Guillem López Casasnovas
Análisis económico de la cobertura de la dependencia: algunas reflexiones sobre las causas y consecuencias de sus déficits, en el contexto general de la crisis del estado de bienestar

I. INTRODUCCIÓN

La Ley de Dependencia española en la formulación actual adolece de diversos problemas cuyo análisis supera estrictamente su contenido dispositivo para enraizarse en cuestiones culturales e idiosincrásicas. Lo que acontece con el despliegue presente de la Ley (disfunciones entre administraciones, carencias financieras, incapacidades gestoras, expectativas frustradas) se puede entender mejor desde la perspectiva de la desorientación que sufre el estado de bienestar español y de la falta de realismo de los que propugnan la provisión pública olvidándose de los condicionantes políticos que se imponen en la gestión.

Por todo ello este texto ofrece en su primera parte un conjunto de reflexiones que complementan otros trabajos del mismo autor (análisis de la memoria económica y de sus previsiones temporales, así en la Revista Económica de Catalunya, número 56 del 2007) con el objetivo de intentar comprender mejor los procesos de implementación de las políticas públicas en el campo de la dependencia para en su caso aminorar aquellos condicionantes evitables que están obstaculizando el desarrollo de la Ley. En la segunda y última parte se argumenta cómo repensar la actuación pública en un contexto de crisis generalizada de los estados de bienestar tradicionales.

II. PARTE PRIMERA

1. Una Ley quizás a destiempo

La entrada del sector público en esta nueva esfera del bienestar social, la cobertura de los problemas de dependencia generados por la falta de autonomía funcional (ley 39 de 14 de diciembre del 2006) se produce en modo y procedimiento “a destiempo”. Fuera de tiempo social, ya que se trata de una intervención pública típica del estado bienestar del siglo XX bajo parámetros culturales y filosóficos por tanto distintos a los actuales, propios de sociedades avanzadas. Fuera de tiempo económico, porque se diseña desde el optimismo de una fase álgida del ciclo que tenía tanto de extraordinaria como de irreplicable.

En efecto, mientras los estados occidentales con mayor protección social desarrollaban distintas formas de cobertura de la falta de autonomía funcional de sus ciudadanos desde mitades del siglo pasado, España estaba al margen. Son secuelas del aislacionismo y la dictadura primero y de las prioridades tomadas por la nueva democracia después. Mucho más tarde, el impulso en el desarrollo económico producto del fuerte crecimiento español experimentado desde mitades de la década pasada hasta muy recientemente, permitió a los políticos “copiar a destiempo” de aquellos países lo que se suponía contribuiría a una consolidación del estado de bienestar similar al suyo. Dicha transposición es equivalente a la observada primero para la Ley General de Sanidad de 1986, que se traduce en la creación a imagen y semejanza del Servicio Nacional de Salud, justamente cuando éste se encontraba ya, tras casi cincuenta años de su configuración, sometido a amplias reformas (el Working for patients de los ochenta como movimiento paradigmático) que tendían a hacerlo migrar de sus apalancamientos doctrinales iniciales. Por lo demás, transponer primero para reformar después, tal como se ha hecho después en España, ha ayudado a generar entre la ciudadanía la idea de que el sistema de salud está inmerso en un cambio permanente, que favorece la inestabilidad y la falta de dirección, con lo que la disputa política se ensaña en la política sanitaria como arma arrojadiza partidista.

Con la Ley de Dependencia ha pasado un poco lo mismo: España busca consolidar un modelo social (el cuarto “pilar” del bienestar) en un momento en que las estructuras estatales de bienestar ofrecen en la mayoría de países desarrollados muchas dudas acerca de su robustez y capacidad de afrontar los retos del futuro. No nos estamos refiriendo tan sólo a los condicionantes financieros de la sostenibilidad, ya que si sólo de éstos se tratase, el boom económico español vivido parecería eximente de la falta de visión prospectiva, al aparentar ofrecer garantías y salvaguardas suficientes. Nos estamos refiriendo más bien a los cambios culturales que la sociedad española comenzaba ya a atisbar, de modo similar a los de los países de nuestro entorno, y que sin duda se acentuarán en el futuro.

A continuación se comentan algunos ejemplos.

