Creative Commons Reconocimiento-NoComercial 4.0 Internacional

Imagen de la licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial 4.0 Internacional. Attribution-NonCommercial 4.0 (BY-NC)

Documentación Administrativa, número 11, diciembre de 2023

Monográfico: El empleo público local en la encrucijada

Sección: ARTÍCULOS

Recibido: 12-11-2023

Modificado: 27-11-2023

Aceptado: 30-11-2023

Publicado: 22-12-2023

ISSN: 1989-8983 – DOI: https://doi.org/10.24965/da.11304

Páginas: 70-88

Referencia: Nevado-Batalla Moreno, P. T. (2023). Análisis y reevaluación de la integridad en el desempeño del servidor público local. Documentación Administrativa, 11, 70-88. https://doi.org/10.24965/da.11304

Análisis y reevaluación de la integridad en el desempeño del servidor público local

Analysis and reevaluation off integrity in the work of the local public servant

Nevado-Batalla Moreno, Pedro T.

Centro de Investigación para la Gobernanza Global de la Universidad de Salamanca (EspañaSpain)

ORCID: https://orcid.org/0000-0002-6773-9622

pnevado@usal.es

NOTA BIOGRÁFICA

Profesor Titular de la Universidad de Salamanca. Director del Centro de Investigación para la Gobernanza Global de la Universidad de Salamanca. Coordinador del Programa de Doctorado Estado de Derecho y Gobernanza Global. Ha compatibilizado su actividad universitaria con el desempeño de funciones de gestión y asesoramiento en el ámbito privado. Igualmente ha ocupado diversos cargos de responsabilidad gubernamental.

RESUMEN

En la actualidad, como tantas veces se ha repetido, no faltan normas que prevean derechos, obligaciones, controles, procedimientos y toda una serie de exigencias y pautas de comportamientos jurídicamente condicionados que aseguren el papel de las Administraciones Públicas como esenciales instrumentos para la gobernanza democrática y la defensa del Estado de Derecho. Sin embargo, parece no evidenciarse, la importancia de acreditar en las prestaciones públicas un elevado perfil de integridad concretado en vectores de ética aplicada que eviten la creciente desafección ciudadana y falta de legitimación, cuando no, el establecimiento de una sistémica y abierta hostilidad hacia las instituciones y Administraciones Públicas.

Se trata de una tarea colectiva en la que la responsabilidad propia de los servidores públicos (sean cargos electos o empleados públicos) no basta, necesitando el apoyo de una ciudadanía cuyos valores reflejen una obligada cultura sobre integridad pública.

PALABRAS CLAVE

Administración local; integridad; ética pública; servidor público; cumplimiento; ciudadano.

ABSTRACT

At present, as has been repeated so many times, there is no lack of rules providing for rights, obligations, controls, procedures and a whole series of legally conditioned requirements and guidelines for behavior that ensure the role of Public Administrations as essential instruments for democratic governance and the defense of the Rule of Law. However, there seems to be no evidence of the importance of accrediting a high profile of integrity in public services, concretized in vectors of applied ethics that avoid the growing citizen disaffection and lack of legitimacy, if not, the establishment of a systemic and open hostility towards institutions and Public Administrations.

This is a collective task in which the responsibility of public servants (whether elected officials or public employees) is not enough, requiring the support of a citizenry whose values reflect an obligatory culture of public integrity.

KEYWORDS

Local administration; integrity; public ethics; public agent; compliance; citizen.

SUMARIO

INTRODUCCIÓN. 1. RECUPERACIÓN DEL SENTIDO DE INTEGRIDAD PÚBLICA: LA ADMINISTRACIÓN LOCAL COMO REFERENCIA. 2. EL SERVICIO PÚBLICO LOCAL Y SUS VECTORES DE INTEGRIDAD. 2.1. OBJETIVIDAD. 2.2. MÉRITO Y CAPACIDAD. 2.3. JERARQUÍA. 3. INTEGRIDAD Y CULTURA SOCIAL DE CUMPLIMIENTO. REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS.

INTRODUCCIÓN

En la actualidad, pese a que pudiera pensarse lo contrario, no es fácil realizar planteamientos concretos sobre integridad en el ámbito público.

No puede ocultarse que la integridad, como concepto teórico y como resultado de una acción, ha sido tratada, analizada y desarrollada en numerosísimos estudios y trabajos, como respuesta, en gran medida, a demasiados casos de malas prácticas y corrupción que se han padecido a una escala prácticamente global. Sin embargo, como se decía, este nivel de estudios y tratamiento muy posiblemente no está en relación directamente proporcional a la claridad con la que se debería apreciar la idea de integridad en el desempeño de funciones públicas.

Tal vez se ha trabajado tanto en este tema que ha habido un alejamiento de una idea muy simple de integridad que se comprende mejor que se la puede definir. La integridad en el ámbito público se concreta en el sentimiento de servicio, como virtud instintiva de quien de manera electa (por la confianza política depositada) o por selección profesional (a través de su mérito y capacidad) interioriza ese sentimiento superior y lo refleja mediante correctos actos de gobierno y administración.

Servicio público del que la Administración local ofrece una larga tradición a través de las potestades y obligaciones prestacionales que la normativa le ha ido encomendado hasta culminar en la Ley Reguladora de las Bases del Régimen Local (en adelante LBRL).

En esta línea argumental, habría que definir qué se entiende por «actos correctos de gobierno y administración» lo que nos recuerda a San Agustín cuando trataba de responder a la pregunta de ¿qué es el tiempo? Y como él, podríamos decir al tratar de explicar qué es la corrección en materia de gobierno y administración, que no hay cosa más familiar y conocida en nuestras conversaciones, que sabemos sin duda qué es, que entendemos lo que es cuando lo oímos pronunciar a otro, pero que, si intentamos definirlo, no resulta sencillo.

Sin embargo, a diferencia del Santo de Hipona, la cuestión que nos ocupa ha sido fuertemente estudiada y nuestra falta de santidad y sabiduría se compensa con todo una batería de estudios e informes que nos facilitan las pistas necesarias para poder acercarnos a ese ideal de corrección pública. Desde hace tiempo, desde el siglo pasado si tomamos los años 90 como referente cronológico, pero, mucho antes incluso, la corrección en materia de gobierno y administración supone realizar actuaciones que generen confianza a los ciudadanos. Así lo ha expresado el Informe sobre prospectiva estratégica de 2021. La capacidad y libertad de actuación de la UE planteando como un resto estratégico que las instituciones y Administraciones públicas respondan adecuadamente a las preocupaciones de la sociedad y sean eficaces a la hora de aplicar las políticas 1.

En realidad este concepto de integridad pública resulta un denominador común para todas las Administraciones Públicas (sector público en sentido amplio) por lo que no caben singularizaciones, pero sí es posible que en organizaciones administrativas como las locales, por su proximidad con los ciudadanos, pueda reconocerse de una manera más sencilla, tanto la vocación de servicio (cómo código interior) como la cristalización de dicha integridad en los indicados actos de gobierno y administración. Y es que, salvando las grandes ciudades y algunas estructuras provinciales, cuya organización y personal resulta, muy posiblemente, inabarcable e inalcanzable para el ciudadano medio, la tipología en cuanto a tamaño y población de la mayoría de los municipios hace que la proximidad administrativa sea, muy posiblemente, proximidad personal y conocimiento directo. Por ello, la Administración local y especialmente la planta municipal se constituye, como señala el Preámbulo de la LBRL en el marco por excelencia de la convivencia ciudadana haciendo que las prácticas administrativas y los estándares de integridad que les informa tengan un efecto social más intenso. La proximidad y efectividad de los servidores públicos locales les convierte en referentes de ejemplaridad y contribuyentes esenciales en la construcción de una democracia asentada en principios de profesionalidad y acierto.

1. RECUPERACIÓN DEL SENTIDO DE INTEGRIDAD PÚBLICA: LA ADMINISTRACIÓN LOCAL COMO REFERENCIA

Elevando el enfoque, la integridad del servidor público sea cual sea la naturaleza de su vínculo con la Administración que se trate, se anuda a su dignidad profesional en el desempeño de una función pública. En este sentido, no se puede confundir la profesionalidad pública con la profesionalidad privada ya que, en el ámbito público se identifican una serie de valores que otorgan un sentido de mayor trascendencia a la función desempeñada, sin equivalente a los que puedan ser conocidos en el ámbito privado. No se trata de establecer un orden de prelación: los elementos objetivos del desempeño profesional pueden ser absolutamente coincidentes u homologables, la visión resulta completamente horizontal y uniforme, pero ya no lo es cuando se trata de identificar la misión, el objetivo a que se orienta el esfuerzo profesional. Del desempeño público va a depender de manera directa y determinante la consecución de las pautas y principios que nos definen como sociedad, como nación y que el Texto Fundamental concreta. Es decir, la integridad pública se relaciona directamente con la materialización del espacio constitucional que como sociedad nos hemos otorgado, y en ese espacio constitucional las entidades locales se consideran el principal fundamento del régimen democrático 2.

No se puede esperar que los intereses privados protejan la propiedad común, apunta Ostrom (2011, p. 47) por eso, se requiere la regulación externa a través de entidades públicas, gobiernos o autoridades.

Homologar sin más el desempeño profesional en el ámbito público y privado en una tendencia de laboralización por mimetismo con el sector privado, empequeñece el trascedente sentido del trabajo que realiza un servidor público y, por extensión, la idea de integridad que se proyecta en el ámbito público. En este sentido, el leguaje tiene su importancia a la hora de categorizar y dar contenido a la denominación elegida. Esto es, identificar al servidor público como «mano de obra» («labour force») y a la Administración Pública como empleador tal y como, al más alto nivel, se hace en la Comunicación de la Comisión al Parlamento Europeo, al Consejo, al Comité Económico y Social Europeo y al Comité de las Regiones sobre Mejora del espacio administrativo europeo (ComPAct) 3, no parece lo más idóneo mucho más cuando se reconoce que las Administraciones Públicas tienen cada vez más dificultades para reclutar personal profesional y estable. Sin duda, la bien intencionada iniciativa pública puede llegar a restar importancia al perfil del servidor público. Lo cual resulta sorprendente ya que, tomando como ejemplo el mismo documento comunitario, se atribuyen a la Administración Pública las más altas responsabilidades y metas:

Pero no se toma al servidor público como una figura diferenciada de un trabajador privado que se integra en una organización como podría hacerlo en otra sin mayor vínculo o interiorización con los valores que representa el servicio público.

