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Documentación Administrativa, número 10, junio de 2023

Sección: ARTICULOS

Recibido: 30-03-2023

Modificado: 16-06-2023

Aceptado: 16-06-2023

Publicado: 26-06-2023

ISSN: 1989-8983 – DOI: https://doi.org/10.24965/da.11213

Páginas: 24-39

Referencia: Aymerich Ojea, I. (2023). La Administración como generadora de evidencias para la calidad normativa. Documentación Administrativa, 10, 24-39. https://doi.org/10.24965/da.11223

La Administración como generadora de evidencias para la calidad normativa1

The public administration as a generator of evidence for regulatory quality

Aymerich Ojea, Ignacio

Universitat Jaume I – Instituto de Gobernanza Democrática (EspañaSpain)

ORCID: https://orcid.org/0000-0001-7818-4872

ignacio.aymerich@uji.es

NOTA BIOGRÁFICA

Doctor en Filosofía, doctor en Derecho, profesor titular de Filosofía del Derecho (Universitat Jaume I), investigador del Instituto de Gobernanza Democrática (San Sebastián), fellow del Oñati International Institute for the Sociology of Law, consultor del PNUD (ONU) en materia de indicadores de derechos humanos. Profesor en 19 maestrías y doctorados de diferentes países, autor de varias decenas de publicaciones entre libros y artículos especializados, director de cuatro tesis doctorales. Ha participado en 13 proyectos de investigación competitivos. Estancias de investigación en Alemania, Gran Bretaña, Noruega, Estados Unidos, Italia y Japón.

RESUMEN

Las diferentes iniciativas emprendidas en el ámbito internacional sobre el análisis de impacto normativo, unidas a los cambios derivados del advenimiento de la sociedad de la información y el conocimiento, movilizan reformas en la Administración pública en las que la tradicional relación vertical de sometimiento de ésta a la ley y los reglamentos se reorienta hacia un sentido circular, donde la capacidad de reunir datos sobre la efectividad de la regulación retroalimentan el proceso de creación normativa. Se analiza la evolución de la Dirección general de tráfico como caso paradigmático de estos cambios.

PALABRAS CLAVE

Mejora regulatoria; sociedad de la información; reforma administrativa; evidencias; calidad.

ABSTRACT

The variety of proposals related to the regulatory impact analysis undertaken by states, together with the changes caused by the coming of the information and knowledge society, trigger reforms in the public administration in which the traditional vertical relationship of submission to the law is realigned towards a circular one, where the capacity to gather data on the effectiveness of the regulation feeds back the process of regulation. The evolution of the DGT (Traffic department) is analyzed as a paradigmatic case of these changes.

KEYWORDS

Better regulation; information society; administrative reform; evidences; quality.

SUMARIO

1. INTRODUCCIÓN: LA PREOCUPACIÓN CONTEMPORÁNEA POR LA CALIDAD NORMATIVA. 2. COMPARATIVA DE INICIATIVAS INTERNACIONALES SOBRE ANÁLISIS DE IMPACTO NORMATIVO. 3. LA RELACIÓN ENTRE LAS NORMAS Y LA ADMINISTRACIÓN. 4. SOCIEDAD DE LA INFORMACIÓN Y EL CONOCIMIENTO Y REFORMA ADMINISTRATIVA. 5. LA EVOLUCIÓN DE LA DIRECCIÓN GENERAL DE TRÁFICO COMO MODELO. 6. CONCLUSIONES. REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS.

1. INTRODUCCIÓN: LA PREOCUPACIÓN CONTEMPORÁNEA POR LA CALIDAD NORMATIVA

La preocupación por la calidad normativa no es nueva, tanto si hablamos de la legislación como de la potestad reglamentaria de la Administración. El problema no requiere demasiada descripción pues viene siendo ya puesto de manifiesto reiteradamente hace tiempo por autores como García de Enterría (1999) o la memoria del Consejo de Estado de 1992, donde se afirmaba, ante la superabundancia e inestabilidad de las normas, que «alguna solución tendrá que haber o para remover las causas o para dominar la situación sin que padezca la seguridad jurídica» (Consejo de Estado, 1993, p. 112), y esas reflexiones continúan hasta hoy (Badules Iglesias, 2020 o el monográfico “La mejora de la regulación” de ICE, 2019, entre otros muchos). No creo necesario reproducir tantos argumentos, me centraré más bien en las tentativas recientes de poner solución a dicho problema. Resolver esta cuestión supone un verdadero reto para la capacidad de autorregulación de una sociedad democrática. Frente al modelo clásico que concebía el resultado de la legislación como un orden normativo estable, referencia segura para la interacción social, hemos evolucionado hacia la llamada «motorización legislativa».

Podría decirse que hay aquí varios factores a tener en cuenta: la aceleración de los procesos de cambio social lleva a que la calidad normativa ya no se conciba únicamente como la capacidad de identificar la solución correcta, justa y duradera que pueda aplicarse de manera constante a la diversidad de casos regulados por la norma sino que ahora su sentido ha evolucionado hacia la capacidad de adaptación ágil a la mutabilidad y multiplicidad de formas de las relaciones sociales, dando así a la calidad normativa un sentido dinámico. Por otra parte la metodología, las técnicas de investigación y la capacidad de análisis de las ciencias sociales ha transformado sustancialmente con su desarrollo la capacidad de decisión informada. Basta pensar en los datos estadísticos que tenía disponible el legislador en la época de la codificación (paradigma de una legislación concebida como referente estable) y la realidad contemporánea de los big data o la inteligencia artificial. En ausencia de datos la regulación pasa por concebir normas ideales en abstracto, normas que atendiendo a criterios compartidos de justicia se presentan como el patrón correcto para resolver casos… aun sin conocer con exactitud cuáles, cuántos y cómo son los casos. Jeffrey Rachlinski (2011) sostiene que muchos lugares comunes de la medicina o de la administración de empresas se han visto modificados tras haber sido sometidos a investigación empírica, lo que se suele denominar medicina (o administración de empresas) basadas en evidencias, y que esa transformación (también presente en el ámbito de las instituciones públicas bajo el nombre de «evidence-based management») llegará más pronto que tarde también a la legislación. Lo que puede parecer una solución normativa justa, diseñada en abstracción del conocimiento empírico de la realidad social en que ha de ser aplicada, con frecuencia conduce a una obligada reformulación cuando se observa el impacto real que se deriva de su entrada en vigor. Esto abre la vía, como sugiere Rachlinski, a una reformulación del proceso de elaboración normativa, una regulación (tanto legislación como potestad reglamentaria) en la que se integre desde el inicio la capacidad de describir el problema social que merece respuesta normativa, la ponderación de diferentes alternativas para elegir aquella que mejor pueda resolver el problema, el uso de metodología empírica para reunir información sobre las posibilidades de cambio social que la nueva ley pueda introducir y una evaluación final de los efectos realmente producidos por las normas.

Esta tendencia hacia una nueva forma de regulación ya ha comenzado a manifestarse en varios frentes, agrupados todos bajo el paraguas de la llamada «better regulation», pero de entre todos ellos destaca el análisis de impacto normativo. En palabras de Ulrich Karpen (2006, p. 57), el análisis de impacto normativo «Constituye un instrumento de evaluación sistemática de los efectos de las normas. Una evaluación es una consulta metodológica acerca del valor y el método de un objeto». O tal como lo define Susan Rose-Ackerman (2013, p. 125),

«en esencia, la evaluación de impacto resulta indicativa de la preocupación por la eficacia funcional del Derecho. El Estado debe evaluar las leyes y los reglamentos para determinar qué efectos tendrán sobre el comportamiento humano y si lograrán beneficios públicos […]. La evaluación de impacto no se concentra en las propiedades formales del Derecho sino en lo que éste hace, consigue, genera».

Es importante señalar el carácter circular, completo, del análisis de impacto normativo, pues se extiende desde el proceso previo de legislación hasta la evaluación de los resultados posteriores; el impacto social efectivo de cada nueva norma con objeto de lograr una regulación eficaz. La simple entrada en vigor de la norma no garantiza que se logren los fines para los que fue diseñada, y se producen además con frecuencia efectos no deseados. Se requiere, por tanto, un análisis previo y posterior sobre su necesidad, su impacto y para determinar su efectividad, contribuyendo a su adaptación en un entorno complejo y cambiante, del que surge y sobre el que pretende proyectarse. El análisis de impacto normativo también implica, en consecuencia, una mejora de la motivación y justificación de las normas.