2. Lo que no acaba de nacer ni termina de morir

1. Como es sabido la Ley 39/2006 ofrece un “cliché” de protección con alcance universalista (todos los ciudadanos son elegibles), pero fuerza al selectivismo (no todos los elegibles son elegidos), dependiendo del grado de necesidad y de la capacidad de cofinanciación. Cuando ello se ha de traducir en la operativa (órdenes de copago —por ejemplo, el Acuerdo de 28 de octubre del 2008—), los ciudadanos comienzan a interrogarse sobre la razón de una intervención pública que garantiza prestaciones idénticas a los ciudadanos, castigando relativamente a aquéllos que más renta y patrimonio poseen. Un copago vinculado a renta y riqueza es de difícil argumentación en este contexto: los que más renta crearon en su vida activa (supongamos por un momento sometida a un impuesto de sucesiones importante que evita acumulaciones de rentas no “ganadas” con el esfuerzo propio), y más contribuyeron y contribuyen al mantenimiento del estado de bienestar (gasto de dependencia inclusive) pasan ahora a tener “menos derecho” al acceso de las prestaciones públicas. Un sector público que invita de este modo a despreocuparse por el futuro, induce al consumo y no al ahorro, al flujo de gasto y no al estoc inversor, al ocio y no al esfuerzo del trabajo, podría no estar mandando las señales adecuadas para la sociedad del nuevo siglo, sean cuales fueren las circunstancias financieras de la macroeconomía del gasto público.

Los ciudadanos son (coactivamente) solidarios en el pago de impuestos, y aún en el caso de quienes cuestionan la progresividad fiscal -a favor de la imposición lineal y de la dualidad fiscal (por la que las rentas de capital son tratadas fiscalmente más favorablemente que las rentas del trabajo)- no parecen dudar en aceptar que, en materia de gasto, las redes de seguridad mínimo-básicas han de alcanzar a los más desfavorecidos independientemente de su capacidad financiera; las mínimo-básicas, pero no en sus valores medios, y menos aún discriminando negativamente en contra de la capacidad económica conseguida.

No aparecen dudas en proveer, de este modo, cobertura comunitaria de los grandes riesgos que proceden de contingencias tan inciertas como inasegurables (pocos y a primas muy altas), pero que en la medida que acontecen provocan consecuencias catastróficas, ya personales o financieras. Así, a nadie se le ocurre tras una explosión de gas que el sector público no deba alojar a los afectados y procurarles todos los medios para garantizar una vivienda adicional, discriminando negativamente a los más ricos: incluso para los que no tenían seguro pudiéndolo pagar y para los que disponen de viviendas secundarias diversas. La razón es que no hay posibilidad alguna de “abuso moral” en este tipo de situaciones al ser impredecibles y de consecuencias directas en el bienestar individual (“no se me hunde el yate amarrado y cobro el seguro de rescate, sino que se hunde el yate estando yo adentro con la angustia de sobrevivir una travesía inacabada”).

En algunos países, equitativo en el sentido de adecuado (“Fair”) es la correspondencia contributiva; en otros, huyendo de la proporcionalidad, favorecerían el acceso igual (absoluto, no condicionado). Pero que se requiera como equitativo que la situación personal se valore “en negativo” (quien más ha contribuído, menos reciba) resulta de muy difícil justificación.

De esta cuestión derivamos dos aprendizajes de modulación de la aplicación actual de la Ley. Por un lado, la virtualidad de una financiación afectada al gasto en dependencia resultante de la recaudación del impuesto de sucesiones (que grava rentas recibidas —no ganadas por el beneficiado, y que gracias precisamente a aquellas formas de cobertura pública son patrimonios que se preservan de su liquidación— de otro modo anualizados o sometidos a hipoteca inversa) resulta postulable con cierta lógica. Por otro lado, la consideración anterior muestra la necesidad de que las redes de seguridad generales de cobertura universal se limiten a prestaciones mínimo-básicas, y no a sus niveles medios —generales y uniformes—, siendo complementables de modo contributivo.

2. Los ciudadanos entienden la cobertura de riesgos individuales no buscados o desconocidos. Así en materia sanitaria por una enfermedad grave que no se ha elegido —un alzheimer, un melanoma cancerígeno, una enfermedad mental, un problema crónico—, pero menos para eventos que tienen probabilidades conocidas, objetivables y perfectamente asegurables. El paro es una contingencia algo predecible pero normalmente no deseable: las razones de forzar la cobertura de su subsidio vía cotizaciones se puede argumentar, aunque de modo diferente a como lo hacíamos para la cobertura sanitaria: son de tutela contra la miopía previsora. Para las pensiones de jubilación, el argumento ha de ser definitivamente otro, por lo que tienen éstas de totalmente predecibles (la ley lo impone, y se aplica a todos) y a la vez comúnmente no se supone indeseable (se gana ocio y tiempo libre). Contingencias diferentes, riesgos más o menos predecibles, consecuencias financieras más o menos catastróficas en su caso. Esta debería de ser la secuencia.

De lo comentado anteriormente se podría derivar aquí que la dependencia leve o moderada —a diferencia de la gran dependencia— debiera de remitirse en mayor medida a la esfera de las responsabilidades individuales que a las colectivas preservadas por el Estado.

3. En financiación, fiarlo todo a impuestos no es garantía de equidad. La composición de los impuestos importa: el peso de la imposición indirecta (regresiva siempre ya que proporcionalmente contribuyen más los pobres que los ricos), y dual, con tipos efectivos en la imposición directa inferiores en el gravamen del capital que del trabajo. También es relevante la composición de la financiación en los efectos del consumo en el gasto: precios de usuarios versus impuestos de contribuyentes cuando la utilización de los servicios no es la adecuada, y así con subsidiación transversal inequitativa.

