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Documentación Administrativa, número 10, junio de 2023

Sección: ARTÍCULOS

Recibido: 27-03-2023

Modificado: 29-05-2023

Aceptado: 29-05-2023

Publicado: 26-06-2023

ISSN: 1989-8983 – DOI: https://doi.org/10.24965/da.11210

Páginas: 59-72

Referencia: García González, J. (2023). Algunas consideraciones sobre la reforma del delito de malversación y la protección penal del patrimonio público. Documentación Administrativa, (10), 59-72. https://doi.org/10.24965/da.11210

Algunas consideraciones sobre la reforma del delito de malversación y la protección penal del patrimonio público

Some comments on the reform of the crime of embezzlement and criminal protection of public funds

García González, Javier

Universidad CEU Cardenal Herrera (EspañaSpain)

ORCID: https://orcid.org/0000-0002-9637-3033

javier.garcia@uchceu.es

NOTA BIOGRÁFICA

Catedrático de Derecho penal por la Universidad Cardenal Herrera CEU; Profesor Titular Acreditado; Doctor en Derecho por la Universidad de Valencia; Líneas de investigación: avances médicos sobre el genoma y sus aplicaciones en el ser humano. Uso inadecuado de las nuevas tecnologías y de internet: intimidad, ciberacoso, violencia de género ejercida por menores a través de internet.

RESUMEN

Cualquier reforma que afecte a normas que tutelan el patrimonio público y el buen funcionamiento de la administración debe procurar la identificación de espacios de impunidad (para que sean regulados), la mejora de la redacción de las actuales normas (para incorporar las propuestas técnicas denunciadas por doctrina y jurisprudencia), así como la mayor coherencia posible con el resto del ordenamiento jurídico. Y más aún cuando afecta a la lucha contra la corrupción y a una de sus modalidades más conocidas: la malversación de caudales públicos. Se analiza la última reforma legal para valorar si cumple estos criterios. La idea central consiste no tanto en el uso indebido del dinero público que pueda hacer un particular desde su puesto de trabajo, sino en el mal uso del poder que pueda hacer un funcionario o una autoridad con fines lucrativos. El análisis de la modificación de las penas previstas, la no exigencia de ánimo de lucro y la incorporación de nuevas conductas servirán de guía para poder valorar el alcance de esta reforma en el delito de malversación.

PALABRAS CLAVE

Malversación; patrimonio público; lucro; corrupción.

ABSTRACT

Any reform that affects norms that protect the public patrimony and the proper functioning of the administration must seek the identification of areas of impunity (to be regulated), the improvement of the drafting of the current norms (to incorporate the improvements denounced by doctrine and jurisprudence), as well as the greatest possible coherence with the rest of the legal system. And even more so when it concerns the fight against corruption and one of its well-known modalities: the misappropriation of public funds. The latest legal reform is analysed to assess whether it meets these criteria. The central idea is not so much the misuse of public money by an individual from his or her job, but the misuse of power by that an public official or an authority may make for lucrative purposes. The analysis of the modification of the penalties provided for, the non requirement of profit motive and the incorporation of new prohibited conducts will serve as a guide to assess the scope of this reform in the offense of embezzlement.

KEYWORDS

Embezzlement; public property; profit-seeking; corruption.

SUMARIO

1. INTRODUCCIÓN. 2. LA REFORMA DEL DELITO DE MALVERSACIÓN. 2.1. MALVERSACIÓN POR APROPIACIÓN: ARTS. 432 CP. 2.2. MALVERSACIÓN DE USO: ART. 432 BIS CP. 2.3. DESVÍO DE PARTIDA PRESUPUESTADA: ART. 433 CP. 2.4. CONCEPTO DE PATRIMONIO PÚBLICO: ART. 433 TER. 2.5. TIPO ATENUADO POR REPARACIÓN Y/O COLABORACIÓN ACTIVA: ART. 434 CP. 3. LOGROS OBTENIDOS Y EFECTOS INDESEADOS CON LA NUEVA REGULACIÓN. REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS.

1. INTRODUCCIÓN

En las siguientes líneas se propone una reflexión sobre algunos aspectos de la actual tutela penal de la Administración pública, a fin de mejorar su eficacia, en la medida de lo posible, a la luz de la reciente reforma del delito de malversación.

Para ello, conviene plantearse varias cuestiones. En concreto, siguiendo a Ríos (2022, p. 8)1, podemos comenzar con las siguientes: por un lado, valorar si en la Administración pública existen ámbitos de impunidad (ausencia de normas) y, en consecuencia, si resulta necesario ampliar o modificar la regulación jurídico penal vigente, precisamente para corregir tales carencias, en el contexto de un ámbito que puede considerarse especialmente criminógeno, en cierto sentido2; por otro lado, habría que sopesar si la actual normativa protege de forma eficaz y conveniente aquellos valores o intereses que justifican la propia existencia de esos tipos penales. Y, para ello, se impone delimitar cuáles son los bienes jurídicos objeto de protección penal e identificar la correspondiente respuesta (penal) que reciben aquellos que deciden atentar contra tales bienes.

Por último, este mismo autor propone ordenar la normativa aplicable, en el sentido de facilitar su aplicación por parte de los tribunales, en su caso. En la actualidad, todo apunta a que no siempre resulta una tarea fácil: existen numerosos tipos penales, una alta coincidencia entre esos tipos y las infracciones que recoge la normativa administrativa, la dificultad procesal de probar esas conductas, la propia organización interna y diversos procedimientos administrativos que sirven (sin quererlo) de parapeto a quienes realizan alguna de estas conductas ilícitas, el elevado número de personas implicadas, la lentitud del sistema judicial…, entre otras circunstancias, complican sobremanera estos procesos.

Empezando por la primera de estas cuestiones, es obvio que la Administración pública está sometida a constantes ataques que afectan a su correcto funcionamiento y al patrimonio público que está llamada a gestionar. Esos ámbitos de impunidad antes aludidos quedan claramente al descubierto a través del incesante goteo de graves casos de corrupción, por todos conocido3. La única duda que podemos tener al respecto es sobre el porcentaje de criminalidad oculta que pueda haber en este ámbito, pero no sobre su propia existencia.

La paradoja quizá está en que identificamos esa la corrupción como el principal enemigo a batir, al tiempo que no somos capaces de acotar –desde la perspectiva jurídico-penal– qué entendemos por corrupción. Esta polémica no es nueva y ha ocupado a la mejor doctrina, por lo que en adelante nos limitamos a resumir alguna de las características que se han propuesto para su identificación.

Destaquemos su aspecto negativo: la corrupción no debe abarcar cualquier conducta de posible enriquecimiento ilícito de un funcionario o autoridad, sin perjuicio de las consecuencias disciplinarias o penales que ello pueda suponer. A lo que aquí interesa, lo que se quiere es «prevenir la instrumentalización de los cargos o de las funciones públicas para obtener beneficios económicos4». O, como resalta con acierto De la Mata, lo importante no es «la utilización de dinero con fines corruptores, sino la del poder con fines lucrativos» (De la Mata, 2016, p. 5), mediante el «incumplimiento de normas jurídicas que regulan el comportamiento de los servidores públicos5».

Para Rodríguez Fernández,

«la idea de corrupción es, en última instancia, la plasmación de una vieja noción del pensamiento de corte constitucional según la cual los gobernantes han recibido sus poderes de gobierno con la condición irrenunciable de que orienten su ejercicio a la realización del bien común. En esa cultura constitucional del bien común, el gobernante que emplea los poderes recibidos para realizar fines distintos a los que le han sido encomendados pierde su legitimidad. En la tradición medieval y moderna, esa era, de hecho, la definición de la tiranía. En el ámbito de la malversación, el responsable público que invierte el dinero de todos en actividades ajenas al interés general utiliza su poder de forma desviada, torcida, corrupta. El acto de corrupción que se encierra en la conducta malversadora constituye, en esencia, una ruptura de la relación fiduciaria entre gobernantes y gobernados y ataca a la raíz misma del sistema político.» (Rodríguez Fernández, 2021, p. 3).

