Perspectiva e impacto de la crisis desde la nueva correlación entre Estado y sociedad

José Esteve Pardo

Catedrático de Derecho Administrativo.

Universidad de Barcelona

jestevep@ub.edu

Resumen

En las últimas décadas se ha producido una profunda transformación en las relaciones entre Estado y sociedad (un tema clásico del Derecho público y la filosofía política) que la crisis económica ha hecho ya muy visible. El poder material –el económico, el tecnológico- se encuentra en una sociedad transnacional que se ha autorregulado eficientemente. Muchos cometidos del Estado, servicios públicos, seguridad, se están transfiriendo así a sectores privados muy bien organizados.

Palabras clave

Estado social, privatización, funciones públicas, autorregulación, relación Estado y sociedad, Estado garante.

Outlook and impact of the crisis from the new correlation between state and society

Abstract

In the last decades a new relationship between State and society (a classic topic in Public Law and political thought) has appeared. The economic crisis has made this new relationship very evident. Real power –economic, scientific and technological power- is located now in a transnational society with a very efficiently selfregulation. Many relevant State´s tasks, social care, security, have been transferred to private sectors with a remarkable organization.

Key words

Welfare State, privatization, public tasks, selfregulation, State society relationship, regulatory State.

I. SENTIDO HISTÓRICO Y ACTUALIDAD DE LA CORRELACIÓN ENTRE ESTADO Y SOCIEDAD EN UN CONTEXTO DE CRISIS

El de las relaciones entre Estado y sociedad es un tema central y recurrente en el debate filosófico, político y jurídico de la modernidad1. Comienza a plantearse desde el momento mismo en que estas dos realidades adquieren conciencia de su propia identidad. Se produjo ello en la Europa occidental a través de un reconocimiento mutuo y recíproco. El Estado que llega hasta nuestras días adquiere conciencia de sus rasgos propios y característicos por contraposición a la sociedad civil, que se percibe primero por la economía al advertir en ella, como hizo primeramente Adam Smith, su propia dinámica interna ligada a las leyes del mercado2.

Conocemos bien las dos correlaciones entre Estado y sociedad que se han sucedido a partir de entonces, en los dos últimos siglos de historia que son también, significativa y consecuentemente, los siglos de historia del Estado constitucional. La primera es la que está en la base del Estado liberal, marcada por una neta separación entre Estado y sociedad, y la correlación que alumbra el Estado social que supone la interacción hasta la práctica fusión del Estado, ahora con una amplia legitimación democrática, con una sociedad sobre la que interviene capilarmente para equilibrar y corregir sus posibles disfunciones sobre todo dispensando una serie de prestaciones básicas.

Estábamos así ante un Estado que concentraba un gran poder material, económico, tecnocrático, científico, y que asumía un protagonismo dirigente sobre una sociedad que adoptaba de algún modo una posición pasiva descargaba en él la actividad prestacional asiendo ella, la sociedad, el objeto, la masa, sobre la que se proyectaba su actividad conformadora y prestacional.

Este panorama ha cambiado por completo en las dos últimas décadas. El poder material –el poder económico, el que deriva del conocimiento científico y técnico, del dominio de los circuitos de la comunicación, y de otras estructuras- se encuentra ahora en la sociedad, extramuros del Estado. La sociedad no sólo ha incrementado su poder en términos cuantitativos, por así decirlo, sino que abandonando su posición en cierto modo pasiva, destinataria de la acción del Estado, parece ponerse en pie al autoorganizarse muy eficazmente y fortalecerse a través de procesos racionales de autorregulación que se desenvuelven en registros que tienden a ser transnacionales.

La crisis financiera ha hecho así visible al gran público la existencia de una trama en torno a la cual se articula en su globalidad un sistema financiero que se atiene a sus propias normas y a las referencias que emiten entidades privadas, las agencias de rating entre ellas, capaces de poner en jaque a Estados supuestamente soberanos que se ven en la obligación de ajustar a ellas sus políticas económicas. ¿Qué queda de la imagen que dibuja nuestra Constitución de un Estado planificador hasta el detalle de la actividad económica que a golpe de ley asume la titularidad sobre servicios y sectores esenciales?

Vaticinaban todas las profecías del siglo XX un dominio total del Estado y sus élites burocráticas sobre la economía, el conocimiento, la técnica, los servicios básicos, etc. Como tantas otras, esas profecías se han visto clamorosamente fallidas. El Estado esta mostrando bien a las claras la limitación de sus medios de actuación y sus capacidades de conocimiento ante todo lo que se mueve en una sociedad muy compleja y poderosa. Se está produciendo así un flujo, ya masivo, de actividades y funciones desde la órbita estatal a la órbita privada, de la sociedad. Un flujo que debe su fuerza a dos impulsos: uno descendente, desde una Administración Pública desbordada hacia un sector privado que se ha reforzado considerablemente, y otro ascendente desde esos sectores sociales reforzados y eficazmente autorregulados que se están apropiando de espacios que hasta tiempos recientes estaban bajo la órbita pública. Un flujo que se produce en sucesivas oleadas. La primera traslada a la órbita privada sectores y servicios, sobre todo de carácter prestacional, que no mucho antes –hace cuatro o cinco décadas- se habían atribuido por ley a la titularidad pública y que por ello ahora puede percibirse como una devolución a la sociedad de esos espacios de gestión y actividad económica. Pero la segunda oleada se está llevando cometidos y responsabilidades que desde su inicio justificaron al Estado moderno como responsable y titular de las mismas como son las que se sitúan en el frente de la seguridad en el que ahora pueden apreciarse diversas modalidades y escalas: la seguridad en el ámbito técnico e industrial sí que requiere de la participación privada experta, pero ya no resulta admisible la entrega a sujetos privados de la seguridad del espacio público.

II. LOS DOMINIOS QUE SE ESTÁN DESPRENDIENDO DE LA ÓRBITA DEL ESTADO

Desde hace un tiempo es claramente visible el desprendimiento de toda una serie de funciones y sectores de la órbita estatal en la que han permanecido hasta tiempos muy recientes Por ello mismo, la que se presentaba como una consecuencia de la integración entre la sociedad y el Estado, la dominación por este último de los sectores más relevantes para la sociedad, se presenta hoy como un espejismo que ya no se corresponde con la realidad.

1. Economía y sistema financiero

Se hace del todo evidente, y se percibe con desconcierto y hasta con escándalo, como importantes sensores, resortes y mecanismos de la actividad económica y financiera se localizan fuera del espacio de disposición del Estado. Es un fenómeno que se desarrolla en las dos últimas décadas que había cristalizado en la formación de todo n sistema financiero y de poder al margen de los Estados pero que ahora se ha hecho visible en toda su crudeza con la crisis financiera. Ese Estado que se creía capaz de planificar hasta el detalle la economía –con los únicos límites constitucionales por él mismo marcados que derivasen de los derechos en torno a la actividad empresarial de los particulares- parece encontrarse a merced de lo que dictaminen unas entidades tan externas y distantes de él como son las agencias de calificación crediticia, conocidas como agencias de rating, y compelido a desarrollar su política económica en función de lo que determinen estas entidades y otros agentes, situados en esa agresiva e inexpugnable trinchera que son los mercados financieros.

Pero es que tampoco están bajo la órbita del Estado –no desde luego bajo las posiciones y técnicas de dominio tradicionales- importantes servicios públicos característicos y hasta emblemáticos del llamado Estado social levantado, recordémoslo, sobre la noción filosófica del pensamiento existencialista que Karl Jaspers denominara “Dasainvorsorge”, procura asistencial, que destacaba el entorno vital del ser humano europeo dependiente del abastecimiento de energía, de agua, de servicios asistenciales, de medios de transporte, etc. En la actualidad, desde hace pocos años, buena parte de esta actividad de prestación tan genuina y característica del Estado social, Estado prestacional, ya no se realiza por él o por su sector público, ni siquiera por concesionarios, pues se trata de servicios en los que el Estado ha abandonado las posiciones de titularidad que ostentaba y que los sustraían, para proteger esas prestaciones, de las fuerzas del mercado. Hoy buena parte de esos servicios públicos han perdido su carácter genuino al ser entregados, o devueltos si se quiere ver así, al mercado y quedar expuestos a las reglas de la competencia entre operadores que imperan allí.

2. Los dominios del conocimiento y su aplicación técnica

Menos perceptible pero sin duda mucho más transcendente, es la pérdida de control y dominio del Estado sobre la ciencia y la tecnología. Este es un proceso no tan notorio y estridente como el que se registra desde hace unos pocos años respecto a la economía y las finanzas –con esas intervenciones tan llamativas de los mercados, las agencias de rating y otros agentes- pero que lleva algún tiempo más desarrollándose de una manera discreta y larvada. La investigación científica, la investigación de vanguardia con capacidad de transformación en sus aplicaciones tecnológicas, hace ya tiempo que está fuera del dominio del Estado. En una sociedad como la nuestra, que ha ligado su futuro y su propia existencia al desarrollo tecnológico, está fuera del ámbito de decisión y regulación del Estado la investigación científica de la que derivarán las futuras tecnologías. El tipo de energía que utilizaremos dentro de veinte o treinta años, los medios de transporte, de comunicación, los fármacos que se administrarán, los alimentos que consumiremos, etc, se están investigando y en buena medida decidiendo en centros, sistemas y procesos de investigación sobre los que el Estado puede perfectamente desconocer su existencia misma. Es cierto, tal como se significaba incidentalmente unas páginas antes, que la investigación científica es una de las libertades fundamentales constitucionalmente reconocidas; pero no es menos cierta la decisiva y extraordinaria incidencia pública que puede tener esa investigación de la que deriva un conocimiento científico que se muestra hoy como poder extraordinario ante las limitaciones de conocimiento –y, consiguientemente, de capacidad de decisión- de los poderes públicos en un mundo cada vez más saturado por la técnica y la complejidad3.