En estos escenarios, algunos ciudadanos empiezan ya a interrogarse, por ejemplo, que no se pueda pagar un euro por receta cuando son dos los euros que se pagan para aparcar el coche y acceder más cómodamente a la oficina de farmacia.

De lo anterior deducimos, en este esquema de valoración, que la dependencia muestra raíces propias: las ligadas a la dependencia son, pongamos por caso, distintas a las relacionadas con una enfermedad degenerativa o un accidente de tráfico. En priorización racional, cubrir lo primero antes que lo segundo parece lógico. Asegurar la cobertura de la dependencia en pleno siglo XXI como hemos estado asegurando en el pasado las contingencias sanitarias no parece igualmente razonable.

4. Como resultado de lo anterior, la sociedad empieza a no entender que la cobertura pública pretenda niveles medios y de la máxima calidad, remitiendo el coste a que sea sufragado por la financiación solidaria. Por lo demás, la prestación uniforme cerrada no incorpora el valor de lo electivo; no facilita la complementariedad en correspondencia a un esfuerzo adicional y mina los incentivos a la responsabilidad individual. Y para hacer esto segundo, la provisión pública con producción pública directa difícilmente ofrece ventaja comparativa alguna. Este argumento se desarrolla en la segunda parte del artículo.

5. El proceso político que condiciona la gestión pública resulta en la prácticamuy sensible a los clusters de beneficiarios que posicionándose como un todo ejercen influencias unidireccionales en el gasto a su favor. Los cuidados de dependencia son uno de estos beneficios que acrecen mayormente a las cohortes etarias (nótese, pese a ello, la situación relativa peor de dependientes accidentados y con otras minusvalías) habida cuenta el peso electoral de las personas mayores como grupo de presión. En un contexto en el que la gestión de la política social requiere una perspectiva no departamentalizada (no quien hace qué, sino para qué se hace), con una perspectiva de ciclo vital (quien obtiene qué a expensas de quien), identificando tasas internas de rendimiento generacionales (entre precios, tasasa, impuestos y cotizaciones colectivamente pagados y prestaciones devengadas), con importantes sinergias y complementariedades en prestaciones (entre lo sanitario y lo social, entre la prestación gratuita en especie y la monetaria, entre la deducción fiscal y el gasto directo, etc.), la inserción descoordinada de este “cuarto pilar” no parece óptima

De acuerdo con lo anterior, la gestión política que afronta las reivindicaciones de colectivos mayormente homogéneos, fácilmente cede en detrimento de la preservación de intereses de otros colectivos (los jóvenes por ejemplo), más heterogéneos y con menor expresión política. En esta circunstancia, los mecanismos de protección tipo “fondos de providencia”, que buscan un pool individual (no transversal entre ciudadanos) vertical a lo largo de la vida del individuo (cuando se es joven se tienen unas contingencias a cubrir complementables a las que se tienen en madurez o en situación pasiva) serían mejor gestionables desde la regulación pública que desde la provisión pública directa. Una solución teórica del tipo Health Savings Accounts o Cuentas de ahorro para la salud) podría ser adecuado al contribuir a la disminución del moral hazard del asegurado -ya que cualquier abuso en la utilización de recursos cuestionaría su propio fondo integrado-, limitando la actuación financiera pública a aquellas situaciones de riesgo catastrófico acumulativo. A su vez, esta estrategia minimizaría la politización del proceso en su conjunto al quedar mayormente afectado a la responsabilidad individual tutelada.

6. La descentralización y la prestación uniforme de una sociedad “cohesionada”. Se trata de reconocer que si la pretensión ex post consiste en una prestación uniforme por razones superiores a lo que aconseja su necesaria diversidad al mejor servicio de las preferencias ciudadanas, los contextos políticos descentralizados ex ante, dificultan cualquier corrección de desviaciones. Más aún, en favor de una supuesta coordinación ello puede acabar suponiendo una regresión al alza en una dinámica de media móvil impulsora del gasto.

El punto a destacar aquí es que precisamente la descentralización es una fuente de oportunidades para experimentar desde la financiación pública (sin necesidad de recurso a la financiación individual), lo que pueda suponer la prestación (o el aseguramiento) complementario con cargo a la corresponsabilidad fiscal, la prima complementaria o la priorización relativa de la dependencia con respecto a otros cuidados sanitarios o sociales. De igual modo, la descentralización permite la experimentación controlada desde los poderes públicos para distintas combinaciones entre prestaciones monetarias y en especie, justificables ante los ciudadanos como desigualdades tolerables, en cuanto aceptadas por la comunidad y financiadas solidariamente en el seno, al menos, del colectivo territorial de que se trate. Ello puede significar, además, una oportunidad de evaluación por comparación o de benchmarking de las mejores prácticas observadas a través de la experimentación en políticas públicas sin necesidad de recurso a la privatización.

