DA. Revista Documentación Administrativa

nº 289, enero-abril 2011, pp. 233-257

ISSN: 0012-4494

El principio de objetividad en el urbanismo

Gabriel Cabello Martínez

Abogado. Linklaters
Gabriel.cabello@linklaters.com

Resumen

El principio de objetividad es uno de los principios rectores de la actuación de las Administraciones Públicas, que en el ámbito del urbanismo tiene una de sus manifestaciones más características. La adecuación de la actuación pública al principio de objetividad en cuestiones urbanísticas se manifiesta de varias formas. En este trabajo destaco el papel de la participación ciudadana en la tramitación de los instrumentos urbanísticos así como la conexión del principio de objetividad con el principio de interdicción de la arbitrariedad. Además, se analizan las técnicas de la abstención y la recusación y, por último, el control de la desviación de poder, supuesto típico de vulneración del principio de objetividad.

Palabras clave

Principio de objetividad, urbanismo, arbitrariedad, abstención, recusación, participación ciudadana, desviación de poder.

The principle of objectivity in town planning

Abstract

Legal principle of objectivity is one of the Public Administration activity’s guiding principles and has a characteristic performance on urban planning matters. Connexion of the public administration’s decisions with the principle of objectivity on urban planning matters is demonstrated in several ways. In this note it is emphasized the role of the citizen participation on the process of approval of urban planning instruments and the abstention and recusal cases. Furthermore, it is analyzed the link between the principle of objectivity and the interdiction of the arbitrary on the public administration‘s decisions, and, finally, the illegal use of the public power, common case of infringement of the principle of objectivity.

Key words

Legal principle of objectivity, urban planning, arbitrariness, abstention, recusal, citizen participation, illegal use of the public power.

ABREVIATURAS

CE: Constitución Española de 1978.

LRJPAC: Ley 30/1992, de 26 de noviembre, del Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común.

LRJCA: Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa.

TR 08: Real Decreto Legislativo 2/2008, de 20 de junio, por el que se aprueba el Texto Refundido de la Ley de Suelo.

INTRODUCCIÓN

En el presente trabajo se estudian las manifestaciones del principio de objetividad en el ejercicio por parte de la Administración pública de sus potestades en el ámbito urbanístico.

La potestad urbanística de la Administración se ejercita fundamentalmente por los Ayuntamientos, que son los competentes para aprobar los instrumentos de planeamiento (sin perjuicio de la competencia de las Comunidades Autónomas para aprobar definitivamente los planes generales formulados por los municipios), gestión y ejecución, así como del otorgamiento de las licencias urbanísticas y del control del cumplimiento de la legalidad urbanística.

La característica diferenciadora de la potestad urbanística de los Ayuntamientos, respecto de otras potestades cuyo ejercicio corresponde a los entes locales, es su amplia discrecionalidad a la hora de conformar el derecho de propiedad de los ciudadanos. Esta formidable potestad en manos de los Ayuntamientos se encuentra justificada en la imposibilidad de que la determinación del concreto modelo de ciudad que adoptará el municipio en cuestión sea una materia reglada, preestablecida en virtud de una ley. Sin perjuicio de la amplia discrecionalidad de la Administración en el ámbito urbanístico, el ejercicio dicha potestad está sujeto a límites y controles como cualquier otra actuación de la Administración pública1.

En este sentido, los Tribunales han desarrollado una frondosa jurisprudencia en cuanto al control de la discrecionalidad de la potestad urbanística, haciendo hincapié en conceptos como el control de los hechos determinantes, el principio de equidistribución o la motivación de las decisiones de los titulares de la potestad urbanística, entre otros. Estos conceptos, que ahora encontramos claramente delimitados por la jurisprudencia, tienen su génesis en la configuración del principio de interdicción de la arbitrariedad, que guarda a su vez una estrecha conexión con conceptos más amplios y comunes al Derecho Administrativo, como son los principios generales del derecho (e.g., igualdad, proporcionalidad, etc.) y los principios que por mandato constitucional han de regir la actuación de todas las Administraciones públicas, tales como el principio de objetividad.

Así, uno de los principios constitucionales que determinan cómo ha de proceder la Administración pública en el ejercicio de sus potestades es el principio de objetividad, enunciado en el ar­tícu­lo 103 de la Carta Magna y que, al igual que en cualquier otro ámbito de la actividad administrativa, tiene su repercusión en el urbanismo. No obstante, las manifestaciones del principio de objetividad de la Administración en el ejercicio de la potestad urbanística presentan una serie de particularidades, derivadas, fundamentalmente, de la amplia discrecionalidad de que gozan los municipios en su ejercicio que trataré de desgranar en este trabajo.

1. EL PRINCIPIO DE OBJETIVIDAD: CONFIGURACIÓN Y PARTICULARIDADES
EN EL URBANISMO

En otros trabajos del presente número de la Revista se analiza en detalle la configuración constitucional del principio de objetividad y su delimitación respecto de otros principios rectores de la actividad administrativa. No obstante, es oportuno comenzar este capítulo por una breve conceptualización que nos permita ir de lo general a lo particular.

La CE establece en su ar­tícu­lo 103.1, bajo el título “Funciones y órganos de la Administración. Funcionarios”, que la actividad de las Administraciones públicas, para satisfacer la función servicial tuitiva de los intereses generales, ha de estar presidida por el respeto a los principios de objetividad y racionalidad:

La Administración Pública sirve con objetividad los intereses generales y actúa de acuerdo con los principios de eficacia, jerarquía, descentralización, desconcentración y coordinación con sometimiento pleno a la ley y al Derecho”.

El ar­tícu­lo 106.1 CE también participa de la configuración del principio de objetividad, al establecer que:

Los Tribunales controlan la potestad reglamentaria y la legalidad de la actuación administrativa, así como el sometimiento de ésta a los fines que la justifican”.

Así, la Administración pública tiene encomendada directamente por la CE la misión de gestionar los intereses generales; “servir” es el verbo que utiliza el ar­tícu­lo 106, incorporando así el significado etimológico de la propia denominación. La “generalidad” de los asuntos que conforman ese ámbito de actuación excluye, pues, por definición, cualquiera otra perspectiva parcial, tanto si proviene de la propia organización burocrática o de sus agentes, como si tiene un carácter sectorial dentro de la sociedad, aun cuando en principio puedan ser absolutamente legítimos.

Debemos preguntarnos, entonces, ¿en qué consiste el servir con “objetividad” los intereses generales y en qué formas se materializa este mandato de servicio que hace la CE a la Administración pública?

La objetividad en la actuación de la Administración pública implica que ésta debe actuar de manera desinteresada y desapasionada, informada únicamente por el interés público, con independencia del parecer particular del personal de la Administración responsable de identificar y ejecutar el interés público en un determinado momento.

A la vista de lo anterior, es comprensible que el principio de objetividad se haya incardinado tradicionalmente entre los denominados “principios de organización”, que integran las ideas centrales de la organización administrativa y que constituyen reglas de las que se derivan consecuencias para la eficiencia jurídica de los actos.

De la lectura del ar­tícu­lo 103.1 CE se deduce que la sujeción de la Administración pública al principio de objetividad implica tanto la neutralidad política de la Administración respecto de los políticos electos que en cada momento establezcan el correspondiente programa de gobierno, como la neutralidad personal de los funcionarios responsables de la ejecución de las potestades públicas, en el sentido de que no podrán satisfacer sus propios intereses personales o, mejor dicho, ningún otro interés que no sea estrictamente el interés público.

En este sentido, la jurisprudencia del Tribunal Constitucional es clara, al afirmar en su Sentencia 77/1985 de 27 junio (RTC 1985\77), que en el apartado 1 del ar­tícu­lo 103 CE “se incluye el mandato de mantener a los servicios públicos a cubierto de toda colisión entre intereses particulares e intereses generales”.