La correlación de lo público y lo privado en torno a la ciencia es sin duda una cuestión de gran calado y futuro en la que ahora no podemos detenernos. Sí que interesa destacar que la investigación determinante de nuestro futuro ya no está en la órbita y el conocimiento del Estado. En los Estados Unidos de América, el país con mayor potencial investigador y tecnológico de los últimos cien años, hace ya un par de décadas que la investigación del sector privado supera, en inversión y resultados, a la investigación del sector público que sólo destaca en el ámbito militar. La propia industria, que tiene un declarado y grande interés en las aplicaciones tecnológicas de la investigación que promueve y financia -la industria farmacéutica, alimentaria, la de las tecnologías del transporte, información, energía- es hoy la gran fuerza dominante sobre la investigación científica en Estados Unidos4. Por parte del sector público sólo el Pentágono mantiene un protagonismo destacado en la investigación científica pero únicamente la que sea susceptible de transferencia a las tecnologías militares y de defensa.

No sólo está fuera del Estado el grueso de la investigación científica; tampoco la tecnología más especializada –que empieza a ser la dominante y lo será en un futuro inmediato- queda ya bajo su conocimiento. Son sujetos ajenos a la estructura burocrática del Estado los que realizan funciones de control técnico sobre muchas instalaciones y procesos industriales a las que no alcanza el Estado, generalmente por falta de conocimientos, y que abarcan desde la seguridad en las centrales nucleares –con inspecciones en régimen de peer review que realizan ingenieros de empresas gestores de centrales en otros países- hasta las inspecciones técnicas de vehículos y otras actividades de control realizadas por sujetos privados para controlar y evitar en lo posible sus riesgos para la salud y el medio ambiente. Es inevitable reparar aquí en la evolución de la seguridad en el marco de las relaciones entre Estado y sociedad: inicialmente, en el Estado liberal, la seguridad era prácticamente, tal como tuvimos ocasión de destacar, el único título disponible por el Estado que justificaba su intervención en la sociedad, mediante la actividad de policía de seguridad5. Ahora, el mantenimiento de la seguridad del denso tejido tecnológico en la sociedad postindustrial ya no remite a la actividad de policía administrativa, sino a otro tipo de actividad, de regulación y gestión de riesgos, realizada materialmente por sujetos privados. Una función, otra más, natural y tradicionalmente reconocida al Estado y que ahora en buena medida se desprende de su órbita para caer en manos de la sociedad.

3. El emblema de los servicios públicos

Por finalizar este apartado con el ejemplo de un servicio que llegó a ser emblemático, el de las comunicaciones, en el que destacaban por su particular arraigo los correos y telégrafos, abanderados de la doctrina del servicio público y del propio Estado nacional. Hoy las comunicaciones se sitúan también y evolucionan extramuros del Estado. Antes no sólo estaban bajo su dominio y responsabilidad, sino que llegaron a ser un elemento constitutivo, vertebrador del Estado. No hay más que pensar en el servicio postal, auténtica enseña de un Estado que hacía posible la comunicación postal entre todos sus ciudadanos por muy inaccesible que pareciera su destino: el servicio de correos derribó barreras territoriales con la potencia de las ideas de igualdad, solidaridad o cohesión social y territorial. Cuando, ya en el siglo XX, se definen los modernos servicios públicos y sobre ellos y su concepto de desarrolla toda una doctrina, León Duguit, su principal campeón e inspirador, destacaba con toda evidencia como “se ha constituido un servicio público que en todos los países modernos ocupa el primer lugar: el servicio de correos y telégrafos. En ningún otro se revela mejor el carácter jurídico de la obligación que se impone a los Estados, obligación a la vez de Derecho interno y de Derecho internacional”6.

En las dos últimas décadas esta realidad ha cambiado por completo, ha sufrido un vuelco total como resultado del impacto de dos olas. La primera ha sido la generalizada despublificación de esos servicios, en el sentido de que han salido del régimen público, protector y monopolista, en que se encontraban para abrirse al mercado y la competencia. Pero en ese nuevo régimen se mantenía, recomponiéndose, el dominio o la tutela del Estado mediante la actividad y potestades de regulación. Una segunda ola cuyo impulso se debe al desarrollo tecnológico ha desarrollado vías de comunicación masivas, interactivas y globales, que se constituyen y operan en muy buena medida al margen de la regulación estatal o internacional7.

Hoy buena parte de las comunicaciones –en la nueva generación de jóvenes, casi exclusivamente- se desarrollan fuera de la órbita del régimen y noción del servicio público, fuera de la órbita del Estado y fuera de la órbita de los tratados internacionales entre Estados. Internet, Facebook y redes sociales son sus vías habituales, muy pocos habrán escrito una carta, menos un telegrama, ni habrán utilizado un sello postal, con la efigie del monarca o de la república.

III. LA NUEVA CORRELACIÓN ENTRE ESTADO Y SOCIEDAD. SUS EXPRESIONES EN LA ESTRUCTURA Y ACTIVIDAD DEL ESTADO

Ese amplio flujo de funciones y sectores que se habían hecho característicos, emblemáticos incluso, del Estado y ahora salen de él, lo que pone de manifiesto es una profunda recomposición de sus relaciones con la sociedad a la que, en principio, van a parar o recaen esas funciones. Una recomposición que se inicia hace un par de décadas y en la que se advierten ya dos fuerzas o inercias: una se genera en el propio Estado que redefine sus líneas reabriendo de algún modo la distinción ante la sociedad a la que en unos casos devuelve y en otros entrega espacios de poder y regulación; otra, que se manifiesta más recientemente, más desatendida por los iuspublicistas, pero a la postre mucho más poderosa, que proviene de la propia sociedad y sus transformaciones que la están capacitando para ganar o conquistar espacios del Estado. Son las transformaciones del Estado, de su sistema institucional, las que tratamos aquí, por ser el objetivo de este artículo -y del seminario en el que tiene su origen- que atiende al impacto institucional de la crisis. Dejamos de lado aquí, pues, las transformaciones que se registran en la sociedad, eficazmente autoorganizada y con un claro potencial autorregulador, si bien se trata de una sociedad fragmentada, sectorializada, sin capacidad de atención al interés general8.

En cualquier caso conviene destacar que la crisis, sí, ha tenido ella misma un directo impacto transformador, pero su principal efecto creo que consiste en hacer visibles, porque se han manifestado en la superficie con toda su contundencia, unos procesos y transformaciones que hace un tiempo se estaban incubando y se habían materializado ya en espacios subterráneos, por así llamarlos, poco conocidos para el gran público.

1. Orientaciones y plasmaciones en el plano organizativo e institucional

Una reforma en profundidad de la organización administrativa se ha venido desarrollando al filo precisamente de esa línea que articula la relación entre Estado y sociedad.

A. La recuperación de la raíz social. El caso de los municipios y la llamada Administración corporativa

La orientación se dirige a la recuperación de la identidad social de ciertas entidades que al integrarse en el Estado podían haber visto disueltos sus rasgos genuinos y originarios. Estas entidades llegaron a ser consideradas como parte del aparato administrativo del Estado y objeto de instrumentalización sobre todo en periodos dictatoriales como el que se vive en España hasta poco antes de la Constitución de 1978.

Es el caso destacadamente de los municipios y de otros locales. La afirmación constitucional y legal de su autonomía viene a distanciarlos del Estado y a reforzar su conexión con sus raíces sociales y las comunidades a las que sirven. Es bien significativo que para la protección de la autonomía que en su favor afirma la Constitución se haya invocado por el Tribunal Constitucional la fórmula de las garantías institucionales que, como ya nos consta, se elaboró técnicamente cuando se planteaba una profunda integración de Estado y sociedad con el objetivo de preservar la identidad de ciertas instituciones, gestadas unas en la estructura del Estado y arraigadas otras en la sociedad, como es el caso de los municipios y la autonomía que en su favor se predica.

Otro bloque de la organización administrativa que se ha desprendido de la estructura del Estado para reconectar con la sociedad, de la que originariamente provenía, es el de la llamada Administración Corporativa. Está integrado por toda una serie de corporaciones cuyos miembros tienen en común un rasgo determinado como el ejercicio de una misma profesión o la práctica de una actividad comercial. Es el caso de los Colegios Profesionales o las Cámaras de Comercio, Industria y Navegación. En el siglo XIX se configuran claramente como corporaciones privadas para adquirir ya en el XX una dimensión pública, administrativa, al atribuirles el Estado determinas funciones públicas pero a trueque de integrarlas en su estructura.

La posición y funcionalidad de estas corporaciones fue percibida así en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional como una expresión e indicador de la interrelación entre Estado y sociedad9.

La recomposición de esa correlación que se produce en las dos últimas décadas no podía dejar de manifestarse aquí con el desprendimiento de estas entidades de la órbita estatal. Una medida decisiva en el caso de las Cámaras de Comercio –que ya venía precedida de otras en la misma línea- ha sido sin duda la eliminación de la adscripción obligatoria, que comportaba el pago de la consiguiente cuota, lo que viene a consumar el proceso de transformación de estas administraciones en genuinas asociaciones, voluntarias, privadas en torno al derecho de asociación; derecho constitucional que es, como ya nos consta, uno de los baluartes de la llamada de la llamada sociedad civil en la que estas corporaciones se arraigan ahora de una manera plena, desprendiéndose de la órbita estatal a la que estuvieron conectadas durante la práctica totalidad del siglo XX.

Esta evolución más reciente, esta línea de reformas se ha orientado así a desgajar o diferenciar del Estado toda una serie de instituciones, organizaciones o entidades y a remarcar, recuperar, su fundamental adscripción a la sociedad. No se producen transformaciones en el otro sentido, esto sería si se reafirmara la “estatalidad” de ciertas instituciones y su integración y conexión del Estado como ocurriera a lo largo del siglo XX con la ampliación de responsabilidades públicas que se deriva de la instauración del Estado social. Todo parece indicar por tanto que es la sociedad la que está reclamando el reconocimiento de las instituciones y organizaciones a ella vinculadas y la que está mostrando mayor fuerza y capacidad de afirmación frente a un Estado que había pretendido integrarla fundiéndose con ella.