Ese ejercicio ilegal del poder que ostentan los corruptos suele presentar unas notas comunes, por todos conocidas: habitualidad, permanencia, cierta institucionalización, así como el carácter secreto del pago, entre otras.

A su vez, cabe identificar distintas formas de corrupción. A estos efectos, baste ahora con la propuesta de De la Mata, que distingue entre corrupción pública y política. Centrándonos en la primera de ellas, Fernández Ajenjo la define como aquella que exige.

«de la participación de un agente público (elemento subjetivo necesario), del incumplimiento de un deber de servicio (elemento prescriptivo) y de la obtención de un beneficio ilícito (elemento causal); y, con carácter contingente, de la realización de un daño a la Administración pública (elemento material), de la participación de un particular (elemento subjetivo contingente) y de una nota de clandestinidad (elemento formal).» (Fernández Ajenjo, 2010, p. 532).

En cuanto a la corrupción política, prosigue De la Mata, serán aquellos delitos de corrupción pública en que intervengan personas que acceden al ejercicio de la Administración pública por vía de elecciones o de designación personal de la mano de un partido político (De la Mata, 2016, p. 5).

Siendo así, quizá lo más relevante de esta falta de concepto unívoco sobre la corrupción es que su ausencia o inconcreción impide delimitar el alcance real de esta lacra, al tiempo que dificulta la adopción de medidas eficaces para combatirla. No obstante, como recuerda Santana6, ante un espacio de impunidad –­como el que sabemos que existe en este ámbito– hay que reaccionar, corrigiendo en su caso la norma: «el legislador a la hora de decidir si interviene penalmente y, en caso afirmativo, de qué forma, ha de constatar siempre y previamente qué otras medidas no sancionadoras o qué sanciones no penales son más eficaces, y, de existir ya, si unas u otras han agotado su capacidad de rendimiento».

Lo anterior guarda gran relación con la segunda de las cuestiones que se planteaban al inicio: en toda reforma habría que identificar con claridad qué es lo que se pretende proteger (bien jurídico tutelado) frente a estas conductas calificadas como corrupción y si las normas actuales logran este objetivo, de forma eficaz.

La Constitución establece que la Administración pública sirve con objetividad los intereses generales y que debe actuar acorde a los principios de eficacia, y con pleno sometimiento a la ley. También afirma que toda la riqueza del país está subordinada al interés general.

De igual modo, conviene recordar que la función principal del Derecho penal consiste en proteger aquellos bienes o intereses que, desde la sociedad civil, se señalan al legislador como relevantes o esenciales. Y en ese contexto, no hay duda de que cualquier desvío o quita de la hacienda pública, en perjuicio del interés general preocupa, y mucho, a la ciudadanía. Así lo demuestran de forma constante las encuestas y estadísticas, nacionales y europeas, que se van publicando sobre el rechazo que suscita cualquier forma de corrupción7.

La incidencia de estos comportamientos es tal que,

«en cierta medida, los ciudadanos, frente a todos estos supuestos, colegimos que la gestión pública se ha dirigido, en muchas ocasiones, a la consecución del beneficio propio de cada gestor, obviando sus obligaciones de sometimiento a la ley, servicio orientado al interés público, objetividad e incluso eficacia. Esta circunstancia, sin duda, erosiona la confianza del ciudadano, no solo en los concretos gestores, sino en la estructura y organización del sistema: trasciende a la mera consideración de la gestión incorrecta para minar las bases de nuestro Estado de Derecho.»8.

De lo dicho podría deducirse que el objeto formal de tutela debería ser la defensa y buena gestión en los servicios públicos. En especial, lo que afecte al patrimonio público orientado al sostenimiento del estado de bienestar y al progreso social, pero sin que la merma patrimonial del erario sea un requisito para poder apreciar una conducta de corrupción. No en vano esa labor constituye una de las mayores responsabilidades que recaen sobre la Función Pública. Y también es la que genera mayor consideración social hacia esos funcionarios y autoridades, por razones obvias. Máxime cuando todos ellos detentan, por delegación, el poder que les ha sido entregado por el Estado, precisamente para fomentar al máximo los intereses generales.

Estaríamos, pues, ante un bien supraindividual (o colectivo, si se prefiere) que afecta directamente a la convivencia social (de ahí que también se le denomine bien jurídico institucional, por ser un «facilitador» de procesos o herramientas de desarrollo o relación para con otros bienes o intereses sociales9).

Y, sin duda, ese bien jurídico colectivo e institucional deviene violentado por el funcionario público o autoridad que, abusando de su posición, instrumentalizando su poder y vulnerando la legislación vigente, favorece u otorga ventaja indebida a un tercero en detrimento de los intereses generales, con independencia de que obtenga (o no) por ello una contraprestación económica. Insisto en la idea propuesta por De la Mata: lo importante no es el uso del dinero que un particular pueda hacer con fines corruptos, sino el (mal) uso del poder que ostenta un funcionario o autoridad con fines lucrativos10. Porque con ello, la legitimidad del funcionamiento de la Administración resulta viciada de origen en su imparcialidad, en su probidad y prestigio. Tales conductas implican, por un lado, que la estructura interna de la Administración genera un procedimiento paralelo, distinto al establecido. Y, por otro, que una parte de la sociedad asuma que puede acudir a esa vía, para evitar el procedimiento habitual y/o lograr ventajas sobre otros usuarios que, de otro modo, no le corresponderían. Ese es el núcleo de la corrupción y de ahí que el posible lucro obtenido (o no) directamente por el corrupto no sea lo más relevante.

Identificado el objeto a tutelar, resta por ver la eficacia de la actual normativa destinada a ese fin, lo que conecta con la tercera de las metas que se planteaban al comienzo de este trabajo: la necesidad de revisar, organizar y delimitar la normativa destinada a evitar estos abusos, para facilitar la labor de quienes deban aplicarla y así reducir posibles espacios de impunidad. Tarea que resulta inabarcable en este momento, como es obvio.

Por eso apenas se abordan dos cuestiones básicas. Una de ellas tiene por objeto el régimen de incompatibilidad entre el procedimiento sancionador administrativo y penal. Y la otra afecta a las funciones de fiscalización que corresponden a determinados organismos, encargados de velar por el cumplimiento del derecho administrativo.

Respecto a la primera, nada que objetar a la vigencia del principio ne bis in idem, por supuesto. Pero dicho esto, conviene plantearse, como proponen Beltrán y Piperata, cuáles son las consecuencias prácticas de esa coexistencia de conductas tipificadas tanto en el ámbito administrativo como en el penal. Al coincidir en gran medida entre sí,

«la Administración, en materia de corrupción, sólo podrá imponer sanciones por las poquísimas conductas de los funcionarios que no estén consideradas delito y que sí estén tipificadas como infracción. Para todas las demás deberá suspender sus procedimientos o averiguaciones y dar traslado al Fiscal y esperar a ver si hay condena penal o no. Así que muchas de las conductas potencialmente constitutivas de infracción administrativa sólo lo serán efectivamente a posteriori, pero no solo porque la Administración no puede sancionar cuando detecte indicios de delito y dé traslado al fiscal, sino porque debe esperar a la sentencia condenatoria que eventualmente recaiga, y si el caso es de lo que admiten doble castigo, impondrá al funcionario la sanción que corresponda» (Beltrán y Piperata, 2021, p. 15).

