Bernardo Gonzalo González
José Vida Soria
Sobre futuro de las políticas de protección social: la promoción de la autonomía personal y la atención a la dependencia

1. Las políticas europeas de protección social se preparan para un futuro que aparenta grandes semejanzas con su más remoto pasado. En cierto modo, Europa mira hoy hacia atrás para reponer sus sistemas de protección social históricos: de naturaleza preferentemente asistencial o no contributiva; de prestaciones mínimas de subsistencia; antigarantistas; vinculados a la prueba de indigencia; y poderosamente influido en sus estructuras organizativas y de gestión por la iniciativa privada.

Numerosas medidas de cambio apuntan ya en esa dirección reductora, privatista y antiaseguradora. Su fundamento es complejo: se debe tanto a explicaciones de contenido ideológico como a razones y argumentos prácticos.

Las presiones ideológicas contra la protección social pública, expansiva y centralizada obedecen a la inesperada combinación entre el resurgimiento de un “neoconservadurismo” intelectualmente vigoroso y la aparición, en el extremo contrario del espectro político, de una “nueva izquierda” libertaria y antiburocrática” (CAZES), sensible al presumible daño que la protección social estatal puede provocar en los dominios de la libertad y la autodeterminación individuales, y su influencia como un difuso factor de corrupción de las iniciativas sociales, de su creatividad y de su espontaneidad.

Por su parte, los argumentos prácticos del reformismo protector atienden a dos tipos de motivaciones: la existencia de algunos datos socioeconómicos que impiden confiar en la continuidad del éxito estabilizador de la demanda asistencial logrado por las actuales políticas de control; y los numerosos y graves focos críticos presentes en las sociedades europeas desarrolladas.

Entre los primeros, se aprecian negativamente las presiones actuales para “universalizar” el ámbito subjetivo de los sistemas de la Seguridad Social, extendiendo sus prestaciones a todos los ciudadanos, y aún a todos los residentes; las demandas de mayor calidad de los servicios prestados (en todos los aspectos, incluido el de diligencia y oportunidad); el progreso tecnológico, que produce incremento sensible de los gastos sanitarios; las transformaciones de la vida social, que sugieren la aparición de nuevas necesidades y la demanda de servicios sociales hasta ahora inexistentes; y, en fin, la expansión de perceptibles reacciones de “alergia fiscal” por parte de los contribuyentes asociada al enquistamiento de la “voluntad de dependencia” de muchos de los sujetos protegidos.

Entre los numerosos factores de crisis son de reseñar: la crisis económica general, profunda y duradera; la crisis del empleo; la crisis demográfica; la crisis de las formas familiares y de la estructura de los hogares; y, en fin, la aparición de cambios de intensidad notable en la identidad, la naturaleza y los elementos característicos de los riesgos sociales.

2. Las políticas de protección social han asumido con el paso del tiempo formas y caracteres institucionales muy distintos (fórmulas de financiación y organizativas incluso contrapuestas, ámbitos de intervención subjetiva de diferente amplitud …). Pero lo que no ha cambiado apenas es el objeto de esa política, es decir, la identidad, el número y los elementos característicos de los riesgos de la vida social protegidos.

La concreta identidad y el número de tales riesgos sociales atendidos por la política protectoras consta en lo principales textos internacionales la mayoría aprobados durante la segunda mitad del siglo XX: Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, Carta Social Europea de 1961, Código Europeo de Seguridad Social de 1964, y sobre todo, Convenio núm. 102 (norma mínima) de Seguridad Social, de la OIT.

La legislación española acoge y trata a todos y cada uno de esos riesgos sociales tipificados en el Derecho Internacional. Empero, la Constitución (art. 41) deja abierto el cuadro de los riesgos sociales de posible consideración por las políticas de protección social.

La indeterminación constitucional de las causas de las necesidades sociales permite al legislador ordinario, en cada tiempo y en cada circunstancia, precisar convenientemente y adaptar la amplitud objetiva del sistema protector. La rígida determinación constitucional de las necesidades cubiertas hubiera sido, por el contrario, y en opinión del Constituyente, un grave obstáculo para el progreso y la mejora asistencial de la Seguridad Social y la Asistencia pública españolas.