Según Auby y Perroud (2013, p. 24), «El método de evaluación de impacto regulatorio» comprende las siguientes fases:

«• La definición del problema (en términos de riesgo, de necesidades o de oportunidades para mejorar el statu quo).

• Una forma de gobernanza que se basa en un proceso de gestación de las normas que sea transparente y controlable, que ponga especial énfasis en las consultas, en el uso de las pruebas empíricas y contrastadas para la preparación de la legislación y que siga los estándares de validación propios de las ciencias sociales y naturales durante el proceso regulatorio.

• La expresa consideración de múltiples opciones, incluyendo la opción cero o la de no tomar ninguna medida, teniendo en cuenta alternativas que supongan una menor intervención pública en los mercados, medidas de derecho blando o soft-law, acuerdos voluntarios y, desde luego, los métodos tradicionales de «ordeno y mando» (command and control regulations).

• Metodologías específicas para el análisis de diferentes opciones regulatorias, como el análisis coste-beneficio, análisis de criterios múltiples y la evaluación comparativa de riesgos.

• Un compromiso de supervisión ex post y de revisión de las regulaciones.».

Aunque veremos unos primeros precedentes y el desarrollo posterior del análisis de impacto normativo resultaría injusto desconocer que los primeros trabajos consagrados al estudio sistemático de los efectos sociales de la regulación surgieron mucho antes en el ámbito de la sociología jurídica. En 1920 Geiger demostró en su tesis doctoral cómo el intento del legislador alemán de entreguerras de equiparar la situación de los hijos ilegítimos (según la terminología entonces vigente) con la de los legítimos condujo a un resultado contrario al deseado: la ley obligaba al padre a pagar a la madre del hijo ilegítimo una pensión que fuese suficiente para alimentarlo, vestirlo, alojarlo y educarlo conforme al nivel social medio en que ella vivía, prohibiendo así que se desentendiese de su hijo. Lo que ignoró la ley fueron las estadísticas que mostraban que en la gran mayoría de los casos los hijos ilegítimos tenían padres de extracción social media/alta y madres de extracción social baja, por lo que con esta solución normativa se garantizó a los padres que podían dedicar mucho menos gasto a sus hijos ilegítimos que a los legítimos, perpetuándose la discriminación. Concluyó Geiger (1920) que el legislador debe servirse de las ciencias sociales para conocer el ámbito de aplicación de la ley so pena de ser ineficaz o incluso de producir un efecto opuesto al previsto. Desde los tiempos de aquellas primeras investigaciones la sociología jurídica se ha ocupado de forma constante de prestar atención sobre este tipo de cuestiones. Así, por ejemplo, la actual distinción entre estudios ex ante y ex post a la regulación tiene un claro paralelo con la distinción hecha por Carbonnier (1982, p. 232) entre lo que él denominó sociología ante-legislativa y post-legislativa. Sea como fuere, las iniciativas contemporáneas relativas al análisis de impacto regulatorio han ignorado estos precedentes y han nacido desconectadas de la experiencia acumulada en la sociología jurídica, lo que indudablemente podría haber sido de ayuda.

2. COMPARATIVA DE INICIATIVAS INTERNACIONALES SOBRE ANÁLISIS DE IMPACTO NORMATIVO

Los inicios del análisis de impacto regulatorio suelen fecharse en los años 70 del pasado siglo en relación con algunas políticas públicas específicas, como los intentos de evaluar qué repercusión podrían tener las reformas legislativas o reglamentarias sobre la mejora o el daño al medio ambiente, especialmente en Estados Unidos. Desde esas primeras experiencias se fue extendiendo a otros ámbitos. Metodológicamente operaba en estos inicios como un análisis coste-beneficio, si bien luego ha evolucionado hacia otras perspectivas. Esto no impide que haya autores que sigan priorizando esa forma de análisis, que tiene serias limitaciones. Las memorias de análisis de impacto normativo se convirtieron en obligatorias en EE.UU en 1981 por medio de la Orden ejecutiva 12.2912 del presidente Reagan. En este momento el objetivo que orientaba esta medida era la reducción de gastos de la administración estatal y la desregulación, que supuestamente favorecerían un entorno más propicio para los negocios. Por medio de la Orden ejecutiva 12.8663 el presidente Clinton amplió el sentido del análisis de impacto regulatorio para incluir no sólo el patrón coste-beneficio sino otros valores que la legislación debería considerar, como su efecto distributivo y en la equidad, la salud pública y la seguridad y el medio ambiente.

Es importante señalar que la introducción de las iniciativas relacionadas con el análisis de impacto normativo implicaron desde el primer momento reformas administrativas y creación de organismos especializados en esta forma de evaluación: en Estados Unidos se creó la Government Accountability Office (una agencia independiente que asesora al Congreso y que recibió el encargo en 1974 de evaluar y analizar los resultados de los programas y actividades del gobierno, incluyéndose aquí la evolución y eficacia de las leyes), la Office of information and regulatory affairs o el Congressional research service, responsables ante las cámaras del Congreso y que cuentan con responsabilidades en la evaluación de la legislación. En Gran Bretaña, como describe Colin Jacobs (2007) se inició un camino semejante en los años 80, también inicialmente ligado al objetivo de la desregulación y con idea de mejorar el entorno normativo para los negocios (Libro blanco “Lifting the burden”, 19854), pero en 1998 el gobierno de Tony Blair modificó la metodología del análisis de impacto normativo para que no sólo atendiese a aquella perspectiva inicial de la incidencia en el ámbito de los negocios sino ampliándola hacia otros objetivos sociales garantizados por el ordenamiento. Existe también en el Reino Unido un órgano independiente del Gobierno que presta su apoyo a la Cámara de los Comunes, la National Audit Office, de un modo parecido a lo ya dicho sobre EE.UU Además, la Unidad de escrutinio prelegislativo, que revisa los proyectos de ley en el marco de la Dirección de comisiones de la Cámara de los comunes fue creada tras ponerse de manifiesto la baja calidad de la legislación puesta de manifiesto por el informe de la Hansard Society de 1992.

A partir de estos primeros ejemplos el análisis de impacto normativo se ha ido extendiendo, impulsado por diversas organizaciones internacionales. En la Unión Europea, los sucesivos tratados recogen de manera constante disposiciones que provienen, en última instancia, de la muy citada Resolución del Consejo de 8 de junio de 1993: necesidad de incrementar la transparencia en el proceso de elaboración legislativa, de mejorar la accesibilidad de las normas para sus destinatarios y para los operadores jurídicos y de mejorar igualmente la técnica legislativa en toda reforma que se emprenda del sistema vigente (Consejo de la Unión Europea, 1993). Una primera consecuencia es la política de mejora regulatoria, «better regulation», que surge en la UE a raíz del Informe Mandelkern en 2001, creando la Comisión en 2005 un modelo de evaluación de Impacto normativo para toda la legislación comunitaria, estando desde entonces ampliamente institucionalizado este análisis en la Unión Europea. Más tarde la Comisión Europea (2015) aprobó la Agenda de mejora normativa (Better regulation agenda), el 19 de mayo del 2015.

Desde la OCDE también se promueve el Regulatory Impact Assesment and Analisys como elemento para la mejora de la gobernanza desde la década de los 90 (OCDE, 2009). El 22 de marzo de 2012, el Regulatory policy committee de la OCDE (2012) adoptó la Recomendación del consejo sobre política y gobernanza regulatoria, que ha influido mucho en las iniciativas adoptadas por muchos estados. Ciertamente la OCDE tiende más al modelo del análisis coste-beneficio y a insistir en la creación de entornos normativos favorables a los negocios, pero la propia naturaleza de la organización explica en parte esta tendencia.

No hay espacio dentro de los márgenes que permite este artículo para hacer una revisión completa de todas las iniciativas emprendidas en los diferentes estados en relación con el análisis de impacto normativo tras los primeros ejemplos ya mencionados, pero sí deben destacarse algunos casos relevantes. Es necesario citar dos iniciativas en que al compromiso con este tipo de análisis se le ha dado rango constitucional. Suiza, en primer lugar, introdujo en 1999 una enmienda a su constitución, haciendo obligatorio desde entonces el análisis de impacto normativo. Así lo establece el art. 170: «Evaluación de la efectividad. La asamblea federal deberá asegurar que las medidas son evaluadas en relación a su efectividad». Con ese fin la evaluación ex post de la legislación lleva utilizándose bastante tiempo, frente a la relativamente débil institucionalización de la evaluación ex ante. A nivel federal se creó el Control parlamentario de la administración, un departamento independiente de evaluación, pero como expone Kellerhals (2006, p. 126) la evaluación legislativa suele encomendarse a consultores independientes o a expertos de las universidades. Existe una completa regulación jurídica del método conforme al cual debe llevarse a cabo esta evaluación, tanto a nivel nacional como cantonal.

