una parte de sus puestos por elección del Parlamento, teniendo en cuenta la fuerza relativa de cada partido”41.

H. Kelsen está aludiendo a la realidad de que como en el Estado de partidos el Parlamento es “la institucionalización de un sistema de diálogos entre la mayoría y la minoría, entre el Gobierno y la oposición”42, la elección parlamentaria de los miembros de los miembros de los Magistrados del Tribunal Constitucional, y por extensión de los de las autoridades administrativas independientes, ha de concebirse necesariamente como el reparto de los mismos entre los partidos políticos, es decir, como la “distribución entre las diversas fuerzas políticas del patronazgo sobre los puestos superiores de la Administración” 43 en que consiste el “sistema de cuotas”44.

Con ello admite el jurista austriaco que al encomendar a la Asamblea parlamentaria el nombramiento de cargos se pretende “sustituir” al Parlamento por los partidos políticos, los cuales pueden –y deben– repartirse los cargos que hayan de ser designados en atención a su cuota de representación, pues con ello se logra la independencia de los designados en la inteligencia de que se elimina la posibilidad de que todos ellos respondan únicamente a las consignas del Gobierno y de que, al responder a las consignas de cada uno de los grupos políticos, éstas queden neutralizadas políticamente.

Aunque esta interpretación no responda al deber ser de la elección parlamentaria de cargos, explica agudamente su realidad que responde, en todo caso, a la búsqueda de una acción administrativa neutralizada políticamente.

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1 CE: Constitución española de 27 de diciembre de 1978. EBEP: Ley 7/2007, de 12 de abril, del Estatuto Básico del Empleado Público. LRJPA: Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de régimen jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común.

2 J.A. Santamaría Pastor, Fundamentos de Derecho Administrativo, Editorial Centro de Estudios Ramón Areces, Madrid, 1991, pág. 249.

3 A. Nieto García, “La Administración sirve con objetividad los intereses generales”, La protección jurídica del ciudadano (Procedimiento administrativo y garantía jurisdiccional). Estudios en homenaje al Profesor Jesús González Pérez, tomo III, Civitas, Madrid, 1993, pág. 2227.

4 L. Morell Ocaña, “La objetividad de la Administración Pública y otros componentes de la ética de la institución”, Revista Española de Derecho Administrativo, n.º 111, julio-septiembre de 2001, pág. 357.

5 Continúa la Sentencia en examen señalando que las nociones en estudio constituyen todas ellas “el reflejo de dos principios acogidos ambos en la Constitución, uno general, el de igualdad de todos, con múltiples manifestaciones de las que el artículo 14 es sólo núcleo, sin agotarlas. El otro principio es inherente a la concepción contemporánea de la Administración Pública, y consiste en el sometimiento pleno a la Ley y al Derecho, principio de legalidad. No rige aquí la autonomía de la voluntad, y menos aún el voluntarismo y el decisionismo, ni por supuesto la arbitrariedad”.

6 Esta asimilación aparece, igualmente, en el artículo 92.2 de la Ley 7/1985, de 2 de abril, Reguladora de las Bases del Régimen Local: “Son funciones públicas, cuyo cumplimiento queda reservado exclusivamente a personal sujeto al Estatuto funcionarial, las que impliquen ejercicio de autoridad, las de fe pública y asesoramiento legal preceptivo, las de control y fiscalización interna de la gestión económico-financiera y presupuestaria, las de contabilidad y tesorería y, en general, aquellas que, en desarrollo de la presente Ley, se reserven a los funcionarios para la mejor garantía de la objetividad, imparcialidad e independencia en el ejercicio de la función” (la cursiva es nuestra).

7 Para este autor, “la neutralidad o imparcialidad de los funcionarios significa que éstos vienen obligados, en el ejercicio de sus funciones, a emitir sus dictámenes, juicios y resoluciones con total objetividad, al margen de sus opiniones personales y, especialmente, con independencia de su propia ideología política. El principio de neutralidad política de los funcionarios es inherente a los regímenes democráticos y se manifiesta como uno de los deberes fundamentales de los agentes públicos”, J. Álvarez Álvarez, “Neutralidad política y carrera administrativa de los funcionarios públicos”, Documentación Administrativa, n.º 210-211, mayo-septiembre de 1987, pág. 72. (Las cursivas son nuestras).