Pues bien, es ahora —en los umbrales del nuevo milenio— cuando puede apreciarse con mayor claridad la prudencia de aquella determinación del Constituyente. En efecto, el comienzo del siglo muestra a la doctrina científica internacional, y a un buen número de Gobiernos europeos, atentos a la aparición de los que se denominan como “nuevos riesgos sociales”. Una y otra —ciencia y política— trabajan ya en la tarea de identificación precisa de esos nuevos riesgos de la vida social, y en la de construcción de las instituciones adecuadas, públicas y privadas, que habrán de ocuparse de su remedio y asistencia.

3. Después veremos con mínimo detalle cuales pueden ser esos nuevos riesgos sociales. Pero antes conviene anticipar algunas observaciones generales en relación con tales riesgos:

La primera es la de que su novedad es sólo relativa. Se trata, fundamentalmente, de variaciones en alguno de los riegos sociales clásicos; variaciones que pueden consistir en la integración unitaria de alguno de los riesgos protegidos hasta ahora de manera dispersa, lo que les dotaría de un perfil peculiar e incluso de una denominación original y nueva; o, simplemente, en una mayor flexibilidad en los términos de su respectiva configuración legal, resultante de cambiar alguno de sus aspectos adjetivos (organizativos, sobre todo).

Conviene anticipar que, en España, esa integración unitaria de los riesgos sociales (y de los correspondientes seguros sociales) opera ya desde los años sesenta del pasado siglo. Aquí se ha constituido un “sistema unitario de Seguridad Social” en el que todos los riesgos tienen protección conjunta (financiación integrada, gestión unitaria, extensión subjetiva uniforma… principios de ordenación comunes, coordinación e interdependencias preestablecidas…).

Obviamente, ese dato esencial debe condicionar racionalmente los planteamientos de política legislativa —y aun de política general— que orienten la atención en nuestro país a los “nuevos” riesgos sociales.

La segunda observación se relaciona con la tendencia generalizada a exigir a las políticas protectoras una mayor atención a la dimensión cualitativa, y no meramente cuantitativa como hasta ahora, a las necesidades sociales tradicionalmente atendidas; y a la individualización (la “humanización” en la terminología preferida por la literatura política), de la asistencia colectiva. Se destaca la toma de conciencia respecto de la existencia de otras necesidades sociales superiores, como la defensa y garantía de la “autonomía personal”. Se percibe ahora, en suma, la estimación completa de las necesidades sociales, que requieren remedio material, pero también atenciones de orden cultural, expresivas de lo que se denomina como “mejora de la calidad de vida”.

La tercera de las observaciones generales y previas referidas es la de que esos pretendidos nuevos riesgos sociales resultan meramente —aunque esa característica no sea necesariamente irrelevante— de cambios contextuales; es decir, de novedades, no en su sustancia, sino en las circunstancias socioeconómicas, culturales o políticas en las que se presentan.

No es necesario invocar muchos datos y argumentos para probar que España, después de la transición política, de la aprobación de la Constitución, y de internacionalización y modernización de su Economía, dispone ya de una situación socio-económica, cultural y política absolutamente homologable con la de los países europeos próximos. Hasta el extremo de que, efectivamente, los cambios contextuales producidos en España a partir de los años 70 permitirían una política de atención “ejemplar” (modélica) de los nuevos riesgos sociales en el panorama internacional comparado.

4. En consecuencia, cabe admitir que las necesidades de protección social de las sociedades del Siglo XXI no son ya exactamente las que define el Convenio núm. 102 de la OIT; o son esas mismas necesidades pero intensamente renovadas.

El cambio radical de los valores sociales y culturales, de las circunstancias socioeconómicas y de las orientaciones políticas suscita en efecto, nuevas situaciones de necesidad social. Como anota la doctrina internacional, la segunda mitad del Siglo XX europeo dispuso de un marco socioeconómico muy preciso y perfectamente adaptado al conjunto de los riesgos sociales catalogados por el Convenio núm 102 de la OIT y demás normas internacionales de la época: Economía estable y en crecimiento continuado; Pleno empleo; Relaciones familiares sólidas; y esperanza de vida ilimitada.

En esas condiciones, las sociedades europeas disponían de una clara definición y aceptación generalizada de las necesidades sociales que debían cubrirse colectivamente. Pero los importantes cambios producidos ahora en esos factores contextuales han llevado a los sistemas protectores europeos a un periodo de transición inestable, en el que se advierten rectificaciones en el cuadro tópico de los riesgos y necesidades de la vida social.