No obstante, para la configuración constitucional del principio de objetividad resulta esencial el ar­tícu­lo 9.1 CE, que establece que “los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico”. La Ley se convierte así en el único mecanismo de atribución de potestades, de tal forma que el Derecho cierra el ámbito de legitimación de la actividad de la Administración. Es decir, la Administración no goza de libertad para ejercitar sus potestades en cualesquiera fines, ya que de hacerlo incurriría en una clara desviación de poder. Antes al contrario, la Administración solo puede ejercitar sus potestades para la consecución del interés público.

Por tanto, la característica inherente a la función administrativa es la objetividad, como equivalente a imparcialidad o neutralidad, de tal forma que cualquier actividad ha de desarrollarse en virtud de pautas estereotipadas, esto es positivizadas en las normas urbanísticas, y no de criterios subjetivos. Ello constituye el reflejo de dos principios acogidos ambos en la CE, uno general, el de igualdad de todos, con múltiples manifestaciones de las que el ar­tícu­lo 14 es sólo núcleo, sin agotarlas. El otro principio es inherente a la concepción contemporánea de la Administración pública, y consiste en el “sometimiento pleno a la Ley y al Derecho”, principio de legalidad (ar­tícu­los 103 y 9 CE). No rige aquí la autonomía de la voluntad y menos aún el voluntarismo o decisionismo, ni por supuesto la arbitrariedad (Sentencia del Tribunal Supremo de 19 de mayo de 1988, RJ 1988\5060).

El reconocimiento de la sumisión de la Administración a la ley y al Derecho equivale a una prohibición generalizada de áreas de inmunidad en el obrar administrativo; en consecuencia, existe conexión entre la garantía de sumisión a la norma con la interdicción de la arbitrariedad de las Administraciones Públicas y la primacía de la ley como postulado básico de un Estado de Derecho, según establece el Tribunal Constitucional en su Sentencia 34/1995, de 6 de febrero (RTC 1995/34):

La primera observación que hay que hacer es que el reconocimiento de la sumisión de la Administración a la Ley y al Derecho, que la Constitución eleva a núcleo central que preside el obrar administrativo (art. 103.1 C.E.), equivale a una prohibición generalizada de áreas de inmunidad en esta parcela del ordenamiento jurídico, conectándose de este modo la garantía de sumisión a la norma con la interdicción de arbitrariedad en el obrar de los poderes públicos (art. 9) y la primacía de la Ley, como postulado básico de un Estado de Derecho (art. 1 C.E.). Corolario inevitable de este marco normativo en que la Constitución encaja la actuación administrativa es, a su vez, la sujeción de los actos de ésta al control de los Tribunales de Justicia (art. 106.1 C.E.)”.

El principio de objetividad toma, por tanto, como punto de apoyo el postulado de completitud del ordenamiento jurídico administrativo, que implica que para cada situación concreta que se plantee, la Administración ha de encontrar en la legalidad la solución a adoptar. En nuestro caso, debemos afirmar que las leyes y reglamentos urbanísticos y, en particular, el planeamiento urbanístico, proporcionan los elementos de juicio bastantes para que la autoridad o funcionario administrativos puedan ejercer la potestad urbanística conforme al principio de objetividad, esto es, con sujeción estricta al ordenamiento jurídico urbanístico.

La CE impone que los Tribunales contencioso-administrativos, en ejercicio de las atribuciones que le confían los ar­tícu­los 106 y 117 CE, asuman las competencias necesarias para fiscalizar en derecho y declarar la nulidad de aquellos actos administrativos que, en relación con aquellos parámetros jurídicos, se revelen irracionales o arbitrarios. Esta labor de fiscalización de la actuación administrativa es particularmente compleja cuando se trata del ejercicio de la potestad urbanística, por cuanto el ámbito de discrecionalidad del que gozan los Ayuntamientos es extraordinariamente amplio, por lo que la adecuación entre las actuaciones realizadas por la Administración y el interés público (según este se defina en cada momento) requiere un análisis normalmente complejo de las circunstancias concurrentes en cada caso.

De esta forma, en la consideración jurídica de toda actividad urbanística municipal, los Tribunales de Justicia del orden Contencioso-Administrativo deben examinar la presencia del interés general que justifique la acción administrativa, de modo que quedaría deslegitimado el actuar administrativo no sólo cuando la finalidad perseguida procure preservar intereses particulares, contradictorios, incompatibles o ajenos a la definición de interés público, sino también cuando no revista ninguna utilidad ni salvaguarde el interés social de la colectividad local, o perjudique excesivamente a intereses privados dignos de protección, sin asegurar a la vez, equilibradamente, la salvaguarda de intereses públicos.

A la vista de lo expuesto hasta ahora, resulta evidente que, por intensa que resulte la potestad urbanística de los municipios, ello no quiere decir que éstos disfruten de un margen ilimitado para actuar, sino que, por el contrario, encuentran un límite, más o menos claro, en el servicio de los intereses generales.

Los Tribunales han desarrollado técnicas precisas de fiscalización jurisdiccional de la función pública urbanística de planeamiento y gestión que se confía a la decisión de las autoridades administrativas regionales y municipales que aseguran la objetividad de la actuación de las Administraciones a través de:

a) La participación ciudadana en la actividad urbanística, como pieza clave del sistema de garantías de que las políticas aprobadas y puestas en práctica se corresponden fielmente con el interés público;

b) El principio de interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos, que, en mi opinión, se vincula fundamentalmente a (i) el control de los hechos determinantes, en la comprensión de los hechos que constituyen el presupuesto de la actuación administrativa urbanística que se exteriorizan de modo objetivo, no pudiendo ser desfigurados por la Administración; y (ii) el control por los principios generales del Derecho, subrayando el principio de racionalidad de la actuación administrativa urbanística que exige que sea congruente y proporcionada a los fines públicos concurrentes;

c) El estricto control del ejercicio por los órganos de la Administración Pública de sus competencias o potestades públicas para fines u objetivos distintos de los que sirvieron de fundamento para otorgarle esas competencias o potestades, amparándose en la legalidad formal del acto, incurriendo, por tanto, en desviación de poder;

d) La neutralidad (política y personal) de los miembros de la Administración pública encargados de la ejecución de la potestad urbanística, mediante las técnicas de la abstención y la recusación, que no sólo afecta a los funcionarios al servicio de la Administración sino a los cargos políticos electos.

A continuación, me detendré en cada uno de estos cuatro apartados para analizar con cierto detalle las peculiaridades que presentan estas figuras en el marco del ordenamiento jurídico urbanístico.

2. PARTICIPACIÓN CIUDADANA EN LA APROBACIÓN DE LOS INSTRUMENTOS
DE PLANEAMIENTO

Existen abundantes criterios formales que se imponen al planificador y a su potestad ordenancista, limitando así la amplia discrecionalidad de ordenación del planificador municipal, como por ejemplo, la aprobación de los planes por los órganos competentes en cada caso, el respeto al procedimiento legalmente establecido en la elaboración de los planes o la exigencia de incorporación de determinados documentos a los planes (Memoria, Estudio Económico-Financiero, Programa de Actuación, etc.) y de hacerlo con un determinado nivel cualitativo, que, acertadamente, ha sido destacado como límite al planificador urbanístico desde la doctrina, y que se ha visto reforzado con la regulación del Estudio Económico-Financiero recogida en el trls 08, que exige que los instrumentos de ordenación incluyan un informe o memoria de sostenibilidad económica.

En cuanto al respeto al procedimiento, Martín Rebollo, L.2 ha destacado su importancia en los siguientes términos:

El procedimiento es garantía y da más seguridad que la vaga apelación a unos genéricos principios ajenos a la Constitución. Y permite, a su vez, un control más objetivo del juez que, en su exigencia, debería ser muy estricto. Porque todo es posible siguiendo las pautas previstas para el cambio, pero nada debe admitirse obviando las reglas procedimentales porque, como dijera Benjamin Constant en frase que me gusta repetir porque es muy gráfica y a la vez muy exacta, “lo que preserva de la arbitrariedad es la observancia de las formas”. Siempre. En todo caso. He ahí el principio básico de la seguridad, el elemento estructural primario que, más allá o, si se quiere, antes de lo valorativo, explica el papel del Derecho. Un Derecho que, como decía al principio, no se explica a sí mismo, es tributario de apriorismos y decisiones que no traen causa de una voluntad propia, pero que, en todo caso, debe proporcionar prodecibilidad, seguridad y certeza... en el marco, eso sí, del conjunto de valores constitucionales y sociales que llamamos cultura”.

