Miguel Delibes de Castro
Biodiversidad y calidad de vida

I. El ser humano en la biosfera

Hace unos pocos años un representante del poder judicial, en unas jornadas celebradas en Andalucía, me planteó, con una franqueza que agradecí, que desde sus primeros estudios de derecho supo, y con él muchos otros, que el ser humano era sujeto de derechos, pero que no lo tenía tan claro, en cambio, cuando se trataba de “las liebres o los algarrobos”. Sus palabras me ayudaron a conceptualizar, si no lo había hecho antes, que cuando defendemos normativamente a las plantas y los animales estamos trabajando para defender derechos humanos, por más que en ocasiones pueda no resultar evidente a primera vista. Poca gente piensa en ello, rara vez aparece en los medios, pero cuando una avalancha de tierra y lodo rueda ladera abajo y sepulta una aldea en Filipinas, con cientos o miles de muertos, es al menos en parte porque se deforestó ese monte, y al desaparecer los árboles que protegían y sujetaban el suelo, éste quedó libre para moverse. De haber garantizado tiempo atrás la conservación de aquella arboleda, probablemente las muertes se habrían evitado. Los seres vivos trabajan para nosotros. La defensa de la biodiversidad es la defensa del mundo en el que hemos evolucionado, donde hemos crecido y donde encontramos lo que necesitamos. Y lo es porque la propia biodiversidad se encarga de “fabricar” ese mundo que nos viene bien.

Como humanos, debemos evitar la presunción, incluso para lo malo. Todas las especies, no sólo la nuestra, modifican su entorno, tomando del ambiente los recursos necesarios y liberando en él los residuos. El metabolismo es una característica de lo vivo. La diferencia entre nuestra especie y las restantes radica en que los seres humanos somos muy numerosos y tenemos elevados (y crecientes) requerimientos por individuo. Ello hace que monopolicemos muchos recursos, de manera que, si están limitados, privamos de ellos a otros seres vivos. Al mismo tiempo, producimos una elevada contaminación. Es evidente que la Biosfera, esa delgada capa de vida que recubre la Tierra, es limitada. Los límites se refieren no sólo a las obvias fronteras físicas, sino también a la disponibilidad de bienes naturales, tanto si son inertes (por ejemplo, el agua dulce) como si son productos biológicos (la materia viva producida por las plantas, de la que todos los animales dependemos). La producción primaria neta anual del Globo puede estimarse, aun cuando el margen de error sea elevado. Se tiende a admitir que anualmente se fijan en forma de biomasa en todo el Planeta algo más de cien mil millones de toneladas de carbono. La población de la especie humana utiliza en su provecho gran parte de esa producción (entre el 39% y el 50%) y de los recursos derivados de ella. Asimismo, consumimos más de la mitad del agua dulce disponible. Ello ha permitido al ecólogo Brian Czech concluir que Homo sapiens excluye competitivamente del Planeta a muchas de las especies restantes.

De acuerdo con un esquema que propusieron Vitousek y otros investigadores, el efecto humano sobre los ecosistemas se puede resumir en tres grandes tipos de consecuencias que se refuerzan entre sí: a) transformaciones del paisaje y cambios en los usos del suelo, b) alteraciones de los ciclos biogeoquímicos, y c) pérdida de biodiversidad. Aunque las tres se encuentren íntimamente relacionadas y actúen de manera sinérgica sobre el entorno, el asunto de interés aquí se refiere particularmente a la tercera. No obstante, dedicaremos un poco de espacio a las dos anteriores.

Los humanos somos animales terrestres, por eso no es de extrañar que el primer y más perdurable impacto constatable sobre el entorno tenga que ver con los cambios en el uso del suelo. Un acontecimiento debió ser particularmente importante: la conquista del fuego. Ya desde la prehistoria, hombres y mujeres quemaron los bosques para abrirse camino, cultivar o apacentar ganado. En las tierras altas del norte de Castilla la Vieja, por ejemplo, mi hermano Germán, que es arqueólogo, me cuenta que cuando excavan aparece consistentemente una capa de cenizas fechada hace aproximadamente 5000 años; marca el momento en que los pobladores de aquellas tierras comenzaron a establecer poblados permanentes. Aquí y allá, las quemas reiteradas acabaron por modificar el suelo y cambiar los hábitats para siempre. Fuego, agricultura y ganadería han sido elementos tradicionales de transformación del suelo, pero hoy día no puede olvidarse la urbanización; sin ir más lejos, el asfalto y el cemento representan un porcentaje considerable del solar ibérico. En total, se calcula que alrededor de la mitad de la superficie terrestre no cubierta por los hielos ha sido total o sustancialmente transformada por la humanidad en los últimos diez mil años. Y ello, naturalmente, ha afectado gravemente no sólo al suelo mismo, sino también a los ciclos biogeoquímicos, la biodiversidad, etc.

Salvo por la energía, que le llega del sol, el llamado “sistema Tierra” es en gran medida un sistema cerrado. Los componentes son los que son, y están en unos lugares o en otros. Muchos de los elementos esenciales cambian su ubicación a través de los procesos vitales, se mueven de un lado a otro en forma de ciclos, que llamamos biogeoquímicos. El carbono, por ejemplo, puede estar en nuestros cuerpos (por ejemplo, en los árboles mientras hay bosques) o en combustibles fósiles (en el pasado vivos), pero también en la atmósfera como CO2, provocando de ese modo un calentamiento del clima a través del efecto invernadero. La acción humana ha modificado y modifica esos ciclos. No detallaré más respecto al carbono, por ser lo más conocido, pero en el caso del nitrógeno se puede afirmar que más de la mitad del nitrógeno biológicamente disponible (el que las plantas y microorganismos pueden utilizar) ha sido generado artificialmente por el hombre, en gran medida a través del proceso Haber-Bosch, que no es sino la transformación industrial del nitrógeno atmosférico en amonio para ser utilizado como fertilizante. Las transformaciones de origen humano de los ciclos del agua, el carbono, el nitrógeno, el fósforo, etc, repercuten en la biodiversidad (como tendremos ocasión de ver) y afectan también, directa o indirectamente (por ejemplo, a través del clima), al uso del suelo. Todo, por tanto, está relacionado y los efectos de los cambios de origen humano tienden a multiplicarse.