Por lo tanto, debe recuperarse el sentido de la integridad pública través de la trascendencia constitucional que tiene el desempeño profesional del servidor público, mediante un trabajo que compromete al conjunto de la comunidad identificada en sus expectativas, intereses y derechos que refleja el Texto Fundamental. Qué buen credo administrativo son los principios rectores de la política económica y social (arts. 39 a 52 CE) y que gran mandato a la integridad pública el que se descubre inmediatamente después, en el art. 53.3 para todos los poderes públicos. Mandato que se concreta y desarrolla en el ámbito local mediante un amplio bloque normativo sobre el que el legislador no tuvo empacho en reconocer la especial carga de responsabilidad que suponía elaborar su régimen regulador por la asociación que siempre ha existido entre el desarrollo municipal y progreso social.

En otras palabras, al desempeño público se le impone una responsabilidad adicional que el ordenamiento jurídico refleja en una serie de obligaciones cuyo cumplimiento se traduce en una prestación que se califica como íntegra. Tomando el concepto Kantiano de libertad externa e interna 4 al menos la libertad externa del servidor público se localiza en un plano en el que su desempeño se realiza bajo la supervisión de un sistema de caracterización coercitiva (conductas jurídicamente reguladas a través de reglas prescriptivas y reglas atributivas) que trata de garantizar el acierto y corrección de las decisiones y actuaciones públicas. Legalidad que trata de asegurar vectores de integridad. Así, la objetividad y por extensión la imparcialidad, se ven respaldadas por las figuras de la abstención y la recusación. La buena administración se materializa en los derechos que, por ejemplo, contempla el art. 41 de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea o las normas procedimentales de la Ley 39/2025. El mérito y la capacidad en la predeterminación de los procedimientos de selección. La jerarquía en las facultades que el ordenamiento atribuye al superior frente a los que se encuentran a él subordinados. Y la autoridad, en los instrumentos de exigencia y coerción que se atribuyen a la Administración. Rápido repaso que no agota las múltiples normas, generales y sectoriales, que tratan de asegurar el acierto y la corrección como manifestación de integridad pública desde una perspectiva del control externo del comportamiento público.

Sin embargo, siendo muy importante esa perspectiva externa de la conducta jurídicamente regulada (y quedando mucho recorrido aún en materia de simple cumplimiento normativo), puede afirmarse que no se trata de un simple cumplimiento mecánico o formal. El desempeño del servidor público debería reflejar un sentimiento de unión entre la función realizada y la organización administrativa que sostiene toda una serie de servicios y prestaciones que dan forma al espacio de desenvolvimiento de derechos, libertades (y también obligaciones) conformadoras de un municipio, una comunidad, o una nación. Esto es, un convencido sentimiento de servicio que, en el marco de la legalidad aplicable, considera como primera obligación tratar de hacer lo mejor. Por eso, no todo comportamiento público, pese a su estimación positiva en términos jurídicos, podría ser considerado íntegro tal y como seguidamente se expondrá con mayor detalle.

El fiel cumplimiento de la norma como fundamento del desempeño público, es sin duda una parte esencial de la integridad pública, pero no colma por sí solo el auténtico deber de servicio que debería acompañar al servidor público como inequívoca materialización de integridad pública. Es más, aunque pudiera parecer un anacoluto, es posible carecer de integridad desde el absoluto cumplimiento de la legalidad. Algunas actuaciones públicas así nos lo demuestran cuando de la lectura de los informes elaborados por alguna entidad regulatoria o de control, o de la simple mirada a las prácticas administrativas más habituales, se manifiestan comportamientos absolutamente impropios.

Cuatro ejemplos generales, pueden servir como cata de integridad en una Administración Pública, la española, que se ha convertido en un espacio de gran potencialidad para descubrir comportamientos públicos que, pese a no rebasar el perímetro de la legalidad, resultan impropios.

En primer lugar, cuando la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (en adelante, AIReF) estudia la construcción y desarrollo de las grandes infraestructuras de transporte del país 5 y pone de manifiesto que existe una completa desconexión entre la planificación estratégica, los recursos disponibles y las previsiones económicas; o que los proyectos de inversión, incluso los más importantes, no son sometidos a una verdadera evaluación ex ante que permita estimar sus efectos socioeconómicos porque en la mayoría de las ocasiones, las grandes decisiones están ya tomadas antes de comenzar los estudios de viabilidad. Evidentemente, no se evidencia que los servidores públicos con capacidad para adoptar decisiones de tanto impacto social y económico estén mostrando una mínima vocación de servicio capaz de infundir confianza a los ciudadanos 6.

En segundo lugar, que el Tribunal de Cuentas, en relación a la fiscalización de la gestión de personal de Radio Televisión Española 7 (recordemos de inmediato el art. 3.4 de la Ley 40/2015 de Régimen Jurídico del Sector Público y el principio de personalidad jurídica única), recomiende que sería conveniente incorporar al proceso de selección de personal directivo principios de buena gestión como los de mérito, capacidad, idoneidad, libre concurrencia y publicidad, tampoco transmite demasiada confianza y, por extensión, legitimidad en el actuar público.

En tercer lugar, tomando como referencia los trabajos e informes de la Oficina Independiente de Regulación y Supervisión de la Contratación y la Intervención General de la Administración en materia de contratación pública, a la vista de Administraciones Públicas analizadas (entre las que se contempla la Administración local), se descubre que el comportamiento de un número no menor de servidores públicos con responsabilidad en la materia se acerca más a la improbidad o al directo incumplimiento que a un proceder íntegro. Y no se puede negar que se ha avanzado notablemente, pero las deficiencias e incumplimientos en materia de criterios de adjudicación, publicación anticipada de los planes de contratación pública, o los problemas en materia de contratos menores, fraccionamiento de contratos o contratos de concesión de alta cuantía, ponen de manifiesto que aún es necesario seguir el recorriendo el camino que conduzca a una completa integridad, no con más normas sino con mejor voluntad de cumplimiento basada en una observancia ética del servicio público.

En cuarto lugar y último lugar, de manera más general el actuar de algunas Administraciones al realizar un empleo impropio y abusivo de las instituciones de Derecho Administrativo, escapando de todo control o reproche, suponen una grave improbidad que se desarrolla, increíblemente, de manera pública y notoria sin más corrección que la eventual revisión ante los tribunales cuando el afectado puede disponer del tiempo, medios y voluntad (paciencia) necesarios para reivindicar los derechos que debían haber sido reconocidos directamente en sede administrativa. Auténticos atropellos que reflejan una reprochable improbidad como sucede cuando la dilación indebida de los procedimientos, el abuso del silencio administrativo desestimatorio, el retraso en la entrega de información, o la escandalosa incerteza en los calendarios de los procedimientos de selección, entre otras malas prácticas, se emplean con absoluta normalidad en las relaciones con los ciudadanos y la tramitación de sus asuntos. Y si estas situaciones pudieran ser objetadas de alguna forma, bastaría con dirigir la mirada a la monetización del desacierto, tomar en cuenta el coste de la falta de integridad en el desempeño público. Según la propia Comisión Europea en octubre de 2023: «Una mejor ejecución de la política de la UE y un mejor desempeño administrativo podrían ahorrar cada año miles de millones de euros a los contribuyentes y las empresas de la UE. Los Estados miembros podrían ahorrar 64 200 millones de euros al año mejorando su desempeño administrativo 8».

Cifras que, además de evidenciar que la falta de la capacidad administrativa es un desafío sistémico 9, deslegitiman el desempeño público realizado y entierran cualquier consideración ética sobre el dinero público y la obligación de administrarlo de la manera más correcta (eficaz y eficientemente).

Esta enumeración de escandalosas improbidades administrativas muestra que, siendo muy importante la legalidad, la gran vulnerabilidad del sistema se encuentra en la manera en la que un servidor público, sea un cargo electo o un empleado público por oposición, ejerce las potestades que el ordenamiento le ha atribuido. Y es que, no es posible olvidar los muchos esfuerzos internos destinados por avanzar en integridad y buenas prácticas, además del siempre presente «gran hermano» europeo, para recibir unos resultados, desalentadores.

Por eso, no son pocos los que ya se separan del esfuerzo inútil, incesante y cansino de plantear una y otra vez nuevos modelos, sistemas y normas que transformen a la Administración y sus servidores en una organización ejemplar, con capacidad para responder a todas las necesidades y expectativas de los ciudadanos, generando mayor confianza y legitimidad social. Tal vez, estos sísifos públicos, a los que se les reconoce su empuje, pero también la gran inutilidad de este, deberían entender que mientras ellos se entretienen en realizar planteamientos en ocasiones imposibles por cuanto, o bien resultan materialmente impracticables (los medianos y sobre todo los pequeños municipios son un buen ejemplo de ello) o son incompatibles con el modelo constitucional de Administración Pública, están distrayendo la atención de lo que resulta verdaderamente importante: elevar los estándares de corrección y buenas prácticas en la Administración Pública requiere fomentar una capacidad profesional (y política) en la que, junto a la pericia técnica, exista un idea de servicio que conduzca a un desempeño íntegro de la función pública atribuida.

Idea que se materializa en una buena parte de los municipios españoles en los que muchas de las propuestas de reforma e innovación pública resultan como trajes de talla incorrecta, pero la prestación de servicios puede ser considerada de calidad gracias al sobreesfuerzo y alto sacrificio de quienes, como servidores públicos, entrelazan con ejemplar integridad sus intereses al del resto de vecinos.

Sólo desde el interiorizado convencimiento de cada servidor público respecto a la responsabilidad que le es propia, se puede otorgar contenido, fuerza moral al concepto de integridad pública. Y esta fuerza moral, volviendo al ámbito local, es más fácil de identificar y desarrollarse cuando existe proximidad, haciendo que la maquinaria de la legalidad se lubrifique con la esencial aportación personal de quien asume la responsabilidad de una función pública, simplemente con una actitud positiva, consciente del valor de los medios puestos a su disposición y el trascendente objetivo institucional de esos recursos y su trabajo.