8 Según L. Parejo Alfonso “la objetividad se ofrece como lo contrario a la parcialidad, y, especialmente, la parcialidad propia del partidismo político y de intereses económicos y, en general, sociales concretos distintos de los definidos como generales. De ahí justamente la previsión constitucional de la regulación por ley de las garantías para la imparcialidad de los funcionarios públicos, es decir, de los principales medios personales de la Administración en el ejercicio de sus funciones”, L. Parejo Alfonso, “La eficacia como principio jurídico de la acción administrativa”, Documentación Administrativa, n.º 218-219, 1989, p. 42.

9 Este autor señala que “la objetividad, por tanto, equivale a toda ausencia de subjetividad, o sea, cuando se está desempeñando el ejercicio de funciones públicas se tiene que huir de cualquier interés subjetivo, ya sea personal o de partido. Esta objetividad está relacionada con la imparcialidad, que debe presidir toda acción administrativa, sin pegarse a intereses legítimos. De ahí que la objetividad del artículo 103.1 de la Constitución esté conexionada con el art. 103. 3 de la misma, cuando se exige que los funcionarios públicos actúen con imparcialidad. La objetividad es, en suma, no “barrer para dentro”, no “arrimar el ascua a nuestra sardina” y ya todos nos entendemos”, A. Pérez Luque, La provisión y pérdida de los puestos de trabajo de las corporaciones locales, El consultor de los Ayuntamientos y los Juzgados, 2005, pág. 211.

10 Sostiene este autor que la “fidelidad a una Constitución que instaura el principio de objetividad de la Administración significaría la neutralidad política del funcionario público, porque solo con la imparcialidad en el ejercicio del cargo podría hacerse realidad el carácter servicial y objetivo de la Administración […] La fidelidad de los funcionarios a la Constitución, sin encontrarse expresamente establecida en la Constitución, puede considerarse implícita en el mandato de imparcialidad de los funcionarios y en la postura servicial, objetiva de la Administración Pública” A. Embid Irujo, La fidelidad de los funcionarios a la Constitución, INAP, 1987, págs. 153 y 161.

11 A. Nieto García, “La Administración….”, ob. cit., pág. 2228.

12 L. Morell Ocaña, “La objetividad de la Administración Pública…”, ob. cit., págs 363 y 364. Posiblemente uno de los análisis más agudos y penetrantes de los realizados con relación a las categorías de objetividad e imparcialidad lo realice este autor, quien dedica a esta temática dos obras diferentes y relativamente próximas en el tiempo en las que se puede advertir cierta evolución en sus planteamientos y resultados que, en cualquier caso, evidencian las dificultades que existen con respecto a la delimitación conceptual de las nociones en examen. Así, en su primera contribución intitulada “El principio de objetividad en la actuación de la Administración Pública” y publicada en 1993, sostiene Morell Ocaña que el principio de objetividad supone que “la voluntad de la Administración no puede, pues, ser otra cosa que la voluntad de la ley [...]. La objetividad, en cuanto exigencia jurídica impuesta a la organización administrativa, toma, precisamente este punto de apoyo: la Administración Pública no cuenta con una voluntad cuyas determinaciones tengan autonomía y aptitud propias, a efectos de su actuación, sino que es la voluntad de la Ley la que ha de hacerse suya [...]. La exigencia de objetividad no apunta, pues, tanto a la ejecución de la Ley –cuestión propia del principio de legalidad– sino al modo como dicha ejecución ha de hacerse”, L. Morell Ocaña, “El principio de objetividad en la actuación de la Administración Pública”, La protección jurídica del ciudadano (Procedimiento administrativo y garantía jurisdiccional). Estudios en homenaje al Profesor Jesús González Pérez, tomo I, Civitas, Madrid, 1993, págs. 148 y 149. Más adelante continúa este mismo autor concretando en qué consiste este específico modo de ejecutar la Ley, destacando que “en principio se trata de que la autoridad o agente administrativo se atenga a lo dispuesto por la legalidad [...]. La tarea de ejecución de la legalidad conlleva la de aplicarla adoptando una actitud personal de desprendimiento del propio interés u opinión. De este modo, la aplicación de las normas no queda convertida en instrumento al servicio de un interés o ideología determinados. Lo que prohíbe la norma de objetividad es una instrumentación del Derecho aplicable, desviándolo del servicio al interés público previsto en la propia norma. Como también prohíbe las actitudes que, aun atendiendo al interés público considerado por la norma, se llegue a desconocer las situaciones de interés particular amparadas por la propia norma. De ahí que la objetividad, como ya se dejara señalado, –en cuanto cualidad de la conducta de los agentes administrativos– encuentra su esencia en el modo como se han de entender y aplicar las normas. Exige, en este sentido, una fidelidad a la voluntad plasmada en la regla de derecho, en su interpretación y ejecución; fidelidad que implica la renuncia a toda interpretación lograda desde el subjetivo querer y opinión del que actúa”. (L. Morell Ocaña, “El principio de objetividad…”, ob. cit., pág. 155). En su segundo estudio dedicado a estos conceptos, que lleva por título “La objetividad de la Administración Pública y otros componentes de la ética de la institución” y que se publicó en 2001, este autor asimila imparcialidad con objetividad hasta el extremo de que, en ese trabajo de 2001, define la imparcialidad con los mismos términos empleados en su contribución de 1993 para definir la objetividad, y que hemos reproducido en el texto principal.