7. Las actuaciones públicas con efectos de segunda ronda, al desequilibrar el terreno de juego de la elección individual, puede fácilmente generar ineficiencias asignativas. En efecto, la utilización de ayudas condicionadas en su cuantía y destino ofrece múltiples posibilidades de generar distorsiones en la elección individual. En la medida en que éstas son queridas, se ha de fundamentar su efectividad sobre la base de que la ganancia colectiva que supone su imposición rebasa las disfunciones individuales que a su vez provocan. Dicha distorsión tiene que ver con el impacto en las condiciones efectivas de elección y así de mantenimiento de un “terreno de juego equilibrado”: por ejemplo, entre institucionalizar o no a un dependiente, o a la vista del devengo de derechos por contar o no con ayuda de familiares, según convivencia en pareja o en soledad, ya se disponga de patrimonio nominado o no, ya se paguen o no servicios hoteleros no asistenciales de acuerdo al régimen de acceso —crónico sanitario o asistencial—, etc. Son todas ellas reasignaciones inducidas que sólo se justifican en la medida que se hayan podido objetivar como deseables y se puedan evaluar en su cumplimento esperado y no distorsionado (efectos de segunda ronda pongamos por caso a través de compraventas patrimoniales ficticias, falseamiento de empadronamientos, influencias administrativas, etc.).

8. El sentido común del oikos nomeia, esto es, la responsabilización por las decisiones tomadas debiera predominar. En lo que tiene la economía de sentido común no debieran de existir dudas acerca de que lo racional y lógico es que tanto institucionalmente (cuando se desean compartir competencias entre distintas jurisdicciones administrativas) como entre proveedores (sanitarios, sociales, de jerarquías y titulaciones distintas), quien decide ha de ser responsable siempre de las decisiones tomadas, de las consecuencias financieras inclusive. No tiene sentido que quien barema necesidad de cuidado, sabiendo anticipadamente los derechos que devenga una u otra puntuación, no tenga responsabilidad presupuestaria en los costes generados. Ni que la institución que gestiona la prestación al nivel de la determinación de la contingencia pueda trasladar íntegramente el coste a otro nivel con una simple aplicación informática con la que lo comunique. Ello obliga a pensar la aplicación de la Ley más en su operativa que en la hermenéutica de su articulado.

9. La correcta comprensión del fenómeno de la cobertura de la dependencia y de los déficits del aseguramiento privado voluntario obliga a distinguir entre los aspectos inevitables de la acción pública (la regla del rescate o actuación del “buen samaritano”) de aquellos otros que son mitigables a través de las mejoras de gestión de procesos y productos. El aseguramiento, voluntario o no, tiene que ver con el grado de tutela que se quiera imponer a la decisión individual en dicho terreno; que el exigido coactivamente se limite al asegurador público y/o también al privado tiene elementos culturales y de capacidad regulatoria por un lado —de jerarquía administrativa en tal caso: órdenes, directrices, circulares, reglamentos— así como relativos a los costes de transacción en contratos efectivamente sinalagmáticos.

El resto de cuestiones son técnicas. Así, la varianza de costes en las prestaciones ofertadas (dada la naturaleza de la prestación, la valoración de la calidad, la expectativa subjetiva de derechos) favorece en general la prestación dineraria sobre la prestación en especie, y el rescate parcial —con deducibles y franquicias— y no el resarcimiento completo de costes. El pool de riesgo es más factible conseguirlo, igualmente, de modo longitudinal imponiéndolo a lo largo de la vida de un individuo, que entre individuos diferentes, al concentrarse éstos en un mismo momento del tiempo, y en gran medida en un segmento etario determinado. De modo que mientras las primeras cuestiones son ideológicas, y en este sentido coyunturales, acerca de lo que se ha de tutelar o no y cuál debe de ser su grado, lo segundo es de carácter estructural y no depende de quien gestione el aseguramiento. De ahí la importancia de distinguir entre ambos aspectos.

10. Wagner Engel Preston.

Se conoce desde la teoría de la hacienda pública que el desarrollo económico empuja algunas parcelas del gasto social. Así, la conocida como Ley de Wagner, eonomista cameralista del siglo XIX, destaca una serie de factores asociados al desarrollo económico que impulsan las actividades crecientes del Estado: la urbanización, la feminización del mercado de trabajo, la industrialización, los valores de consumos que cuentan con alta elasticidad renta, etc. impulsan el incremento de las responsabilidades del Estado, substituyendo actividad informal (o familiar —niños en guarderías—, ancianos en residencias públicas asistidas, etc) por formal a cargo del sector público. Sabemos que la composición de dichos gastos, entre sector público y privado, tanto en sus porcentajes globales como en sus ingredientes, depende del estadio concreto de desarrollo en el que la sociedad se encuentre (curva de Engel), pudiendo por ejemplo postular que el peso de lo público para actividades que cuentan con importantes externalidades positivas para la economía sea más importante en los estadios iniciales de desarrollo (países pobres: salubridad pública, educación básica, tratamiento de aguas, higiene y vacunación etc.) que en los más desarrollados, para los que los aspectos de libre elección y subjetivismo en la valoración de la calidad asistencial ganan peso respecto a los referenciables a una mayor efectividad diagnóstica o terapéutica.