La integridad meramente legal, externa, siendo fundamental, no llega a ponderar el verdadero alcance de la decisión adoptada o el desempeño realizado, pudiendo disimular una falta de integridad difícilmente detectable que solo un íntimo compromiso con el servicio público podría llegar a evitar o, en su caso, identificar y corregir. Idea de integridad a través de la responsabilidad en el servicio que, apuntándolo una vez más, alcanza, o debería alcanzar, en todo servidor público un interiorizado deber personal con los ciudadanos, contribuyendo al desarrollo y prosperidad de la sociedad en su conjunto.

Por supuesto ese sentimiento de servicio no se adquiere sin más. En el siguiente epígrafe se reflexionará de manera más extensa sobre las implicaciones de la educación y la cultura social en relación con la integridad pública, pero en este momento puede decirse que los futuros servidores públicos ya han nacido y están creciendo, definiendo la cartera de principios y valores que habrán de guiar su conducta en su vida personal y profesional.

Salvando por tanto la importancia de la cultura social sobre integridad pública, lo que en todo caso resulta necesario es un entorno, una estructura administrativa que contribuya a fortalecer o, en su caso, adquirir una ética pública colectiva en la que se identifiquen todos los servidores públicos. La institución pública y su organización deben inducir a una cultura colectiva en la que los estándares éticos se apliquen sin matices ni excepciones. Así lo confirma Fernández Ajenjo (2021) al apuntar el error de considerar la integridad como una cuestión individual de cada servidor público, sin que sea posible establecer una ética pública colectiva 10.

Debe existir una ética pública colectiva en la se comprenda la trascendencia de lo que supone el servicio público y su proyección hacia los ciudadanos como sujetos de máximo respeto. Por ahí pasa la integridad pública, entender de una manera real y convencida que la atención al ciudadano obliga a empeñar la máxima responsabilidad en el desempeño de la función comprometida. Y eso, habitualmente, se conoce sin dificultad en el ámbito local en relación indirectamente proporcional al número de vecinos empadronados y residentes.

Pero en un plano ideal, las variables cercanía-lejanía con el ciudadano no deberían definir tanto el desempeño. Desde el anonimato favorecedor de la imparcialidad, todo trámite, expediente o actuación debería ser sustanciado desde el convencimiento de proceder en beneficio de una persona o comunidad cuyo bienestar, su dignidad, depende de ese desempeño público. El ciudadano, por el mero hecho de serlo, debería suscitar en el servidor público una instintiva inclinación a prestar el mejor servicio, mucho más cuando se trata de decisiones o planes de elevado impacto jurídico y económico que pueden llegar a comprometer a toda la sociedad, en el presente y en el futuro. Como señala la Sentencia del Tribunal Supremo, Sala Tercera, de lo Contencioso-administrativo, Sección 2.ª, 1312/2021 de 4 de noviembre (Recurso 8325/2019), considerando la buena administración como un elemento intrínseco de la integridad pública, el principio de buena administración no se detiene en la mera observancia estricta de procedimiento y trámites, sino que más allá reclama la plena efectividad de garantías y derechos reconocidos legal y constitucionalmente al ciudadano 11. Jiménez Vacas (2022, p. 7), lo define muy bien:

«…la buena administración resultará del arte del bien hacer, que pasa por comprender, primero, que las Instituciones propias del poder constituido se componen de personas con valores que las dirigen y sustentan y, segundo, que el Derecho de la administración ya no debe limitarse a ser mera regulación de las prerrogativas públicas, sino llegar a conformar también verdadero estatuto del gobernante y administrador. Un código ético, de conducta, deontológico, desde el más puro sentido de servicio con objetividad al interés general».

Así las cosas, en la sempiterna indefinición del modelo de empleo público y la continua búsqueda de caracterizar su desempeño (complicando lo que, sin duda, ya viene definido en su propio nombre, empleo público) se muestra que se ha atendido más a los elementos definidores del trabajo: metodologías de prestación, medición y evaluación del rendimiento, horario o modalidades de desempeño, etc que a trabajar por lograr un entorno que facilite al empleado público asumir la aprobación interior, el convencimiento de que su trabajo redunda en beneficio del conjunto de la comunidad. Elementos definidores del servicio público que en la Administración local resulta más sencillo de apreciar e incorporar.

Y no es que los aspectos laborales apuntados no resulten de obligada atención, pero, por sí mismos, no alcanzan a otorgar al servicio público y su desempeño el sentido de integridad que se pretende como necesidad crítica, no ya para lograr buenos resultados públicos a través de la corrección y el acierto, sino como factor de auténtica supervivencia democrática.

2. EL SERVICIO PÚBLICO LOCAL Y SUS VECTORES DE INTEGRIDAD

A partir de las consideraciones expuestas en el epígrafe anterior puede deducirse que la Administración local tiene un especial protagonismo respecto a la prestación de servicios públicos y su aportación al mantenimiento de un sistema de gobernanza democrática, generando confianza y legitimidad frente a unos ciudadanos con los que mantiene una proximidad desconocida para otras Administraciones.

La integridad pública manifestada en la observancia de estándares éticos se percibe de manera más intensa por los ciudadanos por cuanto las decisiones adoptadas afectan de manera directa e inmediata a sus vidas, advirtiendo los beneficios de un correcto desempeño público, y los perjuicios o ausencia de avances derivados de un desempeño incorrecto o cuestionable. En otras palabras, en el ámbito local los ciudadanos, por el carácter directo de las prestaciones y la proximidad física a la correspondiente estructura administrativa (incluso a los propios titulares de los órganos actuantes) disponen de una cierta ventaja para poder valorar la conducta de los servidores públicos y exigir mayor corrección o la responsabilidad que corresponda.

Volviendo a tomar apoyo en la distinción que realizaba Kant entre exterioridad e interioridad de la libertad, salvando posiciones nihilistas o similares, todas las personas, hacia el exterior cumplen o aparentan cumplir ya no sólo con la conducta jurídicamente vinculante que el Derecho exige, sino con otra serie de convenciones informales y expectativas de comportamiento que generan aprecio social y, en el ámbito que nos ocupa, también político. La dificultad, obviamente (como gran debate y objeto de estudio de la ética) estriba en tener unas convicciones éticas internas que además de resultar coherentes con las exigencias jurídicas externas, tengan la fuerza necesaria para imponerse cuando no hay normas o la propia norma permite un espacio deliberativo para adoptar diferentes decisiones todas ellas igualmente validas, aunque no todas con la misma capacidad para alinearse con el interés general. Es decir, siendo precisos en términos jurídico-administrativos, la principal cuestión se centra en conducir la discrecionalidad administrativa hacia una mejor atención hacia el objetivo que representa el ciudadano sin mediar más incentivo que sentir la satisfacción del deber cumplido. Agrado personal, anónimo, siempre presente en la cultura ética más elemental y hoy poco recordado por tener algo de caduco pese a la necesidad de integridad que, una y otra vez, se muestra. Pero se considere caduco o directamente ignorado en las nuevas tendencias en materia de personal o prestación de servicio, el valor del deber cumplido no deja ni dejará de tener su importancia como auténtico y, en principio, único bonus de quien tiene verdadero sentido de servicio público y actúa con el reconocimiento de integridad que sólo la conciencia personal le puede otorgar a una persona, un servidor público, que tiene conciencia de lo que supone su desempeño para los demás.

Este planteamiento sobre los valores interiores que orientan la discrecionalidad administrativa (no digamos la gubernamental), incluso la manera de realizar el desempeño público (por ejemplo, con diligencia) resulta particularmente importante desde el momento en que dicen cambiarse los paradigmas de gestión orientándose hacia modelos que enfatizan la discrecionalidad a través de encendidas defensas de la creatividad y la flexibilidad 12 que suelen mostrar su mayor debilidad en la premisa de creer en la bondad intrínseca de los servidores públicos de rango directivo o superior como seres de naturaleza seráfica.

Desde el Derecho Administrativo se ha tratado de resolver el problema planteado a través de la interdicción de la arbitrariedad o el abuso de poder como grandes paradigmas de la improbidad en el ámbito público regulando la conductas públicas a través de pautas jurídicamente vinculantes y estableciendo garantías para que las expectativas en el comportamiento del servidor público no se ven defraudadas, tanto en los niveles con capacidad de dirección como en los de función técnica o meramente administrativa que en no pocas ocasiones escapan a los controles que sí se exigen a quienes asumen los puestos de responsabilidad política, entre ellos, los compromisos formales a mantener unos estándares de conducta adecuados.

No hay ninguna razón por la que ámbito subjetivo de las normas sobre altos cargos y los amplios listados de obligaciones derivadas del nombramiento no alcances a otros niveles de la Administración que, sin la consideración formal de alto cargo, disponen de amplios márgenes de decisión respecto a cuestiones de elevado interés jurídico y económico, pero no tienen que rendir cuentas de una manera tan rigurosa respecto a cuestiones tan sensibles como declaración de bienes, limitaciones patrimoniales, compatibilidades, conflicto de intereses o entrega de regalos y atenciones. La integridad debe apreciarse de manera transversal, en los cuatro ejes de las instituciones y Administraciones Públicas, sin ningún tipo de escalamiento ya que, aunque las consecuencias de la improbidad se modulan en función de la mayor o menor capacidad atribuida, el desvalor de pervertir el servicio público es el mismo en cualquier nivel 13.

El bloque normativo jurídico-administrativo proporciona suficientes indicadores para identificar la integridad del servicio público, proporcionando garantías para la calidad democrática de las instituciones y Administraciones Públicas. En esta línea argumental, hay que tener muy presente la relación directamente proporcional entre integridad en el desempeño público y calidad democrática. La ética pública que refleja la integridad en el desempeño cristaliza en el fortalecimiento de la democracia a través de la legitimidad y credibilidad de las instituciones públicas y en esta tarea, pese a la reiteración la Administración local resulta un paradigma.

Así las cosas, es posible realizar un esfuerzo de síntesis a través de la evolución de los distintos modelos de gestión pública (desde el más tradicional modelo burocrático hasta el reciente modelo de gobernanza pública) para identificar los vectores fundamentales para la integridad en el servicio público como referencias éticas en la que los servidores públicos deberían verse representados, guiando sus capacidades discrecionales o libertad profesional (autonomía moral o libertad práctica en términos kantianos).