Como particularidad de los procedimientos para la elaboración de planes, creo oportuno referirme aquí en especial a la presencia de los interesados en los procedimientos administrativos para la aprobación de los instrumentos urbanísticos, garantizada constitucionalmente en el art. 105 c) CE, que permite que puedan ser tenidos en cuenta los diversos intereses sociales, económicos, y también, claro está, los intereses legítimos de los particulares. Asimismo, la participación de los interesados en los procedimientos administrativos también propicia que la resolución que dicte la Administración sea la adecuada a la propia finalidad marcada por la norma.

La participación ciudadana sirve, por tanto, al cumplimiento de los principios de objetividad y eficacia con los que, según el art. 103 CE, la Administración debe actuar y servir a los intereses generales (Sentencia del Tribunal Supremo de 9 de marzo de 2004, RJ 2005\2626).

En efecto, el procedimiento administrativo para la aprobación de los instrumentos urbanísticos se constituye así en una sucesión de trámites a través de los cuales la Administración trata de encontrar la solución más adecuada al concreto interés público de que es portadora. La presencia en el procedimiento de las Administraciones públicas cuyas competencias resultan afectadas, así como de los particulares que tienen la titularidad de un derecho o interés resulta, por tanto, la fórmula más idónea para garantizar que la resolución que se dicte integra el correspondiente interés público y es conforme con el ordenamiento jurídico.

En el concreto ámbito del urbanismo el derecho de participación de los ciudadanos cobra especial importancia debido a la generalidad de su ámbito de actuación y a la tantas veces mencionada amplia discrecionalidad que lo caracteriza, encontrándose positivizado en cada una de las leyes de suelo aprobadas por las Comunidades Autónomas y en el ar­tícu­lo 4.e) del TR08, como uno de los derechos de los ciudadanos, en los siguientes términos:

Participar efectivamente en los procedimientos de elaboración y aprobación de cualesquiera instrumentos de ordenación del territorio o de ordenación y ejecución urbanísticas y de su evaluación ambiental mediante la formulación de alegaciones, observaciones, propuestas, reclamaciones y quejas y a obtener de la Administración una respuesta motivada, conforme a la legislación reguladora del régimen jurídico de dicha Administración y del procedimiento de que se trate”.

En todo caso, no debe confundirse el principio de participación ciudadana, con la obligatoriedad de aceptación por parte de las Administraciones públicas del contenido de las alegaciones que en su caso se formulen por los interesados, ya que el principio de objetividad en el servicio de los intereses generales, previsto en el ar­tícu­lo 103 CE así como en el 3 LRJPAC, no se cumple con el seguimiento o vinculación de las alegaciones de parte, sino con la elección más adecuada, en el marco de todos los intereses públicos y privados afectados y, sobre todo, con respeto al principio de legalidad, que se integra con todas las aportaciones normativas de los diversos aspectos sectoriales afectados (Sentencia del Tribunal Supremo de 4 de marzo de 2008, LA LEY 21005/2008).

Tal y como apunta García Valderrey3, la participación ciudadana se conceptúa como un factor esencial en la defensa de valores democráticos como el respeto, la tolerancia, la solidaridad, la igualdad y la integración, y de los derechos humanos de los ciudadanos. Participación ciudadana es, también, sinónimo de diálogo, concertación, respeto y pluralidad; de implicación de la sociedad civil en el quehacer de las instituciones públicas y de cohesión social en la sociedad plural en que vivimos.

A la vista de la crisis de legitimidad y prestigio que aqueja algunas de nuestras instituciones y, en particular, a todo lo relacionado con la actividad urbanística, esa relación hoy se hace imprescindible para reforzar el buen gobierno y una buena administración urbanística, por cuanto a través de la participación pública se establece una vía de comunicación recíproca, que permite a la ciudadanía manifestar sus iniciativas y sugerencias hacia los poderes públicos, y a éstos conocer la incidencia de determinadas políticas sobre la calidad de vida de la población.

En este sentido, García de Enterría y Parejo Alfonso4 subrayan la importancia de la participación de los ciudadanos en la configuración de los planes, pues estos van a afectar de manera muy relevante el derecho de propiedad de los ciudadanos, al afirmar que “el urbanismo es una técnica cada vez más compleja, que exige a sus servicios unos equipos de expertos perfectamente preparados y con dominio de una pluralidad de técnicas. Pero al lado de ese componente técnico del urbanismo, resulta obvio que los ciudadanos que son los destinatarios inmediatos del mismo, tanto en el sentido de las ventajas como en de las limitaciones y las cargas, que van a ver su vida directamente afectada por las soluciones que los urbanistas propongan, deben tener también una participación activa en su formulación y en su crítica”. Incidiendo aún más en el interés que la participación ciudadana tiene en la ordenación territorial, García de Enterría y Parejo Alfonso plantean la necesidad de que los instrumentos urbanísticos se enraícen en quienes han de vivirlos, se apoyen en un consenso más o menos virtual o difuso que solo puede venir de su adaptación a las necesidades y exigencias reales expresadas por los interesados y el hecho de que estos participen de alguna manera en su formulación.

A tal efecto, la participación de los ciudadanos se formaliza a través de los entes locales, como representantes próximos de los ciudadanos y detentadores de la competencia para decidir en la mayor parte de cuestiones de índole urbanística. Así se atribuye a los municipios el derecho participativo de los vecinos de un determinado ámbito territorial en la ordenación de su propio entorno, a través de las propias competencias reconocidas legalmente.

Lo cierto es que esta fórmula de participación ciudadana no puede decirse que haya resultado demasiado eficaz. La información pública se anuncia solo en los Boletines Oficiales, que no suelen ser de lectura corriente, de modo que no es infrecuente que pase del todo desapercibida, al menos para una mayoría de la población, lo que incluso es deliberadamente buscado a veces por la Administración, que con ese objeto en ocasiones demora la publicación de los edictos hasta la fecha de las vacaciones.

Y ello a pesar de que la jurisprudencia llega a calificar el trámite de información pública como “una cuestión de orden público que afecta al común de los ciudadanos afectados por la aprobación del plan, no sólo a los litigantes” (Sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Andalucía de 11 abril 2001 –RJCA 2001\957–).

Así las cosas, no resulta extraño que el Parlamento Europeo, a través del célebre informe Auken, de 20 de febrero de 2009 sobre el impacto de la urbanización extensiva en España en los derechos individuales de los ciudadanos europeos, el medio ambiente y la aplicación del Derecho comunitario, diese un nuevo tirón de orejas a las autoridades españolas a cuenta de la corrupción y la especulación urbanística, fenómenos que tienen una estrecha relación con la falta de transparencia en la elaboración de los instrumentos urbanísticos. En este sentido, el Parlamento Europeo “Considera necesario que el acceso a la información y la participación ciudadana en el proceso urbanístico se garanticen desde el inicio del mismo, facilitando información medioambiental a los ciudadanos, de forma clara, sencilla y comprensible”. En consecuencia, se “pide a las autoridades españolas que desarrollen una cultura de la transparencia dirigida a informar a los ciudadanos sobre la gestión del suelo y a impulsar mecanismos de información y participación ciudadana efectivos”.

