Crisis económica y reformas políticas e institucionales en España1*
Josep Mª Castellà Andreu
Profesor titular de Derecho Constitucional. Universidad de Barcelona.
castella@ub.edu
1. La crisis económica que sufre España desde 2008 ha propiciado reformas normativas inimaginables hasta entonces, de las que la reforma del art. 135 CE es el ejemplo más relevante. En cambio, las reformas legislativas en el campo institucional y en el de profundización en la democracia apenas se han abordado o están inconclusas. Las CCAA han llevado la delantera, pero más bien afrontan el problema de manera superficial y tangencial.
Por una parte, la crisis ha propiciado el cuestionamiento de la organización territorial del poder, singularmente, en lo que ahora interesa, el Estado autonómico, tal y como estaba diseñado y como venía funcionando hasta 2008, al que una parte relevante de la opinión pública culpabiliza del aumento del gasto público de las administraciones públicas. Según los barómetros del CIS (2013 y enero de 2014), un tercio de la opinión pública española aboga por un Estado más centralizado frente a otro tercio que prefiere el Estado autonómico actual y un 23% que desearía un mayor autogobierno para las CCAA (la proporción cambia en Cataluña, donde la crisis ha exacerbado la tendencia separatista). Además de las medidas de control exhaustivo por parte del Estado sobre los presupuestos de las CCAA y su ejecución, y precisamente en el contexto de los recortes presupuestarios, algunas CCAA han aprobado reformas normativas –y otras están en camino- que reducen el número de cargos y órganos públicos (consejerías, diputados autonómicos y su sueldo –en el caso de Castilla-la Mancha se ha aprobado la reforma del Estatuto (202/2014 de 22 de mayo) para reducirlos de 47-59 a 25-35-, defensores del pueblo, delegaciones en Bruselas…). Es lo que en Italia se calificado como los “costes de la política”. En algún caso excepcional se ha aprobado la limitación del mandato del presidente autonómico a dos mandatos (Extremadura, ley 1/2014, de regulación del estatuto de cargos públicos), lo que supone ir más allá de los objetivos de austeridad y de evitar duplicaciones institucionales que enmarcan las restantes medidas.
Por otra parte, la crisis ha acentuado la desafección política de la ciudadanía y su desconfianza en las instituciones públicas y partidos. Los políticos, los partidos y las instituciones públicas son vistos como parte del problema, y no de la solución. La corrupción y la política han escalado hasta el segundo y tercer puesto de las preocupaciones de los españoles, según los sondeos del CIS. Como respuesta, las Cortes han aprobado la ley 19/2013, de transparencia, acceso a la información y buen gobierno y se está impulsando ahora un proyecto de ley sobre control financiero de los partidos (febrero 2014). Algunas CCAA se habían anticipado (así Navarra con la ley foral 11/2012, de transparencia y gobierno abierto, y Extremadura con la ley 4/2013, de gobierno abierto). Otras CCAA han puesto el énfasis en la participación (Comunidad valenciana en 2008, Canarias en 2010). Estas novedades legislativas se inspiran en el Memorándum de la Administración Obama de 2009 “Transparency and Open Government”, dirigido a todos los departamentos y agencias federales, donde se plantean tres objetivos: transparencia, participación y colaboración. Por ahora no se ha aprobado una reforma electoral sustantiva que acerque a representantes y representados (en algunas CCAA se ha intentado sin éxito o se está debatiendo al respecto: Asturias, Cataluña, Madrid y Extremadura). Tampoco se ha legislado apenas sobre colaboración entre administraciones y particulares.
Estas tímidas reformas tienen como objetivo paliar los efectos de un doble fenómeno, que no es en sí nuevo, pero cuyas consecuencias molestan ahora más a la ciudadanía: los partidos expanden su presencia a todo tipo de instituciones y ámbitos sociales, a la vez que tanto los partidos como las instituciones públicas se repliegan sobre si mismos, con apenas apertura y comunicación con la sociedad. Y esto ocurre no solo a nivel central sino también en los nuevos entes territoriales, cuya existencia auguraba una mayor cercanía a la sociedad y la superación de viejas prácticas estatales.