Desde la singularidad de la Administración local, considerando las notas que caracterizan su relación con los ciudadanos: proximidad y prestación directa de los servicios, son tres los vectores que se escogen: objetividad, mérito y autoridad, en el bien entendido que podrían incorporarse otros como la transparencia, la rendición de cuentas o cualquier otra exigencia expresada normativamente. Baste pensar, por ejemplo, en la buena administración, como derecho de los ciudadanos y deber de la Administración actuante, cuyas manifestaciones en el desarrollo de cualquier actuación administrativa podrían integrar un amplio haz de vectores de integridad.

No obstante, como se ha dicho, se escogen los apuntados vectores ya que, en las relaciones administrativas próximas y directas como son las que nos ocupan en el ámbito local, se identifican como los de mayor capacidad para generar y preservar la confianza de los ciudadanos y la cohesión social, al exigir una determinante priorización del interés general allí donde la cercanía eleva la presión de otros intereses ajenos al bienestar de la comunidad como los derivados de la amistad, el parentesco o la simple vecindad, además de los siempre espurios partidistas y clientelares que son siempre una tiniebla en la Administración Pública. La desviación en el desempeño del servidor público resulta más reconocible en el ámbito local.

2.1. Objetividad

Sin duda, la objetividad y su proyección en la toma de decisiones, la imparcialidad, es un valor fundamental para generar confianza en los ciudadanos otorgando legitimidad a la acción administrativa o, en su caso, gubernamental.

Favoritismo, clientelismo, nepotismo, enchufismo, amiguismo etc son cristalizaciones de un polimorfismo de improbidad del que parece que ninguna Administración se ve libre y que, como se apuntaba líneas atrás, genera unas impropias normas de comportamiento cuyo cumplimiento se impone a la objetividad que debe caracterizar la conducta de quien asume un cargo público.

Desde el Derecho Administrativo se establece una objetividad racional que descansa en el conjunto de normas que, como se ha repetido en varias ocasiones, definen conductas jurídicamente vinculantes. Objetividad que puede apreciarse desde muy distintas perspectivas bajo el común denominador de atención preferente al interés general frente a cualquier otro 14.

Todas y cada una de las previsiones normativas que resultan de aplicación al servicio público lo hacen de la manera más objetiva a través, esencialmente, de la exigencia de pautas procedimentales, condicionantes formales o el establecimiento de plazos que, en su conjunto, como ya se anticipó respecto a la organización de la Administración Pública, otorgan legitimidad a los actos o decisiones adoptadas. La buena administración como deber se asienta en la objetividad y no plantea grandes problemas cuando la prestación de servicio se materializa en un acto reglado. Ese acto, en la medida que responde al mandato que impone la norma, evidencia un canon de integridad suficiente.

Por tanto, parecería que el problema de la objetividad como rompiente a discrecionalidad o el abuso (en definitiva, el capricho personal) quedaría resuelto con la sujeción a las formalidades establecidas normativamente. Pero el gobierno y administración no pueden alcanzar los objetivos constitucionales empleando, únicamente, la regla como estático punto de referencia ya que en no pocas ocasiones deberán decidir empleando criterios de valoración. Precisamente, aplicar un criterio de valoración supone mirar a la totalidad de intereses afectados y circunstancias existentes, determinando si una decisión pública es correcta al beneficiar, prospectivamente, a todos los ciudadanos.

En cualquier caso, puede admitirse que la rigidez normativa no proporciona las mejores soluciones en materia de gestión pública (recordemos la citada STS 1312/2021 al considerar que el principio de buena administración no se detiene en la mera observancia estricta de procedimiento y trámites) ya que, además de no alcanzar las expectativas de progreso y desarrollo social y económico mediante actuaciones públicas eficaces y eficientes (paradigmas en los modelos de gestión pública), tampoco supone asegurar completamente el estándar de integridad pública por cuanto, legalidad y moralidad no mantienen una relación de completa equivalencia.

La mayor complejidad y compromiso para la integridad se advierte cuando el servicio público se desarrolla, como ya se ha anticipado, a través de potestades discrecionales o el empleo de conceptos jurídicos indeterminados que la autoridad concreta a través de la interpretación de las circunstancias que contextualizan los actos de gobierno y administración (interés público, utilidad pública, urgencia…). Y esa capacidad de deliberación, elección e interpretación, que debe adecuarse a los cánones de integridad pública, es lindera con la arbitrariedad, la desviación o el abuso que, por supuesto, además de sus consecuencias jurídicas se aparta de cualquier perfil de integridad pública.

Esa ha sido y es una de las grandes preocupaciones del Derecho Administrativo tal y como ejemplarmente apuntó García de Enterría (1962) cuya doctrina y la propia construcción jurisprudencial del Derecho administrativo no han podido evitar que, en la actualidad, la falta de integridad pública tenga un importante reflejo en las patologías de la arbitrariedad y el abuso mucho más cuando, como se sabe, en la transformación de los modelos de gestión pública se reivindica una mayor flexibilidad y margen de decisión (creatividad, se apuntaba líneas atrás) en orden a mejorar los resultados de la acción administrativa mediante prestaciones pública de calidad.

El discurso de la flexibilidad y la ampliación de los márgenes de decisión (discrecionalidad) siempre ha sido y será más atractivo que aquel que toma la burocracia y la regla como punto de referencia. Cuando se trata de elegir entre la foto en blanco y negro de Weber y su objetividad racional, frente a los colores de un PowerPoint con un modelo de gestión pública presentado en cuadros y gráficos acompañados de sonrisas, manos entrelazadas y ciudadanos felices caminando por calles impolutas, no debe ser fácil resistirse si el conocimiento de la Administración es menor, se asienta en prejuicios o responde a una imagen distorsionada de las instituciones o Administraciones Públicas. Esta ha sido la brecha que muchas bien intencionadas autoridades de superior dirección han abierto para dar acceso a quienes utilizan el engaño o la palabrería 15, en lugar de poseer habilidades y conocimientos sustanciales para entender, como poco, que la gestión pública no es homologable, sin más, a la privada y cualquier aportación debe cumplir, al menos, la ética de abordar un problema complejo con unos conocimientos mínimos 16.

Es apreciable y puede ser muy positivo, en el marco de cualquier modelo de gestión pública, plantear una mayor flexibilidad en la toma de decisiones, pero resulta sustancial, equilibrar esa ampliación de la discrecionalidad administrativa con garantías adicionales o, simplemente, siendo más riguroso con las existentes. Y es que, más allá de la Administración de cartón piedra y ciudadanos convertidos en meros actores del marketing que emplea un comercial en el mercado de deslegitimadas Administraciones Públicas, la realidad muestra con toda crudeza que la discrecionalidad, acompañada de flexibilidad ha tenido como resultado desacertadas decisiones cuando no absolutamente fatales. Incorrección y malos resultados que derivan de esa dualidad de patologías que minan las estructuras públicas: corrupción y absorción de recursos sin ningún tipo de rendimiento social, de aportación cero o, incluso negativa, a la prosperidad de los ciudadanos.

La discrecionalidad debe partir, necesariamente, de la objetividad de quien asume la responsabilidad de ejercer la competencia atribuida con un margen de decisión amplio y los conocimientos necesarios para plantear soluciones en un entorno problemática y de alto riesgo.

2.2. Mérito y capacidad

Salvando el acceso a cargos públicos electos y la designación de personal eventual, el principio de mérito y capacidad es la manifestación visible y constante del libre acceso a cargos y funciones públicas como derecho de hondo calado democrático. Sólo, por esa caracterización merece su alta consideración desde una perspectiva de integridad. Pero es que, además, el mérito y capacidad es el apoyo del acierto y corrección de las decisiones públicas aportando elementos adicionales de confianza en la ciudadanía.

Como en cualquier organización, la potencia de ésta se encuentra en el mérito y la capacidad de quienes la componen.

La integridad pública que representa el respeto al mérito y la capacidad puede ser examinado desde distintos puntos de vista dependiendo de la caracterización del vínculo que une al servidor público con la Administración.

En el caso de las autoridades electas, la capacidad para ser elegido se mide exclusivamente por la democrática igualdad de no tener limitaciones en los correspondientes derechos civiles. Mayor relevancia tiene la apreciación del mérito de los candidatos por parte de los electores de acuerdo con su conciencia cívica, su cultura social y el criterio que esta forma respecto a quien se puede encargar la gestión de los asuntos públicos. Pero siendo esta cuestión de enorme importancia que será parcialmente tratada en el siguiente epígrafe, interesa en este momento centrarnos en la integridad que supone el respeto del principio de mérito y capacidad a lo largo de toda la vida profesional del empleado público. Esto es, el mérito y capacidad no es sólo una premisa fundamental en el acceso al cargo público, se mantiene a lo largo de toda la carrera del empleado público evidenciado la mayor o menor integridad, como compromiso institucional con el interés general que, además, involucra el cumplimiento de otros principios como el ya conocido de objetividad.

Y en el ámbito local, esta integridad en el desarrollo de la vida profesional de sus empleados presenta indicadores de incertidumbre y frustración, a veces, alarmantes derivados, una vez más, de la proximidad, de los empleados públicos con los órganos de superior dirección. La peor de las situaciones es trabajar con un gobierno poco escrupuloso con la legalidad y tener vocación de servicio público. La historia de la Administración, local en este caso, está plagada de relatos de hostilidad y auténtica persecución a buenos empleados públicos con un final no siempre a favor de éstos. Las filias y fobias, la impropia clasificación entre empleados «dóciles o fáciles» y «rigurosos», los que firman y los que no, las amistades y enemistades entre empleados públicos y las autoridades locales electas, pueden llegar a relativizar completamente el principio de mérito y capacidad mediante el empleo de la fundamental ayuda de la amplia y siempre discrecional potestad organizatoria, afectando a la objetividad en el desempeño pero también a la imperativa eficacia y eficiencia pública si se asignan puestos a personas no capacitadas o sin el mérito requerido.

Como se puede apreciar, no es fácil examinar de manera estanca un principio y su contribución a la integridad. La integridad es un rizoma que involucra a todos los principios y potestades a través de los que se desarrolla la actividad pública.

Centrando nuestro análisis, la integridad en el desempeño público pasa por la esencial necesidad de respetar el mérito y la capacidad a lo largo de toda la vida profesional del empleado público.

Tiene una particular importancia en el inicio de la relación funcionarial o, en su caso laboral por implicar el derecho fundamental de libre acceso a cargos y funciones públicas (art. 23.2 CE) pero debe estar presente en el devenir profesional del empleado público en el que el mérito y la capacidad deberían ser el factor determinante de procesos de carrera tan importantes como la evaluación del desempeño o la promoción profesional tanto vertical como horizontal, en los que, como dice Rastrollo Suárez (2017) la falta de claridad suficiente sobre a quién y en base a qué régimen aplica puede dar lugar a graves lesiones al principio de igualdad y, por tanto, habría que añadir a situaciones de gran improbidad 17.