3. INTERDICCIÓN DE LA ARBITRARIEDAD Y PRINCIPIO DE OBJETIVIDAD

En este apartado se analiza la conexión del principio de objetividad con el principio de interdicción de la arbitrariedad de las Administraciones públicas que sujetan el ejercicio de la potestad de planeamiento de los municipios, perfilado en una consolidada jurisprudencia y que se caracteriza por las siguientes notas5:

a) En primer lugar, el control de los hechos determinantes que en su existencia y características escapan a toda discrecionalidad: los hechos son tal como la realidad los exterioriza. No le es dado a la Administración inventarlos o desfigurarlos aunque tenga facultades discrecionales para su valoración (Sentencia del Tribunal Supremo de 1 de diciembre de 1986 –LA LEY 11608-JF/0000–). Asimismo, todos los hechos jurídicamente relevantes han de considerarse por parte de la Administración para adoptar la decisión, sin que ningún hecho determinante pueda quedar excluido del proceso de elaboración de dicha decisión.

b) Y, en segundo lugar, mediante la contemplación o enjuiciamiento de la actuación administrativa a la luz de los principios generales del Derecho que son la atmósfera en que se desarrolla la vida jurídica. Tales principios recogidos en el ar­tícu­lo 1.4 del Código Civil– informan todo el ordenamiento jurídico y por tanto también la norma habilitante que atribuye la potestad discrecional de donde deriva que la actuación de esta potestad ha de ajustarse a las exigencias de aquéllos. En efecto, la Administración no está sometida sólo a la ley sino también al Derecho (ar­tícu­lo 103.1 CE). En particular, analizaremos el principio de proporcionalidad y el principio de igualdad, por ser los que guardan una relación más estrecha con el principio de objetividad en el ámbito urbanístico.

En este sentido, la revisión jurisdiccional de la actuación administrativa se extiende, en primer término, a la verificación de la realidad de los hechos y la adecuada ponderación de los factores en cuestión (test de racionalidad) para, en segundo lugar, valorar si la decisión planificadora guarda coherencia lógica con aquéllos (test de razonabilidad), de suerte que cuando se aprecie una incongruencia o discordancia de la solución elegida con la realidad que integra su presupuesto o una desviación injustificada de los criterios generales del plan urbanístico, tal decisión resultará viciada por infringir el ordenamiento jurídico y mas concretamente el principio de interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos, recogido en el ar­tícu­lo 9.3 CE, que en lo que ahora importa, garantiza que no se traspasen los límites establecidos por la norma por parte de las autoridades o funcionarios públicos al atender a consideraciones personales en el ejercicio de sus funciones, vulnerando así el principio de objetividad.

En efecto, es la adecuación a la voluntad normativa, con el consiguiente desprendimiento de toda consideración personal por parte de quien actúa, la que permite el tratamiento de la situación con arreglo al estándar de objetividad. La idea esencial a retener es que la Administración no puede crearse una zona de inmunidad mediante la simple invocación formal del interés general para motivar una determinada actuación urbanística. Así, cuando se habla del “interés general” no estamos ante una habilitación de potestad discrecional sino más bien ante lo que se llama un concepto legal indeterminado.

Pues bien, el Tribunal Supremo ha declarado reiteradamente que de la propia racionalidad en la actuación administrativa que debe informar la actuación de la Administración deriva una necesidad de coherencia (o lo que Fernández Rodríguez, T.R. denomina razonabilidad) en el desarrollo de los criterios de planificación puesto que ha de presumirse que las reglas generales del plan obedecen a un designio racional y que son aptas para satisfacer el fin propuesto, razón por la cual apartarse de él supone una incoherencia si tal desviación no aparece respaldada por una justificación suficiente. Esta afirmación enlaza con la concepción del ordenamiento jurídico como un sistema completo y comprensivo de una respuesta fundada en derecho para cada situación que pueda darse.

En el caso de los planes urbanísticos, el proceso intelectual y volitivo que da lugar a la elección de unas determinadas soluciones para la ordenación del territorio queda expuesto en la memoria de las normas urbanísticas. La memoria resulta ser así la necesaria contextualización de las previsiones contenidas en el resto del plan y en consecuencia, su importancia es manifiesta:

a) Desde el punto de vista del interés público, porque viene a asegurar que verdaderamente se va a hacer efectivo en la realidad el modelo territorial justificadamente elegido.

b) En el terreno de la garantía del ciudadano, porque la Memoria constituye un documento esencial en el marco del derecho a la participación ciudadana en la gestión de los planes urbanísticos para conocer la motivación de las determinaciones del plan y, en caso de resultar necesario, ejercitar con el adecuado fundamento el Derecho a la tutela judicial efectiva –ar­tícu­lo 24.1 CE– con lo que además pondrá en marcha el control judicial de la Administración –ar­tícu­lo 106.1 CE– que demanda también el interés publico.

En este sentido, la jurisprudencia ha dado especial relevancia a la sumisión del planificador al principio de la interdicción de la arbitrariedad de la Administración (ar­tícu­lo 9.3 CE). Ello es así porque este principio se traduce en la exigencia de dotar de racionalidad y razonabilidad a las determinaciones de la actuación pública en el ámbito urbanístico y en particular en la aprobación del planeamiento. Las determinaciones tienen que estar fundadas tanto en una coherencia con relación a la realidad preexistente cuanto en una suficiente justificación de la opción concreta elegida frente a las restantes posibles, desechadas. Por tanto, no serían conformes a derecho las determinaciones urbanísticas basadas en criterios subjetivos o personales, es decir, que no tengan su fundamentación en la aplicación objetiva del derecho a las concretas circunstancias del suelo a ordenar, lo que debe reflejarse suficientemente en la memoria del plan.

Es claro que el planificador, en el ejercicio de la función pública urbanística, dispone de la potestad del ius variandi que le permite modificar la calificación del suelo. Pero esta decisión debe responder no sólo a una concepción más o menos vaga de “modelo de ciudad” o a la satisfacción genérica del interés público sino a una justificación objetiva, real y suficiente de la adecuación de la ordenación elegida a las circunstancias concretas del territorio y a la normativa aplicable, que legitime la afectación del derecho de propiedad privada (Sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Madrid de 29 de diciembre de 2000 –LA LEY 237944/2000–).

Debe quedar claro que la naturaleza normativa del planeamiento y la necesidad de adaptarlo a las exigencias cambiantes del interés público justifican plenamente el ius variandi que en este ámbito se reconoce a la Administración, y por ello la revisión o modificación de un instrumento de planeamiento no puede, en principio, encontrar límite en la ordenación establecida en otro anterior de igual o inferior rango jerárquico. Esta potestad innovadora reconocida a la Administración por la legislación urbanística se ejercita de manera discrecional, que no arbitraria, y siempre con observancia de los principios contenidos en el ar­tícu­lo 103 CE, y en particular, justificando las decisiones adoptadas en cada caso.

Así, el deber de motivación de los actos administrativos (ar­tícu­lo 54 LRJPAC), que se enmarca en el deber de la Administración de servir con objetividad los intereses generales y de actuar con sometimiento pleno a la Ley y al Derecho, se traduce en la exigencia de que los actos administrativos contengan una referencia precisa y concreta de los hechos y de los fundamentos de derecho que para el órgano administrativo que dicta la resolución han sido relevantes, que permita conocer al administrado la razón fáctica y jurídica de la decisión administrativa, posibilitando su control por los Tribunales.

El deber de la Administración de motivar sus decisiones es consecuencia de los principios de seguridad jurídica y de interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos que se garantizan en el ar­tícu­lo 9.3 CE; y puede considerarse como una exigencia constitucional que se deriva del ar­tícu­lo 103 CE al consagrar el principio de legalidad de la actuación administrativa (Sentencia del Tribunal Supremo de 30 de noviembre de 2004, RC 3456/2002).

3.1. Control de los hechos determinantes

La Administración a la hora de establecer las determinaciones urbanísticas está vinculada por las características y condiciones reales de los terrenos, es decir, por la fuerza normativa de lo fáctico. Y este condicionamiento se extiende tanto a aspectos reglados como discrecionales para la Administración.

Por tanto, entre las técnicas de control jurisdiccional de la potestad de planeamiento urbanístico tiene un papel destacado el control de los hechos determinantes, es decir, según cuáles sean las circunstancias que el planificador dice haber tomado en consideración para desarrollar la concreta ordenación propuesta en lugar de cualquier otra, la actuación de éste será correcta en la medida en que tales circunstancias sean exactas, pero no lo será en caso de que se demuestre que dichas circunstancias no concurrían o que concurrían otras que desvirtúan la motivación de la ordenación propuesta.