B. La búsqueda de una posición pretendidamente equidistante entre Estado y sociedad: las Administraciones independientes o Administraciones neutrales

La creación, todavía relativamente reciente, de toda una serie de agencias, autoridades o Administraciones que se conocen como Administraciones Independientes, constituye sin duda una destacada novedad en la organización estatal que encuentra en la nueva correlación entre Estado y sociedad una de sus claves explicativas, la fundamental en el fondo.

En principio, la supuesta independencia de estas Administraciones se postula frente a la Administración ordinaria del Estado que está directamente sujeta a las órdenes, directrices y posiciones políticas del Gobierno de turno. La regulación y administración de determinados sectores -veremos de inmediato de cuáles se trata, pues son muy significativos- se quiere sustraer de interferencias políticas, de utilizaciones instrumentales y visiones a corto plazo. Un primer exponente, un antecedente de todas las Administraciones independientes que luego se fueron creando, lo encontramos en los Bancos centrales con el objeto de mantener una política monetaria y reguladora del sector bancario atenta a la evolución real de la economía y no a los intereses partidistas, generalmente de corto plazo, que pudieran mover a las instancias de gobierno de la Administración ordinaria del Estado.

Pero la independencia de estas Administraciones se postula también, cada vez de manera más explícita, frente a la sociedad, frente a los agentes sociales más relevantes y poderosos del sector de que se trate; ya sea la banca, las sociedades de valores, las empresas de la energía, las empresas de la industria farmacéutica, los grupos y trusts de los medios informativos y de difusión, las empresas y tecnologías alimentarias, o ya sea la propia opinión pública o la postura más extendida en la sociedad, por ejemplo cuando manifiesta alarmas o temores que, según la agencia reguladora de riesgos de que se trate, resultan carentes de toda base científica.

Resulta por ello muy significativo que a este tipo de Administraciones independientes se las vincule a ese espacio de neutralidad que se busca en el Estado, distanciado de las instancias gubernamentales, y que se las denomine así también, de manera bien elocuente, Administraciones neutrales, tal como se hacía en el estudio pionero entre nosotros sobre estas entidades10. La posición que se quiere para ellas es la de la neutralidad, la de la equidistancia, entre el aparato del Estado y las fuerzas o agentes sociales del sector de que se trate. Esas autoridades, agencias o administraciones neutrales vendrían a ser los bastiones que configuran la línea divisoria en ciertos sectores entre Estado y sociedad. Se está así cuestionando y revisando en profundidad la integración de estos dos órdenes, abriéndose al efecto una nueva línea en la que se localizan los nuevos centros de regulación en sectores particularmente sensibles.

¿Cuáles son esos espacios o sectores en los que se localizan y actúan las Administraciones neutrales? Pues se trata de los sectores más sensibles y abiertos a las relaciones entre Estado y sociedad que son, fundamentalmente, tres11.

Uno está muy directamente relacionado con la actividad económica, sobre todo en lo que son sus sectores básicos –sistema bancario y financiero- y servicios de interés general, energía, transporte, telecomunicaciones. La economía, el mercado, estaba inicialmente bajo la órbita de la sociedad civil, entra en ella luego de lleno y prácticamente sin límite el Estado social y ahora queda, al menos esos relevantes sectores, bajo la regulación de estas autoridades independientes como son el Banco de España, la Comisión Nacional del Mercado de Valores, la Comisión Nacional de la Energía, la Comisión Nacional del Mercado de las Telecomunicaciones o las autoridades reguladoras del transporte.

Varias de estas autoridades y comisiones se han integrado en la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia, creada por la Ley 3/2013, de 4 de junio. Sin entrar ahora en detalles y valoraciones sobre la organización y funciones de esta macroautoridad, parece claro que concentración de poderes que implica refuerza la posición del Gobierno de la Nación por su conexión con ella. Las facultades del Gobierno se han visto por lo demás reforzadas en el marco de esa relación. Resulta todo ello indicativo del la estrategia de refuerzo de los poderes del Gobierno y de una Comisión que concentra las facultades de intervención en los mercados.

El segundo grupo de Autoridades neutrales proyecta su regulación sobre derechos y libertades fundamentales con reconocimiento constitucional, o sobre sectores en los que estos derechos pueden verse afectados. Son los derechos que tradicionalmente conforman la línea divisoria que no puede rebasar el Estado y que en una sociedad compleja y tecnificada se ejercen, y pueden verse amenazados, en entornos igualmente complejos. Aquí nos encontramos, entre otras, con la Agencia de Protección de Datos, o la que podía haber sido Comisión de los Medios de Radiodifusión12, o las propias entidades gestoras de medios públicos de comunicación en la medida en que su diseño institucional –otra cosa son los resultados- pretenda situarlos en una posición de neutralidad entre la sociedad y las instancias gubernamentales13.

En cualquier caso, autoridades de este tipo no habrían de operar en la estricta tutela de los derechos fundamentales, concretando su alcance, sobre todo en los casos en que se producen conflictos con otros derechos. Este es un cometido que genuinamente corresponde a los tribunales. En el concepto del Estado liberal la tutela judicial de los derechos fundamentales era en un medio característico de defensa de la sociedad frente al poder del Estado. El sistema del Estado social -que se hizo como nos consta respetando el régimen de libertades y garantías de derechos del Estado liberal- no alteró estos postulados. Y es ahora, cuando sorprendente se crean, sobre todo en el sector audiovisual, algunas autoridades con facultades de intervención sobre los contenidos que nos evocan trasnochadas imágenes de paternalismo gubernativo14.

El tercer ámbito en el que proliferan las llamadas Administraciones independientes o neutrales es el de la regulación de riesgos. Aquí encontramos desde el Consejo de Seguridad Nuclear hasta las Agencias del Medicamento o de Seguridad Alimentaria. La correlación e imbricaciones entre Estado y sociedad puede hacerse también bien perceptible: la seguridad estaba de lleno en la órbita del Estado, era de hecho el único título de intervención sobre la sociedad de que disponía el Estado liberal. Ocurre sin embargo que la creciente complejidad tecnológica y otros factores han limitado la capacidad de conocimiento, control e intervención del Estado y sus Administraciones ordinarias. Se hace imprescindible un conocimiento muy experto y especializado que ya no se encuentra en el Estado sino en cada uno de los sectores tecnológicos e industriales y en los técnicos que en ellos operan. Pero ello no puede conllevar la entrega a estos sectores privados de funciones tan relevantes y sensibles en torno a la regulación de riesgos cuya dimensión y trascendencia pública resulta incuestionable, sobre todo en la actual sociedad que se ha dado en llamar la sociedad del riesgo. La perspectiva pública, atenta a los intereses generales debe ponerse en sintonía con el conocimiento experto y esa es la razón de ser y de la regulación de estas Agencias que operan en los sectores de riesgo.

C. Las autoridades independientes ante las malas prácticas y la crisis financiera. Una valoración social muy negativa

En una valoración general, haciendo abstracción del sector en el que actúen, la relativamente corta experiencia entre nosotros de estas llamadas Administraciones independientes las aleja un tanto de sus objetivos fundamentales de independencia y neutralidad. Desde el primer momento, los partidos políticos se aprestaron a tomar posiciones en las que consideraban sin rubor alguno nuevas plataformas de poder. Los órganos rectores de éstas tienden así a reproducir -y ser de algún modo caja de resonancia de sus tensiones- la correlación de fuerzas de los partidos, que con no poca frecuencia designan para estos puestos a exdiputados suyos, estatales o autonómicos según el ámbito de la autoridad reguladora de que se trate. Poca o nula, pues, independencia o neutralidad, tal vez cierta distancia de las instancias gubernamentales, pero dominio muy considerable de la partitocracia.

Pero es que por debajo del nivel directivo (político en realidad, por la politización de que es objeto por los partidos), allí donde se localiza el conocimiento experto y técnico, también se deja sentir la fuerza de ciertas presiones que operan y se canalizan a través de dos mecanismos perfectamente conocidos y diagnosticados hace ya mucho tiempo en el modelo de regulación norteamericano. Uno es el de la “captura del regulador” por los operadores privados, generalmente grandes compañías, con los que tiene un trato más frecuente y directo que con el gran público, consumidores, ahorradores, inversionistas, usuarios, etc, que son, en definitiva, los sujetos que han de verse tutelados o protegidos por la actividad reguladora15. El otro mecanismo es el que se conoce como la “revolving door”: con frecuencia los técnicos que trabajan en empresas sujetas a regulación son los que, por su conocimiento especializado y experto se incorporan a los puestos técnicos de estas Administraciones; y también se da el movimiento de salida, cuando técnicos del organismo regulador dejan su puesto y pasan a prestar servicios en grandes corporaciones sujetas a regulación16.

Cualquier valoración sobre la experiencia de estas Administraciones reguladoras será desde luego necesariamente imprecisa y forzosamente genérica, pero los diagnósticos que se han hecho bien visibles en la situación de aguda crisis económica y financiera no son desde luego favorables, al menos para las que operan en este ámbito. Por un lado, actuaciones de los operadores que han acabado agravando la crisis no parece que fueran suficientemente supervisadas y evitadas por los organismos reguladores; por otro, los Tribunales ordinarios –que, dicho sea de paso, también son independientes17– han tenido ocasión de invalidar toda una serie de operaciones y productos financieros, ofertados a pequeños inversores y ahorradores, que fueron admitidos en su día por estos organismos cuya función sería justamente evitar estos posibles y daños sobre personas que no son operadores profesionales de este mercado. Las Administraciones reguladoras, presuntamente independientes, de este sector no parece hayan obtenido una valoración favorable en esta prueba rigurosa a la que se han visto sometidas en el desencadenamiento de la crisis financiera.