Que el gasto sanitario o de dependencia deba de crecer no implica de este modo que la financiación pública (coactiva, sobre el contribuyente) tenga que crecer. Es la conocida como curva de Preston, que muestra como la efectividad objetivable de algunas políticas de gasto social (no necesariamente públicas en sentido estricto) muestra rendimientos decrecientes, hasta alcanzar la “parte plana” de la curva. Ello justificaría que para los elementos de productividad decreciente ganaran peso en la financiación de dicho gasto los componentes privados (voluntarios, con cargo al usuario), más que los tradicionales impositivos. No quiere decir que ello se produzca siempre así en todos los contextos y momentos históricos: aún hoy observamos países pobres que mantienen una financiación del gasto social con mayor peso de precios en el punto de acceso que de primas solidarias o de financiación tributaria, pese a que lo último, y en beneficio más de programas de salud pública que de cuidados de la enfermedad, debiera prevalecer. En igual sentido algunos países parecen eliminar copagos en la medida que se hacen más ricos. Pero la lógica de la tendencia es la inversa: la que ofrece, a nuestro entender, la conjunción de las hipótesis comentadas de Wagner-Engel-Preston, constituyendo una guía de acción que globalmente podría inspirar la política social en su conjunto, tanto por el lado de la financiación como del gasto.

3. Conclusiones tentativas

Desde la perspectiva adoptada en las consideraciones anteriores, se considera que los déficits de la Ley actual de cobertura de dependencia por falta de autonomía funcional, y los antídotos para su corrección, serían los siguientes:

(I) incapacidad-indeseabilidad de aspirar a la uniformidad en un contexto de provisión descentralizada como es hoy el español;

(II) las disfunciones entre capacidades decisorias, y responsabilidades por las consecuencias financieras generadas, tanto entre proveedores y financiadores como entre distintos niveles institucionales que comparten competencias necesita corregirse en la dirección apuntada en el texto;

(III) los estudios económicos que prescinden de la concatenación wagner-engel-preston, en justificaciones optimistas (creación de empleo, plena incorporación de las cuidadoras informales al mercado de trabajo, a salarios medios vigentes, con escasa sensibilidad a la edad y a la formación…) y que resultan excesivamente contingentes a la situación económica del momento, son en general poco robustos y necesitan reestimarse;

(IV) los copagos acostumbran a resultar políticamente menos factibles que el aseguramiento limitado con apertura de niveles complementarios a primas comunitarias; los copagos vinculados a renta pueden mejorar su en todo caso escasa racionalidad en mayor medida a través de las deducciones fiscales que a través de supuestos ricómetros de dudosa lógica;

(V) en el despliegue de toda ley, la visión de la operativa ha de estar presente atendiendo a la capacidad gestora de los agentes, los incentivos, la información disponible por parte del regulador, los efectos deseados e imprevistos en las distorsiones de bienestar por desequilibrio del “terreno de juego” de las decisiones individuales y sociales (o de segunda ronda) etc.

(VI) Conviene a este respecto separar las cuestiones de la justificación de la ley que son de naturaleza necesariamente ideológica (y en este sentido coyunturales y revisables), de las que invaden aspectos técnicos, de funcionamiento con un sector de carácter mayormente estructural.

(VII) Por todo ello, la Ley 39/2006 de Autonomía Funcional y Dependencia comentada necesita, a nuestro entender, de una amplia revisión a efectos de asegurar su coherencia, sostenibilidad y aplicabilidad futura.

II. PARTE SEGUNDA: Las claves teóricas de la revisión de la gestión pública de las prestaciones
del Estado de Bienestar

No muchos economistas se han esforzado en ayudar a cerrar la brecha que media entre la Teoría de la Hacienda Pública, el fallo de mercado y los dos teoremas de la Economía del Bienestar, y los mecanismos de intervención con los que la acción correctora se debe producir. De modo sucinto se comenta en esta segunda parte del texto una serie de consideraciones básicas acerca de lo que sabemos y no sabemos (y debiéramos de saber) para pasar de la Teoría de la Hacienda Pública a la gestión y mejor elaboración de las políticas públicas, en la realidad más inmediata, al servicio de las prestaciones del Estado del bienestar.