Cuando el mérito y la capacidad se relativizan o directamente se excepciona, el daño al interés general es múltiple.

En primer lugar, afectando, como se ha dicho la eficacia y la eficiencia de las decisiones públicas que, recordando datos ya apuntados, suponen la pérdida de miles de millones de euros en el momento que se cuantifica el desacierto y la incorrección pública, en cuya etiología puede identificarse como causa que los asuntos públicos no son siempre gestionados por los mejores 18.

En segundo lugar, no es sólo que la organización y sus prestaciones se ven afectadas, es que se propicia una imagen de falta de profesionalidad y, por tanto, de desconfianza en los ciudadanos sobre quienes de manera profesional deberían atender con toda pericia y conocimiento sus asuntos. La falta de preparación profesional se puede ocultar, disimular, pero no de manera indefinida.

En tercer lugar, la percepción de falta de objetividad en la apreciación del mérito y capacidad en la carrera profesional de los empleados públicos genera desconfianza entre ellos, afectando a su moral, la motivación laboral y, evidentemente, el lógico pero fatal rechazo a identificarse con una organización que no practica la ética pública a la que la norma le exige sujetarse como elemental reflejo de una legalidad que, por supuesto se incumple. Nada puede ser más perjudicial a la construcción de la ética pública a la que tantas veces se ha hecho referencia que sufrir el injusto castigo de verse profesionalmente postergado por motivos subjetivos que nada tienen que ver con el mérito y la capacidad personal.

Cuando en la primera parte se reflexionaba sobre la necesidad de crear entornos de cumplimiento favorecedores de una ética pública colectiva, aquí se puede apreciar una magnífica aplicación práctica de la integridad en el desempeño, exigiendo a los titulares de los órganos superiores de personal un actuar respetuoso con el mérito y la capacidad de cada empleado público a quien, muy seguramente, le ha supuesto un gran esfuerzo acreditarlo. No hacerlo supone una nefasta improbidad que institucionalmente altera completamente el sistema de desempeño público provocando su declive al perder la gran ventaja de favorecer una mayor unidad en el conjunto de los miembros de la organización, entre ellos y con relación a los objetivos competenciales que el ordenamiento les ha atribuido. Y personalmente, para el damnificado directo, muy seguramente implica la autoexpulsión por pérdida de compromiso interno hacia ese sistema al que tanto y tan bien podría haber contribuido.

Saberse bien elegido, bien valorado y correctamente promocionado no es una cuestión baladí si lo que se pretende, además de cumplir con lo que la norma exige, es el trabajo en equipo, la efectividad, la seguridad y la ventaja de la acción coral en una misma organización con independencia de la función atribuida. La estructura administrativa se erosiona en el momento que sus integrantes son conscientes de la desigualdad en la aplicación del principio de mérito y capacidad, sin perjuicio, no olvidemos, del demoledor efecto que su proyección tiene en la ciudadanía.

Pero aún hay más, el mérito y capacidad se fortalece a través de la emulación. En los entornos profesionales en los que se impone el mérito y la capacidad se genera un sentimiento de mejora, de superación que resulta recíproco para los integrantes de la organización, lo cual beneficia la prestación del servicio, mucho más cuando es de carácter público y tiene la trascendencia que el sistema constitucional le otorga. Por ello, no todo debe reducirse a la obtención de incentivos. Los entornos de exigencia, de competencia positiva (competencia sin eliminación), favorecen el mantenimiento de la cierta tensión que el mérito y la competencia requieren para no languidecer en el conformismo de quien se acomoda en un puesto. Por eso, la integridad implica diligencia, ad extra, hacia los ciudadanos, pero también interna, hacia la propia organización mediante el deseo de mejora y actualización del mérito y la capacidad profesional ante un frente de trabajo en continuo proceso de cambio.

2.3. Jerarquía

Una de las más nefastas consecuencias del engañoso proceso de homologación entre el sector público y el privado en combinación con la laxitud social de igualar en corrección cualquier tipo de comportamiento (la sociedad se mira, como en un espejo, en su Administración), ha sido mover la estructura administrativa, por naturaleza vertical, hacia la horizontalidad. Una idea que, además, no casa con la realidad organizativa privada pero que se ha impuesto como paradigma sin ningún tipo de fundamento, al menos, repetimos, procedente del gerencialismo privado.

La integridad en el comportamiento público exige la autoridad del superior jerárquico, la elemental aceptación de una ordenación jerarquizada y el acatamiento en cada nivel, de las competencias que el ordenamiento jurídico se ha encargado de distribuir como fundamento de las acciones y decisiones públicas.

En la actualidad, la horizontalidad de hecho (en ningún caso de derecho ya que la institucionalidad de la jerarquía es incuestionable, partiendo del art. 103 de la Constitución para recorrer el resto de la normativa de desarrollo) deprime a no pocas Administraciones Públicas generando comportamientos que, además de poder conducir a situaciones peligrosas para el interés general, difícilmente se alinean con una deseable integridad en tanto que resultan desleales al diseño de la estructura administrativa.

Se ha generado una especie de subdoctrina administrativa que poco a poco se ha ido imponiendo a la que responde a los perfiles constitucionales. La verdadera doctrina que deviene del art. 103 trazando el modelo de Administración Pública que debe responder a las metas de un Estado Social y Democrático de Derecho. Y frente a la claridad de la ordenación jerárquica y su reflejo en el plano de distribución de competencias y ordenación de las relaciones entre todos los integrantes de la Administración se imponen las habilidades «persuasivas» en lugar de las competencias reales, la falta de conocimiento frente a la profesionalidad y, cómo no, el liderazgo frente a la jefatura.

Sin entrar en debates sobre los que ya nos hemos pronunciado, muchas de las críticas a la jerarquía encajan en las que se realizan al modelo burocrático de Administración Pública 19: rigidez, desconexión entre niveles, obstáculo para la creatividad y la colaboración, etc. Sin embargo, frente a este tipo de argumentos, conviene recordar, una vez más, que el verdadero sentido de la jerarquía no es incompatible con ninguno de los factores que la doctrina ha podido llegar a identificar para el liderazgo 20 sobre todo en lo que se pueden considerar primarios o fundamentales como la capacidad, la responsabilidad o la consecución de resultados que, en puridad, traen causa en los imperativos principios institucionales de competencia o eficacia administrativa.

Resulta muy sencillo apreciar que el verdadero jefe reúne las cualidades y ventajas del líder, son dos caras de la misma moneda y en ningún caso resultan excluyentes. Muy posiblemente, debido al trauma político-social de la dictadura, la jefatura administrativa se vinculó al ejercicio del poder impuesto a través de la coerción cuando, en realidad, la jefatura implica una autoridad derivada de las facultades, del ejemplo atribuible a quien asume esa posición de superioridad jerárquica. Este trauma, aún no superado en las instituciones y Administraciones Publicas, se ha empleado de manera interesada por quien a falta de facultades y ejemplaridad opta por un equivocado concepto de liderazgo que, en su impostura y nula aportación a un sistema que necesita resultados tangibles, no hace sino desacreditar las estructuras públicas.

Una vez más, merece la pena recordar la significativa visión del verdadero sentido de jerarquía que mostraba con claridad el art. 65 de la Ley de Funcionarios Civiles del Estado de 1964:

«Los Jefes solicitarán periódicamente el parecer de cada uno de sus subordinados inmediatos acerca de las tareas que tienen encomendadas y se informarán de sus aptitudes profesionales con objeto de que puedan asignarles los trabajos más adecuados y de llevar a cabo un plan que complete su formación y mejore su eficacia».

Resulta necesario volver a posicionar el principio de jerarquía, sobre todo en niveles de superior dirección política que «entran» en la Administración pero que no llegan a integrarse entre otras razones, porque desconocen (por simple ignorancia o prejuicio) la estructura administrativa y la legitimación institucional que deriva de su ordenación vertical.

Es muy posible que se esté viviendo una grave crisis de autoridad y respeto institucional derivado de la tendencia a la horizontalidad que, además de suponer una alteración del orden organizativo, tiene graves efectos como la renuncia al ejercicio de la competencia propia y por tanto a la merma de autoridad.

Pero, increíblemente, la falta de determinación en el ejercicio de la competencia, lejos de ser objetado, en determinados círculos socio-políticos se identifica como una suerte de falsa virtud que fácilmente se convierte en una auténtica ausencia de integridad (inmoralidad pública) cuando se toleran comportamientos ajenos al servicio público como pueden ser la ausencia de control, la falta de rendimiento, la desconsideración con los ciudadanos en cualquiera de sus modalidades o el mal uso de los medios y recursos públicos, en muchas ocasiones, costosos y limitados.

En esta crisis de autoridad, no es infrecuente el modelo de titular de un órgano de superior dirección más preocupado en su carrera política o profesional que en la integridad de prestar un servicio público asentado en la responsabilidad y la corrección frente a los ciudadanos.

3. INTEGRIDAD Y CULTURA SOCIAL DE CUMPLIMIENTO

Pudiendo resultar un tanto reiterativo, el anudamiento de las exigencias de integridad pública con el ciudadano y la existencia, o no, de una cultura social de cumplimiento, pasa por seguir un hilo argumental básico: no faltan en nuestro ordenamiento reglas y normas que tratan de asegurar la integridad de las actuaciones públicas, formalizando, en previsiones concretas, vectores de integridad como los examinados líneas atrás.

Sin embargo, como se sabe, muchas de estas previsiones lejos de recibir un cumplimiento serio, riguroso y profesional, acaban siendo afectadas por una laxitud en su aplicación que le hace perder su carácter regulatorio generando una modalidad de anomia silente de amplio espectro, negativa por sus efectos de desprestigio y deslegitimación institucional. La secuencia es elemental: el incumplimiento o incorrección genera malos resultados que deslegitiman, ante el ciudadano, la acción pública que se trate.