Lo problemático –a mi parecer– es que, como denuncia Jareño, esa coincidencia entre tipos ha provocado que «la jurisprudencia penal ha sido muy exigente con los requisitos que deben darse para llegar al tipo penal, aludiendo constantemente al principio de intervención mínima y la posibilidad del recurso a la respuesta administrativa, en defecto de la penal11». Lo que en la práctica reduce de forma ostensible la respuesta penal, devolviéndose el caso a la jurisdicción administrativa, con lo que se cierra el círculo antes descrito, con pobres resultados en términos de protección eficaz para con el bien jurídico tutelado.

A ello se suma la duración de estos procedimientos, lo que hace que el castigo que pueda imponerse al corrupto ya sea de carácter administrativo, ya sea de carácter penal, siempre resultará extemporáneo y carecerá de cualquier efecto de prevención general.

En este sentido, y forzando una afirmación hecha por el Tribunal Supremo en varias ocasiones, pero en contextos distintos a este, no es de recibo que la huida del Derecho administrativo suponga también una huida del Derecho penal. Y añadiría, y viceversa.

Precisamente para evitar esa situación está prevista la función fiscalizadora que realizan diversos organismos públicos. Pero sobre este asunto, convendría plantear otras dos objeciones: la primera sería la posibilidad (cada vez más presente) de incorporar a la Administración pública las herramientas de control interno que se exigen en las entidades con personalidad jurídica, respecto de aquellos delitos que se pueden cometer en su seno, conforme a lo dispuesto en el art. 31 bis y siguientes del Código penal12. En realidad, se trataría de aplicar a las entidades públicas aquello que estas ya exigen a las entidades privadas que quieren contratar con el Sector Público13. En este sentido, se perciben avances significativos a través de la recién aprobada ley reguladora de la protección de las personas que informen sobre infracciones normativas y de lucha contra la corrupción14.

Y dando un paso más, como propone Fernandez Ajenjo, debería tenderse a una «concepción del buen hacer público más abierta y no limitada a los conceptos de legalidad y economía», a los que habría que incorporar «nuevas ideas como la ética o la calidad. De forma paralela, la mala administración incluirá nuevas conductas definidas en los códigos éticos y en las legislaciones sobre incompatibilidades». Y prosigue diciendo que estos nuevos criterios conllevan la renovación de los objetivos del control financiero, agregando «a los principios de legalidad, contabilidad, economía, eficacia y calidad, los objetivos de la accountability (rendición de cuentas15, responsabilidad pública, responsabilidad social y probidad) e institucionales (la transparencia y colaboración con otras instituciones y con la sociedad civil)».

Y la segunda, consistiría en la necesaria revisión de las instituciones de control financiero16, para que adopten.

«una actitud eminentemente proactiva, lo que debe obligarles a asumir funciones de inspección con el fin de conocer los hechos que, en verdad, se esconden tras la documentación administrativa; planificar las actuaciones de control, incluyendo con claridad entre sus objetivos la detección de actuaciones defraudatorias; e identificar, mediante el análisis de riesgos, las principales áreas de gestión que deben ser objeto de un especial seguimiento» (Fernández Ajenjo, 2010, p. 528).

Por lo demás, el propio sistema de valores de un estado democrático es incompatible con la corrupción. De ahí que todos los ciudadanos y, en especial, los que componen y sustentan la Función Pública debamos impedir al máximo el desarrollo de estas prácticas con todos los medios a nuestro alcance17. Sin embargo, como señala Fernandez Ajenjo, «las instituciones especializadas creadas en las democracias occidentales han evitado esta tarea dadas sus grandes repercusiones políticas, por lo que la denuncia y la represión de la defraudación de los intereses públicos corresponden en estos momentos prioritariamente a la Sociedad Civil y a los Tribunales de la jurisdicción penal, con la colaboración de la Administración inspectora». Hasta el punto, prosigue, de que.

«en esta configuración antifraude ha quedado preterida, como ha señalado buena parte de la doctrina (Malem Seña, Sabán Godoy o Sánchez Morón), la capacidad de los órganos y las instituciones de control administrativo para facilitar la denuncia interna, pues tanto los órganos consultivos (v. gr., Consejo de Estado o Abogacía General del Estado – Dirección del Servicio Jurídico del Estado) como los inspectores o fiscalizadores (v. gr., Inspecciones de Servicio o Intervenciones Generales) se han limitado a ejercer funciones de carácter formal, evitando aquéllas que puedan tener repercusiones de naturaleza política. De la misma forma, los controles externos tienden hacia la controversia política propiciada por el Estado de partidos, debilitando su capacidad de prevención de la corrupción, como ha denunciado García de Enterría en el caso de las Cortes Generales; o bien se limitan al examen de la legalidad administrativa, sin entrar en sus consecuencias punitivas en los casos que impliquen abusos de poder, en el supuesto de las jurisdicciones no penales» (Fernández Ajenjo, 2010, p. 536).

2. LA REFORMA DEL DELITO DE MALVERSACIÓN

Este delito acaba de ser modificado por la LO 14/2022, de 22 de diciembre, como es sabido. La evolución histórica de esta conducta delictiva refleja, cuando menos, un camino tortuoso, que bien podría tildarse de ida y vuelta, si se permite la expresión. El Preámbulo de esa ley justifica la reforma por «la conciencia de que el transcurso del tiempo y las nuevas demandas sociales evidencian la necesidad de llevar a cabo determinadas modificaciones de nuestra norma penal». Afirmación que está en línea con el propósito de este trabajo: comprobar si estos nuevos tipos son herramientas idóneas para evitar la instrumentalización del poder para uso propio.

Como punto de partida, recordemos que la malversación es una conducta con una dilatada presencia en los diversos códigos penales vigentes en nuestro país. Acotando las referencias a lo que aquí interesa y sin ánimo de hacer un resumen pormenorizado de todo ello, podemos distinguir tres fases temporales, con diversas características.

La primera de ellas corresponde al Código de 1973. En ese momento, esta conducta se tenía como un delito de enriquecimiento, penando la sustracción de fondos públicos (caudales y efectos públicos) y el uso desviado de los mismos. Entre otras carencias, se denunciaba la ausencia de protección de los bienes inmuebles. Se trataba de un delito especial y exigía que el sujeto activo tuviera esos bienes a su cargo o a su disposición por razón de sus funciones. Se incluía también el abandono o negligencia inexcusable que diere ocasión a que esa sustracción la realizase un tercero. En ese caso, si se reintegraban los efectos antes de que se celebrara el juicio, se rebajaba la pena. En cuanto al uso desviado de esos efectos, la pena se establecía en función de si tal conducta había causado, o no, un daño o entorpecimiento del servicio público. De igual modo, si se reintegraban los caudales o efectos públicos antes de diez días desde incoación del sumario, se disminuía la pena.

Por otra parte, se castigaba a quien diera a esos caudales o efectos una aplicación pública diferente de aquella a que estuvieren destinados. Y, de nuevo, la pena variaba en función de si con ello se causaba, o no, un daño o entorpecimiento del servicio público. Pero tal prohibición no iba dirigida a cubrir hipotéticos supuestos de administración desleal.

Por último, se reprendía al funcionario que, siendo tenedor de los fondos del Estado, no hiciere el pago debido o que rehusare hacer entrega de la cosa que tuviera bajo su custodia o administración. Y cerraba esta relación de conductas algunos supuestos de malversación impropia.

Años más tarde, en 1995, se acomete una importante reforma del Código penal. En lo que atañe a la malversación, se mantiene de forma decidida su carácter de delito de enriquecimiento, desaparece la actuación imprudente del funcionario que favorecía la sustracción de esos efectos por un tercero y se introduce la exigencia de ánimo de lucro como requisito para apreciar estas conductas. La pena se reduce en parte, en función de la cantidad sustraída. Aunque también se agrava la respuesta punitiva si la sustracción afectara a objetos declarados de valor histórico, artístico o destinado a aliviar alguna calamidad pública. O si existiera un grave perjuicio al servicio público. No hubo modificaciones respecto de la conducta consistente en el desvío de bienes públicos a fines privados, ni sobre la atenuación de la pena si se producía la devolución de estos en el plazo de diez días. Tampoco sobre los diversos supuestos de malversación impropia. En suma, los cambios más significativos fueron la creación de un nuevo tipo de falsificación de contabilidad, las variaciones de pena por concurrir diversas circunstancias y la exigencia del ánimo de lucro.