Así, la Administración no puede clasificar un terreno como suelo urbano por reunir los servicios urbanísticos necesarios si en realidad no reúne tales servicios, ni puede catalogar un bien por sus características históricas, artísticas o arquitectónicas si en realidad dichas características no concurren. La realidad de las cosas se impone y opera como un límite a la potestad de las autoridades y funcionarios de la Administración al servicio del interés público. De aquí se deriva el denominado principio de vinculación del planificador por los hechos determinantes, configurado como otro de los principios generales del Derecho que actúan en conexión con el principio de objetividad como límite a la discrecionalidad del planificador.

La vinculación del planificador municipal a los hechos determinantes se ha consolidado como uno de los más habituales instrumentos de control de la actividad de planeamiento, constituyendo su vulneración, en no pocas ocasiones, una causa de anulación de planes, como ocurre en la Sentencia del Tribunal Supremo de 19 de diciembre de 2008 (RJ 2009\248).

Resulta asimismo de gran interés la Sentencia del Tribunal Supremo de 21 de abril de 2010 (jur 2010\236707), que resuelve la impugnación de la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Castilla y León que anula la modificación de un Plan Especial de Centro Histórico que descataloga determinados edificios para destinarlos a equipamiento. El Tribunal Supremo ahonda en el razonamiento de la Sala de instancia, señalando que la descatalogación de edificios protegidos no está sujeta a razones de oportunidad por tratarse de una materia reglada, al ser un deber de la Administración establecer el nivel de protección que mejor sirva a los fines previstos en la Ley de Patrimonio Histórico Español. La Administración no puede alejarse de los fines establecidos por la normativa en cuestión:

“Decimos que es reglada la catalogación porque, si hay elementos protegibles, la Administración necesariamente debe conferir al inmueble el nivel o grado de protección idóneo o adecuado a sus características, de forma análoga o equivalente a lo que sucede con el suelo de especial protección. La única razón que las Administraciones demandadas, ahora recurrentes en casación, aducen para justificar la degradación del nivel de protección es de oportunidad con el fin de facilitar su reforma o adaptación para el uso que con un determinado proyecto se trata de implantar, lo que no justifica, en absoluto, la desaparición de elementos estructurales merecedores de protección, cuya conservación podrá hacer más compleja o costosa, pero no imposible, una utilización racional que, como postula el Ayuntamiento, haga rentable su mantenimiento.

Así, en el mismo sentido podemos citar también la Sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña de 7 de enero de 2008 (RJ 2008\139234): “la realidad no puede ser desconocida por el que crea la norma ni por el que la aplica, de tal forma que los terrenos urbanos deben ser considerados atendiendo a su misma situación, al constituir una realidad física sustraída a la esfera voluntarista de la Administración”.

Como se aprecia en estas Sentencias, para que la Administración proceda con rectitud debe desprenderse de toda “esfera voluntarista” y aplicar la estricta legalidad en atención a los hechos concretos que concurran en cada caso.

3.2. El principio de proporcionalidad

La identificación y consecución del interés público no puede llevar consigo el desconocimiento de los intereses individuales o de grupo que se coloquen como contrapuestos. La Administración actúa inmersa en el ordenamiento jurídico; y es precisamente éste el que instrumenta también la protección de los derechos de los particulares y de los distintos grupos sociales. Instrumentación que incluye la conducta que la Administración habrá de seguir en cada supuesto de contradicción entre el interés público y el privado.

El principio de proporcionalidad enlaza directamente con la aplicación objetiva del derecho pues implica que el fin de toda actuación administrativa ha de identificarse con el interés general por imperativo del ar­tícu­lo 103.1 CE. De ese modo, el condicionamiento o limitación del derecho de propiedad urbana estará justificado únicamente en la medida en que contribuya a la satisfacción de dichos intereses superiores, según sean estos identificados de manera objetiva y desinteresada por el planificador municipal. En una palabra, las determinaciones urbanísticas habrán de atender a la realización de tales intereses superiores (función social de la propiedad, ex ar­tícu­lo 33.2 CE), pues de lo contrario, esto es, si se dirigen a satisfacer intereses ajenos al interés general, estarán viciadas, por apartamiento de su fin, de desviación de poder.

Concretando un poco más, el principio de proporcionalidad expresa la necesidad de una adecuación o armonía entre el fin de interés público que se persiga y los medios que se empleen para alcanzarlo. En el Derecho administrativo, se manifiesta permitiendo una interpretación equilibrada del concepto de interés público.

En el ámbito particular de la adecuación del planeamiento urbanístico al principio de objetividad en conexión con el principio de proporcionalidad prestaremos especial atención a si la ordenación urbanística resulta adecuada para la consecución de los fines propuestos por la normativa urbanística y por el propio plan, de tal forma que la ordenación urbanística que se aleje de dichos fines resultará disconforme con el principio de objetividad.

La aplicación objetiva del derecho urbanístico es, por tanto, incompatible con la ordenación urbanística que exija, por ejemplo, sacrificios de los derechos de los particulares innecesarios o exagerados para la consecución del fin perseguido o sea ajena a la precisa ponderación entre los diversos intereses concurrentes.

Con probabilidad, la manifestación más importante del principio de proporcionalidad en relación con el principio de objetividad la encontramos cuando actúa como límite a la derogación de la norma para el caso concreto, sólo por el hecho de que de su aplicación resulte una consecuencia gravosa. Sirva como ejemplo, el caso de las demoliciones de construcciones ilegalmente construidas, como en el supuesto resuelto por el Tribunal Superior de Justicia de Madrid en su sentencia de 20 de marzo de 2001 (jur 2001\208432):

Pero en los casos de actuaciones que, como la presente, contradicen el planeamiento urbanístico la Administración resulta obligada a restaurar la realidad física alterada o transformada por medio de la acción ilegal y no tiene posibilidad de optar entre dos o más medios distintos por lo que no resulta de aplicación el principio de proporcionalidad. La vinculación positiva de la Administración Pública a la Ley obliga a ésta a respetar la Ley: es decir, a ordenar la demolición”.

3.3. El principio de igualdad

La objetividad e imparcialidad de la Administración no se predican únicamente de la organización del aparato burocrático sino que se extienden también a las relaciones con los ciudadanos. Al dictar actos administrativos las autoridades y funcionarios no exteriorizan su voluntad subjetiva sino que transmiten la voluntad objetiva de la Ley que aplican. Como son simples vehículos de la voluntad objetiva de la Ley y dado que todos los ciudadanos son iguales ante la misma, la consecuencia es que se excluyen y eliminan los favoritismos parciales o las ventajas subjetivas.

La actividad de la Administración en el ejercicio de la potestad de planeamiento también encuentra un límite en el principio de igualdad, aunque ha existido una fuerte reticencia a su utilización como parámetro de control de las determinaciones del planeamiento urbanístico, dado que el planeamiento es por esencia desigualdad (que ha de estar justificada en todo caso), la jurisprudencia del Tribunal Supremo ha empezado también a acogerlo en este terreno, invocando expresamente la trascendencia que tiene este principio, consagrado a la vez en nuestra Constitución como valor superior de todo nuestro orden jurídico-político y como derecho fundamental de los ciudadanos. Por otro lado, se ha demostrado también desde la doctrina científica que este principio de igualdad está implícito tradicionalmente en nuestro Derecho urbanístico6.

De acuerdo con esta línea jurisprudencial, el plan implica inevitablemente desigualdad, pero esa desigualdad, para no vulnerar el principio de igualdad no sólo debe ser compensada en la fase de ejecución sino que debe estar justificada en aras del interés público en la ejecución del planeamiento y no responder a criterios personales o subjetivos introducidos por parte de las autoridades o funcionarios competentes durante la fase de gestión de los correspondientes instrumentos de planeamiento o gestión, lo que no siempre resulta fácil de fiscalizar.