D. El principio de cooperación entre Estado y sociedad en la realización de funciones públicas propias del Estado social

Aunque no se refiera a instituciones y expresiones organizativas concretas como las que acabamos de considerar, este principio de formulación relativamente reciente18 tiene también una expresión organizativa e institucional. Lo que en cualquier caso interesa destacar aquí de este principio es que responde al reconocimiento –a la recuperación- del protagonismo de la sociedad para la realización de fines públicos y “sociales”. Supone la reapertura de la distinción entre Estado y sociedad –de otro modo no seria posible hablar de cooperación- tras un periodo en el que se daba por hecha su integración diluyéndose así el perfil y el protagonismo de la sociedad.

Es así, con esta recomposición del protagonismo de la sociedad, como “desde hace décadas se experimenta, por ejemplo, un notable crecimiento de las organizaciones del “tercer sector” que persiguen, como tareas propias, fines que sitúan bajo la cláusula social del Estado”19

2. Recomposición de cometidos y actividades. La entrega, ya masiva, a la sociedad y a particulares de actividades y funciones públicas

Si de los diseños institucionales y organizativos pasamos a la actividad material que realiza el Estado, o todo el sector público que se mueve en su órbita, nos encontramos que en poco más de dos décadas se produce un auténtico vuelco con un traslado masivo de actividades del Estado, que eran realizadas directa o indirectamente por sus Administraciones, a la sociedad, al sector privado. Un vuelco que arrastra a todos los capítulos de la acción pública categorizados por el Derecho Administrativo y sus exposiciones más tradicionales, como son las que distinguen sobre todo entre actividad de policía o de intervención y actividad de prestación o de servicio público.

A. De la policía administrativa a la gestión de riesgos por entidades privadas

Bien podría decirse que la actividad de policía era la única que desarrollaba el Estado liberal con proyección sobre la sociedad20. El Estado social añadió la actividad de prestación o de servicio público pero, en cualquier caso, la policía se ha mantenido como una actividad genuina y característica del Estado. En la concepción característica del Estado liberal que ha llegado hasta nuestros días, la policía administrativa tiene como conceptos nucleares, verdaderos presupuestos de esta actividad, los de peligro y orden público. El objetivo de la policía de seguridad es la defensa frente a los peligros y su rechazo o eliminación. Su finalidad, el mantenimiento del orden público o su restablecimiento en el caso de que se hubiese visto alterado.

Estos conceptos han perdido su sentido en la moderna sociedad postindustrial en la que el riesgo ha desplazado al peligro en la posición central que ocupaba. El concepto de peligro remitía a fenómenos naturales o acciones humanas bien perceptibles por cualquier persona con un conocimiento medio entre los que se encuentran por supuesto cualquier funcionario, gestor o responsable de la Administración. El riesgo por su parte tiene un marcado componente tecnológico y se envuelve por lo general en la complejidad característica de la sociedad postindustrial. Su detección y valoración requiere por lo general de un conocimiento experto del que carecen las Administraciones ordinarias; un conocimiento que se encuentra en el propio tejido tecnológico de las empresas y los centros de investigación privados.

La gran decisión que corresponde ahora adoptar a las instancias públicas con respecto a los riesgos es la determinación del riesgo permitido, el riesgo que se acepta21. No es posible en nuestra sociedad el riesgo cero: ello supondría el total desmantelamiento del tejido industrial del que la ha dotado el progreso científico y que tanto confort y beneficios le reporta, para volver al estado de naturaleza y a enfrentarse crudamente con los peligros –que no riesgos- naturales. La imposibilidad del riesgo cero no es por lo demás un mero dato técnico: está afirmada de manera explícita por los Tribunales estatales y europeos. No es como el orden público que se presentaba como una situación –al menos idealmente- existente y alcanzable; así se explica la misma expresión del “restablecimiento” del orden -el retorno al orden- tan arraigada en la policía administrativa. Por ello, la gran cuestión de la determinación del riesgo permitido se resuelve en la opción entre riesgos, se opta por un riesgo con preferencia sobre otro u otros, y no en la opción entre un riesgo y el inexistente riesgo cero.

La regulación y gestión de riesgos es la actividad que desde hace un tiempo viene desplazando a la policía de seguridad que se centraba en peligros ostensibles y en el mantenimiento del orden público22. La regulación y gestión de riesgos tiene entre sus cometidos la determinación del riesgo permitido, la distribución de ese riesgo (distribución territorial, por ejemplo donde se instalan industrias de riesgos, plantas de residuos peligrosos; distribución entre grupos sociales, entre consumidores y productores, por ejemplo23, etc), su seguimiento y conocimiento, su control, su reducción mediante el desarrollo tecnológico, etc. Este tipo de cometidos requieren de una información, de un conocimiento experto que ya no está en el Estado, en su Administración y funcionarios, sino en el propio tejido tecnológico generador del riesgo. Por eso la ingente actividad de regulación y gestión de riesgos -cuyo grueso volumen se expande en paralelo al desarrollo tecnológico y su complejidad- queda en su mayor parte fuera del aparato administrativo del Estado.

En realidad lo que se produce aquí es una nueva correlación entre Estado y sociedad en torno a la técnica y el control de sus riesgos. Desde principios del siglo XIX es el Estado, sobre todo en la Europa continental bajo la inicial influencia napoleónica el que se hizo con ese control a través de una estructura administrativa bajo el mando de sus rutilantes cuerpos especiales de ingenieros24. Actualmente la complejidad alcanzada por el denso tejido tecnológico hace del todo imposible que un cuerpo de funcionarios –o muchos, da igual- tenga el conocimiento y control de sus posibles riesgos. En la mayor parte de los sectores, sólo los técnicos y expertos que están en la vanguardia de la innovación tienen algún conocimiento y es por ello prácticamente imprescindible su colaboración en el ejercicio de la función inequívocamente pública, por su trascendencia para el conjunto de la población, del control de sus riesgos.

Son dos en la actualidad los sujetos protagonistas de esa importante actividad de regulación y gestión de riesgos.

Un grupo lo constituyen esas Autoridades o Administraciones pretendidamente neutrales o independientes que se sitúan en esa posición intermedia entre Estado y sociedad en el sector de la regulación de riesgos --Consejo de Seguridad Nuclear, Agencias de Seguridad Alimentaria, del Medicamento, también agencias medioambientales, etc- a las que ya nos hemos referido. Ahora interesa destacar como desde estas Autoridades se han desarrollado fórmulas de colaboración con los operadores privados, sabedoras aquellas que el conocimiento y la información relevante está por lo general en éstos. Fórmulas novedosas y específicas para la obtención y transmisión de ese conocimiento. Así en unos casos es el que resulta del seguimiento que hagan los propios agentes privados de los riesgos de sus productos o tecnologías inicialmente permitidos por la autoridad reguladora, así ocurre, por ejemplo, con la farmacovigilancia. En otros casos, se trata de un conocimiento de origen que sólo los propios agentes particulares pueden aportar y que se obtiene a través de fórmulas novedosas como la trazabilidad de los productos alimentarios que permite conocer su trayectoria desde su producción hasta su consumo, lo que requiere información de todos los operadores –agricultor, transportista, industrial, almacenista, etc- que intervienen en la cadena25.

Pero hay un segundo grupo, mucho más numeroso y pujante, de sujetos con destacado protagonismo en la materia. Esta formado por sujetos y entidades privadas que desarrollan funciones de control y gestión de riesgos y que cuentan con un reconocimiento público formalizado. Son sujetos habilitados por el Estado para realizar estas funciones a las que no alcanza ya la Administración ordinaria26. Esa asignación de funciones antaño tan genuinas y características de la Administración a sujetos privados es un claro exponente de ese flujo de funciones del Estado hacia la sociedad27. No podemos pasar por alto que al margen de posibles habilitaciones por parte del Estado, el sector privado había venido desarrollando fórmulas de autocontrol de riesgos, pero eso forma parte de otro proceso de autoorganización y autorregulación de la sociedad al que hemos de prestar atención más adelante. Ahora reparamos en el flujo descendente por así decirlo, devolutivo si se quiere, del Estado hacia la sociedad, con esa transferencia –delegación, privatización, externalización o términos similares que habremos de precisar- hacia ella de funciones públicas en materia de seguridad y gestión de riesgos.

B. La entrega al mercado y la exposición a la competencia entre operadores de los servicios públicos

Otro gran capítulo en el que se produce un flujo del Estado a la sociedad es el de la prestación de grandes servicios públicos de contenido económico. En su momento se planteó una controversia más o menos difusa entre la sociedad, el sector privado, y el Estado para hacerse con la titularidad de los nuevos servicios que demandaba la sociedad industrial. Tras buscar diversas apoyaturas en otros viejos títulos, como la policía o el dominio público, se configuró el título del servicio público para fundar en él la sustracción del mercado y de la órbita económica de la sociedad de toda una serie de servicios o sectores económicos que quedaron así bajo la titularidad del Estado, reservados al sector público y apartados del mercado.

La gestión de estos servicios se desarrollaba entonces al socaire de las fuerzas del mercado y de la competencia abierta entre las empresas, una competencia que el pensamiento darwinista, tan pujante en la fase final del XIX, concebía de manera implacable en favor de los mejor adaptados y los más fuertes. Quedaban así estos servicios en una especie de limbo jurídico y económico, protegido por el Derecho administrativo, en el que se podían mantener unos principios –una ética incluso del servicio público- que el mercado no sólo no garantiza sino que, según las circunstancias, podría oponerse abiertamente a ellos: el principio de accesibilidad, de generalidad, de igualdad, de orientación a la gratuidad o rebajas sustanciales de tarifas para colectivos desfavorecidos, de continuidad en la prestación, etc. Una gestión de los servicios que se realiza por las propias Administraciones o mediante empresas concesionarias a las que se marcan los objetivos y condiciones en el correspondiente contrato de concesión. La posición de estas empresas se asegura mediante la mutabilidad del contrato de concesión, compensándolas por los costes excesivos o imprevisibles en los que pudieran incurrir. Un régimen tuitivo y protector de estas empresas –en realidad del servicio público por ellas prestado- que, desde luego, no sería admisible en el libre mercado, fuera de la órbita estatal, en el espacio propio de la sociedad.