13 F. Garrido Falla, “Artículo 103.1”, en F. Garrido Falla (Coord.), Comentarios a la Constitución, Civitas, Madrid, 2001, pág. 1599.

14 En opinión de este autor, el principio de objetividad “coincide con el de “buena administración”, esto es, con la exigencia de una actuación administrativa bien fundada en el conocimiento de los hechos, el Derecho vigente y en los objetivos que se propone alcanzar”; por su parte, el principio de imparcialidad “no se opone a la acción política global de la Administración, sino a la decisión singular determinada por la influencia de un interés particular o tomada por quien puede parecer que actúa motivado por este interés”, F. Sainz Moreno, voces “Objetividad”e “Imparcialidad, Enciclopedia Jurídica Básica, Civitas, Madrid, 1995, págs. 1127 y 4312, respectivamente.

15 J.A. Santamaría Pastor, Fundamentos…, págs. 250 y 251. J.A. Santamaría analiza estas tres categorías a partir de su encuadramiento en una premisa general según la cual todas ellas vendrían a ser directivas de índole funcional, de contenido y alcance diferentes, impuestas a la Administración pública por la cláusula “Estado democrático” del artículo 1.1. C.E. Así la neutralidad puede entenderse, a priori, en dos direcciones: a) como “la disponibilidad de la burocracia frente a cualquier opción política que ostente el Gobierno, el deber de servicio leal y eficaz a las directrices provenientes del partido gobernante, cualquiera que fuese su coloración política”; b) como “posición de autonomía de la estructura burocrática frente al Gobierno; la Administración –se dice– está dotada de una racionalidad autónoma y propia en orden a la consecución del interés general objetivo, del interés público (en cuanto contrapuesto a los intereses particulares de los partidos y de las personas que lo componen) y, por lo mismo, debe tener garantizado un ámbito de actuación independiente, regido sólo por criterios técnicos y exento frente a las inmisiones caprichosas del poder político”. Tras ello, J.A. Santamaría concluye que “dado que el segundo significado, tomado en bloque y sin matizaciones es inconciliable con el principio de Estado democrático”, la neutralidad ha de concebirse como “una mera consecuencia del principio de subordinación al poder de dirección del Gobierno. No forma parte de los principios de objetividad e imparcialidad, sino un mero presupuesto necesario de los mismos”, J.A. Santamaría Pastor, Fundamentos…, págs. 249 y 250). Siendo ello así –continúa este autor– la objetividad y la imparcialidad son categorías diversas a la neutralidad que son definidas tal como recoge la trascripción que se contiene en el texto principal.