Desde otro punto de vista, los elevados niveles de incumplimiento e incorrección podrían considerarse manifestaciones externas de un bloque normativo meramente testimonial. Una formalidad cumplida a través del boletín o diario oficial correspondiente en el que se publican normas cuya finalidad no es tanto la que se presume por su contenido como la de construir una especie de escenario jurídico. Como diría Nieto (2008, p. 10), este teatral escenario ayuda a ocultar la realidad creando un mundo virtual (oficial) completamente distinto al real. En la elección entre el mundo real y el virtual, según sea la aproximación a uno u otro mundo en el desempeño público, así se estará en un nivel de cumplimiento normativo óptimo o en algunas de las patologías que, el mismo Nieto (2008, pp. 30-31) se encarga de categorizar: «mal gobierno» (realizando políticas públicas erróneas), «mala administración» (como gestión desacertada), y «desgobierno» (al mediar la intencionalidad de provocar un mal gobierno o una mala administración).

Hasta este punto, todo el peso de la responsabilidad recae sobre el servidor público, pero si, desde la honestidad en la reflexión sobre el problema, se levanta el velo que oculta los pilares éticos del servicio público, se descubre lo que ya se sospechaba: la propia sociedad forma parte de la etiología en el incumplimiento público y, por tanto, de la ausencia de integridad pública.

Sería un gran paso adelante admitir que la ausencia de integridad no hay que atribuirla sólo a los servidores públicos. Es innegable que la competencia atribuida al servidor público, le exige, bajo su responsabilidad, cumplir con lo que la norma previene. Pero este proceder no se realiza o deja de realizarse en un contexto socialmente neutro, sino que se encastra en un entorno social que puede resultar más o menos exigente y que, modulará la manera de realizar el desempeño público. Como ya se ha dicho, la sociedad espeja a su servidores públicos, y los intentos de separar la ética pública de la ética social, ética ciudadana se topan con una realidad en la que, a través de numerosos casos de malas prácticas y corrupción, se evidencia que quien carece de ética ciudadana por no haber aprendido a tomar en consideración a su vecino, a su conciudadano, a su prójimo, a través de la responsabilidad y el compromiso con los asuntos y problemas colectivos, muy difícilmente va a tener una mayor estima en el momento que toma posesión del cargo para el que ha sido elegido o seleccionado. En su desempeño reflejará su sensibilidad social (conciencia cívica). Hace falta, señala Carretero Sánchez (2010), «como se ha dicho desde diversos frentes una renovación ética profunda de los servidores públicos, aunque en realidad –como dicen diversas encíclicas del Papa Juan Pablo II o de Benedicto XVI– es en la propia sociedad donde hace falta esa renovación. Muchas veces se infravalora el mensaje porque venga de una fuente cuya autoridad no se quiere aceptar sin caer en la cuenta de que el mensaje es el que importa». La distinción entre público y privado en la moral puede ser una de las culpables de la situación que se padece. «Más que la distinción, pues el ámbito de actuación tiene que ser diferente, es la separación mental o ideológica para hacer del sector privado una zona de impunidad, pero curiosamente conectada con la zona pública en cuanto a los intereses y redes que se pueden conseguir. La zona pública sirve para tejer esos intereses y abrir nuevos proyectos».

El problema no es menor, si la sociedad no siente sus instituciones y Administraciones Públicas como propias y no le importa demasiado cómo debe ser su organización, los medios de los que debería disponer, la selección de personal, como se fiscaliza su actividad y, lo que es más importante, qué aptitudes y capacidades deben tener las autoridades que van a estar al frente. Si el ciudadano no aprecia estos detalles tan relevantes, tampoco lo hará con las obligaciones que desde el ámbito público se le pueden llegar a plantear, aun cuando el cumplimiento de estas tenga un evidente retorno a través de la prestación de servicios públicos que le benefician. La relación causa-efecto es más que evidente, si no se reciben correctas prestaciones o, en general, la percepción de la integridad pública es negativa, ni las instituciones ni los mandatos normativos que proyectan estarán legitimados socialmente pudiendo llegar a generarse una situación de anomia y la existencia de espacios en los que, pese a la presencia de instituciones públicas, su funcionamiento se ajusta a una suerte de autorregulación que se impone a las reglas ordinarias.

Un supuesto socialmente paradigmático son las zonas urbanas en los que la delincuencia impone, por encima del poder público, su régimen de funcionamiento, y las propias Administraciones Públicas afectadas asumen como un mal lenitivo mantener el estatus quo establecido.

Pero la exclusión del poder público y sus normas no sólo es un problema que se identifique en puntuales zonas urbanas de elevada delincuencia o marginalidad. Llevando este inadecuado ejemplo de incumplimiento al ámbito de la gestión administrativa, podemos identificar otras situaciones anómicas autorreguladas que pasan más desapercibidas pero que compiten en gravedad desde el punto de vista de la ausencia de poder público y su normativa: cuando los procedimientos de selecciones de personal, contratación, prestaciones materiales u otorgamiento de subvenciones y ayudas, entre otros ejemplos, se parametrizan imponiéndose espurias reglas clientelares, intereses partidistas o el intercambio de dádivas o favores.

Y aún hay más, también cabe identificar otros comportamientos de menor entidad en cuanto a su conocimiento y rango de intereses afectados, en planos más domésticos, pero igualmente rechazables desde el punto de su desvalor habida cuenta de la situación de incumplimiento que reflejan. Varias situaciones pueden mostrar lo expuesto. Por un lado, emplear la regla de la proximidad familiar o personal (amistad) para alterar el orden de prelación en una tramitación u obtener un trato singular más favorable en cualquier servicio público como por ejemplo el sanitario. Por otro lado, la suspensión normativa por motivos de oportunidad socialmente aceptada y, en ocasiones, hasta reclamada como si el principio de legalidad pudiera parcelarse estableciendo distintos niveles de exigencia respecto a su cumplimiento.

La cuestión es que cuando se descubren este tipo de casos, sobre todo los de mayor entidad, socialmente se puede generar una cierta alarma y rechazo al observarse desde la distancia. Pero este rechazo tal vez se modularía si el beneficio o beneficiario fuera más cercano y, por supuesto, nada que objetar a los «pequeños» incumplimientos domésticos admitidos socialmente sin demasiado reproche, que en realidad sólo molestan cuando no se pueden aplicar a sí mismos de tal manera que, sin reconocerse expresamente, pero estando en el conocimiento de todos, pueden identificarse servicios públicos que la propia sociedad ha convertido en espacios de incumplimiento permanente. Como muy certeramente señala Fernández Ajenjo (2021) como un mito de la ética pública: «mis pequeños vicios y licencias son moralmente intranscendentes y, en todo caso, nunca contrarios a la ley».

Todas las situaciones descritas, impropias y nocivas para el conjunto del sistema público y la propia democracia, verifican el concepto acuñado por Nino (2011) de «anomia boba» ya que, las improbidades descritas, en realidad, perjudican gravemente a todos los ciudadanos o a una mayoría, por más que individualmente pueda generar algún beneficio. Por su parte Ostrom (2011, p. 43) se refiere al «problema del gorrón» respecto a los ciudadanos que no pueden ser excluidos de los beneficios que otros procuran, pero no contribuyen a los esfuerzos comunes y abusan del sistema, explicando que en ciertas circunstancias (por ejemplo, en ausencia de valores cívicos) ciudadanos perfectamente racionales llegan a producir resultados irracionales (perjudiciales).

La cuestión del incumplimiento social o la creación de espacios anómicos merecería un tratamiento mucho más extenso pero, a los efectos que ahora nos interesan, ayuda a entender mejor que fiel de la balanza en materia de incumplimiento no está desplazado de manera exclusiva hacia el servidor público sino que más bien apunta a la propia sociedad, al ciudadano medio que sin objeción asume (se le ha atribuido) un roussoniano papel de figura ingenua, inocente y, por supuesto, desconocedora de las muchas reglas que el poder público impone. Bornia (2021, pp. 32-33) lo explica al reflexionar sobre la moral social ante lo que denomina, con todo acierto, el mito del ciudadano ingenuo:

«La escala civil de valores es colectiva, el buen ciudadano es aquel que no es individualista, sino que avala lo que su comunidad sostiene. Nos gusta creernos “del lado correcto”, nadie quiere sentirse un ciudadano inmoral: es esta la razón por la cual públicamente toda persona criticará los actos de corrupción, el nepotismo, la competencia desleal, el tráfico de influencias. Pero algo muy distinto sucede cuando la mirada pública desaparece; es ahí donde sonarán los teléfonos del amigo para solicitar un puesto sin concursar, donde se realizarán negocios espurios, donde se alterarán los listados de insumos prioritarios… …Creemos así que debemos condenar los actos de corrupción públicamente, pues en nuestra sociedad así está estipulado, aunque en nuestro fuero interno deseásemos tener la oportunidad de obtener los beneficios de acciones de esa naturaleza».

Esta realidad social respecto a lo que ya hemos denominado en anteriores trabajos como «conciencia cívica» 21 determina los elementos fundamentales en la ecuación del incumplimiento público.

En primer lugar, la cultura social con relación a la vida pública que el ciudadano recibe desde la infancia y que, como ya hemos apuntado, conforma la cartera de principios y valores que habrán de guiar su conducta en su vida personal y profesional. No es sencillo construir espacios de cumplimiento allí donde la ejemplaridad pública no es un referente social.

En segundo lugar, el propio funcionamiento de las instituciones públicas a través de sus órganos de superior dirección política que, sin lugar a duda prefieren la impostura del «ciudadano roussoniano» que la del «ciudadano administrado», al permitir una gestión gubernamental de carácter paternalista, infantil en términos de relación administrativa, siempre más cómoda y agradecida ya que a un niño siempre se le puede alterar, con facilidad, la realidad de las cosas empezando por la exigencia de sus obligaciones entre las que está aprender a ser un buen ciudadano. Un ciudadano cuya actitud y capacidad, tanto individual como colectiva, es la que otorga calidad y fortaleza al modelo de Estado que define la Constitución.

Ante esta situación, la integridad pública debería evidenciarse mediante el fomento de la cultura cívica, rearmando al ciudadano a través del conocimiento y la educación junto a la responsabilidad didáctica del ejemplo. Todo ello en orden a evitar situaciones de paternalismo institucional que se compadece mal con la existencia de una auténtica democracia o el intento de implementar modelos de gestión basados en la gobernanza participativa (gobierno abierto). Los ciudadanos son el fundamento de la democracia y quienes deberían marcar la verdadera dirección política de la Administración Pública. Admitir y fomentar una sociedad exigente basada en ciudadanos con criterio cívico, es una muestra de liderazgo y honestidad política. Auténtica integridad pública frente a una ciudadanía que requiere tiempo generacional para alcanzar un nivel de conocimiento y preparación democrática óptima, que le haga ejercer su primer y fundamental derecho: exigir ser bien gobernado 22.