En Estados Unidos se desarrolló otro sistema que no partía de la previa reserva al Estado de estos grandes servicios, las llamadas public utilities, en materia de energía, transportes, telecomunicaciones, etc. Pero se establecía una regulación para la protección de usuarios que suponía un control en la fijación de tarifas y en los estándares de calidad a los operadores. Por otro lado, si se pretendía la continuidad y generalización de unas utilities tan fundamentales se percibió que era necesario garantizar a los operadores una gestión con unos mínimos beneficios atendiendo a los costes en los que pudieran incurrir. El sistema gira entonces en torno a la llamada tasa de retorno, rate of return, que establece unos beneficios razonables de los operadores por encima de los costes en los que incurre28.

Este modelo de regulación norteamericano no suscitó particular interés en Europa por cuanto tenía un sistema muy similar en su operativa material aunque arrancara de presupuestos distintos. En efecto, tanto la rate of return como la mutabilidad del contrato de concesión venían a conferir una posición estable, en régimen de monopolio, a los gestores de public utilities y servicios públicos.

Esos modelos de gestión de servicios públicos en Europa y regulación de public utilities en Estados Unidos que tenían en común su operativa al margen del mercado –en ese limbo jurídico y económico protegido por el Estado y el regulador público- han entrado en crisis o han sido puestos en cuestión en las últimas décadas. Las causas de esa crisis son, fundamentalmente, de tres tipos. Unas son de carácter económico, otras de orden tecnológico y otras de tipo político.

La crítica económica al modelo de gestión al margen del mercado la plantearon los economistas que se identificaban con la llamada escuela de Chicago29. La falta de competencia desincentivaba el ajuste de costes y precios; tampoco favorecía la calidad y la innovación tecnológica en la prestación de los servicios. La primera experiencia liberalizadora que se registró en el sector del transporte aéreo a impulsos de un profesor de economía, Alfred Kahn30, tuvo unos resultados espectaculares: se crearon y entraron en el sector doscientas compañías aéreas –hasta entonces sólo contaban con autorización de la Agencia una media docena de compañías en régimen oligopólico- y los precios se desplomaron. Más adelante se endureció el mercado y muchas compañías no pudieron sobrevivir a la feroz competencia.

Las causas de carácter tecnológico se encuentran en los avances que se producen en el tramo final del siglo XX, y que tienen en las telecomunicaciones su sector de vanguardia, ponen de manifiesto las limitaciones que muestra un sistema de gestión al margen del mercado para incorporar esas innovaciones tecnológicas31. La entrega de los servicios al mercado permite entonces la competencia entre operadores para aportar y ofrecer la tecnología más idónea en cada momento atendiendo a precios y prestaciones32.

Las causas de naturaleza política hay que verlas sobre todo en la utilización de los servicios públicos como instrumento de la política económica del Estado. La gestión de aquellos podía verse continuamente interferida por valoraciones del todo ajenas a sus propias referencias como serían los costes en que incurrían y las tarifas que razonablemente podían fijarse. No era así, por ejemplo, en absoluto infrecuente que las tarifas de servicios fundamentales y muy extendidos se fijaran pensando en contener la inflación, ostensiblemente por debajo de lo que derivaría de la lógica del mercado y de la estructura de costes de los operadores, o –mucho más reprochable y hasta bochornoso en muchos casos- la contención, e incluso bajada, de tarifas en los servicios se producía –se sigue produciendo en servicios no liberalizados- en los periodos preelectorales. Naturalmente, las tarifas u otras referencias económicas de los servicios que se manipulaban y desfiguraban por estas consideraciones “políticas” ajenas al servicio habrían de recomponerse con aportaciones a cargo de los presupuestos de Administraciones que acaban incrementando de manera desproporcionada el gasto público.

Se hicieron así bien perceptibles las disfunciones y limitaciones de ese sistema de gestión tradicional de los servicios públicos que los situaba fuera del mercado, de la libre intervención y actuación de los agentes empresariales de la sociedad, incardinándolos así en la órbita del Estado. La pretendida integración de la sociedad en el Estado al que entregaba la gestión de sus servicios asistenciales –la atención asistencial, el da sein vorsorge derivado de la filosofía existencialista de Karl Jaspers- se reabre y recompone de algún modo cuando se emprende, a ambos lados del Atlántico, una reforma en profundidad del régimen de muchos de estos servicios que son devueltos al mercado. La sociedad, como sustentadora del mercado, reaparece entonces como sujeto bien diferenciado del Estado para asumir o reasumir el protagonismo en la prestación de estos servicios.

En cualquier caso, habrá que valorar y dimensionar en su justo alcance esa devolución de servicios a la sociedad. No se trata en modo alguno de una entrega a una sociedad articulada en asociaciones civiles de carácter benefactor y filantrópico. Lo que en realidad se pretende es abrir estos servicios a la libre competencia entre operadores. De este modo se confía en que se producirá un ajuste de los precios, una mejora de las condiciones de prestación, una constante adaptación tecnológica y se evitarán los subsidios a cargo de los presupuestos generales.

Es el modelo de regulación en competencia que, desplazando al modelo interior de regulación en monopolio, se instaura en Estados Unidos desde finales de la década de los setenta del pasado siglo. En Europa esa entrega a la competencia no sólo es una alternativa al modelo de titularidad pública, sino que viene requerida de manera inequívoca por el propio Tratado de la Unión Europea cuando establece que los operadores de estos servicios no deben disponer de ninguna ayuda pública o posición de ventaja sobre otros posibles competidores.

Pero ocurre que estos grandes servicios que en muy buena medida justificaron la propia formación del Estado social, la expansión de la Administración prestacional, la elaboración técnica y depurada del concepto de servicio público, no son en modo alguno las actividades económicas, agrícolas y comerciales, que contemplaban Adam Smith o los fisiócratas franceses cuando desarrollaban su idea de sociedad civil y de un mercado que operaba como un mecanismo autorregulador perfecto. Esos grandes servicios que ahora se despegan del Estado tienen una estructura y unos condicionantes que hacen difícil su plena exposición a la competencia y al mercado.

De entrada se trata ordinariamente de servicios en red como son, por ejemplo, los servicios de transporte por ferrocarril o la energía eléctrica y su distribución, que requieren de un único gestor de la infraestructura pues la incorporación de un competidor supondría una segunda red absolutamente inadmisible en términos de economías de escala. En otros muchos casos, estos servicios presentan unas limitaciones congénitas, frecuentemente espaciales, ligadas a la utilización de las infraestructuras que les sirven necesariamente de soporte33. Otras disfunciones importantes derivan de las posiciones de ventaja, por su dominio del mercado, de que disfrutan los anteriores operadores monopolistas cuando se liberaliza el sector y se entrega a la dinámica de un mercado que es así muy incipiente, poco maduro, y asimétrico por la diferente posición que ocupan sus agentes.

La intervención del Estado en estos sectores toma entonces otra orientación, buscando a su vez un nuevo fundamento. De lo que se trata es de recrear el mercado allí donde no existe y de recomponer en su caso la posición de los operadores para que puedan competir entre ellos de manera efectiva. Se impone entonces el modelo de regulación en competencia que tiene una marcada dimensión horizontal puesto que la autoridad reguladora del Estado proyecta su actividad e intervención, su regulación, sobre las relaciones entre operadores o sobre sus posiciones respecto a las redes de usuarios, regulando con frecuencia el acceso a redes o la interconexión de las existentes. Llegan a regularse así con toda normalidad por la autoridad reguladora los precios que se establecen entre los operadores, por ejemplo en el uso recíproco o interconexión que hagan de sus redes, con el objetivo de que aquel operador que ostenta una situación de ventaja, al disponer tal vez de una amplia red que extendió cuando era el operador monopolista con anterioridad a la liberalización del sector.

Esta regulación en competencia constituye un nuevo y significativo tipo de actividad del Estado. Un tipo de actividad de la Administración Pública, que se añade a las clásicas de policía –hoy en buena medida regulación y gestión de riesgos– fomento y servicio público, y que tiene como objetivo fundamental la recreación o expansión del mercado en sectores básicos en los que el desarrollo natural del mercado encuentra limitaciones estructurales.

Pero lo que debe destacarse, lo más significativo a nuestros efectos, es que esta actividad de regulación no tiene como objetivo preservar un mercado que se desenvuelve de manera natural, como requeriría Adam Smith y los liberales clásicos, sino recrear el mercado –crear un mercado virtual si se quiere ver así- allí donde éste no desarrolla su dinámica propia. Si nos situamos ante las categorías más grandes y abstractas de referencia, podemos vislumbrar una nueva distinción entre Estado y sociedad pero en la que la sociedad, el mercado, carece de su natural capacidad de funcionamiento autónomo y necesita del sustento e impulso del Estado.

C. La deconstrucción del régimen de intervención pública en actividades económicas. Las fórmulas declarativas privadas como alternativa

Otro sector que se desprende de la órbita del Estado y del Derecho público, desplazándose hacia la sociedad y fórmulas de Derecho privado, es el que se contempla en la “Directiva de servicios de 2004”, también conocida como Directiva Bolkenstein, cuyo ámbito de aplicación se extiende sobre todo a la prestación de actividades económicas y servicios profesionales34, excluyéndose los grandes servicios, los llamados servicios de interés general que acabamos de tratar. En este sector el vuelco se ha producido de manera súbita por una imposición normativa -la que deriva de la citada Directiva y su transposición al Derecho interno- aunque ya era visible una tendencia en esa misma línea que contaba con antecedentes y expresiones parciales 35.

a. El desplazamiento de la autorización administrativa por la comunicación o declaración responsable

La transformación que se propugna en esta Directiva es radical y supone un cambio completo de paradigma. Otra cosa será su materialización efectiva. En cualquier caso, esa transformación ilustra mucho sobre las tendencias que parecen dominantes en Europa y en cuyo trasfondo podemos advertir bien a las claras esos corrimientos que se registran en la correlación entre Estado y sociedad.