Y en el año 2015, vuelve a revisarse el Texto Punitivo. En esta ocasión, la malversación se verá más afectada. Destaca el cambio de enfoque dado a la hora de definir la conducta principal: además de englobar comportamientos de enriquecimiento se añade la administración desleal del patrimonio público. Y el Código lo materializa con una referencia directa al delito de apropiación y al de administración desleal. También desaparece la referencia al ánimo de lucro18. Por lo demás, se aumentan las penas en algunos casos (en función de la cuantía), se disminuyen en otros (si concurría reparación, sin indicar plazo concreto para realizarla, lo que permitía lograr la suspensión condicional de la pena), desaparece la referencia a bienes de especial valor histórico artístico y los destinados a paliar calamidades públicas; y se introduce alguna modalidad nueva en los supuestos de malversación impropia. Por último, el tipo agravado se podría aplicar tanto si se superaba determinada cantidad (en función del perjuicio) como si se causaba un grave daño o entorpecimiento al servicio público (con independencia de la cuantía).

Precisamente por esa incorporación de la conducta concreta de administración desleal, varios estudios reflejaron con detalle las ventajas e inconvenientes de todas aquellas novedades. Por mi parte, coincido plenamente con la valoración hecha por Zárate:

«Este tratamiento unitario llevó a que algunos autores considerasen que la LO 1/2015 daba una mejor respuesta a un fenómeno complejo y que permitía cerrar el círculo de la corrupción sancionando conductas tales como una deficiente o abusiva administración, sobrepasando los límites del mandato del cargo político autorizado, las desviaciones presupuestarias, el despilfarro, como contraer obligaciones excesivas para el patrimonio público administrado, los gastos de difícil justificación o cualquier gasto de dudosa legalidad o de incierta finalidad pública, castigando tales conductas con una pena de dos a seis años de prisión, además de la correspondiente inhabilitación especial para cargo o empleo público, una pena superior a la que corresponde a la administración desleal de patrimonio particular, castigado con pena de seis meses a tres años de prisión.»19.

Por más que fueran igualmente acertadas las voces que denunciaban la dificultad de intentar aplicar una conducta pensada para la actividad privada (administración desleal) a entidades u organismos públicos.

Ya en nuestros días, nos encontramos ante la reforma de diciembre de 2022. De nuevo, lo más destacable es la vuelta al modelo de delito de enriquecimiento (decae cualquier referencia a la administración desleal del patrimonio público) y la exigencia del ánimo de lucro. De hecho, se puede afirmar que volvemos al texto originario por cuanto ahora se tipifica la apropiación de fondos por parte del funcionario, la dejación para que otro se apropie de ellos, así como el uso temporal de dichos bienes, sin ánimo de apropiación. También se castiga el desvío presupuestario o el pago de gastos de difícil justificación. Se recupera la referencia a bienes de especial valor histórico o artístico, y la mención de efectos destinados a aliviar alguna calamidad pública, se aclara el plazo temporal en que procede la reparación (antes del juicio oral), incorpora una definición legal de lo que debe entenderse por patrimonio público y, más importante, incorpora la aplicación de patrimonio público a un fin diferente del destinado. Por lo demás, modifica algunos tipos agravando o atenuando la pena en función de determinadas circunstancias o cuantías. De todo ello, los cambios más destacados son la desaparición de la conducta de administración desleal, la recuperación del ánimo de lucro, y la rebaja de pena del tipo básico20.

Veamos cómo se refleja todo ello en alguna21 de las modalidades de malversación, ya vigentes.

2.1. Malversación por apropiación: art. 432 CP

Se perfecciona la redacción del tipo básico: la conducta principal consiste en apropiarse (en vez de sustraer) o consentir que otro lo haga, si bien desaparece cualquier referencia a la administración desleal22. Se habla de patrimonio público (en vez de caudales o fondos, despejando dudas sobre algunos bienes, como eran los inmuebles23), al tiempo que se amplía la referencia a las circunstancias que sitúan esos bienes bajo la custodia del funcionario: por razón de sus funciones o con ocasión de estas. Y se reintroduce el ánimo de lucro como elemento subjetivo del injusto24. De forma que, cuando este no concurra, solo cabría acudir al art. 433 CP, en su caso, o a otras figuras penales. En ambos preceptos, la pena prevista es inferior a dos años, con lo que, de facto, podría aplicarse la suspensión condicional de la pena, de recaer condena por alguno de estos delitos. Por lo demás, ahora la inhabilitación prevista es la especial, reservándose la inhabilitación absoluta para el tipo agravado.

A su vez, el tipo cualificado procede cuando concurra alguna de las circunstancias enumeradas en el art. 432, 2.º CP, a saber: causar un daño o entorpecimiento grave al servicio público; o causar un perjuicio o apropiarse de patrimonio valorado en más de 50.000 euros; o que las cosas malversadas fueran de valor histórico, artístico, histórico, cultural o científico, o si estuvieran destinadas a aliviar alguna calamidad pública. Se rescata igualmente la agravación por cuantía superior a 250.000 euros. Por último, incorpora una conducta privilegiada si el patrimonio público afectado o el daño causado es inferior a 4.000 euros, todo ello con la concurrencia del citado ánimo de lucro.

En el texto apenas se menciona la conducta omisiva del funcionario o autoridad que, de forma dolosa, deje que otra persona realice esa apropiación de bienes, cuando en mi opinión es una de las cuestiones más relevantes que debería haberse acotado mejor. De hecho, como es sabido, constituye una de las principales cuestiones jurídicas planteadas en la sentencia del denominado Caso ERES25.

2.2. Malversación de uso: art. 432 bis CP

Este precepto castiga el uso temporal de bienes públicos para fines privados, sin ánimo de apropiación y siempre que se produzca el posterior reintegro o restitución de estos en el plazo no superior de diez días desde la incoación del proceso. Porque de no ser así, transcurrido ese tiempo, esta conducta se castiga con las mismas penas que la malversación descrita en el artículo 432 CP.

Se corrige la redacción del tipo (por cuanto aclara los elementos a restituir), aunque no se justifica en la Exposición de Motivos las razones que motivan las modificaciones de pena que incorpora26: se rebaja la pena de prisión y se sustituye la inhabilitación antes prevista, por la suspensión. Tales cambios permiten acordar la remisión condicional de la condena, en su caso.

2.3. Desvío de partida presupuestada: art. 433 CP

Este artículo castiga al funcionario o autoridad que diere al patrimonio público una aplicación pública distinta de aquella a la que estuviere destinado. Se trata de una conducta dolosa, pero sin ánimo de lucro. No supone apropiación porque, de haberla, estaría castigada conforme a los artículos precedentes. La pena varía en función de si existe, o no, daño o entorpecimiento grave al servicio al que estuviere consignado.

Son muchas las cuestiones que ha suscitado este precepto: la aplicación pública distinta de aquella inicialmente fijada que se financia con esa partida presupuestaria ¿ha de ser lícita?; ¿debe concurrir ánimo de lucro?; ¿cómo se mide y valora la existencia de un grave daño o un grave entorpecimiento al servicio que se ha quedado, en todo o en parte, sin las cantidades inicialmente consignadas a tal fin?; ¿qué criterios podremos usar para distinguir entre el incumplimiento de las normas administrativas de ejecución de gasto y la existencia de este delito?