En el caso francés, el impulso para emprender la reforma constitucional fue el informe del Conseil d’état (2006)5, donde se planteaba la necesidad de poner la exigencia del análisis de impacto normativo en el más alto nivel de la jerarquía jurídica como solución a la complejidad del derecho y la falta de seguridad jurídica. La reforma de la Constitución llevada a cabo en 2008 modificó así el art. 39, obligando a que los proyectos de ley tuviesen que presentarse conforme a un procedimiento que habría de ser desarrollado por ley orgánica. A continuación se aprobó la ley orgánica 2009/43, de 15 de abril de 2009, que en dicho procedimiento establecía la obligación de que todas las leyes fuesen acompañadas de un estudio de impacto normativo. Pero tal vez lo más interesante es que establecía también que la Conferencia de los presidentes de la primera cámara denegaría la inscripción en el orden del día de aquellos proyectos de ley que no fuesen acompañados de dicho informe de impacto normativo (art. 39), informe que además debía ser público. En concordancia con lo anterior se reformó también el reglamento de la Asamblea Nacional en 2009 y se reforzó la participación ciudadana para que se pudiesen hacer llegar a los diputados observaciones sobre los proyectos de ley pero también sobre los informes de impacto que habrán de acompañarlos.

La evaluación francesa no había contado hasta esta reforma con una base metodológica claramente definida, pero desde 2008 el cambio ha sido muy destacable. Desde el punto de vista organizativo, su institución más influyente es el Conseil Scientifique de l’evaluation. En el ámbito de la Asamblea Nacional destacan dos organismos de apoyo: la Office Parlamentaire de l’evaluacion de la législation y una Office parlamentaire de l’evaluation des politiques publiques. En la comparativa entre estados, hay quienes sitúan estas oficinas de control de calidad de la regulación en el ámbito del Ejecutivo, como el Consejo finlandés de análisis de impacto regulatorio, dependiente de la oficina del primer ministro, o en el caso español la Oficina de coordinación y calidad normativa. El factor diferencial destacable de Francia es que con independencia de quién redacte el borrador de la ley (usualmente el ejecutivo), el debate se sustancia en el terreno parlamentario donde la publicidad es obligatoria, y por tanto la participación ciudadana no es un trámite formal de consulta a potenciales afectados sino una opción mucho más efectiva. Como afirma Rose-Ackerman (2013, p. 123), «la diferencia estriba en que el proyecto que se envía al Parlamento es susceptible de críticas más inteligentes, tanto dentro como fuera de las cámaras en virtud de la evaluación de impacto y de la información que proporcional el gobierno».

Austria aprobó en enero de 2013 su sistema de análisis de impacto normativo que obliga a que cada nuevo proyecto de ley deba especificar los objetivos principales, resultados e indicadores y cómo afectará a las diferentes áreas de las políticas públicas. Tras cinco años de vigencia de una ley debe hacerse una evaluación de todo ello. La memoria que acompaña el proyecto de ley debe indicar cuál es el problema y por qué requiere una intervención pública, qué alternativas hay antes de introducir nuevas regulaciones y qué grupo de indicadores (de uno a cinco) se van a utilizar para examinar si se han logrado los objetivos propuestos. Los análisis del impacto ex post deben revisar los efectos de la legislación en 9 áreas: en el sistema financiero, en el conjunto de la economía, en las empresas, en el medio ambiente, en los derechos de los consumidores, en el coste de los servicios administrativos para ciudadanos y empresas, impactos sociales, en la infancia y la juventud y en la igualdad entre hombres y mujeres. En los Países Bajos el Ministerio de Justicia creó un departamento de calidad legislativa, responsable global junto al Consejo de Estado de la calidad de las leyes. Recibe a su vez el apoyo de la Academia Holandesa de Legislación. En Bélgica como en muchos otros países la evolución se desarrolló a partir del proceso presupuestario: la evaluación recae sobre el parlamento y el gobierno, pero también se habla de un control de calidad externo por parte de organismos asesores. Polonia también puso en marcha un procedimiento semejante en 2011. Esto son algunos ejemplos de iniciativas en el ámbito estatal pero igualmente las hay en el nivel de competencia de los gobiernos regionales o de estados federados, destacando Rheinland-Pfalz, Baden-Württenberg y Baja Sajonia en Alemania, Escocia (Scottish Government’s Better Regulation agenda) o el Cantón de Ginebra.

En el ámbito español las iniciativas han sido, comparativamente, menos ambiciosas que las llevadas a cabo en otros países. Con fecha 26 de enero de 1990 el Consejo de Ministros aprobó un «Cuestionario de evaluación que deberá acompañar a los proyectos normativos que se elevan al Consejo de Ministros» (siguiendo el modelo alemán contenido en la Resolución del gobierno federal de 11 de diciembre de 1984) según el cual debía indicarse la necesidad de la norma, sus repercusiones jurídicas e institucionales y sus efectos sociales y económicos. Posteriormente, por acuerdo del Consejo de Ministros de 22 de julio de 2005 se aprueban las Directrices de técnica normativa y, cuatro años después, por medio del Real Decreto 1083/2009, de 3 de julio, se regula la memoria del análisis de impacto normativo y la guía metodológica para elaborarla, que constituyó un paso para la introducción del análisis de impacto normativo previo; pero este paso se muestra como parcial e inconcluso. En 2006 se creó la Agencia estatal de evaluación de las políticas públicas y la calidad de los servicios, un organismo que incluía entre sus amplias competencias la capacidad de evaluar la calidad de la regulación, pero fue suprimida por Real Decreto 769/2017, de 28 de julio e integró estas funciones en la Secretaría de Estado de función pública a través del Instituto para la evaluación de políticas públicas. A pesar de que en diciembre de 2022 se aprobó la Ley 27/2022, de institucionalización de la evaluación de políticas públicas en la Administración general del estado, esta ley ya no contiene previsiones específicas sobre impacto normativo, por más que las políticas públicas no pueden llevarse a cabo sin el amparo de normas jurídicas y que la efectividad de muchas normas jurídicas dependa del diseño de políticas públicas para su implementación. El cap. 1 del título primero de la Ley 2/2011, de Economía sostenible se refería a la mejora de la calidad regulatoria, pero este capítulo fue luego derogado al entrar en vigor las leyes 39/2015 y 3/2013.

La Ley 39/2015, de Procedimiento administrativo común de las administraciones públicas, en la parte referida al análisis de impacto se hizo, como indica el propio preámbulo de la ley, para atender las recomendaciones incluidas en el informe de la OCDE Spain: from administrative reform to continuous improvement, de 2014, sobre mejoras en el ámbito de la better regulation. Introduce en su art. 129 unos principios de buena regulación (necesidad, eficacia, proporcionalidad, seguridad jurídica, transparencia y eficiencia), en virtud de los cuales se hace preciso identificar claramente los fines perseguidos y mostrar que la regulación es el instrumento más adecuado para garantizar su consecución, que la iniciativa regulatoria deberá ser la imprescindible para atender a la necesidad declarada y tras constatar que no existen otras medidas menos restrictivas de derechos o que impongan menos obligaciones. También posibilitará que los potenciales destinatarios tengan una participación activa en la elaboración de las normas, evitará las cargas administrativas innecesarias y racionalizará la gestión de los recursos públicos.