Estas actividades y servicios estaban sujetas a un régimen muy arraigado y generalizado de autorización administrativa previa que la Directiva en principio suprime –aunque se mantienen toda una serie de excepciones en las que no se puede reparar aquí- con el objeto de eliminar trabas a estas actividades económicas o de servicios, y de favorecer así su competitividad. La autorización la otorgaba, o denegaba, la Administración al resolver un procedimiento iniciado a instancias del promotor de la actividad y en el que podía participar y presentar alegaciones cualquier persona interesada, los vecinos entre ellas.

Pues bien, este régimen de autorización se ve reemplazado por otro, con una configuración completamente distinta, de comunicación. El promotor se limita a comunicar a la Administración el inicio de una actividad y con ello le basta. No se espere una intervención posterior de la Administración -salvo denuncia, que sería ya otro régimen y procedimiento- ni se busque una semejanza con la fórmula del silencio administrativo porque no la tiene en absoluto. Más allá de los detalles formales hay un cambio de posiciones y de paradigma: el Estado, la Administración, se desentiende por completo de estas actividades y entrega a la sociedad su control de legalidad y la solución de la conflictividad que pudiera suscitarse con el inicio de estas actividades o servicios.

Porque al desaparecer la autorización desaparecen con ella dos perspectivas que eran adoptadas y resueltas por ese régimen. Una era la perspectiva de la legalidad: la autorización consistía en una declaración de la Administración en la que ésta se pronunciaba sobre la legalidad del proyecto de actividad que se pretendía emprender. Quien obtenía la autorización obtenía un título administrativo, una declaración de una instancia del Estado, que certificaba la adecuación a la legalidad vigente de su proyecto de actividad. La otra perspectiva es la que podemos calificar como social, vecinal en muchos casos: en el procedimiento del que resultaba la autorización, o su denegación, podían tener entrada todos los sujetos con intereses y en potencial conflicto con el proyecto; esa conflictividad se canalizaba y trataba en el procedimiento administrativo que resolvía sobre la solicitud de autorización.

b. La desatendida perspectiva de la legalidad y el interés general que a través de ella se expresa

Con la comunicación no se obtiene así declaración pública alguna sobre la adecuación a la legalidad de la actividad proyectada. El promotor, el empresario o el profesional, puede verse en tal caso sumido en la incertidumbre y expuesto a posibles acciones y responsabilidades. Son entonces los mecanismos de cobertura que se articulen en la sociedad, resultado de pactos y negocios privados, los que puedan ofrecer esa cobertura. Se podrá convenir por vía contractual con una entidad privada cualificada por su conocimiento de la normativa aplicable que acredite el cumplimiento de la legalidad y –estableciéndolo también por contrato- que responda por los posibles daños que puedan producirse. Esto es algo que realizan con toda normalidad las compañías aseguradoras, y sus empresas satélites, en los Estados Unidos. En aquel sistema –que se presenta como “desregulado” o libre de la intervención administrativa previa y al que, no sin paradoja, parece tender una Europa que procede de otras tradiciones- no es indiferente en absoluto el cumplimiento de la legalidad y menos aún la capacidad para afrontar responsabilidades en las que se pueda incurrir; de ello se ocupan las compañías de seguros que no expiden la correspondiente póliza si no cumple el solicitante con una serie de requisitos, también los que marca la legislación sobre la actividad de que se trate, que ellas mismas verifican. Es en realidad la compañía aseguradora la que en la práctica acaba autorizando al sujeto solicitante a desarrollar una actividad o a prestar un servicio al que ella da cobertura y asegura.

El régimen de comunicación que instaura la “Directiva de servicios” a lo que conduce es justamente a eso, a la despublificación del sistema de control de legalidad de actividades, instalaciones y servicios privados. El control y la cobertura frente a responsabilidades se entrega así a la sociedad, a sus agentes y a las fórmulas que, por la vía contractual civil y con exclusiva intervención de sujetos privados, puedan articularse en ella.

c. La desatendida perspectiva social y vecinal

El régimen de comunicación reconoce únicamente dos sujetos: el comunicante y el receptor de la comunicación, la Administración. En rigor, sólo hay un sujeto activo, el comunicante, puesto que la Administración asume un papel estrictamente pasivo, de mero receptor. Por lo demás y como ya nos consta, el comunicante habrá de procurarse las certezas necesarias sobre la adecuación a la legalidad de su proyecto y las coberturas frente a posibles responsabilidades.

Más relevante aún: el régimen de autorización se articulaba en torno a un procedimiento administrativo abierto a una participación de interesados. Con la desaparición de la autorización desaparece la perspectiva social, participativa, y se implanta un régimen marcadamente individualista. Esta transformación sintoniza con la tendencia advertida por las corrientes del pensamiento sociológico que constatan la desaparición de lo social y la vuelta a una sociedad de los individuos36, o con las que desde el análisis político destacan la pérdida de toda perspectiva colectiva pues todo se traslada al plano individual37

Se produce así una deconstrucción de un régimen del que la autorización fue en su momento el resultado de una evolución que ahora parece desandarse38. En el siglo XIX las actividades empresariales y pequeñas industrias se encuadraban en un marco civil, ordinariamente el que venía conformado por las llamadas relaciones de vecindad. Los posibles conflictos que se suscitasen se resolvían ante los Tribunales en aplicación de estas reglas contenidas en el propio Código Civil. Más adelante se percibe la perspectiva pública, por su posible impacto, que adquieren muchas de estas actividades y se requiere la intervención de la Administración –en principio la más próxima, la Administración municipal- en la valoración de esa perspectiva pública que se hace visible a través de un procedimiento. Ese modelo de autorización no es así, en modo alguno, un régimen primario, ni casual, ni una imposición arbitraria, sino el resultado de una evolución lógica. Pues bien, la Directiva de Servicios viene así a deconstruir el régimen resultante de esa evolución para volver al entorno inicial privado. No es por tanto una innovación, sino un retorno con toda la connotación regresiva que advertirse pueda. Con la singularidad de que el panorama del siglo XXI es mucho más complejo, sólo ya en el plano normativo, que el del XIX y ello requerirá del particular promotor de una actividad de comprobación y cobertura que habrá de dispensarse el mismo. La orientación es en cualquier caso inequívoca: el individuo ha de autoprocurarse los medios de certeza y seguridad que ni el Estado, ni un inexistente orden social, le ofrecen. Es una vuelta atrás, a un estadio más primitivo por el que ya transcurrió la sociedad occidental que, en su evolución, creó unas estructuras y unos procedimientos públicos que ahora, sorprendentemente y haciendo gala de un total desconocimiento de su historia, se propone deconstruir.

3. Otras transferencias a la sociedad de gran calado. La privatización de la justicia y del poder normativo

La línea que hemos seguido para explorar y constatar el fenómeno del traslado a la sociedad de funciones y competencias públicas se ha movido por el aparato ejecutivo y prestacional del Estado, tomando sobre todo como referencia las transformaciones en la actividad de la Administración Pública. Esa atención se justifica desde luego por el protagonismo prácticamente absoluto de la Administración, de las Administraciones Públicas, en el Estado Social. Ese modelo de Estado en el que se entendía –erróneamente, tal como vamos constatando- culminada la evolución de las relaciones entre Estado y sociedad; y en el que parece descargar hoy, cuestionándolo seriamente, la tormenta de la crisis económica. Dos aspectos que constituyen el objeto prioritario de atención de este libro cuya hipótesis de partida es, precisamente, su estrecha vinculación: la crisis actual –de mayor calado que la diagnosticada en parámetros económicos- tiene una de sus explicaciones en la nueva correlación entre Estado y sociedad que se está fraguando.

Pero si llevamos nuestra línea de análisis más allá del aparato ejecutivo del Estado constatamos que se está produciendo por doquier el mismo movimiento: el de la retirada del Estado y la correlativa entrega de buena parte de sus cometidos a la sociedad

Un frente muy amplio en el que se advierte esta entrega es el que convencionalmente podríamos llamar el frente normativo. La autorregulación privada es aquí el potente motor que impulsa la entrada de la sociedad en este ámbito que desde el siglo XIX -con el triunfo del positivismo y el movimiento codificador- se encontraba bajo el total dominio y monopolio del Estado. Ese poder normativo que desde entonces se construía desde arriba, desde la legitimidad constitucional y a partir de sucesivas habilitaciones y remisiones, para expandir capilarmente la presunta racionalidad del Estado por todo el cuerpo social, se comienza a reconstruir en buena parte en las tres últimas décadas con una autorregulación que se genera en la sociedad y a través de fórmulas de recepción de intensidad variable gana los efectos públicos característicos de la regulación estatal. La autorregulación tiene pues su génesis en la sociedad y resulta además un fenómeno muy revelador de la actual estructura y configuración de la sociedad, por ello la analizamos en el siguiente capítulo que trata ya de las transformaciones sociales.

Otro frente en el que se hace ya muy visible la retirada del Estado es el frente judicial. El tema es de gran calado y requeriría un desarrollo, desde unos presupuestos de partida necesitados de clarificación, que sobrepasa los límites de este estudio. La evolución que se advierte es la que en un sentido genérico y convencional se viene a llamar la privatización de la justicia. En rigor, se trata de una involución, de una vuelta atrás, de una deconstrucción, tal como venimos observando con relación a otras figuras como la intervención autorizatoria de la Administración en actividades y servicios. Pero así como el régimen de autorización administrativa, que se impuso sobre la conflictividad privada y relaciones vecinales, cuenta con un siglo de existencia, la entrega de la justicia al Estado –y antes de que éste se configurara con sus rasgos modernos, al monarca- es un proceso que se pierde en la historia. El propio Estado moderno se construye sobre la pretensión de monopolizar la justicia y su ejercicio tras un largo periodo, visto siempre como más primitivo, de justicia privada. Por ello la tendencia –en buena medida el retorno- hacia la privatización de la justicia comportaría un cambio en la identidad –por afectar a una de sus señas más características- del mismo Estado39.