En este sentido, es de gran interés por su vinculación con determinadas malas prácticas que han proliferado en el urbanismo, la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Valenciana, Sentencia de 15 de marzo de 2004 (LA LEY 64242/2004). El Tribunal se pronuncia en relación con la adecuación a derecho de la concesión de determinadas ventajas a una empresa privada por parte de la Administración para facilitar la implantación de la futura actividad a desarrollar en el ámbito en cuestión por quien ostenta la condición de agente urbanizador:

De este modo, si bien la legislación actual contempla y prescribe la promoción de la iniciativa por la Administración e, incluso, como se recuerda, entre los no propietarios, ello no obsta a que la posición que corresponde a la Administración sea, entre otras cosas, la de garante de un proceso concurrente y competitivo. Asimismo, no puede obviarse la relación concesional del urbanizador y la Administración y la vigencia prelativa de los principios de la contratación administrativa, en los cuales también se consagran –y con mayor claridad– los principios de objetividad, competencia y concurrencia expresados en la normativa urbanística. A la vista de lo anterior, no puede dudarse del innegable papel promocional de la Administración, pero ello no obsta a que en el ejercicio de dicho papel promocional se respeten todas las garantías consagradas por la legalidad y exigibles en un proceso, como se ha dicho, concesional. La atracción de la industria por parte del Ayuntamiento es una acción plenamente legítima, pero ello siempre salvando las garantías del procedimiento y la imparcialidad y objetividad de la Administración en su acción. (…). Del relato de los hechos se observa cómo el papel promotor del Ayuntamiento ha excedido dichas formas y garantías, en tanto en cuanto se ha erigido en mediador de una parte haciéndole las veces de gestor inmobiliario, facilitándole suelos tanto públicos (de dudosa legalidad, si bien ello no es objeto del presente recurso) como privados, por medio de una discutible posición de mediador a través de unos convenios propietarios-Administración destinados finalmente a la venta propietarios- Azteca antes de una reclasificación que facilitase la actividad urbanística claramente concertada. Del mismo modo, y quizá con mayor trascendencia, el Ayuntamiento ha llegado a aprovechar uno de sus actos reglados –la notificación y comunicación de exposición pública– para indicar el que precio que habría de ser finalmente muy próximo al que constaba en la plica, a fin de “conminar” –por utilizar una expresión– a los últimos propietarios que no habían cedido a vender sus propiedades al aún futuro urbanizador, a que se lo vendieran a éste. Así, el precio finalmente fijado resulta ser prácticamente el adelantado por el Ayuntamiento mismo en su notificación-conminación a la venta del futurible urbanizador, siendo que, dicho precio quedaba por debajo del mismo que el mismo Ayuntamiento había ofertado 3 años antes en los convenios que finalmente empleaba para adquirir propiedades el que sería seguro urbanizador. Es por ello, que, aun defendiendo la posibilidad de una actuación positiva de la Administración en aras a la atracción de la inversión y de la participación privada en el ámbito urbanizador, debe considerarse contraria a las exigencias de competencia, libre concurrencia y actuación objetiva de la Administración en el marco de un proceso concesional, como lo es el presente”.

Asimismo, el Tribunal Supremo se ha pronunciado en el sentido de anular las determinaciones urbanísticas que establezcan un distinto tratamiento para situaciones idénticas, sin que ello esté fundamentado en criterio objetivo alguno o en la concurrencia de hechos determinantes que así lo justifiquen, pudiendo citar entre otras muchas su sentencia de 21 de septiembre de 1993 (RJ 1993\6623)

“Y desde luego, ese criterio, que ha de determinar por consecuencia la calificación urbanística de cada teatro recuérdese la autolimitación de la discrecionalidad por razones de coherencia–, ha de quedar claramente expresado o por lo menos ha de resultar implícito y susceptible de ser concretado para asegurar desde el punto de vista del interés público que con aquella calificación se están sirviendo sus exigencias y desde el punto de vista del ciudadano que la calificación no es hija de la pura arbitrariedad para, en caso contrario, poder impugnarla con el adecuado fundamento”.

En cuanto a la obligación de los propietarios de soportar las cargas derivadas de la condición de propietario de suelo urbano no consolidado, cuando esta responde a una finalidad distinta de la perseguida por la norma, haciendo así de peor condición a los propietarios de los terrenos en cuestión, la jurisprudencia se ha pronunciado en multitud de ocasiones, pudiendo citar por su claridad expositiva la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de La Rioja de 8 de julio de 2003 (RJCA 2003\986):

Además, la Sala llega a la convicción de que la finalidad de la nueva Delimitación de la Unidad de Ejecución 4/5 obedece exclusivamente a la finalidad de obtener el máximo de suelo para crear una zona verde en cuyo subsuelo está prevista la creación de un aparcamiento subterráneo con capacidad para 100 vehículos por planta, lo que evidencia por su capacidad que dicho aparcamiento excede claramente de satisfacer las necesidades de la Unidad de Ejecución convirtiéndose en un Sistema General, por lo que la cesión de suelo por los actores para su realización constituye una carga gravosa no justificada”.

4. LA DESVIACIÓN DE PODER

El Tribunal Supremo define la desviación de poder como el ejercicio de potestades administrativas para fines distintos de los fijados en el ordenamiento jurídico: supone, pues, que la Administración haya ejercido torcidamente sus competencias, desconociendo el interés público al que sirve el ejercicio de la potestad de que se trate (Sentencia del Tribunal Supremo de 12 mayo de 1995, RJ 1995\3853).

Conforme viene señalando reiteradamente el Tribunal Supremo (por todas, Sentencia de 16 de octubre de 1995) el vicio de desviación de poder, consagrado a nivel constitucional en el ar­tícu­lo 106, en relación con el 103.1 CE, viene definido en el ar­tícu­lo 83.3 LJCA, como “el ejercicio de potestades administrativas para fines distintos de los fijados por el ordenamiento jurídico”, siendo preciso para poder apreciarla que quien la invoque alegue los supuestos en que se funde y los pruebe cumplidamente, no pudiendo fundarse en meras presunciones, ni en suspicacias y espaciosas interpretaciones del acto de autoridad y de la oculta intención que lo determina, siendo supuesto para que se dé el referido vicio, que el acto esté ajustado a la legalidad intrínseca pero sin responder en su motivación dirigida a la promoción del interés público e ineludibles principios de moralidad.

De acuerdo con tal concepción, la desviación de poder en el ámbito urbanístico presupone en todo caso un acto que formalmente se ajusta a la normativa y al planeamiento urbanísticos, pero con vicio de nulidad, por no responder su motivación interna a los fines de la actividad urbanística, definidos precisamente por la normativa y concretados en cada caso particular por los planes correspondientes, en lo que la memoria tiene un papel protagonista.

La Sentencia del Tribunal Supremo de 18 de marzo de 2011 (RJ 20111/2194) constituye un buen ejemplo del control por parte de los Tribunales de la sujeción de la actuación de la Administración pública con objetividad a los fines que les marca la ley y con el objetivo de satisfacer el interés general. El supuesto de hecho que da lugar a esta Sentencia consistía en la aprobación de una modificación del planeamiento general de un Municipio que había recalificado una zona verde como zona edificable de uso lucrativo residencial. En el expediente de la modificación constaba que la finalidad de esa recalificación era poder utilizar la parcela recalificada para permutarla por otra parcela de propiedad privada en la que se pretendía reubicar la zona verde en cuestión. El Tribunal Supremo confirma la Sentencia recurrida en casación que había apreciado la nulidad de la modificación del planeamiento por incurrir en un supuesto de desviación de poder. El Tribunal Supremo destaca que la desviación de poder es aplicable no sólo cuando el fin perseguido por la potestad administrativa sea “privado” o “inconfesable”, sino también cuando es un fin de interés general bastando que sea diferente al previsto en la norma.

En este punto el Tribunal Supremo considera que nada impedía ampliar las zonas verdes sin necesidad de recalificar la zona verde, dando entender que la finalidad, en consecuencia era exclusivamente la de financiar la permuta mencionada, actuación que se aleja de la aplicación estricta y objetiva del ordenamiento jurídico urbanístico. No está de más señalar que en este punto el razonamiento de la Sentencia pueda encontrarse en el límite entre la apreciación de una desviación de poder y la determinación del contenido de una potestad discrecional, si se acepta que la modificación perseguía un fin de interés general que, según la sentencia, son los que determinan la opción que ha de seguir el planificador para adoptar esa decisión discrecional.