Finalmente, la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público, en su disposición final tercera modifica la ley 50/1997, del Gobierno, e introduce reformas profundas en materia de justificación, evaluación, racionalidad y transparencia del proceso normativo. Se sigue centrando toda la iniciativa en el poder ejecutivo y menos en sede parlamentaria (por contraste al caso francés), se deberá aprobar un plan normativo con las iniciativas legislativas que vayan a ser elevadas para su aprobación (art. 25.1) y ahí se identificarán, con arreglo a los criterios que se establezcan reglamentariamente, las normas que habrán de someterse a un análisis sobre los resultados de su aplicación, atendiendo fundamentalmente al coste que suponen para la Administración o los destinatarios y las cargas administrativas impuestas a estos últimos. Una vez más un análisis predominantemente económico y con poca atención a la efectividad real de la nueva legislación (evaluación ex post). El art. 26 establece que la redacción de los proyectos de ley estará precedida por cuantos estudios y consultas se estimen convenientes, una redacción que no añade nada a lo que ya había y que queda en la máxima indeterminación. También se cuenta con realizar consultas entre los ciudadanos, los destinatarios potencialmente afectados y las organizaciones más representativas.

La Memoria de análisis de impacto normativo deberá tratar una serie de cuestiones (oportunidad de la propuesta, alternativas estudiadas, análisis jurídico, adecuación de la norma a la distribución de competencias, impacto económico y presupuestario, impacto de género y cargas administrativas que conlleva), pero ni se mencionan medidas para evaluar la efectividad de la reforma una vez llevada a cabo. El art. 28, que regula el informe anual de evaluación, se refiere fundamentalmente al grado en que se ha llevado a cabo el plan normativo, es decir, si realmente se aprobaron al cabo del año las normas inicialmente propuestas. Únicamente en su apartado e habla de la necesidad de analizar «la eficacia de la norma, entendiendo por tal la medida en que ha conseguido los fines pretendidos con su aprobación», pero no concreta ninguna resolución sobre qué metodología se habrá de utilizar para ello. En síntesis, un avance realmente pobre en la dirección de una mejora de la calidad del proceso legislativo y, en comparación con otros países desarrollados, poca determinación en la creación de agencias de evaluación independientes y que rindan cuentas directamente al Parlamento.

El Real Decreto 931/2017, de 27 de octubre, por el que se regula la Memoria de análisis de impacto normativo afirma que durante los últimos años se han producido distintos cambios normativos que hacen necesaria la derogación de la anterior regulación y la aprobación de un nuevo real decreto adaptado a la Ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas, y a la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público, que incluye una modificación ad hoc de la Ley 50/1997, de 27 de noviembre, del Gobierno. Pero se siguen detectando grandes carencias, entre otras en el plano de la evaluación posterior de los efectos de la norma. Se trata de un campo donde queda aún mucho recorrido y en el que el ejemplo de otros países podría ser seguido más decididamente. En síntesis, una introducción limitada del análisis de impacto regulatorio y que queda bastante restringida frente a las posibilidades que este tipo de análisis podría permitir.

Creo importante resaltar, como síntesis de esta comparativa, que el análisis de impacto regulatorio implica un cambio en el modo de concebir la función de la potestad normativa que es importante por su repercusión en la calidad democrática del procedimiento. Tradicionalmente el concepto de soberanía iba ligado a la potestad legislativa. Jean Bodin (1986, libro I, p. 179) definía la soberanía como el poder absoluto y perpetuo de una república y es soberano quien tiene el poder de dictar leyes sin recibirlas de otro. Dentro de esta potestad se incluye también el determinar cuál es el interés público, al cual habrán de someterse otros intereses privados. Por tanto, el soberano tiene el poder unilateral de establecer mediante la legislación y la potestad reglamentaria el interés público. Sin embargo, como señalan Auby y Perroud (2013, p. 27), «la evaluación de impacto nos muestra un camino nuevo, una nueva forma de evaluar el interés público». Efectivamente, la declaración del interés público pierde aquel carácter unilateral y somete a debate público la cuestión como fase previa a su aprobación. La información con que el legislador cuenta para redactar el proyecto de ley puede ser solo una parte de la información relevante, de manera que otros interlocutores pueden aportar nuevos datos que modifiquen la concepción inicial del interés general, dentro del cambio de paradigma hacia el modelo de la gobernanza.

«La evaluación de impacto regulatorio demuestra que los intereses públicos ya no son producto de la exclusiva voluntad de la Administración, sino de la ponderación y equilibrio entre costes y beneficios. El interés público ya no es algo que la voluntad de la Administración pueda declarar unilateralmente, por puro decisionismo, sino que tiene que justificarse, que construirse» (Aubry y Perroud, 2013, p. 28).

Es preciso señalar que estos análisis se llevan a cabo de forma generalizada con carácter previo a la producción normativa, pero se ha avanzado menos en el campo del análisis de los efectos de las reformas legales (evaluación ex post). Está claro que el asesoramiento científico en la creación y evaluación normativa no puede nunca sustituir las decisiones políticas pero puede contribuir mucho a mejorarlas.

En la revisión de las diferentes iniciativas adoptadas en relación al análisis de impacto normativo hemos ido viendo el diferente modo en que se articula la responsabilidad gubernamental o parlamentaria en la calidad de la regulación. Hemos dejado de lado el papel que en todas estas iniciativas tiene la Administración, pero ahora es el momento de ocuparse de ello.

3. LA RELACIÓN ENTRE LAS NORMAS Y LA ADMINISTRACIÓN

En 1978 quedó consagrado en el art. 103.1 de la CE que la administración actúa con sometimiento pleno a la ley y al derecho y, como comentaban pocos años después Eduardo García de Enterría y Tomás Ramón Fernández, la administración es «una organización íntegramente subordinada al Derecho, no señora del mismo, obligada a justificarse en la observancia estricta de las normas legales» (García de Enterría y Fernández, 1986, p. 472). Pero la forma de subordinación, como sostiene Javier Barnés, se modifica en función de la capacidad del legislador de prever la realidad social en que la norma ha de ser aplicada.

«Cuando la ley no puede anticiparse a la realidad, ni encerrar todo en sus palabras, no ha de abdicar por ello de su función de sometimiento o de dirección de la Administración, como si de una inevitable patología se tratara. Por el contrario, la ley puede vincular a la Administración mediante programaciones finalistas (determinando objetivos generales y fines específicos, garantías de resultado, principios o pautas de actuación, criterios para orientar la discrecionalidad, etc.)» (Barnés, 2006, p. 270).

Que exista un eje vertical donde la norma siempre ocupa una posición superior respecto a la actividad administrativa no significa, por tanto, que entre ambos polos tenga que mantenerse una relación cerrada, como la que une la premisa mayor y la menor de un silogismo, donde todo acto de la Administración sería un caso particular subsumible en el supuesto de hecho de la norma. Una programación finalista como la que menciona Barnés deja margen para que entre todas las posibles alternativas de acción se pueda elegir aquella que mejor pueda lograr los objetivos que trata de conseguir la norma, pero siendo en cualquier caso todas esas alternativas legales, con garantía de sometimiento a la ley. Para que la opción entre esas alternativas no derive en abusos por discrecionalidad se requiere entonces una justificación, y ésta podría tener la forma del análisis de impacto normativo, una metodología diseñada precisamente para contrastar la correspondencia entre objetivos normativos y efectos sociales realmente alcanzados.

Pero tomar este tipo de análisis en serio abre la perspectiva de dar un paso más y replantearse ese eje vertical, considerando la relación entre normas y acción de la Administración como un proceso circular, sin que esto implique, naturalmente, poner en cuestión el principio de pleno sometimiento a la ley fijado en el art. 103.1 de la CE. Me refiero a que la evaluación del grado en que la acción de la Administración permite alcanzar los objetivos a los que se orienta la norma se convierte también en el «laboratorio» de la calidad normativa misma. Si se llega a desarrollar plenamente toda la potencialidad de la evaluación ex post del impacto de la regulación (lo que todavía no ocurre), ¿quién habrá de ocuparse de recabar y tratar sistemáticamente los datos necesarios para llevar a cabo tal evaluación? Cabe la posibilidad de externalizarlo, como hemos visto en el caso suizo, hacia expertos o investigadores universitarios, con las limitaciones que pueda tener. O, si se opta por una evaluación ex post radicada fundamentalmente en sede parlamentaria, se pueden crear oficinas que se ocupen de ello (como en parte hace el Congressional research service en Estados Unidos), pero podría resultar muy oneroso si se le encomienda de forma general todo el análisis de impacto normativo. Por lógica, esa función debería corresponder a la Administración, lo cual implica una reforma de ésta, como intentaré mostrar más adelante. Dicho esquemáticamente; las memorias de impacto deberían incluir el procedimiento de evaluación del impacto de toda reforma normativa, por ejemplo, señalando los indicadores con que habrá de cuantificarse el mayor o menor logro de los objetivos propuestos con la reforma. La Administración, con pleno sometimiento al derecho, deberá cumplir por supuesto con esas normas, pero a la vez debería estar diseñada para reunir todos los datos necesarios sobre el impacto real de la reforma. En tal caso, una vez que se lleve a cabo la evaluación ex post la Administración estaría en condiciones de ofrecer al legislador la información relevante, cerrando así el proceso circular por el cual está sometida al derecho y a la vez maneja la información necesaria para evaluarlo. Creo que el advenimiento de la sociedad de la información y el conocimiento está empujando, precisamente, en esa dirección y, como trataré de mostrar, no se trata de una mera hipótesis sino que hay secciones de la Administración que ya han comenzado a evolucionar siguiendo esas pautas. Pero previamente hay que comprender qué implica la sociedad de la información y el conocimiento para toda organización.