16 Real Academia Española, Diccionario de la Lengua Española, Vigésima segunda edición, 2001, pág. 1579.

17 Real Academia Española, Diccionario…, ob. cit., pág. 1602.

18 Real Academia Española, Diccionario…, ob. cit., pág. 1252.

19 Tal como recuerda A. Garrorena Morales, el principio democrático se despliega en tres ámbitos, de suerte que en el primero de ellos comparece como “principio de legitimación radical del poder”, concebido así como la apoteosis y la sublimación del eterno motivo humano de que toda organización política se fundamente en el consentimiento fundacional de los gobernados, de suerte que éste legitima con carácter exclusivo y excluyente todo el orden de Autoridades del Estado. De ahí, consiguientemente, la condición vicarial de la Administración. En el segundo de los ámbitos mencionados, el principio democrático opera como “principio de participación”, entendido aquí como exigencia de la participación de la sociedad en los asuntos públicos. Por último, el principio democrático se especifica en una tercera dimensión en la que comparece convertido en “principio de organización democrática del poder”, concebido como exigencia proyectada sobre la estructura interna y el funcionamiento de las organizaciones que realizan la democracia en los distintos niveles. Al respecto, vid. A. Garrorena Morales, Derecho constitucional. Constitución y sistema de fuentes, CEPC, Madrid, 2011, págs. 131-133.

20 La imparcialidad, como magistralmente afirma M. Pardo López, “aísla al juez de los lazos sociales y le permite renunciar al favor, al odio, al miedo, a la envidia, a la ira, a la venganza, a la complacencia en los vínculos de la sangre, que inclinan al juez ante los suyos; le permite también renunciar al gozo en los cumplidos de las palabras, que hacen sucumbir al juez ante la vanidad, y, sobre todo, renunciar a los regalos materiales, al dinero, plaga corruptora de la justicia”, M. Pardo López, Disciplina y responsabilidad judicial. Los orígenes de un antiguo enjeux, Tirant lo Blanch, Valencia, 2009, pág. 55.

21 Así lo afirma el Tribunal Constitucional, para el cual “la imparcialidad se dirige a asegurar que la pretensión sea decidida exclusivamente por un tercero ajeno a las partes y a los intereses en litigio, y que se someta exclusivamente al Ordenamiento jurídico como criterio de juicio. Esta sujeción estricta a la Ley supone que esa libertad de criterio en que estriba la independencia judicial no sea orientada a priori por simpatías o antipatías personales o ideológicas, por convicciones e incluso por prejuicios, o, lo que es lo mismo, por motivos ajenos a la aplicación del Derecho. Esta obligación de ser ajeno al litigo puede resumirse en dos reglas: primera, que el Juez no puede asumir procesalmente funciones de parte; segunda, que no puede realizar actos ni mantener con las partes relaciones jurídicas o conexiones de hecho que puedan poner de manifiesto o exteriorizar una previa toma de posición anímica a su favor o en contra” (STC 5/2004, de 16 de enero, FJ 2).

22 M. Pardo López, Disciplina..., ob. cit., pág. 80.

23 M. Pardo López, Disciplina..., ob. cit., pág. 81.

24 Así, por todas, las SSTC 42/2001, de 15 de febrero, FJ 4; 154/2002, de 18 de julio, FJ 6; 111/1996, F.J. 9.

25 Así, por todas, las SSTC 130/2002, de 3 de junio, F.J. 3; 188/2000, de 10 de julio, FJ 2; 130/2002, de 3 de junio, FJ 3; 101/1989, de 5 de junio, FJ 4.

26 La Constitución de Portugal de 25 de abril de 1976 establece que la objetividad es una característica que se ha de predicar de las preguntas que se formulan en el referéndum (art. 115), así como del deber de transparencia de la actividad administrativa (art. 48). La dicción literal de ambos preceptos es la siguiente: “Artículo 115: “(Del referéndum) Cada referéndum versará sobre una sola materia, y las preguntas deben ser formuladas con objetividad, claridad y precisión, y para responder sí o no, con un número máximo de preguntas que se fijarán por ley, la cual establecerá igualmente las demás condiciones de formulación y efectividad de los referendos”; “Artículo 48 (De la participación en la vida pública) 2. Todos los ciudadanos tienen derecho a ser informados clara y objetivamente sobre las actuaciones del Estado y demás entes públicos, así como de ser informados por el Gobierno y otras autoridades sobre la gestión de los asuntos públicos. Por último, la Constitución de Grecia de 9 de junio de 1975 también utiliza en su artículo 15.2 el término objetivo, predicándolo de la actividad de la radiofonía y la televisión: “Artículo 15.2. La radiofonía y la televisión quedan bajo el control directo del Estado. Tendrán como objeto la difusión objetiva y en términos igualitarios de informaciones y de noticias, así como de obras de literatura o de arte, debiendo en todo caso garantizarse la calidad de las emisiones, en consideración de su misión social y del desarrollo cultural del país”.