Para significar el alcance de la potestad urbanística se ha destacado paradigmáticamente por la doctrina científica la amplísima libertad de que goza el planificador urbanístico para eludir la estricta restauración del orden urbanístico contravenido mediante la aprobación de modificaciones de planeamiento que legalicen obras ejecutadas en contra del ordenamiento jurídico urbanístico. Esta es una manifestación de la competencia municipal para identificar en cada momento el interés público del municipio, que, como reflejo de la función social de la propiedad se caracteriza por su carácter dinámico.

La jurisprudencia reconoce esta facultad de los municipios como una manifestación de la autonomía local. En este sentido podemos citar la Sentencia del Tribunal Supremo de 25 de septiembre de 2002 (RJ 2003\751) en relación con una modificación puntual de Normas Subsidiarias que clasificaba como suelo urbano unos terrenos en los que se habían ejecutado determinadas obras de urbanización y edificación a pesar de su clasificación como suelo no urbanizable en el momento de ejecución de las obras:

La sentencia afirma, y hay que compartir este aserto, que la comisión de la infracción consistente en edificar en suelo no urbanizable no hace ilegal cualquier modificación posterior del planeamiento, destinada precisamente a ajustar la realidad existente con el planeamiento, y, en definitiva, a eliminar la infracción apreciada por la sentencia anterior. La prueba que probablemente era relevante era la que se hubiese destinado a comprobar que no existían circunstancias objetivas que justificasen el cambio de planeamiento que constituía el contenido del acto impugnado. Pero ni la prueba propuesta en la instancia, ni las alegaciones formuladas iban por esa vía. En consecuencia, no concurre la infracción que se denuncia en el motivo de casación examinado”.

Una mención especial, por lo significativa de los males que aquejan al urbanismo en nuestro país, en conexión con la vulneración del principio de objetividad por parte del planificador municipal es la Sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Madrid de 20 de noviembre de 2009 (jur 2010\193), en relación con una modificación de planeamiento aprobada para incrementar los aprovechamientos de unas parcelas para que la propietaria recupere el equilibrio patrimonial. Como no podía ser de otro modo, el Tribunal declara que incurre en desviación de poder la modificación de las Normas Subsidiarias de un municipio, aprobada con el objeto de incrementar los aprovechamientos urbanísticos de unas parcelas donde se erige un parque temático, con el objeto, declarado en la Memoria, de que la propietaria de los terrenos recupere el equilibrio patrimonial, por lo que procede a su anulación.

5. LA ABSTENCIÓN Y LA RECUSACIÓN

Este número de la Revista incluye un capítulo dedicado a la objetividad como deber de los empleados públicos en el que se tratará en detalle las técnicas de la abstención y la recusación para el control de la neutralidad de los órganos de la Administración pública en el ejercicio de sus funciones, reguladas en los ar­tícu­los 28 y 29 LRJPAC.

De igual forma que la existencia de un juez ordinario predeterminado por la Ley es una garantía capital del ciudadano ante los Tribunales (ar­tícu­lo 117.3 CE), la exigencia de que los actos administrativos se dicten por el órgano competente y a través del procedimiento legalmente establecido garantiza la objetividad de la Administración ante los ciudadanos (ar­tícu­lo 53.1 LRJPAC). Es más, aunque ostenten la competencia, en determinadas circunstancias las autoridades y personal de la Administración Pública deben abstenerse de intervenir en los procedimientos para preservar la objetividad de la decisión que se adopte. Así sucede cuando hay relaciones familiares de parentesco, o cuando entre el funcionario competente y el ciudadano afectado media una amistad íntima o una enemistad manifiesta (ar­tícu­lo 28 LRJPAC). En el supuesto de que la autoridad o funcionario no solicitara espontáneamente su abstención, el ciudadano afectado puede recusarle para evitar su intervención en el procedimiento y garantizar la objetividad de la Administración (ar­tícu­lo 29 LRJPAC).

Sin embargo, procede realizar también aquí algunas consideraciones al respecto, sobre la aptitud de las autoridades y personal de la Administración pública para intervenir en un determinado procedimiento de índole urbanística, garantizando el principio de neutralidad, que exige mantener los servicios públicos a cubierto de toda colisión entre intereses particulares e intereses generales.

Dejando a un lado el supuesto de falta de adscripción al órgano, que al caso no importa, la aptitud para intervenir en un procedimiento administrativo depende, como se ha dicho, de la concurrencia o no de los motivos o casos de abstención –y de recusación– previstos en la Ley.

La CE –ar­tícu­lo 103.1.– y la LRJPAC –ar­tícu­lo 3–, predican, como garantía de los ciudadanos, la objetividad o neutralidad de autoridades y funcionarios de la Administración Pública en la prestación del servicio o en el cumplimiento de los intereses generales.

El principio de objetividad o neutralidad, en general, se asimila al principio de imparcialidad, consecuencia o correlato del principio de igualdad ante la Ley; pero el principio de imparcialidad, si bien presupuesto necesario, no es suficiente para cubrir el principio de objetividad, cuyo efectivo cumplimiento se anuda al entero desarrollo del procedimiento administrativo.

Las técnicas de abstención y recusación, satisfacen, pues, el principio de imparcialidad, pero no garantizan la objetividad.

Se consideran como causas de abstención –y de recusación– aquellas que puedan redundar en una propensión lógica de afinidad o rechazo, esto es, de discriminación en el ejercicio de sus funciones, ya que no cabe parecer que se actúe motivado por un interés particular, como tampoco es posible actuar sin objetividad, es decir, movido por favoritismos o trato preferente, sin efectiva contradicción y sin transparencia. Por tanto, solo cabe actuar –y parecer que se actúa– con rectitud.

Así las cosas, en cuanto ahora interesa, debe tenerse en cuenta que las autoridades y el personal al servicio de la Administración Pública no pueden intervenir en el procedimiento si se encuentran incursos en alguna de las causas previstas en el ar­tícu­lo 28 LRJPAC.

En el ámbito del urbanismo, en el que el ejercicio de las potestades públicas recae principalmente sobre los municipios, no resulta en absoluto infrecuente que, en especial en municipios de reducido tamaño, concurra alguna causa de abstención entre las autoridades o el personal que han de participar en un determinado procedimiento administrativo, que tenga como objeto una modificación del planeamiento aplicable a un determinado ámbito en el que, por ejemplo, sea propietario un familiar directo.

En estos casos, la casuística puede ser infinita y la aplicación estricta de las reglas establecidas en los ar­tícu­los 28 y 29 LRJPAC implicarían el bloqueo del Ayuntamiento y la imposibilidad de acometer el procedimiento administrativo.

Una peculiaridad del instituto de la abstención en el ámbito urbanístico radica en su conexión con la legislación de contratación de las Administraciones públicas, aplicable en relación con la designación de los agentes urbanizadores y la adjudicación de los correspondientes programas. La Sentencia del Tribunal Supremo de 27 de marzo de 2007 (RJ 2007\3149) es una buena muestra de ello:

En el caso enjuiciado, según se declara probado en la sentencia recurrida y admiten las partes, el Concejal de Urbanismo en el Ayuntamiento, cuando éste adjudicó el Programa de Actuación Integrada, era Administrador único de la entidad mercantil adjudicataria de dicho Programa. El que el indicado Concejal se ausentase del Pleno municipal, que llevó a cabo la adjudicación, o la circunstancia de que no hubiera otra propuesta alternativa a la de la sociedad anónima, de la que aquél era Administrador único, no pueden considerarse como una dispensa de la categórica prohibición contenida en el citado ar­tícu­lo 20. e) de la Ley 13/1995, de 18 de mayo, de Contratos de las Administraciones Públicas, reproducida por el mismo precepto del Texto Refundido de dicha Ley, aprobado por Real Decreto Legislativa 2/2000, de 16 de junio.