El nuevo siglo, pues, anuncia cambios en el alcance objetivo de los sistemas de protección social que imponen funciones nuevas y nuevas responsabilidades a tales sistemas.

Esas nuevas funciones y responsabilidades comunitarias, asumidas conjuntamente por el Estado y los agentes sociales (mutualidades, cooperativas, aseguradoras…) influirán poderosamente sobre lo que el IESS ha llamado “cadena política básica” (o “razonamiento social básico”); es decir, provocarán identidad y dimensiones distintas en el “consenso social” que ha caracterizado a toda la segunda mitad del siglo XX.

Esa “cadena política básica”, expresiva de la reacción social frente a las necesidades colectivas, considera ahora que:

• Estamos situados, no tanto ante formas de desempleo masivo, cuanto ante formas de empleo deficiente y precario (temporalmente limitado e intermitente). El futuro del empleo tiene probablemente poco que ver con el “empleo estable” del pasado;

• Aparece una legitimación social progresiva de las diferencias y desigualdades, sobretodo en cuestiones salariales, de empleo y de participación social (la doctrina internacional advierte que, contra el apoyo de los Sindicatos y de la burocracia del Estado, el “Estado de Bienestar” afronta ahora la crítica contumaz de los individuos y los grupos sociales socioculturalmente avanzados, animados por una tendencia a la autonomía y a la espontaneidad, particularmente visible entre los jóvenes, los empleados, los estudiantes y los “cuadros” de las empresas);

• La composición y estabilidad de la institución familiar se halla en trance de cambios de raíz;

• Se aprecia la revisión de las instituciones de “enculturamiento social” o “inserción social”: se hallan así en cuestión los modelos de formación e instrucción seguidos hasta ahora (tanto el que pretende la integración de los individuos en el mercado de trabajo, o modelo escandinavo, como el que se desentiende de tales propósitos y se ocupa únicamente de proveer de medios materiales de vida a quienes no disponen de ellos, o modelo atlántico o beveridgeano).

• Los progresos del envejecimiento de nuestras sociedades obligan a atender de un modo integral o unitario las tradicionales formas de dependencia social de los individuos (inválidos, ancianos, además de enfermos crónicos y víctimas de larga enfermedad)

5. A partir de esos datos básicos, la renovación del “consenso social” va a afrontar las consecuencias de tres fuentes de nuevos riesgos sociales que, en la opinión de los expertos, producirán muy profundos cambios en los sistemas de protección social durante los primeros años del siglo XXI. Son los siguientes:

La debilidad e insuficiencia del empleo, que le impedirá seguir siendo centro de referencia sólido y estable para la garantía de renta de los ciudadanos.

La renovación de las estructuras familiares, de la que han de resultar numerosas situaciones de marginación hasta ahora desconocidas; y

El incremento del número de personas dependientes, es decir, de quienes por razón de “falta o pérdida de autonomía física, psíquica o intelectual” tienen necesidad de ayuda para realizar los actos corrientes de la vida: desplazarse, comer, vestirse…

Veamos muy resumidamente cuáles son los datos y probables consecuencias de desprotección de cada uno de estos tres nuevos riesgos sociales. Aunque, antes de considerarlos por separado, conviene advertir que se trata de tres factores interdependientes, que se prestan recíproca influencia; en particular, los problemas de enculturación social de los jóvenes, de su lenta y difícil integración comunitaria, y los derivados de situación marginal y de malestar generalizado de los ancianos, guardan relación directa con las dificultades del Estado y de la iniciativa privada para suplir la función asistencial tradicional de las familias ahora en crisis profunda.

El primero de esos tres factores —el empleo y, consiguientemente el desempleo protegido— debe valorarse en calidad de necesidad social reforzada o renovada a partir de estos cinco datos: La evolución tecnológica ha reducido, y lo hará aún más, el volumen de la oferta de trabajo; El trabajo ofertado es, en gran parte, precario, intermitente y parcial, orientado hacia la búsqueda de una “fuerza laboral más flexible” (Bergham); La liberación de la mujer ha determinado su participación activa e intensa en el mercado de trabajo, resultando de ello una ampliación sensible de la demanda de empleo y la desatención familiar de muchas personas dependientes; La intermitencia en el desempeño de su trabajo por parte de un mismo empleado impone incrementos de importancia en los costes para su formación, sean públicos o privados; El cambio de modalidad de la actividad profesional, que se orienta ahora hacia el trabajo autónomo (y el falsamente autónomo) y hacia la realización de múltiples empleos informales.