A la vista de todo lo expuesto la conclusión es clara: la integridad pública necesita una cultura cívica colectiva que interiorice y aprecie los valores y principios públicos como propios, conscientes de su importancia para garantizar su bienestar a largo plazo.

Es un deber social básico asumir y defender una ética pública sostenible a través de un comportamiento ciudadano responsable, maduro y ejemplar que, al menos, distinga qué valores tienen un carácter esencial desde un punto de vista social y, por extensión, público, de aquellos otros valores superficiales, prescindibles, asentados en modas pasajeras y por ellos cambiantes, más anclados en una ética del consumismo o la imagen que una verdadera ética pública orientada a la prosperidad y el progreso a largo plazo. La gran rentabilidad de una ética social proyectada en las instituciones y Administraciones Públicas se aprecia a largo plazo. Cada generación recoge el testigo de los valores y principios que le han hecho progresar para que la siguiente siga avanzando. Es una responsabilidad propia de cada generación respecto a la siguiente, siendo conscientes que «la moral, como la ética, es conquista cotidiana siempre presente… …La integridad es más camino (siempre in via), que objetivo: exige, por tanto, continuidad y una constancia en la persecución de esa finalidad. Pero, sobre todo, requiere de adoptar hábitos que marquen un carácter de costumbre 23».

Sin embargo, la realidad muestra que el camino del deber no es el escogido o el mayoritariamente escogido. Lipovetsky (2005), hace más de dos décadas, ya hablaba de conceptos como «moral indolora» o «deber edulcorado 24» en unas sociedades que deslegitiman el esfuerzo y el sacrificio. Incluso habría que añadir la autoridad, el formalismo o el respeto a las instituciones, desterrando del propio lenguaje el vocabulario asociado a dichos conceptos que, en el ámbito público, son facultades (potestades) que van a quedar mermadas ya que, además del desapego social, se llega a cuestionar la terminología técnico-jurídica que, en puridad, sería la correcta. Baste pensar en conceptos técnicos como disciplina, sujeción especial, sanción, administrado, subordinado, superior jerárquico o autoridad administrativa, hoy, en mayor o medida, en franco retroceso. Incluso la auténtica imposición del «tú» frente al «usted» en las relaciones administrativas rebela bien a las claras la tendencia hacia los deberes edulcorados.

Ser un ciudadano maduro y responsable es más costoso que el dejarse mecer en la cuna de un bienestar irresponsablemente arrebatado, muy seguramente, a las futuras generaciones que no van a poder disfrutar de los logros sociales obtenidos.

Hoy, pese a todos los adelantos sociales y técnicos, además de los enormes esfuerzos en materia de integridad pública, no parece que las cosas hayan mejorado y el ciudadano medio no se ve representado en la Administración Pública ni en sus valores. El ciudadano no alcanza a mirar la Administración desde el sentimiento de materializar su vocación de servicio público en una profesión cuya meta es la sociedad, y sólo desde este compromiso se otorga sentido a su prestación de funciones. Sin embargo, reiterando lo que ya se ha expuesto, en muchas ocasiones se impone la visión de una Administración Pública como simple empleador con el que no se comparten sus metas, reduciendo el servicio público a una mera prestación laboral ayuna de la trascendente significación que impone trabajar con los medios y recursos de la sociedad para proporcionarle, a largo plazo, mayor prosperidad y bienestar, además de ayudar a fortalecer el carácter social, democrático y de Derecho del Estado.

De igual manera, algunos ciudadanos observan a la Administración como la organización en la que, sin mayor ánimo de servicio público (ya que los ciudadanos se mantienen indiferentes a su selección y todo se reduce a la cooptación del partido político elegido) pueden encontrar un atajo para elevar su nivel social, económico y profesional (si es que parten de alguno) a través de su paso por un proceso electoral que le conduzca, directa o indirectamente, a los niveles de superior dirección pública que en su equivalente privado siempre tendrían que mirar desde la mayor distancia. Es el problema que ya Weber (2018, p. 100) detectó en su momento y que, hoy, tal vez incluso con mayor intensidad, se sigue detectando: la política de los cazadores de cargos, cambiantes de criterio y de programa en función de sus necesidades sin ajustarse a ningún rango ético más que el que pueda coincidir con sus intereses.

Puede decirse que la visión social de servicio público está en crisis y por tanto el compromiso ciudadano con la integridad pública como concepto síntesis de todos los valores y principios que hacen de la actividad administrativa el aporte fundamental a la construcción de un espacio de dignidad y bienestar social.

Todo lo expuesto no es incompatible con el incremento de movimientos sociales y políticos cuyo punto de encuentro fundamental se identifica en la reclamación de una mayor integridad pública.

Sin embargo, esta presión social y política, evidenciando la existencia de una necesidad de corrección que, como se ha dicho, afecta a la propia democracia de la que la Administración local es fundamento, al partir de una débil cultura social de cumplimiento (conciencia cívica deficitaria), no siempre se orienta de la manera más adecuada incluso en este nivel local.

En efecto, la exigencia de mayor integridad pública, pese a su loable fundamento, puede llegar a generar efectos indeseados por desviación de algunas iniciativas políticas y sociales cuya actitud llega a minar la propia estructura administrativa a través de los que se ha denominado «táctica de los mil cortes» al desgastar, de manera intencionada o no, a las instituciones públicas y sus servidores. Es cierto que el tamiz generado por la proximidad y el conocimiento cercano supone una importante garantía para un buen funcionamiento de las instituciones locales, propiciando los debates constructivos propios de una alternancia política de una democracia saludable, pero el entorno general descrito (incluso global) no deja de presionar y abrir brechas incluso allí donde la convivencia y el civismo caracterizan a una comunidad 25.

Pues bien, ese desgaste institucional, debilitando gradualmente sus estructuras, tiene dos frentes tanto en base social como política:

Por un lado, por la falta de conocimiento social sobre el desempeño público y la facilidad para distorsionar informaciones sobre malas prácticas o darles un efecto multiplicador y generalista. La percepción de ciudadano medio con relación a la actividad pública y sus prestaciones no siempre se ajustan a la realidad en tanto suelen condicionarse, a muy largo plazo, por el conocimiento de una mala práctica o un caso de corrupción particularmente escandaloso como consecuencia del eco mediático suscitado.

Por otro lado, desde el punto de vista de los movimientos políticos que nacen como rechazo a la incorrección y desacierto público, la utilización partidista de la ética pública y la maximización de los planteamientos refleja, en no pocas ocasiones una irresponsable deslealtad hacia las instituciones públicas que, lejos de ayudar a su mejora o transformación, las traumatiza hasta su completo cuestionamiento social y la auténtica intimidación del servicio público que se representa más como un problema que como la necesaria respuesta a las exigencias del modelo de estado que la Constitución diseña.

En ambos casos, pero sobre todo en el de quien aspira a ser una autoridad de superior dirección política, aunque exista un fundamento razonable y admisible en el arranque de sus planteamientos como es la necesidad de una mayor integridad pública, no resultan admisibles los comportamientos destructivos orientados a la obtención de un pírrico bonus político-electoral basándose en contingentes estrategias o argumentos viscerales que en su deslealtad institucional reflejan una impropiedad e improbidad pública que, en una sociedad con una conciencia cívica razonable, resultarían inhabilitados a través de la fuerza centrífuga del voto ciudadano.

Es lo que tienen las debilidades en materia de integridad pública, que si bien es necesario que atraiga a quien de manera sensible y con conocimiento pueda plantear soluciones de corrección y mejora desde el respeto y la lealtad institucional, es también un campo abonado al nacimiento de iluminados y ansiosos de obtener beneficios políticos rápidos, a los que la lealtad al sistema y el respeto a las instituciones (por lo que son y no por las personas que momentáneamente puedan representarlas) les resulta indiferente, sin merecer el más mínimo respeto.

Pero aún hay más, este tipo de comportamientos políticos auténticamente acosadores, pero con un respaldo social basado, seguramente, en el hastío o incluso la desesperación, disuaden a quienes en realidad sí podrían ofrecer soluciones desde su experiencia o conocimiento profesional habitualmente anudado al desinterés partidista. Es decir, en una dinámica perversa, la debilidad pública por falta de integridad puede llegar a minar los pilares institucionales de la propia democracia. Soluciones simplistas como eliminar la garantía de la inamovilidad del funcionario público (garantía democrática no inmunidad del funcionario), la reducción de los sueldos públicos (rompiendo la proporcionalidad entre retribución y responsabilidad del desempeño), cuestionar la eficacia administrativa o el excesivo número de empleados públicos (falacia informal que no admite prueba en contra) o apuntar a la desaparición de algunas instituciones públicas como las Diputaciones Provinciales (auténtica proposición ad ignorantiam). Son algunas de las muchas y variadas iluminaciones de quienes creen estar en posesión de la verdad absoluta y tener conocimientos en materia de gestión y organización pública superiores a los de los demás, que sui llegaran a concretarse en una decisión pública concreta, podrían suponer un daño extremadamente grave y posiblemente irreversible para la estructura institucional del Estado, Social Democrático y de Derecho. Por todas las propuestas, puede pensarse sin demasiada profundidad los que supondría para el ámbito local en términos de prestación de servicios y autonomía, la hipótesis de la desaparición de las Diputaciones Provinciales.

Se confirma que, una mayor integridad en el desempeño público se ha elevado al rango de necesidad prioritaria (crítica) como factor determinante de la confianza ciudadana en orden a evitar un proceso de declive democrático. Resulta obligado reevaluar la integridad pública como valor esencial de un servicio público sujeto a estándares de responsabilidad y cumplimiento con los que los servidores públicos, pero también el conjunto de la sociedad, son capaces de vincularse internamente al identificar en ellos las pautas de conducta que su educación y cultura les inculcó.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

AIREF (2020). Evaluación del gasto publico 2019. Estudio Infraestructuras de Transporte. Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal. https://www.airef.es/wp-content/uploads/2020/09/INFRAESTRUCTURAS/200730.-INFRAESTRUCTURAS.-ESTUDIO.pdf

Ball, J. y Greenway, A. (2018). Bluffocracy. Biteback Publishing.