27 A pesar de que el artículo 103.1 C.E. aluda a la objetividad únicamente con respecto a la Administración Pública, ésta no es sino el resultado de una actuación objetiva por parte de los concretos funcionarios públicos, por lo que el centro de imputación de la objetividad es la función administrativa, predicándose indistintamente de la Administración y de los funcionarios que la integran.

28 M. Sánchez Morón, “Legalidad…”, pág. 65.

29 M. Sánchez Morón, “Legalidad y sometimiento a la ley y al Derecho”, en J. A. Santamaría Pastor (Dir), Los principios jurídicos del Derecho administrativo, La Ley, Madrid, 2010, pág. 64.

30 L. Morell Ocaña, “El principio…”, ob. cit., pág. 150.

31 El término imparcialidad, concebido como nota esencial de la actividad administrativa, se encuentra en el artículo 97 de la Constitución italiana de 22 de diciembre de 1947 y en el artículo 9 del Instrumento de Gobierno de Suecia de 1974, el cual, asimismo, imputa la nota de objetividad a la acción de todos los órganos administrativos. El tenor literal de ambos preceptos es el siguiente: “Los organismos públicos son organizados por disposiciones legales, de modo que quede asegurada la buena marcha e imparcialidad de la Administración”; “Los tribunales y autoridades administrativas así como los demás organismos que ejerzan sus funciones en el marco de la Administración pública deberán, en sus actividades, tener en cuenta la igualdad de todos ante la ley y observar objetividad e imparcialidad”. Fuera de este ámbito, la imparcia-

lidad es una de las características de la Administración electoral, según dispone el artículo 113.3 de la Constitución de Portugal de 25 de abril de 1976, y uno de los contenidos de la fórmula del juramento de acatamiento a la Constitución en Luxemburgo, según dispone el artículo 110.2 de la Constitución del Gran Ducado de Luxemburgo de 17 de octubre de 1868. La dicción literal de ambos artículos es la siguiente; “Artículo 113 –De los principios generales de derecho electoral– 3. Las campañas electorales se rigen por los siguientes principios: [...] Imparcialidad de los entes públicos ante las candidaturas [...]”) “Artículo 110 2. Todos los funcionarios públicos civiles prestarán, antes de entrar en funciones, el juramento siguiente: “Juro fidelidad al Gran Duque, obediencia a la Constitución y a las leyes del Estado. Prometo cumplir mis funciones con integridad, exactitud e imparcialidad””.

32 Esta dimensión de la imparcialidad es destaca por el magistrado Pablo García Manzano en su voto particular a la STC 235/2000, en el que considera que “el deber de imparcialidad que debe ser adecuadamente garantizado se dirige también a los ciudadanos a los que la Administración pública sirve, y no sólo al propio funcionario público, pues aquéllos son los destinatarios últimos de la actuación administrativa en que se insertan tales funciones”.

33 Como señala la STC 235/2000, FJ 13, “la imparcialidad en el ejercicio de la función pública viene garantizada ad extra, es decir, en las relaciones con los administrados, por una serie de cautelas legales, entre las que ocupa un lugar destacado la obligación de abstención y la posibilidad de recusación de los funcionarios cuando concurren determinadas circunstancias previstas legalmente que pueden poner en peligro objetivo la rectitud de su actuación”.