Todos esos nuevos datos obligarán a revisar en su raíz el fundamento organizativo y financiero de los sistemas protectores, ya que la relación laboral estable había sido hasta ahora el factor determinante de sus finanzas (contribuciones sociales) y de su estructura administrativa (ordenada en regímenes distintos según el sector o subsector de la actividad productiva de empresas y trabajadores).

Los cambios en la familia —segundo factor básico de renovación de las políticas de protección social— tienen como efecto inmediato común la inestabilidad de su composición y, derivadamente, la mayor inseguridad de sus miembros.

Interesa retener, en este punto, las previsiones sobre exclusión del núcleo básico familiar de convivencia de la primera generación, abandonando la antigua configuración patriarcal de la institución. Asimismo, deben valorarse: La inestabilidad de los matrimonios (tanto más la de las uniones de hecho); La aparición de nuevos modelos de familia, desconocidos hasta ahora por las políticas protectoras y sus catálogos de “derechos derivados” indirectos de los miembros de familia de los asegurados (familias monoparentales, parejas de hecho…). El número de madres solteras en aumento, y la insalvable incompatibilidad entre su trabajo y la crianza de sus hijos; El incremento de hijos extramatrimoniales.

En resumen, la familia está violentamente sometida a dos tendencias contradictorias igualmente rupturistas con el pasado; a saber: su disgregación; y la multiplicación de los modelos de familia.

Las consecuencias de todo ello, en los dominios de la protección social, son numerosos: Mayor número de personas solas que, por esta razón, y con independencia de su capacidad de trabajo, requieren protección social; La ineptitud sobrevenida de la familia —de muchas familias— para continuar su tarea tradicional como alternativa del Estado, o como auxiliar distinguido del Estado, para la protección de ancianos, enfermos, menores y minusválidos; La necesidad de transformar en derechos propios los actuales “derechos derivados” de los miembros de familia de los asegurados (sea mediante el reparto de las contribuciones entre los miembros de la pareja, o mediante el reparto de las prestaciones causadas); la conveniencia de sustituir prestaciones familiares en dinero por prestaciones en servicios sociales.

El tercero de estos tres factores nuevos de inseguridad social es el que se ha llamado “riesgo de dependencia”. La recomendación 94/442, de 27 de julio de 1992, del Consejo de la Unión Europea, propone a los Estados miembros adoptar con premura medidas de protección social para las personas mayores dependientes, es decir, cuya vida y actos elementales de actividad están condicionados a la ayuda permanente por terceros.

La razón fundamental de la aparición de esta necesidad social se vincula, naturalmente, con el envejecimiento de Europa.

La multiplicación de los ancianos va a producir, los produce ya de hecho, severas cargas para los sistemas de protección social: Duplicación a corto plazo del coste global de las pensiones de retiro; Incremento sensible del consumo sanitario y el gasto farmacéutico. (Las estadísticas advierten que el consumo de los mayores implica gastos cerca de 3 veces superiores a los que producen las personas de menor edad); Articulación de sistemas unitarios de prestaciones para atender este nuevo riesgo social en el se disponga de una red articulada de prestaciones en dinero, servicios sanitarios, servicios sociales y prestaciones socio-económicas (vivienda etc…).

En el caso de España, este nuevo riesgo social —el de dependencia de los mayores de cuidados de larga duración prestados por terceros— presenta datos alarmantes. En efecto, las previsiones oficiales estiman que hay ya un gran número de mayores dependientes.

Conforme a las informaciones del IMSERSO, son más de 2.400.000 las personas mayores de 65 años que presentan problemas de dependencia en alguna actividad, y vinculada a funciones tan importantes como el oído, la vista, la movilidad o la consciencia. Como indican esos mismos informes oficiales, los mayores dependientes habían sido atendidos hasta ahora por sus familias, pero las nuevas circunstancias los han dejado en desamparo.