Comenzando por el desvío presupuestario para fines ilícitos o sin cobertura legal, Gudín afirma con acierto que: «No es posible, ni admisible una aplicación pública fuera del Estado de Derecho, pues al hacerlo pasamos a otro ámbito distinto de lo que es público27». Y en los mismos términos se expresa el Decreto MF28.

En cuanto al ánimo de lucro y al perjuicio causado, el texto guarda silencio. Por tanto, cabría aseverar que no se necesita el primero y que, el segundo, solo tendría efectos sobre la pena finalmente impuesta (siempre que tal perjuicio constituyera un grave daño o entorpecimiento al servicio).

Más compleja resulta la valoración del citado daño o entorpecimiento que ese desvío presupuestario pueda causar al fin público que inicialmente iba a ser financiado. Y no solo por la dificultad de marcar los contornos de esa «gravedad», sino por la propia autonomía con la que la Administración desarrolla estas funciones. Como advierte Sanz Mulas,

«si tenemos en cuenta que la Administración realiza gastos en su actividad de fomento, en su actividad promocional y en el desarrollo de políticas asistenciales –cuya concreción y definición del gasto viene atribuido a la autoridad política, que a su vez es el ordenador de pagos–, es peligroso que sea el juez quien “por su propio imperio”, y tras constatar infracción por leve que sea en la ejecución presupuestaria, reinterprete la función que el gasto está llamado a cumplir en esa concreta política, declarando la concurrencia de perjuicio típico por desviación de fines conforme al concepto personal o funcional de patrimonio.»29.

Por otra parte, entender que cualquier desviación de gasto es subsumible en el art. 433 bis CP sería un exceso, en mi opinión: es obvio que las infracciones de la legalidad presupuestaria deben ser sancionadas, en su caso, por el derecho administrativo. Y solo debería recurrirse a este tipo ante supuestos relevantes de cambio de destino30. En el mismo sentido, Roca de Agapito mantiene que debería limitarse «a casos graves de cambio de destino, en los que, aunque no se dé un perjuicio económico-contable para el Erario, sí que desde el punto de vista de la correcta gestión y del daño a los servicios públicos, pueden ser de consecuencias equiparables a las de una apropiación» (Roca de Agapito, 2023, p. 12).

Sin embargo, el Ministerio Fiscal mantiene una visión más amplia, pues considera que esa asignación irregular supone destinar ese patrimonio «a finalidades de carácter público pero diferentes de aquellas a las que estuviese legalmente destinado y, por lo tanto, con infracción de la normativa administrativa en materia de ordenación del gasto público» (Fiscalía General del Estado, 2023, p. 21). En su opinión, esta conducta disminuye la obligada transparencia que ha de ofrecer la Administración en el manejo de fondos públicos y, además, supone una «usurpación» de la facultad de decidir sobre la forma y la finalidad del gasto público, sobre todo cuando de esta manera se pone en peligro el control eficaz del mismo31. De todo ello, no se desprende ningún límite respecto al derecho administrativo sancionador32, por lo que pudiera pensarse que este Decreto avala la intervención penal ante cualquier supuesto de desviación presupuestaria que cumpla lo dicho anteriormente: destino diferente al que estuviese asignado, con usurpación de la capacidad de decisión y, todo ello, con incumplimiento de la normativa presupuestaria.

Por último, respecto a las penas previstas, cabe resaltar que podría ser de aplicación la remisión condicional de la pena, ya sea porque la conducta no alcance la consideración de grave, ya sea por aplicación de lo previsto en el art. 434 CP.

2.4. Concepto de patrimonio público: art. 433 ter CP

Este artículo incorpora el concepto de patrimonio público, aunque sin mucha novedad, ya que éste venía conformado hace tiempo por la jurisprudencia. De hecho, de momento viene cosechando valoraciones críticas, como la expresada por Roca de Agapito. En su opinión, resulta, «superfluo, insuficiente y confuso», porque:

«no resuelve los casos que ofrecen los mayores problemas interpretativos, como puedan ser los bienes de las entidades de Derecho público, pero con régimen jurídico privado, o también los de las empresas públicas, particularmente las sociedades de economía mixta. Y confuso, ya que al definirlo como “todo el conjunto de bienes y derechos”, parece que asemeja de nuevo la malversación en este punto más a una administración desleal, que a una apropiación indebida» (Roca de Agapito, 2023, p. 12).

2.5. Tipo atenuado por reparación y/o colaboración activa: art. 434 CP

Por último, este precepto establece una rebaja de pena, aplicable a todas las figuras de malversación antes citadas, en dos supuestos concretos: ya sea por haber reparado «de modo efectivo e íntegro el perjuicio causado al patrimonio público antes del inicio del juicio oral», ya sea por una colaboración activa y eficaz con las autoridades de forma que se obtengan pruebas decisivas para el esclarecimiento de los hechos o captura de sus responsables.

La novedad se limita al plazo temporal establecido para tales actuaciones. Lo más relevante, a mi parecer, es que este artículo permite activar la remisión condicional de la pena en cualquier supuesto, independientemente de la cuantía afectada. Téngase en cuenta que los dos motivos que permiten su apreciación son alternativos, no acumulativos.

3. LOGROS OBTENIDOS Y EFECTOS INDESEADOS CON LA NUEVA REGULACIÓN

Si ahora retomamos los motivos aducidos por el Preámbulo de la ley que modifica la regulación penal de la malversación, y a ello sumamos las cuestiones planteadas al inicio de este trabajo, podremos obtener una valoración de dicha reforma.

El legislador argumenta en la LO 14/2022 que estas modificaciones se hacen necesarias por el transcurso del tiempo y por las nuevas demandas sociales. Sobre lo primero, realmente cuesta identificar hitos concretos en los últimos siete años que puedan justificar estos cambios. Desde la entrada en vigor de la ley de 2015 se ha generado amplia doctrina y jurisprudencia sobre los efectos del modelo mixto introducido en aquel momento, basado en la apropiación y en la administración desleal. Pero más allá del regreso al modelo inicial, centrado en la sustracción, en la nueva regulación no se aprecian avances significativos o realmente novedosos. Podría decirse que se ha vuelto a lo anterior, sin más.

En cuanto a las nuevas demandas sociales, se trata de un argumento de dudosa interpretación y concreción. Pero entendiendo por tal el clamoroso rechazo social ante la corrupción, también resulta difícil de sostener que la nueva regulación ayuda a luchar contra esta lacra, ya que estas normas, por un lado, limitan el ámbito de aplicación de este delito (solo a supuestos en los que concurra ánimo de lucro33). Y por otro, rebajan las penas aplicables34. Ya sea de forma directa (mantiene la atenuación cuando el autor colabore de forma eficaz con la Justicia, aun sin devolución de cantidad alguna; o cambiando penas de inhabilitación general por otras de inhabilitación especial; o la primera de ellas por la de suspensión). Ya sea de forma indirecta (condicionando la pena en base a un concepto subjetivo como es la gravedad del daño o entorpecimiento causado; o ampliando el acceso a la suspensión condicional de la condena, lo que impediría, de facto, el ingreso en prisión del culpable). Más bien cabe afirmar lo contrario: con esta reforma no se ha atendido convenientemente esa demanda social35.

En cuanto a las tres cuestiones inicialmente planteadas y comenzando con los comportamientos que puedan quedar impunes con esta nueva norma, la valoración es igualmente negativa. No se aprecian avances respecto a la regulación anterior. Sigue sin abordarse la actuación de órganos colegiados, el despilfarro exagerado, los sobrecostes y muchas otras conductas corruptas (De la Mata, 2023). De hecho, en mi opinión, se retrocede al introducir la exigencia de ánimo de lucro porque el patrimonio público no es el único bien jurídico tutelado por estos delitos. Ni el más importante. Para eso ya existen los delitos patrimoniales36. La corrupción supone instrumentalizar el poder en beneficio propio, creando vías alternativas ilegales a las que acuden ciudadanos interesados en obtener respuesta a sus intereses, en vez de usar los canales o procedimientos legalmente establecidos para ello.