4. SOCIEDAD DE LA INFORMACIÓN Y EL CONOCIMIENTO Y REFORMA ADMINISTRATIVA

La administración pública surge históricamente vinculada a la capacidad de gestión de la información. Los primeros estados, tanto en Mesopotamia como en China o Egipto, fueron posibles por la creación de los censos (inéditos hasta entonces en la evolución humana), la invención de la escritura y la consiguiente capacidad de tramitación de documentos. Es decir, que la actividad estatal surge a la existencia ligada a la capacidad de gestionar la información básica relevante (junto con los medios humanos y materiales y los conocimientos requeridos para ello). De algún modo podría decirse que la información que cada persona, individualmente, no podría obtener y procesar por sí mismo no está disponible para la acción, es como si no existiese, y por tanto el número de cosas que pueden hacerse es limitado. Pero en la medida en que existe un sistema capaz de recoger y procesar información de interés común de forma sistemática (en el sentido de que el sistema añade algo que no vendría dado por la mera suma de las capacidades individuales), entonces las posibilidades de la acción se incrementan. Volviendo a las clásicas tesis de Marvin Harris sobre el origen de las organizaciones estatales, ningún individuo tiene la capacidad de establecer un sistema de regadío para sus tierras cuando los recursos hídricos son escasos y lejanos, porque el coste haría inviable que cada uno se construyese canales y acequias de tal longitud para su uso particular, pero todos entienden que socializar la organización de unas obras públicas como esas revierte en beneficio de la generalidad. Ahora bien, esa utilidad común no llegaría a ser ni tan siquiera imaginable sin una organización que cuente con la información sobre el caudal de los ríos, las distancias y desniveles, los usos de la tierra, los títulos de propiedad sobre la misma, las exigencias tributarias derivadas de las obras públicas, etc. En el extremo contrario, cuando la Administración no puede confiar en la calidad de la información con la que opera, la capacidad estatal deriva hacia la ineficacia. Una razón de peso para la política de glasnost (transparencia) de Gorbachov fue que el sistema tendía al autoengaño en cuanto a los resultados de las políticas públicas (incluyendo aquí el control de la producción económica y el consumo), dado que exponer abiertamente las carencias era punible. Como destacan Heleniak y Motivans (1991) la prevalencia de las consignas y de la sumisión a la jerarquía política afectó incluso a la calidad de las estadísticas. La política de transparencia fue así un intento de recuperar la fiabilidad de la información, abriendo parcialmente la libertad de expresión.

Así pues, Administración pública y gestión de la información están recíprocamente implicadas. Los cambios en la organización administrativa (a estos efectos toda administración, tanto pública como privada) están por tanto muy vinculados a las transformaciones en el modo en que se gestiona la información. Por ejemplo, el desarrollo de la estadística (que no por casualidad tiene ese nombre) y su aplicación a la gestión de la información por parte de las organizaciones supuso un salto exponencial. Basta pensar en la capacidad de respuesta de la práctica médica antes y después del análisis estadístico sistemático de las enfermedades. Antiguamente el paciente llamaba al médico cuando se sentía enfermo y éste acudía a atenderlo. La función del médico era tratar, caso a caso, a los pacientes. Pero desde su capacidad individual el médico no es capaz de llevar la contabilidad de los casos, más allá de los que él trata y de los que conoce por colegas. Cuando existe un registro general de casos y a estos datos se le pueden aplicar análisis estadísticos multivariables se puede conocer la prevalencia de las enfermedades, los factores de riesgo a que van asociadas, las variaciones más efectivas de las terapias, etc. Si los protocolos de registro de enfermedades se generalizan es posible compartir información básica para que la respuesta de los poderes públicos a las pandemias (como acabamos de ver) sea eficaz, algo inimaginable en el pasado.

La estadística es sólo un ejemplo, pero a día de hoy la transformación en curso es la que trae consigo la sociedad de la información. El Programa de conocimiento para el desarrollo del Banco Mundial (2007) evalúa la capacidad de las economías de los diferentes estados para responder a las transformaciones que trae consigo la sociedad de la información por medio de la denominada Knowledge assessment methodology (KAM). A su vez, el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD, 2020) ha desarrollado el Knowledge Index. Estos cambios están llegando también a la gestión de la información específicamente jurídica. Rachlinski (2011, pp. 904-905) pone de relieve la aparición de nuevas tendencias en la investigación jurídica basadas en la investigación empírica y el tratamiento sistemático de datos estadísticos (como ejemplifica el Journal of Empirical Legal Studies o que la revista Yale Law Journal pida a quienes remiten artículos para su publicación que envíen también las series de datos en que se basan, o la creación de la Society for empirical legal studies). Existe también una tendencia creciente a la legislación apoyada en pruebas (Pew/MacArthur Foundation, 2015).

De la digitalización de los procesos de gestión de la información, que a fin de cuentas se desarrollaron aún bajo el paradigma de una gestión por seres humanos, se ha avanzado en la dirección de la transferencia de partes de ese control a la inteligencia artificial, lo que Erik Sadin (2018) llama en La humanidad aumentada. La administración digital del mundo una «antrobología», neologismo con el que intenta señalar la creciente hibridación del ser humano y la máquina en la dirección de un incremento de nuestras capacidades cognitivas. No creo necesario mencionar toda la serie de cambios que la digitalización de la Administración ha traído consigo y los que están por venir. El reto al que responden, como sostiene Ramió, es que la gestión del conocimiento pueda «contribuir a estrechar la brecha institucional entre lo que el Gobierno hace y logra empíricamente y lo que normativamente debería hacer y lograr» (Ramió, 2022, p. 147).

¿Qué cambios implica la sociedad de la información? No se trata de que la generalidad de las personas maneje más información (a veces es al contrario), o de que el volumen de información disponible se incremente (aunque esto también ocurre, pero no es definitorio). Según Innerarity «no se caracteriza meramente ni por el incremento y la aplicación del saber ni porque aumente la importancia de la ciencia. Es más definitorio que todo esto la generalización del tipo de acción de la investigación científica en el sentido de una reflexión y revisión sistemáticas y controladas del saber» (Innerarity, 2011, p. 57). No se trata de la capacidad de aplicar un conocimiento ya existente sino de la capacidad de crear nuevo conocimiento, un conocimiento generado no a partir de la experiencia sino de procesos activos de aprendizaje (Innerarity, 2011, p. 58), en una transformación de los procesos ocasionales de aprendizaje en una conquista organizada del conocimiento (Innerarity, 2011, p. 59). En este contexto «la principal función del gobierno en la sociedad del conocimiento consiste precisamente en establecer las condiciones de posibilidad de la inteligencia colectiva» (Innerarity, 2011, p. 102). Dicho en otras palabras, transformar la actividad administrativa hacia procesos de aprendizaje, políticas públicas basadas en evidencias, donde la capacidad de reflexión sobre los resultados obtenidos se pueda convertir en base para la redefinición de esas políticas, de tal manera que los procedimientos estén diseñados de forma abierta y que así el proceso de gestión de la información y la generación de nuevo conocimiento sirva como retroalimentación del sistema. En palabras de Ramió, «la gestión pública moderna es cada vez más compleja y requiere de sistemas sofisticados de información y de inteligencia institucional que actualmente no poseemos» (Ramió, 2017, p. 157).