2. Para salir de la crisis político-institucional, se han planteado desde determinados ámbitos sociales y académicos algunas medidas e ideas, cuya consecución presenta, en no pocas ocasiones, a mi juicio, más peligros que ventajas. Se trata muchas veces de propuestas ya conocidas, que han reaparecido ahora con inusitada fuerza, con un trasfondo a veces populista o decisionista. En circunstancias de grave crisis es normal que surjan o se reclamen liderazgos políticos fuertes y que ello se traduzca en mayor autonomía de los Ejecutivos respecto a los Parlamentos, pero también entraña peligros. Un ejemplo es el uso a veces excesivo del decreto ley, también en las CCAA (Murcia lo acaba de incorporar a su Estatuto en 2013). Algunas iniciativas de supresión de órganos de control del poder político van en la misma dirección. En este contexto resurgen demandas de democracia de identidad, como el uso habitual del referéndum para tomar las decisiones políticas más relevantes. Ahora bien, este tipo de propuestas afrontan los problemas sociales en términos binarios (sí/no), y soslayan el debate y la transacción parlamentarios (ciertamente descuidados en la práctica en muchas ocasiones). Incorporar elementos de participación ciudadana en el funcionamiento de las instituciones representativas parece una alternativa más razonable.
Cuando la corrupción y los partidos preocupan tanto a los españoles, y en ausencia de respuestas sólidas por parte de instituciones y de los propios partidos, se acaba buscando en el gobierno de técnicos o altos funcionarios y en el activismo judicial una solución mágica a los problemas. Las autoridades técnicas han servido en momentos y circunstancias muy puntuales (Italia) pero, por lo general, se requiere de una dirección política (apoyada por mayorías parlamentarias amplias) con fuerza suficiente para adoptar las decisiones, que primeramente han de ser políticas. También urgen propuestas intelectuales que informen sobre las decisiones posibles. Las respuestas no pueden venir tampoco de la sanción judicial ejemplarizante a casos singulares (aunque extendidos). Finalmente, el nacionalismo puede convertirse en otro refugio ante la situación de crisis, porque desvía la atención respecto a las responsabilidades propias, culpabiliza a “enemigos” exteriores, cohesiona a la propia población y organiza una estructura institucional propia de un Estado. En general las propuestas mencionadas son en muchas ocasiones huidas hacia delante que implican no pocas veces retrocesos manifiestos.
3. A diferencia de lo que ocurre en el ámbito económico, las instituciones parlamentarias y de gobierno nacionales -y territoriales- tienen márgenes de actuación amplios cuando se trata de abordar la crisis institucional. La Unión Europea apenas se inmiscuye en esos temas, salvo cuando afecta al control de la actividad económica (de hecho, la Comisión Europea llamó la atención al gobierno español sobre la unificación de las autoridades “independientes” de control de la competencia y del mercado de valores).
No parece que el descontento ciudadano respecto al funcionamiento de la democracia y las instituciones públicas, así como respecto a la organización territorial del Estado, vaya a propiciar una reforma constitucional en breve. El gobierno considera que no es el momento adecuado y las propuestas de reforma constitucional suelen concentrarse en la cuestión territorial (ya sea la reforma federal, ya una disposición específica para Cataluña), dejando de lado otros aspectos relacionados con el funcionamiento institucional y del ejercicio de la democracia. Buena parte de las reformas tienen lugar por vía legislativa y de modo fragmentario, con lo que difícilmente son percibidas como parte de un amplio proyecto reformista y regenerador, que suscite consensos políticos y sociales amplios. En cualquier caso, las reformas no pueden dejar de lado lo que me parece fundamental: por un lado, la conveniencia de acotar el campo de acción de los partidos al estrictamente político (Parlamento y gobierno), reduciendo drásticamente su presencia en los demás ámbitos institucionales, sociales y de los medios de información; y por otro, la necesidad de asegurar instituciones políticas bien controladas y contrapesadas mutuamente. Son formas adecuadas de preservar el Estado de Derecho y la democracia representativa, pilares indispensables de la forma de Estado constitucionalmente establecida.
1 * Estos apuntes están ampliados en “Transformaciones de la estructura del poder estatal en el marco de la globalización. Apuntes para un debate”, en F. Reviriego (coord.), Constitución y globalización, Fundación Giménez Abad, Zaragoza, 2013.