En lo atinente a las carencias normativas que se hayan podido reparar con esta nueva regulación, resulta acertada la limitación temporal introducida en el tipo privilegiado por reparación o colaboración, así como la recuperación de circunstancias agravantes (bienes de interés artístico, histórico y/o destinado a paliar una calamidad pública). Pero no compensa el resto de las críticas que ha cosechado el conjunto de cambios introducidos por esta ley, precisamente por mantener las lagunas antes denunciadas.

Y respecto al tercer criterio propuesto, ordenar la ley, aclarar el panorama para facilitar la aplicación de la ley y la lucha contra la corrupción, tampoco se ha logrado ningún avance para remediar esa duplicidad administrativa y penal, y/o para reducir los efectos perversos que ello conlleva.

En suma, el cambio legislativo operado en el delito de malversación no parece ser el más eficaz para luchar contra la corrupción, por las razones expuestas. Como afirma Ríos (2022),

«es sabido que mantener una aproximación penal inoperante, espasmódica, disgregada material, personal, especial y temporalmente –tanto a nivel sustantivo como procesal–, permite a quienes se sirven de las estructuras y medios de los partidos políticos para delinquir y, de ese modo, alcanzar o sostener una posición de poder, desviar la atención sobre la necesidad de afrontar problemas políticos, todo ello con la reducción del riesgo de una intervención estatal jurídico-represiva sobre sus actividades».

Todo ello sin olvidar que quienes más pueden ayudar a mejorarla quizá sea a quienes menos se les invita a participar en estas reformas37. Lo expresa con acierto De La Mata:

«los juristas pueden escribir sobre la corrupción, los jueces pueden actuar contra ella, fiscales y policías pueden investigarla. Podemos tener una mejor o peor legislación: penal, procesal, administrativa. Pero quienes de verdad pueden evitarla son quienes pueden cometerla. Ésta es la paradoja. Funcionarios de toda clase, inspectores, interventores, jefes de servicio, secretarios de ayuntamientos y representantes políticos son quienes están ahí, quienes saben qué contratos se firman, qué acuerdos se adoptan, cómo se gasta el presupuesto, cómo se ejecutan los trabajos encomendados, qué entra y qué sale, quién entra y quién sale. No debería poder gastarse un euro que no esté presupuestado. No debería existir proceso de contratación alguna sin transparencia real».

Ojalá que finalmente se logre alcanzar estos objetivos, por el bien común.

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1 Aunque estas cuestiones las plantea en el contexto de la financiación ilegal de partidos políticos, respecto a los delitos electorales.

2 Es obvio que con esta expresión no se pretende, en ningún caso, considerar al conjunto de la Administración pública como un espacio criminógeno. En breve se expondrá que nos estamos refiriendo a la corrupción y al reducido número de personas que sucumben ante él, eso sí, desde sus puestos en la Administración pública.

3 Puede consultarse una extensa y desoladora relación de casos de corrupción en Roca de Agapito (2023, p. 2). Entre otros muchos, y como simple ejemplo del impacto mediático que han provocado, cabe destacar el caso Marey, el de los Fondos Reservados, el denominado Saqueo de Marbella, el caso Noos, el Gürtel o el de los ERES.

4 Vázquez-Portomeñe (2018, p. 16), si bien se refiere al delito de cohecho, de ahí que mencione el intercambio económico.

6 Aunque en un contexto distinto al de la corrupción, vid. Santana (2020, pp. 76-110, p. 86).

7 Como simple muestra, se puede citar el informe de Transparency International España: «el índice de Percepción de la Corrupción (PIC) 2022, publicado el 31 de enero de 2023, muestra que España no avanza en sus esfuerzos de prevención y lucha contra la corrupción, bajando de nuevo un punto con respecto al año pasado y obteniendo una puntuación de 60/100). Con esta calificación, España ocupa la posición 35/180 del ranking global del IPC, junto con Botsuana, Cabo Verde, y San Vicente y Las Granadinas. Dentro de la UE, se mantiene en el puesto 14/27, por debajo de Portugal y Lituania y solo un punto por encima de Letonia.». En similares términos, The 2022 Special Eurobarometer on Corruption (Rule of law report-Country Chapter Spain).

9 Se tiene como «imprescindible para la autorrealización de las personas en el seno de la sociedad»; y por ello se impone «la intervención del Estado para atender las necesidades de los ciudadanos, teoría ésta que encuentra apoyo en el artículo 9.2 de la Constitución española. Se trata por tanto de proteger relaciones básicas dentro del sistema que configuran el orden social y a su vez son fundamentales para cada persona que vive en sociedad, y para el funcionamiento del propio sistema». Una completa síntesis sobre el particular en García Arroyo (2022, p. 32 y ss.).

10 Ya apuntado antes, De la Mata (2016, p. 5).

11 Jareño Leal (2018, p. 6), en referencia al caso concreto de la prevaricación.

12 Incluso yendo más allá. En opinión de Junceda, «los programas de cumplimiento normativo no parecen ni necesarios ni pertinentes para las Administraciones Públicas stricto sensu, y solamente lo serán para las empresas públicas cuando realmente respondan a los criterios de seriedad o rigor que la doctrina penal ha venido señalando y no cuando respondan a intentos epidérmicos de cumplir la ley pero sin llevar a cabo actuaciones de fondo y forma que impidan en la realidad la perpetración de delitos y de otros comportamientos indebidos. Como es natural, la implementación de programas de cumplimiento en estas personas jurídicas empresariales públicas, no solamente han de tratar de erradicar la delincuencia, sino de servir también para el establecimiento de mecanismos de ética económica en dichos ámbitos, toda vez que a una empresa de titularidad administrativa se le debe exigir un plus de reputación adicional a la de las corporaciones privadas, precisamente por financiarse, sostenerse o pertenecer al sector público, costeado por fondos de ese carácter y desarrollando muchas veces funciones de interés general» (Junceda Moreno, 2018, p. 177).

13 Y no son los únicos ámbitos en los que se aplica actualmente. Incluso entre administraciones públicas, en las convocatorias de ayudas relacionadas con algunos fondos europeos, se da prioridad a aquellas entidades locales que cuenten con programas de compliance. Y caben otras muchas propuestas, como sería la de blindar el nombramiento de las personas que dirijan los órganos fiscalizadores, así como a sus trabajadores, evitando que esos puestos sean ocupados por cargos de confianza de libre designación frente a funcionarios de carrera y/o que su mandato no coincida en el tiempo con la legislatura de los gobernantes que les han designado.

14 En ella, entre otras medidas, se obliga a la Administración pública a contar con un sistema interno de información (canal de denuncias), a la vez que protege al informante. Ley 2/2023, de 20 de febrero, reguladora de la protección de las personas que informen sobre infracciones normativas y de lucha contra la corrupción. Sobre el particular, vid. García Rodríguez-Marin, A. (2022).

15 Un buen ejemplo de ello, si llega a materializarse, es la previsión hecha en la Disposición adicional quinta, de la citada Ley 2/2023, de 20 de febrero: El Gobierno, en el plazo máximo de dieciocho meses a contar desde la entrada en vigor de la presente ley, y en colaboración con las Comunidades Autónomas, deberá aprobar una Estrategia contra la corrupción que al menos deberá incluir una evaluación del cumplimiento de los objetivos establecidos en la presente ley así como las medidas que se consideren necesarias para paliar las deficiencias que se hayan encontrado en ese periodo de tiempo.