En términos de Luhmann, se trata de una reorientación de las expectativas normativas hacia las cognitivas. En sus palabras «todavía es posible, en nuestros días, tener sistemas jurídicos nacionales […]. Por el contrario, resulta casi imposible pensar en ciencias nacionales o en sistemas económicos nacionales. Allí donde las expectativas se señalan como sensibles al aprendizaje, resulta difícil sustraerse a las presiones internas de la sociedad» (Luhmann, 2005, p. 631). Las expectativas normativas ofrecen la seguridad de que exista un referente sobre la acción lícita, expectativa que no se ve defraudada porque haya casos de violación de la norma, que no deja por ello de ser válida. Por el contrario, las expectativas cognitivas anticipan un resultado y por tanto deben corregirse a sí mismas cuando éste no se produce. En otras palabras, una expectativa cognitiva «aprende» porque se ve obligada a reformularse en función de lo que realmente ocurre, pero las normas siguen vigentes aunque haya incumplimientos. Este ha sido siempre el patrón que guía la investigación científica, donde un caso de incumplimiento de la hipótesis explicativa la invalida, según la conocida formulación popperiana de la falsabilidad (Popper, 1980, pp. 39-42 y 75-89) y obliga a formular una más sólida. Por eso los sistemas jurídicos nacionales pueden subsistir, ya que están fundamentados en el principio de soberanía (que, como vimos citando a Bodin, va unido a la potestad legislativa). Sin embargo, las teorías científicas, sensibles al aprendizaje, no pueden cobijarse bajo argumentos de autoridad, y de nada sirven ahí soberanías nacionales.

Como decía más arriba, el advenimiento de la sociedad de la información y el conocimiento está ejerciendo de palanca de cambio de transformaciones en las organizaciones, tanto públicas como privadas, y en sectores específicos de la Administración. Un caso particular donde creo que se pone de manifiesto este tipo de transformaciones es el de la DGT, que utilizaré como modelo, no en el sentido del paradigma de lo que debe hacerse sino en el de un caso piloto o una muestra donde poner a prueba empíricamente la tendencia que he venido describiendo. De hecho, la DGT no describe sus procedimientos como casos de análisis de impacto normativo, más bien creo que ha evolucionado hacia ese tipo de relación dinámica entre conocimiento y regulación aún sin identificarla bajo ningún nombre, pero justamente esa evolución es lo que puede servir de modelo.

5. LA EVOLUCIÓN DE LA DIRECCIÓN GENERAL DE TRÁFICO COMO MODELO

Hay multitud de unidades orgánicas administrativas o agencias públicas que podrían servir de muestra representativa de los cambios que la sociedad de la información y el conocimiento traen consigo, pero el caso de la Dirección general de tráfico (DGT) creo que puede ser una buena piedra de toque por varias razones. En primer lugar, la normativa de tráfico es un sector relativamente «aislable» dentro del ordenamiento jurídico en el sentido de que, como conjunto de normas, forman un sistema fácilmente identificable, delimitable frente a otros sectores, no especialmente complejo y cuya efectividad puede ser analizada de forma relativamente autónoma Responde además a unos objetivos claros, fácilmente comprensibles e indiscutibles y fácilmente cuantificables; fundamentalmente reducir la siniestralidad en carretera. En segundo lugar, a la implementación de esta normativa se consagra una administración especializada, habiendo bastante correspondencia entre el campo de actividad delimitado por sus competencias y el conjunto de hechos donde se manifiesta la efectividad de la normativa sobre seguridad vial. En tercer lugar, la potestad sancionadora de la Administración ejercida por la DGT (y, eventualmente, los Ayuntamientos) se compenetra bien con la sanción penal, ya que en el organigrama de la Fiscalía General del Estado existe un Fiscal de sala coordinador de seguridad vial, con dos fiscales más adscritos, y una red de fiscales delegados provinciales. Como expone la Memoria elevada al gobierno por la Fiscalía General del Estado (2022), todos estos fiscales se reúnen periódicamente en jornadas donde se intenta unificar criterios y analizar la evolución de los problemas de la seguridad vial para darles adecuada respuesta, además de coordinarse con diversos cuerpos policiales. Se han elaborado, además, sucesivas Estrategias de seguridad vial (2005-08, 2011-20, 2021-30) que coordinan la acción de todos los actores implicados.

Tal vez se entienda mejor por contraste con otras normas. Tomemos como ejemplo un caso de legislación reciente, la Ley 28/2022, de 21de diciembre, de fomento del ecosistema de las empresas emergentes. La consecución de los objetivos de esta ley probablemente dependerá de competencias repartidas entre ministerios responsables de la industria, el comercio, la hacienda pública, la política económica, además de las comunidades autónomas o las entidades locales, administraciones cuya coordinación no será tan fácil como la que pueda haber en el ámbito de la seguridad vial. Si se quiere hacer un análisis de impacto normativo de dicha ley habrá que diseñar indicadores que reúnan información dispersa por varios departamentos, posiblemente con metodologías estadísticas diferentes que habrá que unificar, etc. Frecuentemente la respuesta de las políticas públicas a retos como la reunión sistemática y ordenada de información para valorar la efectividad de ciertas normas es la creación de los llamados «observatorios», si es que la estructura administrativa existente no está diseñada como tal para llevar a cabo esa tarea de forma suficiente.

Junto al papel de la DGT existen además compañías de seguros que reúnen información estadística sobre siniestros de tráfico, centros de investigación (como el Instituto universitario de investigación en tráfico y seguridad vial de la Universidad de Valencia), asociaciones de fabricantes de vehículos, asociaciones de conductores, empresas concesionarias de inspección técnica de vehículos, etc., todos ellos con capacidad de procesamiento de información relevante para la evaluación de la efectividad de la regulación sobre seguridad vial desde su sector específico. Para posibilitar el intercambio de información entre todos los interlocutores competentes existe el Consejo superior de tráfico, seguridad vial y movilidad sostenible, órgano de consulta y participación dedicado a mejorar la seguridad vial y a fomentar acuerdos entre las diferentes administraciones y entidades que desarrollan actividades en ese ámbito. Este es otro ejemplo del modelo de la gobernanza, ya mencionado anteriormente. Hay además campañas informativas, tanto de las reformas normativas que se producen como de factores puntuales de riesgo. Un factor de efectividad de las normas es que estén interiorizadas por la ciudadanía, y aunque en términos jurídico-formales la ignorancia de la ley no exime de su cumplimiento, en términos de efectividad es obvio que su conocimiento sí contribuye el logro de los fines para los que fueron concebidas. Todas estas razones justifican la idoneidad de la DGT como caso de estudio.

Comencemos por la evolución administrativa y de la regulación. El 25 de septiembre de 1934 se aprobó el primer Código de circulación, que sería la base sobre la que se irían introduciendo reformas hasta 2009, fecha en que quedaron derogados los últimos artículos que aun seguían en vigor. En 1959 se crea la Jefatura central de tráfico unificando las competencias de diferentes unidades administrativas dispersas entre varios ministerios. La exposición de motivos de la ley 47/1959, de 30 de julio, por la que se crea este órgano centralizado justifica su necesidad por la conveniencia de ubicar en un único organismo “la competencia en materia de vigilancia del tráfico, circulación y transporte por carretera y las facultades para sancionar las infracciones que en la misma materia se cometan6”. Así, mediante una «más ordenada y sistemática regulación» se establecerán las medidas necesarias para lograr una mayor eficacia del personal responsable de velar por su observancia, dado que la ley reconoce que el problema de la seguridad del tráfico.

«es sustancialmente humano, puesto que en el volumen de las infracciones y en la magnitud de los daños que producen los accidentes la conducta de los hombres interviene en forma decisiva destacando la responsabilidad de quienes, sirviéndose de aquellos medios en forma antirreglamentaria o menospreciando su riesgo constituyen un peligro para la seguridad de las personas y de las cosas».

Una lógica punitiva donde el problema de la seguridad vial se singulariza en la conducta individual, por lo que es necesario un organismo de control y sanción, de «vigilancia y disciplina del tráfico» (art. 1). A pesar de que algunas competencias seguirán siendo ejercidas por otras unidades orgánicas de la administración (como las exigencias técnicas de los vehículos, que dependen de Industria), el art. 4.2 establece que «se reducirá a un solo expediente […] la tramitación actualmente exigida», de manera que si la causa de un accidente es la deficiencia técnica del vehículo, el departamento correspondiente evacuará los oportunos trámites e incorporará dicha información al expediente tramitado por la Guardia civil adscrita a la Jefatura central de tráfico. Este diseño organizativo con la tramitación de un único expediente permite desde el principio reunir la información en una única unidad administrativa.