1. Sabemos que existen supuestos en los que el Sector público, con su intervención, inequívocamente mejora el bienestar conjunto de forma paretiana (nadie pierde y alguien a la vez gana). Son los casos de “fallo de mercado” como bien recoge la teoría de la Hacienda Pública. Sabemos también que hay casos en los que la intervención pública puede mejorar el bienestar social conjunto —el mercado no falla pero no consigue la asignación socialmente deseada— si se ponderan relativamente las ganancias de los que ganan por encima de las pérdidas de los que pierden con la intervención, de acuerdo con algún criterio normativo de justicia social que la comunidad quiera imponer a través de los procesos democráticos de decisión social.

2. Mucho menos sabemos sobre la adecuación, en los ámbitos concretos de intervención, de los instrumentos óptimos al servicio de los propósitos anteriores. En efecto, desde la regulación a la producción pública directa existe un amplio abanico de medidas intermedias a las que, en general, se les ha prestado escasa atención en la economía pública: prestación monetaria versus en especie, condicionada compensatoria o no, a través de sistemas de cupones y vales, con regulación de la producción privada o con provisión pública, con producción directa o concertada, bajo régimen administrativo o mercantil, compatibilizando la provisión pública con otros medios ajenos, con o sin ánimo de lucro, etc..

3. Conocemosque, en general, toda intervención que condiciona e incentiva compensatoriamente los comportamientos de los destinatarios es más efectiva en términos de logro de los objetivos; aunque desde el punto de vista del afectado no se consigue el máximo nivel de utilidad potencial, ya que no permite efectos renta a favor (en contra) de otros bienes que no sean los subvencionados (gravados). También sabemos que allí donde no llega la financiación de la intervención pública vía precios, habrá de hacerlo con aportaciones del contribuyente vía impuestos, planteándose de manera interesante en este caso “quién se beneficia de qué y a expensas de quién” (usuarios-contribuyentes; disposición a pagar-capacidad de contribuir). No siempre la identificación de usuarios y contribuyentes coincide, de modo que los dos criterios de financiación no siempre van de la mano. Conocemos también que el óptimo de segundo grado, cuando la tarificación del servicio a coste marginal no cubre el coste fijo, plantea un debate similar al anterior (¿quien paga por la capacidad instalada, por la externalidad de opción, el usuario o el contribuyente?), vigente todavía en muchos servicios públicos (desde los culturales a los sanitarios). Y que la simulación de competencia pública requiere una correcta y nada sencilla imputación del coste por la utilización del capital público que reste afectado a la explotación del servicio para que los “terrenos de juego” estén equilibrados.

4. La realidad apunta, por lo demás, que desde la óptica de la elección social, es probable que la apropiación del excedente por parte de los empleados sea más tolerable, por invisible, que la explicitación del beneficio monetario conseguido por quién gestione el servicio. Justo es decir que ésta es una constatación fáctica. No deja de ser un elemento miópico y de sociedades faltas de cultura democrática. Y es que en toda actividad humana, excedente se produce siempre (la diferencia entre el beneficio marginal del uso y el coste monetario de su financiación). Pero todo apunta a que si todo o parte de este excedente es “apropiado” por los trabajadores públicos en forma de costes unitarios superiores a los mínimos eficientes (en razón, por ejemplo, de una baja productividad o apropiarse del puesto de trabajo de por vida) la sociedad no visualiza un beneficio (¡¡aunque continúa siendo beneficio, y en especie!!). Contrariamente, si se exterioriza el excedente como diferencia crematística entre ingresos (predeterminados) y menores costos, suele generarse la sospecha de abuso o de reducción ilegítima de costos que deterioren la calidad del servicio, o de que los ingresos simplemente estaban sobrevalorados. Éste en efecto constituye un hándicap real para hacer migrar primero la actividad administrativa hacia la mercantil (por razonable que pueda ser desde el punto de vista económico, elicitando en todo o en parte la disposición del consumidor a pagar), de las formas organizativas jerarquizadas hacia las autónomas, y obviamnete, de las autónomas con ánimo versus sin ánimo de lucro.

5. Conviene interrogarnos pues y ser muy claros sobre qué parte de la lógica de la intervención pública se debe a criterios normativos, estructurales, teóricos, de validez transversal a las distintas situaciones y coyunturas, y qué parte es ideológica, política, cultural, qué responde a elementos determinados de preferencia, tutela o valoración de determinados méritos sociales. Para ello, en primer lugar, conviene aclarar cuál es el objetivo de la misma intervención: ¿Podemos aproximarlo con efectividad (eficacia en su impacto concreto, eficiente en su coste) para tratar de garantizar después la mejor adecuación del instrumento puesto en operativa al servicio de éste? ¿Estamos antes un ámbito administrativo (en la lógica del ciudadano contribuyente “de dni”) o del empresarial (usuario pagador del servicio “de tarjeta de crédito”)?; ¿Ha de predominar la coacción y fiducia, o el apoderamiento y la libre decisión individual? ¿Está el contorno de la provisión del servicio abierto a otros proveedores o se quiere (es bueno, en el caso de monopolio natural) que esté cerrado a una oferta más diversificada (en favor de una mayor uniformidad como supuesto de mejora de la cohesión social)? ¿Se garantiza mejor la cohesión social con la uniformidad de la oferta pública o aceptando la diversidad de ésta para evitar que se segmente el mercado en público-privado, dado que en una sociedad democrática lo que el sector público no suministra no resulta prohibido? ¿Aquello que se quiere tutelar como bien de mérito requiere siempre un productor único (monopolio)? ¿Se quiere coordinar más de una respuesta al quizás monopsonio público (véase cuadro 1 adjunto, al respecto)?