Son dos, fundamentalmente, las fases en las que se escalona esa retirada del Estado en el frente de la justicia. La primera es la introducción y generalización, sobre todo en la jurisdicción penal, del acuerdo y la conformidad entre las partes40. Se trata de la introducción de fórmulas de impronta claramente contractual por las que se puede alcanzar un acuerdo que evite la intervención del órgano judicial41. En cualquier caso, los jueces retienen aquí facultades para supervisar estos acuerdos de conformidad y velar por el mantenimiento de las garantías del proceso constitucionalmente reconocidas.

La segunda modalidad, la segunda ola podría decirse, supone ya la renuncia a la jurisdicción y por ende la retirada del Estado en su función de impartir la justicia. Ello es así cuando se recurre a los llamados mecanismos alternativos de resolución de conflictos como son la mediación o el arbitraje. La novedad reciente que se registra no es tanto la existencia misma de tales mecanismos, sino la postura adoptada por el Estado, por el legislador, resueltamente a favor de los mismos hasta el punto de obstaculizar el acceso a su propia jurisdicción.

La opción preferente por estas fórmulas privadas, entregadas a los agentes sociales, de resolución de conflictos se hace muy clara en el artículo 414, recientemente reformado, de la Ley de Enjuiciamiento Civil: en tres párrafos sucesivos se reitera con uno u otro matiz que “el tribunal podrá invitar a las partes a que intenten un acuerdo que ponga fin al proceso, en su caso a través de un procedimiento de mediación, instándolas a que asistan a una sesión informativa”42.

Los obstáculos para acceder a la jurisdicción adquieren ya una entidad considerable con las llamadas tasas judiciales, superiores en muchos casos a la cuantía del proceso. La fiscalización judicial de la actuación administrativa queda así desactivada en lo que es la franja baja por su cuantía, pero muy extendida, de los actos administrativos gravosos –una sanción de 180 euros dejará de recurrirse si para ello han de abonarse 200 en concepto de tasas judiciales- que se convertirá así en una franja de impunidad administrativa al margen del control judicial, lo que no deja de suscitar dudas sobre la constitucionalidad de este sistema de tasas que desactiva un control judicial que viene exigido por la Constitución: “los Tribunales controlan la legalidad de la actuación administrativa, así como el sometimiento de ésta a los fines que la justifican” (art. 106.1)43.

1 Me ocupo de ellas en detalle en mi libro La nueva relación entre Estado y sociedad. Aproximación al trasfondo de la crisis. Marcial Pons, Madrid-Barcelona-Buenos Aires-Sao Paulo. En ese libro encuentran su cabal desarrollo algunas de las cuestiones que aquí sólo se apuntan.

2 En la extensa bibliografía sobre la evolución y autocomprensión de la llamada sociedad civil puede destacarse la obra de J. Cohen/A. Arato, Civil Society and Political Theory, Verso, London, 1992. J. Keane, Civil Society and the State, London, 1988, traducido como Democracia y sociedad civil, Alianza, Madrid, 1992 En un formato más breve puede mencionarse a M. Walzer, “Civil Society and the State”, en Politics and Passion, Yale University Press, New Haven, 2004. De particular interés, por la proyección filosófica que estas relaciones han suscitado, sobre todo a partir de Hegel, es el ensayo de Charles Taylor, “Invocar la sociedad civil”, en su libro recopilatorio, Argumentos filosóficos. Paidos, Barcelona, 1997

3 El tema tengo ocasión de debatirlo con un científico de primer línea en el libro, desarrollo y ampliación de un coloquio, que escribimos conjuntamente, J. Esteve Pardo/J. Tejada Palacios, Ciencia y Derecho. La nueva división de poderes, Fundación Coloquio Jurídico Europeo, Madrid, 2013. Sobre la libertad de investigación científica en su compleja conjunción de libertad y relevancia pública, decisiva en una sociedad entregada a la técnica, es muy ilustrativa la visión de un filósofo con reconocida autoridad en la materia, Hans Jonas, “Libertad de investigación y bien público”, en su libro recopilatorio de diversos trabajos, Técnica, medicina y ética, Paidós, Barcelona, 1997.

4 S. Kraemer, Science and Technology Policy in the United States, Rutgers University Press, 2006, sobre la progresión en medios y volumen de la investigación privada –que encuentra en la bolsa, por la rentabilidad que augura, una de sus vías más importantes de financiación- hasta superar por completo a la investigación pública vid. en especial pags. 94 y ss.

5 Que se manipuló para justificar el dominio de la Administración en nuevos servicios, como el abastecimiento de agua comprobar. la presencia en otros servicios

6 L. Duguit, Las transformaciones del Derecho público y privado, Comares, Granada, 2007, pp. 26 y 27.

7 American Telephone, SMM internet

8 Sin las limitaciones de espacio que aquí se imponen, trato las transformaciones que se registran en la sociedad y que son relevantes a nuestros efectos en cuanto configuran una nueva correlación con el Estado en mi libro La nueva relación entre Estado y sociedad (Aproximación al trasfondo de la crisis), cit. p. 115 y ss.

9 Así el Tribunal Constitucional afirmó con relación a este tipo de entes que con ellos se actúa la interacción Estado-sociedad que es característica de un Estado social y democrático como España, esto “se traduce tanto en la participación de los ciudadanos en la organización del Estado, como en una ordenación por el Estado de entidades de carácter social en cuanto su actividad presenta un interés público relevantes…La interacción Estado-sociedad, y la interpenetración de lo público y lo privado trasciende, como hemos señalado, al campo de lo organizativo y de la calificación de los entes. Lo que sí interesa señalar es el reconocimiento constitucional de entes asociativos o fundacionales, de carácter social, y con relevancia pública. Esta relevancia pública no conduce, sin embargo, necesariamente a su publificación, sino que es propio del Estado social de derecho la existencia de entes de carácter social, no público, que cumplen fines de relevancia constitucional o de interés general” (Sentencia del Tribunal Constitucional 18/84, de 7 de febrero. La misma doctrina la reitera este Tribunal en su sentencia de 23/1984, de 20 de febrero. No parece muy arriesgado advertir tras esta doctrina y como inspirador de la misa al entonces Presidente del Tribunal Constitucional, Manuel García Pelayo, autor de importantes estudios sobre la relación entre Estado y sociedad que hemos tenido ocasión de considerar aquí).

10 J. M. Sala Arquer, “El Estado neutral: contribución al estudio de las Administraciones independientes”, Revista Española de Derecho Administrativo, n. 42, 1984.

11 Estos tres frentes de actuación de este tipo de Administraciones son perfectamente perceptibles con independencia del número de entidades que puedan encontrarse en cada uno de ellos. Hago esta observación ante la eventual refundición que, mediante la correspondiente ley, pueda realizarse integrando varías de ellas en una sola entidad que cubriría diversas áreas. Alguna propuesta se ha venido planteando por el Gobierno en tal sentido. En cualquier caso, no interesa aquí el número, sino la significación institucional de estas entidades en la dialéctica y recomposición de la relaciones entre Estado y sociedad.

12 Prevista por la Ley, aunque no constituida en la práctica. Al respecto se ha venido especulando y considerando su refundición con otra Comisión o Agencia. En cualquier caso, tal como se indica en la nota anterior, lo relevante para nosotros no es tanto el número o denominación sino la significación de este tipo de entidades.

13 La pretensión de situar estos poderosos e influyentes medios públicos de comunicación audiovisual entre el Estado y la sociedad era el objetivo explícito de la monografía de F. Ossenbühl, Rundfunk zwischen Staat und Gesellscahft, Beck Verlag, Munich, 1975.

14 Los Consejos del Audiovisual o equivalente creados por algunas Comunidades Autónomas que parecen descansar en la suprema bondad moral que se autoatribuyen los partidos políticos que, la experiencia lo demuestra de manera inapelable, acaban designando a sus representantes en estos Consejos supuestamente independientes. Me permito reparar en la lamentable experiencia de los medios de información públicos en la Comunidad Autónoma que tengo más cerca. Sonroja a cualquiera, hasta le vergüenza ajena, la burda manipulación informativa y la ausencia del más elemental pluralismo, sobre todo en la información política en torno al supuesto agravio que sufre Cataluña y el llamado proceso soberanista, en los medios públicos de información pública – financiados por todos con un altísimo coste en el déficit público- bajo el dominio de la Generalitat o de los partidos con mayor presencia parlamentaria. El panorama, tan llamativo y escandaloso que ha merecido la atención de la prensa internacional (vid. por ejemplo, The Wall Street Journal, de 3 enero 2014), no se ha visto corregido en lo más mínimo por la autoridad “independiente” con facultades para salvaguardar una mínima objetividad informativa, el Consell Audiovisual de Catalunya, un órgano que reproduce en su seno la misma correlación de fuerzas políticas –que designan a sus vocales- que dominan los medios de comunicación “públicos”. Aplicable plenamente el dicho popular: “los mismos perros con distintos collares”, extensible a muchas autoridades y administraciones “independientes”.

15 La crítica inicial, que desarrollaron luego sus colegas de la Escuela de Chicago proviene de J. Stigler, para el que modelo de regulación mediante agencias operaba mayormente en favor de las propias industrias a ella sujetas y no en beneficio de los usuarios y del sistema económico en su conjunto. El primer artículo importante de J. Stiegler en esta materia, “The Theory of Economic Regulation”, de 1971, puede encontrarse, con estudios de otros representantes de esta Escuela, en el libro colectivo Chicago Studies in Political Economy, Chicago University Press, 1988.

16 Los impulsos e incentivos para estos movimientos de salida son posiblemente más fuertes, al ser normalmente muy superiores las retribuciones que se ofrecen en las grandes compañías sujetas a regulación a personas con experiencia en organismos reguladores.