Desde 1934 hasta la última modificación del Código de tráfico y seguridad vial (de 23 de enero de 2023) la evolución normativa es constante y crecientemente acelerada. Destacan, entre otras, la Ley sobre Tráfico, Circulación de Vehículos a Motor y Seguridad Vial, aprobado por el Real Decreto Legislativo 339/1990, cuyo texto será modificado por la Ley 6/2014, de 7 de abril. En su disposición final segunda faculta al Gobierno a aprobar un texto refundido de dicha legislación, lo que se hizo mediante el Real Decreto Legislativo 6/2015, de 30 de octubre. Ley 18/2021, de 20 de diciembre, que introduce reformas en la Ley sobre tráfico, circulación de vehículos a motor y seguridad vial. Son reformas puntuales y, como se argumenta en su exposición de motivos, «Esta revisión se basa en datos estadísticos que se han venido consolidando en los últimos años». He aquí la clave. En la medida en que el creciente volumen de información procesada por la DGT permite identificar estadísticamente las causas más prevalentes de siniestralidad pueden reformularse las normas para incidir justamente en esos factores. Es público, por ejemplo, cómo la detección de que las distracciones causadas por atender al móvil mientras se conduce son una causa importante de siniestralidad han derivado en una reforma que sanciona tal conducta, lo que supone adaptar la normativa a la evolución de la realidad social en que ha de ser aplicada. La DGT, a lo largo del tiempo, ha ido mejorando su capacidad de reunir tal información estadística y de procesarla, y en esa medida ha ido mejorando la capacidad de respuesta normativa. La exposición de motivos con que se justifica la reforma legal de 2015 cita las investigaciones sobre la efectividad de la introducción del llamado «carnet por puntos» en la reducción de la siniestralidad. Hasta tal punto es importante garantizar la calidad de los datos estadísticos que fue objeto de regulación mediante la Orden del Ministerio de relaciones con las cortes y de la Secretaría del gobierno de 18 de febrero de 1993, donde se especifican las definiciones y procedimientos que se deben aplicar. Esta evolución de la DGT es un buen ejemplo ya logrado del modelo que Ramió propone para la reforma administrativa: que cada Administración pública disponga de una unidad central de análisis de datos (Ramió, 2022, p. 182).

Evidentemente, la mejora de las estadísticas sigue a la mejora de los medios técnicos de información, donde ha habido también una constante innovación. En esa línea, para la puesta en marcha de la próxima mejora técnica se ha adjudicado recientemente el contrato de servicios a una UTE compuesta por Vodafone, Pons Mobility, Kapsch TrafficCom e Inspide para desarrollar la plataforma DGT 3.0, que recabará datos en tiempo real de los vehículos en circulación (de forma anónima) para poder reunir más y mejor información sobre las causas de la siniestralidad.

¿Qué conclusiones cabe sacar del caso de la DGT analizado?. En primer lugar, hay una transición desde la lógica norma/caso a una perspectiva holística, no centrada únicamente en la conducta individual y su adecuación a la norma sino en el estudio de la seguridad vial como fenómeno global. En segundo lugar, existe una correspondencia entre la capacidad de tratamiento y análisis sistemático de grandes bases de datos y la celeridad y especialización de los cambios normativos. En tercer lugar, y ligado a lo anterior, la regulación evoluciona desde un modelo vertical y estático a un modelo dinámico y de flujo circular de la información: los datos sobre el grado en que la normativa sobre seguridad vial consigue reducir la siniestralidad son reintroducidos en el proceso regulatorio para mejorar la calidad de las normas.

En relación con lo primero, el tratamiento de la información recabada sobre siniestralidad permite identificar factores diferentes al mero incumplimiento de las normas de tráfico por parte de los individuos. El informe conjunto de la Fundación Mapfre y la Asociación española de la carretera (AEC) correspondiente a 2015 pone de relieve que el mal estado de conservación de las vías incide significativamente en la mortalidad/morbilidad vinculada al tráfico por carretera, y que una adecuada inversión en este capítulo podría llegar a salvar 752 vidas al año (Fundación Mapfre – AEC, 2015). Permite también identificar perfiles delictivos a partir del análisis de bases de datos (Pérez Díaz, 2022), no con objeto de sancionar sino de conocer mejor las causas de la siniestralidad. Permite también apreciar la diferencia entre la conducta definida como ilícita por la normativa y la realmente sancionada, lo que no incide en la responsabilidad individual del conductor sino más bien en la capacidad de respuesta de la DGT. Según el Real automóvil club de España (RACE), respetar la distancia de seguridad entre vehículos podría reducir en un 10 % el número de muertes en carretera y en un 16 % el número de accidentes con víctima. Sin embargo, no parece que la DGT sancione esta infracción en proporción a su peligrosidad. El 64 % de las sanciones que se imponen son por rebasar la velocidad permitida, lo que plantea interrogantes sobre mejora de la efectividad del sistema: ¿se sanciona en proporción a las causas de siniestralidad o en proporción a los medios de que se dispone para detectar las infracciones? De hecho, según estudios de la Fundación Línea Directa junto con la Universidad de Valencia, los datos dicen que el exceso de velocidad sólo incide en la cuarta parte de los accidentes mortales.

Existe también el problema de los efectos secundarios de la regulación, uno de los cuales es la sobrecarga de la Administración de justicia para cursar todos los procedimientos derivados de la aplicación de la misma. La tipificación como delitos de muchas conductas que anteriormente sólo merecían sanción administrativa ha llevado a que casi un cuarto de las condenas lo sean por delitos contra la seguridad vial: un 23.7 % en el año 2021, último con estadísticas disponibles (INE, 2021). Según la Memoria de la fiscalía general del estado, también indican los datos del mismo año 2021 que se incoaron 125.939 procedimientos penales relativos a delitos contra la seguridad vial, en una proporción muy alta sobre el total (Fiscalía General del Estado, 2021).

Naturalmente, la DGT publicitará los resultados de la política legislativa promovida a partir de sus análisis enfatizando la reducción de la siniestralidad, pero un análisis de impacto normativo completo tiene que prestar atención no sólo a los logros sino también a los efectos indeseados de la regulación. El problema de una adaptación aislada de organismos administrativos a las exigencias del procesamiento de datos es que las consecuencias sobre ámbitos que son competencia de otro organismo administrativo «no son de su negociado» y por tanto no merecen la misma atención. Pero junto al derecho a la vida, la integridad física y la seguridad (con que se legitiman las medidas normativas en el ámbito de la seguridad vial) existe también el derecho a un proceso sin dilaciones indebidas (art. 24.2 CE), y sobrecargar a la Administración de justicia con una proporción tan importante de causas no puede sino ir en perjuicio de la efectividad global de tal derecho. Alguna capacidad debe haber para que el análisis de los efectos sociales de las normas no se haga de forma parcelada, por administraciones, sino que obedezca a una perspectiva integral.

Con todo, en un balance global hecho con perspectiva histórica debe valorarse la transformación llevada a cabo en este particular ámbito de la administración pública y prestar atención a la dirección final hacia la que se orienta. El sentido que une los cambios normativos y los organizativos es la de una capacidad de procesar la información relevante que sirva para saber en qué medida las normas cumplen efectivamente el objetivo de resolver los problemas que motivan su aprobación, a la vez que esa recogida y análisis de datos constituye la base para la siguiente reforma normativa. De esta manera la mejor descripción que puede hacerse del proceso no es la de una autoridad con capacidad normativa y una organización que ejecuta dichas normas, sino más bien la de una relación circular entre regulación e implementación donde el centro lo constituye la capacidad de identificación de los datos significativos en relación al problema detectado, la capacidad de análisis de las causas del problema, la elaboración de normas encaminadas a incidir en dichas causas, etc.

6. CONCLUSIONES

Visto el caso de la evolución de la DGT, ¿es extrapolable a otras administraciones? Ya he mencionado, en primer lugar, que en el caso de la DGT confluyen una serie de circunstancias favorables que no es tan fácil que se den en todos los casos. Además, he tomado este caso como modelo, pero hay otros muchos ejemplos de reforma organizativa en funcionamiento: uno de los elementos constantes de los análisis de impacto normativo es la necesidad de evaluar el impacto presupuestario de la regulación, tarea para la que los técnicos de los ministerios de hacienda de los diferentes países suelen estar capacitados, también en España.