16 Es evidente que «tanto la Inspección General de la Administración del Estado como el Tribunal de Cuentas tienen estos principios (de eficiencia y eficacia, e incluso a la calidad en la gestión de recursos públicos) en su normativa reguladora, (pero) en la práctica su enfoque se ha dirigido más a la fiscalización contable, de legalidad y de procedimientos. Por ello, resulta fundamental avanzar en el análisis de la eficiencia y la eficacia de las políticas públicas, en un contexto evaluador en el que las distintas aproximaciones se complementen en aras de la calidad y seguridad normativa y del uso óptimo de los recursos públicos» (Herrero, 2021, p. 39). El texto entre paréntesis es añadido.

17 Así lo reconoce el Preámbulo de la citada Ley 2/2023, de 20 de febrero: «La colaboración ciudadana resulta indispensable para la eficacia del Derecho. Tal colaboración no sólo se manifiesta en el correcto cumplimiento personal de las obligaciones que a cada uno corresponden, manifestación de la sujeción de todos los poderes públicos y de la ciudadanía a la Constitución Española y al resto del ordenamiento jurídico (artículo 9.1 de la Constitución Española), sino que también se extiende al compromiso colectivo con el buen funcionamiento de las instituciones públicas y privadas. Dicha colaboración ciudadana es un elemento clave en nuestro Estado de Derecho y, además, se contempla en nuestro ordenamiento como un deber de todo ciudadano cuando presencie la comisión de un delito, tal y como como recoge la Ley de Enjuiciamiento Criminal. Dicho deber, al servicio de la protección del interés público cuando éste resulta amenazado, debe ser tomado en consideración en los casos de colisión con otros deberes previstos en el ordenamiento jurídico».

18 A su vez, Rodríguez Fernández (2021, p. 2), dice que el cambio de 2015 supuso pasar de una malversación patrimonial, de apoderamiento (la del CP 1995) a una malversación de daño. Y habla de acto fraudulento de gestión capaz de ocasionar el perjuicio, y añade, sin tener que probar el lucro obtenido. De hecho, no hacía falta, con el de 2015, probar el acto de apoderamiento con ánimo de lucro, basta ese acto fraudulento con lo que, en su opinión, se amplía las conductas punibles y la lucha ante la corrupción.

20 Sobre el alcance de esta reforma, dice Gudín: «En el caso del delito de malversación, la reforma retrocede a tiempos pretéritos incorporando como supuesto de penalidad atenuada la distracción de caudales públicos para supuestos distintos a los que estaban destinados. La incorporación de esta modalidad atenuada presenta enormes incógnitas, como ya venían presentándose en los precedentes habidos con anterioridad al Código Penal de 1995. No parece, sin embargo, que vaya a modificar substancialmente la estructura del tipo de malversación para aquellos supuestos en que los acusados aplican fondos públicos a finalidades espurias fuera de los límites del ordenamiento jurídico» (Gudín Rodríguez-Magariños, 2023, p. 1).

21 No haremos referencia al delito de falsedad contable, previsto en el art. 433 bis, ni a la malversación impropia del art. 435. Tampoco nos detendremos en el concepto de funcionario, del art. 435 bis. Sobre este último, vid.: Gómez Rivero (2016), en especial pp. 11 y ss. y Rosso Pérez (2022).

22 Vid. Decreto de la Fiscalía General del Estado (2023). Pautas interpretativas.

23 Cuestión que ya estaba resuelta, por lo demás, por la jurisprudencia.

24 Aunque esta nueva exigencia pueda tener un alcance limitado. Según el Alto Tribunal, «A tal efecto, debe recordarse que el elemento subjetivo del delito de apropiación indebida consiste en el animus rem sibi habendi, es decir, en la consciente realización de actos de disposición de naturaleza dominical sobre el objeto material del delito, elemento que la jurisprudencia mayoritaria identifica con el ánimo de lucro» (ATS 1055/2022, de 24 de noviembre; SSTS 815/2022, de 14 de octubre; 908/2021, de 24 de noviembre).

En el mismo sentido, el Decreto de la Fiscalía General del Estado (2023). Pautas interpretativas: «Esta circunstancia no constituye una novedad relevante, pues la jurisprudencia ha entendido que el delito de apropiación indebida del art. 253 CP –al que se remitía el derogado art. 432.2 CP (versión LO 1/2015)– exige la concurrencia de ese ánimo en el responsable del delito (vid. SSTS 1055/2022, de 24 de noviembre; 684/2022, de 7 de julio; 829/2022, de 15 de septiembre; 109/2022, de 20 de enero; 899/2021, de 18 de noviembre; 86/2017, de 16 de febrero)». Y añade: «Por lo que se refiere al ánimo de lucro exigido por el nuevo delito de malversación del art. 432 CP, debe subrayarse que su apreciación no se limita a los supuestos en los que el sujeto activo del delito vea incrementado su patrimonio. Como señala la STS 749/2022, de 13 de septiembre, [p]ara determinar el contenido de este elemento se han propuesto distintas interpretaciones, una más estricta limitándolo al provecho patrimonial, y otra más amplia, en la que se incluye toda clase de ventaja, patrimonial o espiritual (animus lucri faciendi gratia), criterio este último que hemos acogido de forma reiterada, señalando que en la malversación no se exige el lucro personal del sustractor». Prosigue diciendo el Decreto de Fiscalía que concurre constatado el «ánimo de cualquier beneficio, incluso no patrimonial (STS 507/2020, de 14 de octubre) y que el ánimo de lucro concurre, aunque la intención de lucrar se refiera al beneficio de un tercero (STS 277/2015, de 3 de junio)». Esta Sala, por tanto, ha ido flexibilizando de forma progresiva el concepto de ánimo de lucro de modo que en la actualidad alcanza a cualquier aprovechamiento o satisfacción, aunque no tenga significado económico, habiendo precisado que «la jurisprudencia viene sosteniendo desde hace más de medio siglo que el propósito de enriquecimiento no es el único posible para la realización del tipo de los delitos de apropiación. En particular el delito de malversación es claro que no puede ser de otra manera, dado que el tipo penal no requiere el enriquecimiento del autor, sino, en todo caso, la disminución ilícita de los caudales públicos o bienes asimilados a éstos» (STS 1514/2003, de 17 de noviembre)». Esta idea late, asimismo, en las SSTS 734/2022, de 7 de julio; 624/2022, de 23 de junio; 697/2022, de 23 de junio; 569/2022, de 19 de mayo; 899/2021, de 18 de noviembre.

Y finaliza el Decreto diciendo: «En definitiva, el ánimo de lucro se apreciará en todos los casos en los que el sujeto activo obre con conciencia y voluntad de disponer de la cosa como si fuera propia, destinándola a unos fines ajenos a la función pública al objeto de conseguir una ventaja o beneficio propio o ajeno de cualquier tipo. Por consiguiente, este elemento subjetivo del injusto también se apreciará cuando el responsable del delito no persiga la obtención de una ventaja patrimonial o de un incremento económico personal» (pp. 9 a 12).

25 Al respecto, resulta de interés el F. J. 7.º de la STS 749/2022, de 13 de septiembre, al abordar el papel de los superiores jerárquicos: «Frente a esa conclusión fáctica se alega que a los funcionarios que no intervinieron en los actos dispositivos no se les puede atribuir la posición de garante por el solo hecho de que tenga encomendadas genéricas funciones de superior dirección o de coordinación y control o de aprobación de instrumentos normativos y que por exigencias del principio de intervención mínima, no basta con un deber general de control, sino que exige un especial deber jurídico del autor, y no sólo eso, exige además una específica obligación legal o contractual de actuar, o la creación de una ocasión de riesgo, de modo que la omisión pueda equipararse a la acción, pues en otro caso todo superior jerárquico sería responsable penalmente, en concepto de autor en comisión por omisión, de los delitos del subordinado, lo que parece evidente que no es la intención del legislador y ensancharía de manera injustificada el ámbito punitivo, convirtiendo en autor criminal a todo responsable por culpa in eligendo o in vigilando. Se añade que de la legislación aplicable no puede colegirse deberes específicos de control al detalle de los innumerables gastos autorizados a cada Consejería ni asumir funciones de control que corresponden a la Intervención».