Con la referida prohibición legal se trata de conjurar un riesgo de falta de objetividad, contraria a lo establecido en el ar­tícu­lo 103.1 de la Constitución, reproducido por el ar­tícu­lo 3.1 de la Ley 30/1992, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, según el cual las Administraciones Públicas deben servir con objetividad los intereses generales, cuyo principio quedaría en entredicho de no respetarse la aludida prohibición para contratar, aunque la figura del Agente Urbanizador presente rasgos singulares, los que, sin embargo, no permiten sostener, en contra de lo que opina la representación procesal del Ayuntamiento recurrente, que deba estar al margen del régimen de prohibiciones para contratar con la Administración contenido en el ordenamiento estatal básico de aplicación general a las Administraciones Públicas en todo el territorio del Estado. La interpretación, por tanto, del precepto contenido en el ar­tícu­lo 29.13 de la Ley autonómica valenciana 6/1994, de 15 de noviembre (LCV 1994, 364, 405), sobre Actividad Urbanística, conduce a una conclusión contraria a la pretendida por la representación procesal del Ayuntamiento recurrente, de manera que las relaciones derivadas de la adjudicación del Programa se rigen por las normas rectoras básicas de la contratación administrativa en cuanto a las prohibiciones para contratar, sin que precepto alguno de la indicada Ley urbanística autonómica sea opuesto a ellas o incompatible con esas reglas estatales básicas”.

Considerando que la actuación de autoridades y personal al servicio de las Administraciones públicas en los que concurran motivos de abstención no implica, necesariamente, la invalidez de los actos en que hayan intervenido, la jurisprudencia ha venido estableciendo una serie de criterios que permiten evitar que la aplicación de las técnicas de la abstención y la recusación conlleven el bloqueo de la actuación administrativa o la anulación de actos sobre los que las personas incursas en causas de abstención no han tenido una influencia decisiva. Un ejemplo de este último caso lo constituye la Sentencia de 13 de enero de 2006 del Tribunal Superior de Justicia de Castilla y León de Burgos, (LA LEY 3618/2006), al ratificar el procedimiento seguido en relación con la denegación por unanimidad de la Modificación de las Normas Subsidiarias, a pesar de la participación en la votación de una concejal incursa en causa de abstención, ya que no fue determinante su participación para la adopción del acusado impugnado. En efecto, en el procedimiento administrativo, la actuación de funcionarios en que concurran motivos de abstención no implica necesariamente la invalidez de los actos en que hayan intervenido. En el caso de autos, el hecho de que la decisión municipal fuese adoptada por unanimidad excluye la eventual influencia decisiva de la citada Concejal en la decisión del órgano en cuestión, decayendo así el motivo de nulidad.

En efecto, la nulidad de los actos administrativos adoptados por autoridades o personal de la Administración sobre los que recaiga alguna causa de abstención o recusación dependerá, en última instancia de que se demuestre: (i) la influencia que esa intervención haya podido tener en la decisión finalmente aprobada y, por supuesto, (ii) la ilicitud objetiva de esa decisión.

Así lo ha declarado el Tribunal Superior de Justicia de Castilla y León en su Sentencia de 18 de noviembre de 2005 (JUR 2005\278009): “(...) con respecto a la pretendida causa de nulidad invocada por la parte actora, relativa a la intervención del técnico municipal, que debía de abstenerse por ser el autor del proyecto, pero ello no puede conllevar las consecuencias pretendidas por la recurrente

6. CONCLUSIONES

En el presente trabajo se pone de manifiesto que la objetividad en la actuación de la Administración pública implica que ésta debe actuar de manera desinteresada y desapasionada, guiada únicamente por el interés público, con independencia del parecer particular del personal de la Administración responsable de identificar y ejecutar el interés público en un determinado momento.

Para ello, la sujeción de la Administración a la ley y al ordenamiento jurídico constituye un elemento esencial. En efecto, la Administración no goza de libertad para ejercitar sus potestades en cualesquiera fines. Antes al contrario, la Administración solo puede ejercitar sus potestades para la consecución del interés público, bajo pena de desviación de poder. En este sentido, el principio de objetividad parte de la completitud del ordenamiento jurídico urbanístico, que implica que para cada situación concreta que se plantee, la Administración ha de encontrar en las leyes y reglamentos urbanísticos y, en particular, en el planeamiento urbanístico, los elementos de juicio bastantes para que la autoridad o funcionario administrativos puedan ejercer la potestad urbanística conforme al principio de objetividad.

A estos efectos, cabe destacar las siguientes técnicas desarrolladas por los Tribunales para la fiscalización jurisdiccional de la función pública urbanística de planeamiento y gestión que se confía a la decisión de las autoridades administrativas regionales y municipales y que aseguran la objetividad de la actuación de las Administraciones:

a) La participación ciudadana en la actividad urbanística, como pieza clave del sistema de garantías de que las políticas aprobadas y puestas en práctica se corresponden fielmente con el interés público;

b) El principio de interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos, que, como se ha expuesto, se vincula fundamentalmente a (i) el control de los hechos determinantes, en la comprensión de los hechos que constituyen el presupuesto de la actuación administrativa urbanística que se exteriorizan de modo objetivo, no pudiendo ser desfigurados por la Administración; y (ii) el control por los principios generales del Derecho, subrayando el principio de racionalidad de la actuación administrativa urbanística que exige que sea congruente y proporcionada a los fines públicos concurrentes;

c) El estricto control del ejercicio por los órganos de la Administración Pública de sus competencias o potestades públicas para fines u objetivos distintos de los que sirvieron de supuesto para otorgarle esas competencias o potestades, al amparándose en la legalidad formal del acto, incurriendo, por tanto, en desviación de poder;

d) La neutralidad (política y personal) de los miembros de la Administración pública encargados de la ejecución de la potestad urbanística, mediante las técnicas de la abstención y la recusación, que no sólo afecta a los funcionarios al servicio de la Administración sino a los cargos políticos electos.

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1 Como dice Desdentado Daroca, E., en el ámbito del urbanismo adquieren especial relevancia los principales problemas que plantea con carácter general la discrecionalidad de la Administración: (i) la determinación de los supuestos en los que la legislación atribuye realmente una potestad discrecional a la Administración; (ii) los límites que circunscriben el ejercicio de esa discrecionalidad; y (iii) las técnicas y el alcance del control judicial, haciendo especial énfasis en la delimitación de aquellas potestades que quedan comprendidas en la potestad de planificación que tienen carácter reglado de las que no lo tienen (“Discrecionalidad administrativa y planeamiento urbanístico” en “Fundamentos de Derecho Urbanístico”, AA.VV. Martín Rebollo, L. Y Bustillo Bolado, r. (dir.). Ed. Aranzadi, 2009).

2 Martín Rebollo, L. “El procedimiento como garantía”, en “Revista Argentina de la Administración Pública, 2011.

3 García Valderrey, Miguel Ángel, Los programas/planes de participación ciudadana en el proceso de elaboración del planeamiento. Práctica urbanística n.º 88, 2009.

4 García de Enterría, Eduardo y Parejo Alfonso, Luciano. Lecciones de derecho urbanístico. Madrid: Cívitas, 1981, p. 136.

5 Fernández Rodríguez, T.R., “Arbitrariedad y discrecionalidad en la doctrina jurisprudencial constitucional y administrativa”, Revista General de Derecho Administrativo n.º 4, junio 2003. Iustel. Sobre la construcción de la teoría del control del poder discrecional sobre bases conceptuales propias, es capital Fernández Rodríguez, T.R. “De la arbitrariedad de la Administración”, Thomson Civitas, Madrid, 5.ª ed., 2008.

6 Parejo Alfonso, L., “Condiciones básicas de igualdad de los ciudadanos y régimen básico del suelo en la LS”, Ciudad y Territorio. Estudios Territoriales, 152-153, 2007.

Recibido: 4 de diciembre de 2012

Aceptado: 25 de abril de 2013