Pero en mi opinión hay dos limitaciones principales que impiden la generalización de este caso. En primer lugar, y como ya hace mucho Weber alertó, existe el peligro de la «jaula de hierro», de los excesos de la burocratización. A fin de cuentas, la adecuación medios-fines como forma de racionalidad es sólo una de las formas de racionalización de la acción social y extrapolarla a todo lo demás constituiría un error. La ciencia puede aportar pruebas de en qué medida, dado un objetivo considerado valioso, se está logrando alcanzarlo, pero no puede demostrar que un valor es preferible a otro. Ahí está la limitación entre la racionalidad administrativa, asistida por pruebas científicas, y la soberanía desde la que se adoptan decisiones políticas.

Parkhurst (2017, pp. 41 y ss.) aduce un buen ejemplo de los conflictos que pueden derivarse de la colisión entre estas dos exigencias. Obama estableció por norma un mínimo legal de 15 años para poder acceder a la píldora contraceptiva (píldora del día siguiente) pese a que la Food and drug administration (FDA) había probado que dicha píldora resultaba inocua para niñas de cualquier edad, lo que llevó a un tribunal a sentenciar que la administración debía hacer accesible la píldora a niñas menores de 15 años, ya que la decisión normativa estaba políticamente motivada pero era científicamente injustificable. Como bien argumenta Parkhurst, la cuestión es si las pruebas científicas deben ser la única base de la decisión normativa. Junto a la información sobre los efectos perjudiciales de la medicación existen consideraciones sobre los límites de la capacidad del regulador para hacer accesible sin receta una píldora de estas características a menores sin que sean informados sus padres. Este otro debate puede sostenerse sobre argumentos políticos basados en diferentes escalas de valores, habiendo quien esté a favor y quien esté en contra sobre la base de dichos valores y conforme a las mayorías políticas requeridas para adoptar tal medida. Pero este debate se vuelve inviable si consideraciones de este tipo deben ceder ante los datos de la investigación científica, y sea cual sea la opinión que se pueda tener sobre esta controversia en concreto, lo que es evidente es que los límites que separan dónde acaba la responsabilidad de los padres y dónde comienza la del estado no es una cuestión «científica» ni decidible conforme a métodos empíricos de investigación como los que acreditan el valor de los datos de la ciencia. Así que no sólo existe el peligro de una politización de la ciencia cuando las evidencias científicas son ignoradas, manipuladas o malinterpretadas para servir a fines políticos sino que también, a la inversa, existe el peligro de una despolitización científica de la política, un proceso por el que las evidencias científicas pueden ser utilizadas como pantalla para impedir debates esencialmente políticos.

Volvamos sobre el caso de la DGT. Que se reduzca la tasa de mortalidad/morbilidad en carretera es un objetivo político al que nadie podría seriamente oponerse. De hecho, la Estrategia de seguridad vial 2011-20207 (aprobada por el Consejo de Ministros el 25 de febrero de 2011) fijó como objetivo reducir la tasa de 37 personas fallecidas por millón de habitantes en accidentes de carretera, y la nueva estrategia 2021-308 se propone reducir en un 50 % el número de fallecidos en carretera en 2019 (1.755), y nadie se opone a este tipo de logros.

La dificultad que se plantea es que la idoneidad de los medios precisos para alcanzar tales objetivos tiende entonces a ser interpretada como una mera cuestión de investigación científica y desarrollo técnico. Este punto ciego es una consecuencia de los cambios históricos producidos en la metodología científica, a partir de los cuales el conocimiento sistematizado por el método adoptó un sentido primordialmente técnico. En aquellos campos de la ciencia donde los juicios de valor son prácticamente irrelevantes (como la física o la química) no se plantean tales problemas. Pero precisamente estas ciencias operaron como modelo para el resto, y la generalización de una metodología puramente técnica condujo, en el caso de las ciencias con efecto directo sobre las relaciones sociales, a ignorar los presupuestos valorativos implícitos en su método.

«Las disciplinas de las ciencias de la naturaleza que se hallan ligadas a unos puntos de vista de valor, tales como la medicina clínica y más todavía la llamada “tecnología”, se convirtieron en puras “técnicas” prácticas. Desde un principio ya estaban fijados los valores a los cuales habían de servir: la salud del paciente, el perfeccionamiento técnico de un proceso concreto de producción, etc. Los medios a los cuales recurrieron eran, y sólo podían ser, la aplicación práctica de los conceptos de carácter legal hallados por las disciplinas teóricas. Todo progreso de principio en la formación de aquellos era y podía ser, también, un progreso de la disciplina práctica. Porque con un fin fijo, la reducción de cuestiones prácticas (un caso de enfermedad, un problema técnico) a unas leyes de validez general, esto es, la ampliación del conocimiento teórico estaba ligada y era idéntica con la ampliación de las posibilidades técnicas de la praxis.» (Weber, 1987, pp. 157-158).

El postulado de valor que prescribe que la salud debe ser preservada resulta tan obvio para la medicina que deja de ser objeto de atención directa de la terapéutica. Así, el único tipo de problemas que ésta debe resolver es el de los medios técnicos para lograr la salud. De esta manera, el campo de la ciencia y el de la praxis borran sus fronteras. El conocimiento científico se convierte en criterio para la toma de decisiones. En casos como el de la medicina no presenta mayor problema, puesto que nadie discutirá el postulado de valor («debe procurarse la salud»), pero no toda decisión responde a este paradigma, y la elección entre alternativas basadas en criterios de valor diferentes no puede hacerse por criterios científicos. Como ya argumentaron los autores de la Escuela de Frankfurt en relación a un caso extremo, los campos nazis eran «técnicamente» impecables, un diseño industrial del exterminio, pero la antítesis de toda forma de respeto por los valores.

Hay multitud de leyes y reglamentos que responden a preferencias valorativas cuya legitimación es el grado de respaldo político que merezcan, y por tanto nunca las posibilidades que permita el análisis de impacto normativo basadas en pruebas científicas podrán anular el margen para ese tipo de decisiones, como en el caso citado por Parkhurst, y el hecho de que tal caso tuviese lugar (como otros que podrían citarse) es una prueba de que la amenaza es real.

La segunda limitación viene dada porque el análisis de impacto normativo no puede hacerse depender de unidades administrativas que funcionan con autonomía y, por tanto, tienen limitada su capacidad de observación de los impactos sociales de las normas conforme a su propia capacidad como organización. Desde la época de Bonnin (1809) hasta hoy se ha llegado a tomar conciencia de los límites que toda organización (particularmente la Administración pública) tiene para evaluar el grado de cumplimiento de los fines que justificaron su creación. En palabras de Luhmann, toda organización «tiene su propia clase de racionalidad sistémica en el hecho de que permite, donde sea necesario para las relaciones con el entorno, la racionalidad entre medio y fin. Pero no se puede conceptualizar ni poner en práctica el sistema organizacional mismo como medio para sus fines» (Luhmann, 1997, p. 22). O, como dice poco después, los sistemas organizacionales «verían sus fines sólo en sus medios y olvidarían el fin para el que fueron creados» (Luhmann, 1997, p. 25). He tratado de ponerlo de relieve en el caso de la saturación de la Administración de justicia derivado de la búsqueda de soluciones penales a los problemas de siniestralidad vial. No es competencia de la DGT evaluar la proporcionalidad de la carga de trabajo de la Administración de justicia, no puede hacerlo conforme a las limitaciones marcadas por sus competencias. Precisamente por ello el análisis de impacto normativo no puede hacerse depender de lo que cada órgano administrativo pueda o quiera hacer sino que debe ser un proyecto integral. España, como he tratado también de mostrar, no destaca entre los países más comprometidos con la política de mejora regulatoria llevada a cabo conforme a este paradigma. Una legislación más decidida, o incluso una reforma constitucional (como han hecho Suiza y Francia) permitiría establecer una metodología común de análisis de impacto normativo, una metodología donde estuviesen ponderados todos los valores consagrados en la Constitución (tanto el derecho a la vida y a la integridad como el derecho a un juicio sin dilaciones indebidas, como también he tratado de mostrar).

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1 Los trabajos preparatorios para este artículo han sido posibles gracias al proyecto de investigación “Aportaciones metodológicas para la evaluación del proceso legislativo y la efectividad de la regulación” (DER2016-79506-R), financiado por el Ministerio de ciencia, innovación y universidades, y del que el autor ha sido investigador principal.