34 Son estos los siguientes: “Artículo 53.5. Se abstendrán en aquellos asuntos en los que tengan un interés personal, así como de toda actividad privada o interés que pueda suponer un riesgo de plantear conflictos de intereses con su puesto público. 6. No contraerán obligaciones económicas ni intervendrán en operaciones financieras, obligaciones patrimoniales o negocios jurídicos con personas o entidades cuando pueda suponer un conflicto de intereses con las obligaciones de su puesto público. 7. No aceptarán ningún trato de favor o situación que implique privilegio o ventaja injustificada, por parte de personas físicas o entidades privadas. 9. No influirán en la agilización o resolución de trámite o procedimiento administrativo sin justa causa y, en ningún caso, cuando ello comporte un privilegio en beneficio de los titulares de los cargos públicos o su entorno familiar y social inmediato o cuando suponga un menoscabo de los intereses de terceros.11. Ejercerán sus atribuciones según el principio de dedicación al servicio público absteniéndose no solo de conductas contrarias al mismo, sino también de cualesquiera otras que comprometan la neutralidad en el ejercicio de los servicios públicos.

35 Así, se tipifica como falta disciplinaria muy grave “toda actuación que suponga discriminación por razón de origen racial o étnico, religión o convicciones, discapacidad, edad u orientación sexual, lengua, opinión, lugar de nacimiento o vecindad, sexo o cualquier otra condición o circunstancia personal o social, así como el acoso por razón de origen racial o étnico, religión o convicciones, discapacidad, edad u orientación sexual y el acoso moral, sexual y por razón de sexo” (art. 95.2 b) EBEP).

36 T.R. Fernández Rodríguez, “Reflexiones sobre las llamadas autoridades administrativas independientes”, en Pérez Moreno, A (Coord), Administración Instrumental. Libro homenaje a Manuel Francisco Clavero Arévalo, tomo I, Civitas, Madrid, 1994, pág. 429. A pesar de su denominación, García de Enterría sostiene que en ellas “no hay independencia en sentido propio, ni tampoco ruptura de los lazos antedichos con el Gobierno y el Parlamento [...] sino un simple reforzamiento de la autonomía de gestión para el mejor servicio de los valores que la Constitución proclama”, E. GARCÍA DE ENTERRÍA; T.R. FERNÁNDEZ, Curso de Derecho Administrativo, Civitas, Madrid, 1993, págs. 420-423.

37 L. Morell Ocaña, Curso de Derecho administrativo I, Aranzadi, Pamplona, 1998, págs. 180-182. Asimismo, para este autor “la desvinculación de estas Administraciones independientes respecto del Poder Ejecutivo en su conjunto, se hace más conveniente […] en la medida en que la organización administrativa cuenta con un estrato directivo no basado en el mérito, sino en la confianza política que le otorga el Gobierno”, L. Morell Ocaña, Curso de Derecho administrativo I, Aranzadi, Pamplona, 1998, págs. 180-182.

38 A. Rallo Lombarte, La constitucionalidad de las administraciones independientes, Tecnos, Madrid, 2000, pág. 245.

39 J.M. Sala Arquer, “El Estado neutral. Contribución al estudio de las Administraciones independientes”, Revista Española de Derecho Administrativo, n.º 42, págs. 401 y 402.

40 J.R. Parada Vázquez, “Capítulo VIII. Las Administraciones independientes”, Derecho Administrativo II, Marcial Pons, Madrid, 1992, pág. 252.

41 H. Kelsen, “La garantie juridictionnelle de la Constitution (La justice constitutionnelle)”, en Escritos sobre la democracia y el socialismo, Madrid, Debate, 1988, pág. 132.

42 I. Molas Batllori, “Parlamento, sociedad y sistema de diálogos”, en J. Cano Bueso; A. Porras Nadales (Coords), Parlamento y Consolidación democrática, Parlamento de Andalucía/ Tecnos, Madrid, 1994, pág. 125.

43 F. Rubio Llorente, “Los Poderes del Estado”, La forma del Poder (Estudios sobre la Constitución), CEC, Madrid, 1993, p. 195, n.1.

44 El “sistema de cuotas”, también conocido bajo los términos de “coutificación” en la literatura jurídica española y “lottizzazione” en Italia, consiste en el conjunto de distorsiones prácticas vinculadas a la función electoral del Parlamento, en virtud de las cuales los distintos partidos políticos “sustituyen” al Parlamento en el ejercicio de esta función y se reparten entre sí la designación de las distintas Autoridades cuya elección le corresponde.

Recibido: 12 de noviembre de 2012

Aceptado: 5 de abril de 2013