En este caso debe ponerse el acento en que el tipo penal prevé específicamente un tipo de omisión impropia sancionando la conducta de quien consiente la sustracción por otro, lo que es sumamente revelador de la intención del Legislador de sancionar no sólo a quien materialmente dispone de los caudales públicos sino de todo aquel que consiente esa disposición, lo que obliga a determinar, más allá de la asignación formal de competencias, qué personas tienen la capacidad y el deber de evitar la comisión del delito, lo que está en necesaria relación con el conocimiento que se tenga de la forma en que se va a disponer de los bienes públicos.

Es impensable admitir que el director general de Trabajo pudiera disponer de los fondos públicos al margen de los controles y requisitos legales sin la autorización de los restantes responsables políticos condenados. Todos ellos tenían funcionalmente asignada la competencia para decidir sobre el destino de esos fondos, aprobando o no las correspondientes partidas presupuestarias o, incluso, dando las órdenes pertinentes para que los expedientes se tramitaran siguiendo los trámites legales y con el control previo de la Intervención General, por lo que no sólo no evitaron el delito, sino que contribuyeron causalmente al desarrollo de la acción ilícita.

Se aprobaron unas partidas presupuestarias en contra de lo establecido en las leyes, posibilitando con ello el descontrol absoluto en la concesión de las ayudas sociolaborales. Eso es lo que explica la existencia de procedimientos posteriores de reintegro en los que se declara no sólo la ilicitud de las ayudas sociolaborales concedidas sino también el indebido criterio de presupuestación que hizo posible la concesión de las ayudas y eso permite afirmar la vinculación causal entre el criterio de presupuestación y la falta de control y demás ilegalidades producidas en el proceso de concesión de las ayudas.

26 De hecho, sobre este particular, Zárate afirma que, precisamente, esta reforma incumple en parte la Directiva 2017/1937, de 5 de julio. Vid. Zárate Conde (2023, pp. 5 y ss.).

27 Afirmación que realiza al analizar el Auto del TS, de 12 de enero de 2023. En su opinión, la resolución comentada (se refiere al citado Auto) lo entiende también así, y cita el texto: «En lo relativo al actual artículo 433 del Código Penal, su inviabilidad respecto de los hechos investigados resulta de lo inconciliable de entender que el patrimonio público se aplicó en este caso a una finalidad pública diferente de aquella a la que estaba destinado, pues no se trata de un supuesto en el que se produjera un trasvase presupuestario entre finalidades públicas legítimamente administradas, sino de la aplicación de los fondos públicos a sufragar la decisión personal de contravenir el ordenamiento jurídico y cometer un delito, por más que el sujeto activo tenga una actividad profesional pública» (Gudín Rodríguez-Magariños, 2023, p. 7).

28 Decreto de la Fiscalía General del Estado (2023). Pautas interpretativas.

29 La referencia a la administración desleal se corresponde con la anterior redacción del delito de malversación. Vid. Sanz Mulas (2017, p. 13).

30 Lo que vuelve a situarnos ante el dilema de saber qué entendemos por «grave», máxime si asumimos lo dicho más arriba: esta malversación presupuestaria no da cabida a desvíos de dinero para cubrir gastos ilegales.

31 Fiscalía General del Estado (2023). En el Decreto se cita la STS de 13 de diciembre de 1963, en la que se castiga «la deslealtad a la ordenanza o norma reguladora de su aplicación, diríase que es la sanción a la rebeldía de quien no se somete a lo ordenado por el organismo titular del patrimonio público al darle aplicación distinta de la fijada en los presupuestos, quintando a estos su fuerza vinculante para la vida económica de la corporación o entidad de que se trate, rebeldía a la que la ley ha dado contenido penal para evitar que el funcionario que administra fondos públicos se arrogue funciones propias del organismo rector, que es a este, y no a aquel, a quien incumbe determinar el bien público a que se deben aplicar los caudales.».

32 Con lo que se vuelve a retomar el problema de deslinde entre ambos sistemas de control, como ya se comentó en las páginas iniciales de este trabajo.

33 Hecho, por lo demás, de gran trascendencia: «La malversación es una de las figuras delictivas más importantes que tenemos para hacer frente a la corrupción, entendida como la utilización de unas facultades públicas en interés privado, distinto del general a que toda actuación pública debe estar encaminada. El ánimo de lucro en la malversación haría referencia, por tanto, a una conducta corrupta, y sólo a esa clase de conductas ahora cabe atribuirles el calificativo de malversadoras. Sin embargo, debemos preguntarnos si lo que se quiere hacer con la nueva regulación es dar respuesta a unas conductas corruptas de unos sujetos que pretenden enriquecerse a costa del patrimonio de todos o si la regulación penal de la malversación debe estar orientada a la protección de la correcta gestión del patrimonio púbico, de un correcto funcionamiento de la Administración pública. Parece, por tanto, que el ánimo de lucro se presenta en este ámbito de funcionalidad como un cuerpo extraño, pues con su introducción se hace un flaco favor a la protección de la correcta gestión del patrimonio» (Roca de Agapito, 2023, p. 18).

34 Con importantes consecuencias en esta materia. Así, «La alteración de los marcos penales, la sustitución de la pena de inhabilitación absoluta por la inhabilitación especial y para el derecho de sufragio pasivo, la modificación de la conducta activa de administración desleal y la introducción de la cláusula atenuadora del artículo 434 CP, parecen contradecir de manera directa los objetivos que el legislador persigue mediante su reforma. En este sentido, las modificaciones del Código penal presentan una eficacia mucho menor que la inicialmente perseguida. Todas las reformas aparentemente buscan poner freno a las conductas que desde la propia Administración se llevan a cabo, queriendo atajar las conductas de carácter corrupto y limitando el excesivo y descontrolado despilfarro y descontrol en la gestión pública, pero posteriormente se revelan como ineficaces e inútiles por su propia configuración típica y su estructura. De esta manera, la ineficacia de las reformas penales confunde a la sociedad, nos hace dudar de la utilidad real del ordenamiento jurídico-penal e incluso de la verdadera intención legislativa en cuanto al combate contra la corrupción. El legislador ha intentado convencernos de la intensidad con la que afronta el problema de la corrupción, pero ni resulta posible castigar los desmanes en la gestión que condujeron a las distintas crisis económicas, ni las penas serán más graves ni tampoco serán ejemplarizantes, pues todo puede “casi olvidarse” mediante determinadas acciones de reparación o pseudo colaboración. Así, la ineficiencia o inutilidad de la regulación penal conduce, de manera inexorable, al desánimo, descreimiento y desconfianza de la ciudadanía.» (Valle Mariscal de Gante, 2022, p. 220).

35 Vid. el informe del Grupo de Estados contra la Corrupción del Consejo de Europa (GRECO) publicado en marzo de 2023 y el informe de la Comisión de Control Presupuestario del Parlamento Europeo.

36 Como afirma Rodríguez, «es evidente que la desviación maliciosa de los fines encomendados a un gestor de lo público no se produce únicamente cuando este se apodera de un bien mueble o permite que a otro lo sustraiga sino también cuando realiza actos de gestión que, sin dar lugar a apoderamiento, están deliberadamente guiados por intereses distintos a los generales y acaban produciendo –por su propia potencialidad lesiva– un perjuicio a esos intereses». En Rodríguez Fernández. (2021, p. 3), aunque referido a regulación anterior.

37 Siendo, además, los primeros interesados en que se valore su trabajo y su profesionalidad, como corresponde y se defiende desde estas páginas.