6. Para resolver la iteración, vayamos paso a paso. Si el objetivo lo alcanza una regulación pública de la producción o demanda privada, no parece lógica la producción pública. Si la regulación no basta y es necesaria una provisión pública, mejor actuar por la vía de los impuestos y las transferencias modulando la actuación de los agentes individuales (variando sus dotaciones iniciales, tal como recomienda el segundo teorema de la Economía del Bienestar), que con una intervención sobre precios o una provisión pública directa más previsiblemente distorsionadora. Y si esta provisión es necesaria, excepto en casos determinados (véase cuadro 2), mejor concertar que no producir directamente desde el sector público. Además, si se desea mantener un elevado grado de ajuste a la demanda y sensibilidad a las preferencias diversas de los usuarios (y no un control del acceso o alguna otra forma de racionamiento), parece que una fórmula de intervención mercantil es superior (al permitir evitar mejor las rigideces a la adaptación de los cambios, debidas a los corsés presupuestarios, de contratación, etc.) que una actuación administrativa impone.

¿Por qué razón una producción privada concertada (con medios propios o ajenos) puede ser pues superior —ofreciendo más capacidades de gestión— que una producción pública directa? Más allá de la “genética” (lo que es de todos puede ser sentido como “de nadie”) diríamos que esto depende básicamente de los condicionantes del entorno: el sentido de “impugnabilidad” (algún otro agente puede recibir el encargo del suministro) ayuda, como también ayuda que la asunción de riesgo sea creíble, que la restricción presupuestaria trasladada al productor no sea blanda, así como motivación al esfuerzo y a la eficiencia en costes. Si esto es así, y se hace una apuesta por la concertación, ¿serán compatibles después la gobernanza (el steering) pública deseada con la delegación de la producción realizada?

7. Depende. Depende de si el sector público puede trabajar sobre la base de contratos, lo máximo de completos posibles (en contextos a menudo de racionalidad limitada, outputs a veces ambiguos que por tanto pueden dar pie a comportamientos oportunistas…) en particular cuando los contratos no son frecuentes y por tanto la reputación no cuenta demasiado... ¿Son además estos contratos recurrentes? ¿Tienen cada vez que deben ponerse en marcha costos de intermediación elevados? ¿Se desarrollan en contextos monopolísticos en los que al productor concertado, funcional o territorialmente, cabe determinar precios/ cantidades de los servicios suministrados? Y sobre todo, dado que la comparativa empírica exige tener en cuenta tanto los costes de producción como los de transacción (más elevados a la concertación) ¿devienen muy relevantes los costes de producción de la alternativa de producción pública directa comparada?: esto es, la eficiencia relativa en costos de producción de la organización burocrática es más o menos elevada a la vista de sus principios escalares (organigrama de responsabilidades definidas), de excepción (reglando correctamente las decisiones recurrentes), de especialización (entre unidades) y de unidad de mando (sinergias). Véase Anexo 3.

8. ¿Dónde pueden estar por tanto las ventajas de la producción privada? Schleifer (JEP, 1998) nos dice que éstas resultan de una calidad de servicio “contratable”, en un ámbito de innovación importante, en el que se desea mantener la elección del consumidor ante ofertas variadas, y siempre que los procesos de experimentación y aprendizaje de los consumidores son importantes. No en los casos contrarios y, particularmente, cuando estamos ante activos específicos a la organización pública (sin este activo el valor del servicio público pierde mucho valor), cuando el grado de relevancia estratégica de los outputs es importante (como elemento vertebrador de muchas otras actividades de las que se derivan externalidades positivas) y cuando la aversión al riesgo del suministrador obliga al pago de una prima de riesgo elevada (sin como mínimo el pool de riesgo con el que cuenta la producción pública).

Y si la producción pública es la opción prevalente, ¿qué nos indicaría qué formas jurídicas empresariales son “mejores” que las administrativas tradicionales? Lo relevante es aquí saber dónde se desean situar los derechos residuales de la organización, y si el sistema de control se modifica de forma correspondiente a la nueva situación creada, de manera que la regulación de los outputs y el procedimentalismo en los inputs no aborte la autonomía deseada. Se trata de que la toma de decisiones se delegue correctamente, consignando las responsabilidades respectivas, y garantizando que la “lealtad” o compromiso con “el todo” se sitúa por encima de la fidelidad del gestor a cada una de las partes.