Bornia, M. B. (2021). El mito del ciudadano ingenuo. Biblos.

Carretero Sánchez, S. (2010). La clase política y la pendiente renovación deontológica. Actualidad Administrativa, (3).

Escudero Moratalla, J. F. y Ferrer Adroher, M. (2023). Frases para un/a organizador/a humano/a («Liderazgo Organizativo Sirviente») (y V). Diario La Ley, (10379).

Fernández Ajenjo, J. A. (2021). Diez mitos sobre la ética pública. CIGG Universidad de Salamanca. https://cigg-usal.es/diez-mitos-sobre-la-etica-publica/

Fernández Ferreras, F. J. (2018). Liderazgo y gestión de personas en la sociedad del conocimiento. Economía industrial, (407), 21-34. https://www.mincotur.gob.es/Publicaciones/Publicacionesperiodicas/EconomiaIndustrial/RevistaEconomiaIndustrial/407/FERNANDEZ%20FERRERAS.pdf

García de Enterría, E. (1962). La lucha contra las inmunidades del poder en el Derecho administrativo (poderes discrecionales, poderes de gobierno, poderes normativos). Revista de Administración Pública, (38), 159-208. https://www.cepc.gob.es/publicaciones/revistas/revista-de-administracion-publica/numero-38-mayoagosto-1962/la-lucha-contra-las-inmunidades-del-poder-en-el-derecho-administrativo-poderes-discrecionales-2

Guillén-Caramés, J. y Fuentetaja Pastor, J. (2011). El principio de objetividad en la Función Pública (un análisis desde la jurisprudencia). Documentación Administrativa, (289), 151-182. https://doi.org/10.24965/da.v0i289.10073

Jiménez Vacas, J. J. (2022). De la gobernanza, liderazgo y ética pública [Working Paper n.º 2]. Centro de Investigación para la Gobernanza Global (Universidad de Salamanca). https://cigg-usal.es/wp-content/uploads/2022/05/WP-02.pdf

Lipovetsky, G. (2005). El crepúsculo del deber. La ética indolora de los nuevos tiempos democráticos [traducción de Juana Bignozzi]. Anagrama.

Nevado-Batalla Moreno, P. T. (2021). Adopción y control de decisiones públicas. Integridad y legitimación institucional por el acierto. Tirant lo Blanch.

Nevado-Batalla Moreno, P. T. (2022). Política vs gestión pública: la tentación del abuso. Colex.

Nieto, A. (2008). El desgobierno de lo público. Ariel.

Nino, C. (2011). Un país al margen de la ley. Ariel.

Ostrom, E. (2011). El gobierno de los bienes comunes. La evolución de las instituciones de acción colectiva. Fondo de Cultura Económica.

Rastrollo Suárez, J. J. (2017). La evolución del principio de eficacia y su aplicación en el ámbito de la función pública: la evaluación del desempeño. Revista General de Derecho Administrativo, (45). http://hdl.handle.net/10366/148442

Rastrollo Suárez, J. J. (2018). Evaluación del desempeño en la Administración: hacia un cambio de paradigma en el sistema español de empleo público. Tirant lo Blanch.

Rettig Bianchi, C. (2011). Concepción kantiana de la libertad interna y libertad externa. Revista Pléyade, (7), 207-226. http://www.revistapleyade.cl/index.php/OJS/article/view/249

Weber, M. (2018). El político y el científico. Alianza.

1 COM(2021) 750 de 8 de septiembre, 2021.

2 Preámbulo de la Carta Europea de Autonomía Local. Hecha en Estrasburgo el 15 de octubre de 1985. BOE n.º 47, de 24-02-1989. https://www.boe.es/eli/es/ai/1985/10/15/(1)/con

3 COM(2023) 667, de 25 de octubre de 2023.

4 Vid. entre otros, el trabajo de Rettig Bianchi (2011).

6 Debilidades en materia de planificación que igualmente fueron observadas por la AIReF en el informe complementario de evaluación individual de las líneas fundamentales de los presupuestos para 2022 de las corporaciones locales (Informe 71/21).

7 El Informe del Tribunal de Cuentas n.º 1.384 de 30 de septiembre de 2020, sobre fiscalización del coste para la Corporación Radio Televisión Española de las medidas de gestión de personal adoptadas a consecuencia de la aplicación del Real Decreto-ley 4/2018.

8 Comunicación de la Comisión al Parlamento Europeo, al Consejo, al Comité Económico y Social Europeo y al Comité de las Regiones sobre Mejora del espacio administrativo europeo (ComPAct). COM(2023) 667, de 25 de octubre de 2023, p. 3. Recuperado el 7 de noviembre de https://ec.europa.eu/commission/presscorner/detail/es/ip_23_5183

9 Dictamen del Comité Europeo de las Regiones Mejora de la capacidad administrativa de los entes locales y regionales para reforzar la inversión y las reformas estructurales en 2021-2027 (2020/C 79/05). Parágrafo 5.

10 Para Fernández Ajenjo (2021): «...ante la mera ética y responsabilidad individual preconizada por los primigenios estados liberales posrevolucionarios, la asunción de la responsabilidad a nivel institucional por el mal funcionamiento de los servicios públicos, las disfunciones de la Administración de Justicia o incluso de la mala praxis del Estado legislador conlleva inevitablemente la necesidad de establecer unos estándares de ética pública o colectiva que se superpongan a la ética personal de cada servidor público».

11 FJ séptimo.

12 Por su simplicidad, pero gran significación, puede citarse el trabajo de Escudero Moratalla y Ferrer Adroher (2023).

En realidad, la discrecionalidad administrativa siempre ha estado presente en la función administrativa como materialización de la función de gobierno, siendo ridículo pensar que la burocracia por sí misma ha llegado en algún momento a mecanizar las decisiones públicas. La teoría del órgano administrativo nos recuerda que el titular de éste siempre ha sido y es una persona.

13 No hay ninguna razón en contra por la que que las ventajas de ser Alcalde o Concejal, para recibir por ejemplo una cortesía por parte de una empresa, deban declararse y, en caso de no hacerlo, generen un inmediato rechazo, mientras que esas mismas ventajas si las disfruta un Jefe de Servicio, cualquier otro mando intermedio o empleado local, pasen completamente desapercibidas.

14 Guillén-Caramés y Fuentetaja Pastor (2011, p. 152), desde el análisis del régimen de personal, reflejan muy bien el carácter transversal de la objetividad como factor de corrección en el desempeño público:

«…la objetividad de la Función Pública no es solo predicable de la actuación singular y operativa de sus funcionarios, sino que, de una manera más decisiva y general, hace referencia a la configuración normativa e institucional de la Función Pública en cuanto tal, que debe regular y prever todas las técnicas necesarias para posibilitar el desempeño objetivo de los funcionarios y empleados públicos».

15 Charlatanes que presentan cambios desde la teoría, pero sin ánimo ni capacidad real para generar avances que conduzcan a resultados con valor público. Plantean ideas audaces, incluso revolucionarias, muy convincentes para quien ignora todo o casi todo de las instituciones y Administraciones Públicas, pero sin mostrar de qué manera pueden ser implementadas en un escenario real, con presupuestos y medios limitados, la necesidad de verificar garantías institucionales, problemas sobrevenidos y una ciudadanía desafecta. Ball y Greenway (2018).

16 Sin duda, el denominado efecto psicológico «Dunning-Kruger» (según el estudio realizado por los profesores David Dunning y Justin Kruger) por el que se describe la tendencia de personas con habilidades limitadas en una tarea específica a sobreestimar su competencia profesional, explica muy bien la toma de decisiones desacertadas en el ámbito público.

17 A mayor abundamiento, sobre el valor de una correcta evaluación del desempeño y su contribución a la mejora administrativa, puede consultarse la monografía del mismo autor sobre el tema (Rastrollo Suárez, 2018).

18 Recuérdese, pese a la reiteración, por lo impactante del dato, que, según la Comunicación de la Comisión al Parlamento Europeo, al Consejo, al Comité Económico y Social Europeo y al Comité de las Regiones sobre Mejora del espacio administrativo europeo (ComPAct). COM(2023) 667, «una mejor ejecución de la política de la UE y un mejor desempeño administrativo podrían ahorrar cada año miles de millones de euros a los contribuyentes y las empresas de la UE. Los Estados miembros podrían ahorrar 64.200 millones de euros al año mejorando su desempeño administrativo».

19 Detracción del siempre denostado ritualismo burocrático o ritualismo procedimental, realizado muchas veces desde maximalismos que impiden (o niegan) reconocer los beneficios que también pueden descubrirse en la burocracia que, sin tanto complejo, aprovechan muy bien los operadores privados en sus organizaciones.

21 Nevado-Batalla Moreno (2021), trabajo en el que se aborda ampliamente la ética social del bien común y el coeficiente cívico como multiplicador positivo en la gestión pública.

22 Vid. Nevado-Batalla Moreno (2022), trabajo en el que se explica como debilidad social la que se denomina perpetuación del ciudadano-niño.

24 Lipovetsky (2005, pp. 47-48) no puede ser más claro al respecto:

«La sociedad posmoralista designa la época en la que el deber está edulcorado y anémico, en que la idea de sacrificio de sí está socialmente deslegitimizada, en que la moral ya no exige consagrarse a un fin superior a uno mismo, en que los derechos subjetivos dominan los mandamientos imperativos, en que las lecciones de moral están revestidas por los spots del vivir-mejor, como el sol de las vacaciones, la diversión mediática. En la sociedad del posdeber, el mal se espectaculariza y el ideal está poco magnificado; si bien persiste la condena de los vicios, el heroísmo del Bien es átono. Los valores que reconocemos son más negativos (no hacer) que positivos (“tú debes”): detrás de la revitalización ética, triunfa una moral indolora, último estadio de la cultura individualista democrática en adelante desembarazada, en su lógica profunda, tanto del moralismo como del antimoralismo».

25 Según el Informe sobre prospectiva estratégica de 2021 La capacidad y libertad de actuación de la UE de 8 de septiembre, 2021 (COM(2021) 750 final) uno de los retos mundiales clave es la presión sobre los modelos democráticos de gobernanza y sus valores, de tal forma que, si el actual deterioro de la gobernanza democrática continúa, afectará tanto a las democracias consolidadas como a las emergentes.