17 La independencia no es desde luego exclusiva de esas llamadas Administraciones independientes. Esa fue justamente una de las críticas que se formularon a este modelo cuando se implantó entre nosotros. La propia Constitución afirma explícita y contundentemente la independencia de jueces y magistrados (art. 117.1. De la misma manera que exige la imparcialidad de los funcionarios en el ejercicio de sus funciones). Y la impresión que parece hoy extendida, tras diversos episodios situados en el origen de la crisis financiera, es la de una mayor confianza, por independientes, en la actuación y tutela de los Tribunales que en la de organismos reguladores que mantienen una relación constante –y hasta promiscua, por las razones apuntadas- con las entidades del sector financiero.

18 Vid. J.M. Rodríguez de Santiago, La administración del Estado social, cit., particularmente su capítulo “Estado y sociedad en la realización de las tareas del Estado social”, p. 63 y ss.

19 J.M. Rodríguez de Santiago, La administración del Estado social, cit., p. 66.

20 Más allá de la extendida convicción entre iuspublicistas, es de particular interés la percepción de un filósofo muy influyente en la actualidad, Michel Foucault, que ha insistido especialmente sobre ello: “la policía tendrá que regir –y ese será su objeto fundamental- todas las formas, digamos, de coexistencia de los hombres entre sí…los teóricos del siglo XVIII lo dirán: en el fondo, la policía se ocupa de la sociedad” , Seguridad, territorio, población, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2006, p. 375. Sobre la policía administrativa es también de interés el análisis histórico de Foucault en su estudio “Omnes et singulatim: Hacia una crítica de la razón política”, en Tecnologías del yo, Paidos, Barcelona, 1990.

21 Del tema me ocupo en “Convivir con el riesgo, La determinación del riesgo permitido” en Derecho, globalización, riesgo y medio ambiente, Pérez Alonso/Arana García/Mercado Pacheco/Serrano Moreno (Edit.), Tirant lo Blanch, Valencia, 2012, p. 273 y ss.

22 De esa evolución transformadora doy cuenta más detallada en “De la policía administrativa a la gestión de riesgos” Revista Española de Derecho Administrativo, n. 119, 2003. En un sector tan relevante como el de la alimentación la transformación ha sido total en pocas décadas: de nuestros abuelos que comían lo que daba la naturaleza –la amenaza eran los peligros naturales- a nosotros que nos da de comer una industria, la industria alimentaria –la amenaza ahora son los riesgos tecnológicos. Una evolución clarificadoramente trazada y percibida por Mariola Rodríguez Font en su libro, Régimen jurídico de la seguridad alimentaria. De la policía administrativa a la gestión de riesgos, Marcial Pons, Madrid-Barcelona, 2007.

23 Las soluciones legislativas y normativas en materia de responsabilidad por daños implican normalmente una decisión sobre distribución de riesgos, por ejemplo y en el caso de los riesgos del desarrollo o del progereso, entre productores –o industriales- y consumidores; vid. al respecto, J. Jordano Fraga, “Riesgos del desarrollo como causa de exclusión en la Directiva sobre responsabilidad ambiental en relación con la prevención y reparación de daños ambientales”, en Derecho, globalización, riesgo y medio ambiente, cit., p. 505 y ss.

24 Primero fueron los de Caminos, Canales y Puertos, luego los de Minas, los de Montes, etc, formados en escuelas camerales, en el interior de la Administración, hasta que en los años setenta del pasado siglo estas escuelas se integraron en la organización universitaria. Distinto fue el caso de los ingenieros alemanes que desde el primer momento se formaron en las Universidades, fuera por tanto de la Administración de los Estados, o de los ingleses, formados “artesanalmente” en las propias industrias. Eran diferentes correlaciones entre el Estado y la sociedad con relación a la técnica. En la actualidad, con la expansión y complejidad del tejido tecnológico, esa correlación viene marcada en cualquier de las áreas territoriales y culturales consideradas por la pérdida del conocimiento y consiguiente dominio del Estado.

25 Vid. al respecto M. Rodríguez Font, Régimen jurídico de la seguridad alimentaria, cit.; sobre la farmacovigilancia, G. Doménech Pascual, El régimen jurídico de la farmacovigilancia, Aranzadi, Pamplona, 2009

26 Sobre tales sujetos y las funciones públicas que ejercen, la obra de referencia es la de D. Canals i Ametller, El ejercicio por particulares de funciones de autoridad. Control, inspección y certificación, Comares, Granada, 2003.

27 Tal como lo destaca muy certeramente J. A. Carrillo Donaire: “la trascendencia actual de la categoría (se refiere a estos particulares que ejercen funciones públicas, en este caso en materia de seguridad industrial) está íntimamente ligada a la cuestión de los límites de aplicación del Derecho administrativo en la constante redefinición de las relaciones Estado-sociedad”, El Derecho de la seguridad y de la calidad industrial, Marcial Pons-Instituto García Oviedo, Madrid-Barcelona, 2000, p. 551.

28 Unos operadores que suelen ostentar posiciones seguras de monopolio controladas por una autoridad pública para evitar posibles abusos. Esta garantía de unos beneficios razonables –que está al margen de las fuerzas e incertidumbres del mercado- resultaba muy atractiva para el sector financiero y condujo a que las grandes empresas gestoras de estos servicios, normalmente en régimen de monopolio, se convirtieran entonces en las mayores empresas del mundo, American Telephone & Telegraph ocupó el primer lugar en la década de los sesenta dominada por el modelo de regulación en monopolio.

29 J. Stigler inicia la crítica, que desarrollan otros profesores de esa escuela como H. Demsetz o R. Posner. Varios de sus estudios y artículos más significativos se recogen en el libro recopilatorio Chicago Studies in Political Economy, Chicago University Press, Chicago, 1988.

30 Autor por lo demás de una importante obra sobre el sistema de regulación en Estados Unidos, The Economics of Regulation. Principles and Institutions, The MIT Press, Cambridge, 1989, la primera edición es de 1971 y la segunda de 1989 con un interesante estudio preliminar en el que analiza la evolución, transformación en realidad del sistema, en esas dos décadas.

31 Una empresa concesionaria o en situación de monopolio no tiene interés en realizar cuantiosas inversiones para su adaptación tecnológica. Su posición protegida impide que otras empresas entren en el sector con tecnologías más eficientes. La llamada cláusula de progreso que se incorpora a las concesiones puede prever el problema, pero nada tan eficaz como la libre competencia: el operador con tecnología más eficiente o más barata se impone inexorablemente al no tener que respetar las posiciones protegidas de concesionarios monopolistas.

32 Caida de American.

33 La primera experiencia liberalizadora, la del transporte aéreo en Estados Unidos a finales de los setenta a la que ya nos hemos referido, puso en evidencia que las compañías que sobrevivieron a la feroz competencia que se desató entre ellas fueron las que tenían buenas posiciones en los más importantes aeropuertos. Si el espacio aéreo es prácticamente ilimitado, las infraestructuras aeroportuarias, sobre todo las que atienden a las grandes ciudades, tienen unas limitaciones muy severas. Lo mismo puede decirse de las infraestructuras portuarias, ferroviarias, electromagnéticas, etc. Por muy liberalizado que esté el sector, el acceso a esas infraestructuras requiere de una regulación, aunque no faltan propuestas de entregar de lleno su utilización al mercado, a un régimen de subasta.

34 Sobre el tema, recientemente V. Aguado/B. Noguera (Dirs.), El impacto de la Directiva de Servicios en las Administraciones Públicas: aspectos generales y sectoriales, Atelier, Barcelona, 2012. A. Nogueira (Dir) Mª.A.Arias/M.Almeida (Coord.) La Termita Bolkestein. Mercado único vs. derechos ciudadanos, Civitas-Thomson Reuters, Pamplona, 2012.

35 C. Núñez Lozano, Las actividades comunicadas a la Administración: la potestad administrativa de veto sujeta a plazo, Marcial Pons, Madrid-Barcelona, 2001 y M. Rodríguez Font, Régimen de comunicación e intervención ambiental. Entre la simplificación administrativa y la autorregulación, Atelier, Barcelona, 2003.

36 Así, Alain Touraine, en su libro Un nuevo paradigma. Para comprender el mundo de hoy, Paidos, Barcelona-Buenos Aires-México, 2005. El mismo autor incide en ello más recientemente y con mayor extensión en su libro La fin des sociétés, SEUIL, Paris, 2013.

37 A. Garapon, La Raison du monidre État. Le néolibéeralisme et la justice, Odile Jacob, Paris, 2010, p. 246.

38 La idea la desarrollo en el artículo “La deconstrucción y previsible recomposición del modelo de autorización administrativa”, en A. Nogueira (Dir.) La termita Bolknestein. Mercado único vs. derechos ciudadanos, Civitas, Madrid, 2012, pags. 29 y ss.

39 En ese sentido conciben la obra colectiva por ellos dirigida, Loïc Cadiet y Laurent Richer, Réforme de la justice, réforme de l’État, Presses Universitaires de France, Paris, 2003.

40 De estas fórmulas se tiene primero constancia en los Estados Unidos de América donde se ha extendido hasta el punto de hacer del todo excepcional el juicio, vid. Robert P. Burns, The Death of the American Trial, The University of Chicago Press, Chicago, 2009.

41 Por lo demás, “la transacción es vista por los neoliberales como la forma óptima de la justicia a imagen de un mecanismo de conexión entre oferta y demanda que permite encontrar la verdad económica de un bien”, Antoine Garapon, La Raison du moindre État. Le néolibéralisme et la justice, Odile Jacob, Paris, 2010, p. 67.

42 Vid. al respecto, recientemente, T. Armenta Deu, “Reflexiones sobre la convergencia entre los procesos civil y penal y la deriva común hacia métodos extrajurisdiccionales”, en AAVV, La convergencia de los procesos civil y penal ¿una dirección adecuada?, Marcial Pons, Madrid-Barcelona, 2013.

43 Hace ya más de dos siglos que Jeremías Bentham lanzara una certera crítica en su escrito Una protesta contra las tasas judiciales, muy oportunamente recuperado por A. de la Oliva que ofrece una esclarecedora introducción (traducción de G. Rubio), Civitas, Madrid, 2013.