9. Es relevante aquí que el presupuesto para la actividad asignada se pueda “cerrar” (al margen de lo que puedan representar los recursos generados por la propia organización), que los outputs intermedios y finales de las unidades sean reconciliables, y que el alcance de la visión conjunta sea compartida. De otro modo, crear agencias, o entes de derecho público, o entidades mercantiles, o fundaciones sometidas al derecho privado, sin voluntad de separar real y efectivamente las responsabilidades de regular y financiar de las de producir y suministrar, copando el propio sector público sus órganos de gobierno para nombrar sus gestores no deja de ser una falsificación de la racionalidad económica y una huída del derecho administrativo propio —con el que el Estado se dota en sus actuaciones— generando una fuerte sospecha de falta de fiscalización y rendimiento social de cuentas.

10. Resta finalmente pendiente la cuestión de cuáles son los límites que permitirían pensar que puestos a empresarializar la actividad pública, una privatización directa del servicio no sea una alternativa superior. Recuerdan al respecto Vickers y Yarrow en su teorema de la privatización (1989) que las ventajas de la privatización son mayores en sectores de actividad tecnológicamente progresivos y para los que la competencia es efectiva. La privatización a la vez es probable que mejore el bienestar social sólo si a través suyo se suministran incentivos empresariales mayores que los que resulten de los sistemas de control existentes en las empresas públicas. De manera que, muy previsiblemente, privatizar sin desregular o sin introducir competencia no deja de ser una transferencia pura de los derechos residuales de las organizaciones que gestionan los servicios de interés público a los accionistas privados.

Por último, como muy bien señalan Sappington y Stiglitz (1991) en su teorema fundamental de la privatización, cuando el gobierno ha de escoger entre distintas formas de producción para cumplir los objetivos de (i) eficiencia económica (eficiencia precio y eficiencia técnica o productividad); (ii) equidad (lograr determinados objetivos distributivos) y extraer las rentas o excedentes de los productores (tanto como sea posible), todos estos objetivos simultáneamente pueden lograrse “privatizando”; es decir, instrumentando un sistema de subastas y licitaciones en los que los productores potenciales oferten propuestas por el derecho a suministrar el bien. Esto requiere sin embargo que los agentes (dos o más) que concurran sean neutrales al riesgo y con información simétrica sobre la tecnología de costes de producción mínimos. Si éste es el caso, las decisiones de producción pueden ser delegadas al productor privado (independiente) que recibiría un pago por el output en cantidad exactamente igual al valor del output que le da al gobierno. El mecanismo de la subasta aseguraría de esta manera que ninguna otra renta diferencial se derivaría de ello. En este contexto, sería en el caso de que exista competencia limitada u otras restricciones institucionales que limiten el diseño contractual cuando sería cuestionable la alternativa aquí comentada.

Serían importantes, para acabar, algunas matizaciones a las conclusiones anteriores. Tal como hemos señalado antes, el papel que puedan tener los costes de implementación de los contratos cuando no siempre la actividad contratada es en sí misma el objetivo (quizás lo es la prevención de la emergencia de la necesidad de actuar), cuando en los outcomes o resultados finales no sólo incide la acción pública sino también otros factores de intersectorialidad que restan fuera del control de la organización, y cuando la acción tiene poco de repetitiva, requiere ajustes al caso concreto, y la complejidad de éste diverge entre unidades o entre distintos momentos del tiempo (véase Anexo cuadro 3), complican la aplicación del teorema anterior.

En resumen, no parece pues que haya alternativa a analizar la racionalidad de la intervención pública con un criterio diferente al del traslado de la “carga de la prueba” en el momento en el que el sector público ha de decidir cómo actúa. Se trataría para ello de seguir un estricto algoritmo en el que cada alternativa pruebe que “la salsa no es más cara que el pescado”; una evaluación de las distintas opciones para una panoplia amplia de instrumentos. Esto es posiblemente todo lo contrario a lo que nos tienen acostumbradas las administraciones públicas hoy, que suelen asumir que una vez justificada la intervención en la quiebra del mercado, el instrumento concreto es un poco “lo de menos”. Corregir el mercado se identifica así, a “piñón fijo”, con la provisión con producción pública directa a partir de los medios propios y en régimen funcionarial. Haciéndolo así, como hemos visto aquí, al menos seis escalones de decisiones sin red de racionalidad, que no aguantan genéricamente un mínimo escrutinio económico, se habrían producido. Los economistas públicos no pueden a este respecto “mirar para otro lado”. La Ley de Dependencia analizada aquí, con agenda de revisión implícita y explícita, debiera de ocupar y no sólo preocupar a los analistas de las políticas sociales, economistas inclusive.