La Comisión de la UE anota que el riesgo de dependencia se valora y atiende ya en numerosos ordenamientos jurídicos de los Estados. En esas leyes nacionales, la dependencia dispone de 4 enfoques diferentes:

• O es un riesgo particular vinculado a la vejez

• O es un grado particular y extremo de las situaciones de invalidez, a las que se vincula para su atención complementaria (es el caso de España, p.e.);

• O se valora como riesgo social capaz de manifestarse en todas las fases de la vida (razón por la que se vincula en ocasiones a las prestaciones de la rama de la enfermedad, por mucho que afecte masivamente a ls personas mayores).

• O se afronta mediante un sistema propio e independiente, complejo y autónomo de prestaciones sociales.

Pero, además, diversos países atienden el riego de dependencia mediante la promoción de aseguramientos complementarios, que a veces se apoya en mutualidades y demás aseguradoras sin ánimo de lucro.

En fin, en algunos Estados, las compañías privadas de seguros, de intención lucrativa, han propuesto la creación de una nueva rama o sector en los seguros de personas para atender específicamente las situaciones de dependencia.

6. La amplitud objetiva, la elasticidad, del último de aquellos tres nuevos riesgos sociales citados es, probablemente, la principal razón explicativa de la atención preferente que le han concedido los Gobiernos de los Estados y las organizaciones internacionales y supranacionales competentes. Su posible alcance objetivo, en efecto, admite integrar en un único programa asistencial el remedio para las consecuencias del cambio de las estructuras y las funciones de las familias, las transformaciones del empleo y el desamparo y marginación crecientes de ancianos, minusválidos, menores y enfermos.

7. El legislador español, sin embargo, contrariando la orientación común europea, ha dispuesto la artificiosa fórmula de dotar al riesgo social de dependencia de un “sistema” protector propio y distinto; tan alejado del sistema estatal de Seguridad Social como del autonómico de Asistencia social o público.

El fundamento aparente de semejante decisión radica en la “desigualdad territorial” que su plena “asistencialización” podría producir. De este modo, se impide el progreso autonómico del asunto, que sería plenamente coherente con las orientaciones constitucionales, y se fuerza una solución que tampoco tiene cabida en lo que se ha llamado “solución natural” (B. Suárez) de la dependencia: es decir, situando de pleno su competencia en el seno de la Seguridad Social.

Empero, la creación de un sistema protector diferente, distinto y propio, para la dependencia, tiene inconvenientes graves:

• Desaprovecha la amplitud del mandato constitucional (art. 41), que prevé una extensión ilimitada y flexible de los riesgos sociales a proteger por la Seguridad Social;

• Desaprovecha la finalidad complementaria y supletoria de la Asistencial Social para atender los riesgos sociales que la propia Seguridad social contempla; y

• Complica la red asistencial del Estado, incrementando y duplicando innecesariamente sus costes organizativos y de gestión a costa de la suficiencia asistencial de la acción protectora general. Desde luego, se debería centrar al máximo el gasto en las prestaciones sociales, evitando en lo posible costes administrativos y de organización excesivos.

• En fin, la pretensión —fácilmente presumible en la Ley de Dependencia— de asegurar la igualdad de trato para todos en todo el territorio del Estado, se habría alcanzado mejor respetando el modelo estricto de Estado de Bienestar que la Constitución propone: nada de crear un extraño híbrido institucional, poco eficiente y sin precedentes en el Derecho propio ni en el europeo histórico, sino acogiéndose a las reglas constitucionales sobre reparto de competencias de Seguridad Social entre los Poderes Centrales del Estado (régimen económico y legislación básica) y los Poderes territoriales (gestión plena y legislación adicional), en armoniosa combinación con la ordenación y la gestión autonómica de las instituciones asistenciales de propósito complementario reglamentario.

Los argumentos expuestos contradicen abiertamente la diversidad propia del Estado autonómico (muestra una clara desconfianza sobre una eficaz y coherencia asistencial), y produce graves daños para su eficiencia y su eficacia, supuesto el incremento de costes meramente burocráticos que comporta en tiempos de crisis económica generalizada. En todo caso, parece una solución incompatible con un Estado descentralizado donde la igualdad exige la garantía de unos “criterios de homogeneidad institucional básicos, y en la exigencia de que todos los ciudadanos compartan el mismo “status” jurídico elemental” (B. Suárez), pero sin impedir que a su iniciativa y a su cargo, a partir de reglas indiscriminatorias, los Poderes territoriales menores puedan mejorar ese “status” igualitario básico.