Volvamos, no obstante, a la biodiversidad, que es el asunto central de esta colaboración.

II. Significados múltiples del término biodiversidad

Como he escrito otras veces, la palabra biodiversidad no se corresponde con un término científico-técnico (por eso hay científicos que la rechazan), sino que, más bien, procede en cierto modo de las técnicas del marketing y está cargada de simbolismo y de valores. Se suele atribuir la paternidad de la misma a E. O. Wilson, que ha sido el más importante y conocido difusor del vocablo; él mismo, sin embargo, lo ha desmentido, asignando el invento a W. Rosen, un funcionario de la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos, quien la sugirió al preparar la edición del volumen de actas de un congreso celebrado en 1986. “Yo propuse ‘diversidad biológica’ –ha escrito Wilson– (...), pero Rosen y sus compañeros insistieron en que ‘biodiversidad’ era más simple y más distintiva, y el público la recordaría más fácilmente. Como el problema requería toda la atención posible, y con la mayor urgencia, cedí”. Wilson acertó al hacerlo, pues el citado volumen se publicó en forma de libro bajo el título ‘Biodiversity’, y en muy pocos años todo el mundo, y en todos los idiomas, hablaba de la biodiversidad.

Dadas la amplitud del término y sus profundas connotaciones en diversos ámbitos, la definición de biodiversidad que prefiero se debe al ecólogo D. Takacs, quien poco más o menos escribe: Cuando un naturalista habla de biodiversidad se refiere no sólo a todos y cada uno de los elementos que componen el mundo vivo, sino también a las relaciones mutuas entre ellos, los procesos ecológicos que hacen posible su existencia y los procesos evolutivos que los han originado; además, añade, incluye también los argumentos a favor de su conservación y es un símbolo de todo lo que ignoramos sobre la composición y el funcionamiento de la naturaleza.

Pero, lógicamente, por ajustada que esté a la realidad (en mi opinión), una definición tan poco precisa, donde se incluyen múltiples significados biológicos, sociológicos, y culturales, ha de contar a priori con poco consenso, por demasiado heterodoxa. La mayoría de los expertos aceptaría, sin embargo, como alternativa, esta otra definición de E. O. Wilson que, como hemos dicho, ha sido y es uno de los más destacados defensores del término biodiversidad y del mensaje inherente al mismo. Para Wilson, puede entenderse como biodiversidad a “la totalidad de la variación hereditaria en las formas de vida, en todos los niveles de organización biológica, desde los genes y los cromosomas de los individuos a la diversidad de especies y, por último, al nivel más alto, a las comunidades vivas de ecosistemas, como los bosques o los lagos”.

III. Biodiversidad conocida y por conocer

No tenemos una forma de medir la cantidad absoluta de biodiversidad que existe pues, como reitera el propio Wilson, “es casi infinita”. Piensen por un momento en los desvelos de la ciencia por avanzar en el conocimiento del genoma humano e imaginen que haya de hacerse a nivel de individuo y para todas y cada una de las especies de la Tierra. Una tarea de esta índole, ni puede plantearse, ni tiene sentido emprenderla. Sí que es razonable, en cambio, preguntarse por el número de especies que comparten con la humana la vida sobre la Tierra. ¿Por qué las especies y no otra categoría?

Aun cuando quepa discutir, y en algunos casos deba hacerse, acerca de la naturaleza de las especies, en general se acepta que son entidades “naturales” (a diferencia de otras categorías taxonómicas), formadas por un conjunto de individuos lo suficientemente cercanos en el plano genético como para poder reproducirse entre ellos si tienen ocasión, y separados de todo el resto, en cambio, por alguna barrera o mecanismo de aislamiento reproductor. Desde Linneo, cada vez que los naturalistas reconocen una especie nueva le asignan una denominación binomial, en latín (así, los humanos somos Homo sapiens y los zorros son Vulpes vulpes). La más simple de las preguntas en relación con la cuantificación de la biodiversidad sería, por tanto: ¿Cuántas especies hay?

Por sorprendente que pueda resultar, hasta la fecha no existe nada parecido a un inventario general de las especies descritas en el mundo, ni siquiera si nos limitamos a los organismos eucariotas (que tienen células con núcleo, lo que excluye a bacterias y virus). Cálculos aproximados sugieren que existen algo más de 1.800.000 “bi-nombres” en latín distintos asignados a otras tantas especies, pero alrededor de 200.000 deben corresponder a lo que técnicamente denominamos sinonimias (una misma especie con más de un nombre). Se admite, por tanto, que algo más de millón y medio de especies diferentes han sido descritas y bautizadas por los estudiosos. Puede ser interesante preguntarse a qué grupos corresponden esas especies.

La mitad, o algo más de la mitad, de las especies descritas hasta la fecha corresponden a insectos (unas 800.000 especies; una buena parte de ellos, por cierto, coleópteros, es decir, escarabajos). Numéricamente les siguen en importancia las plantas con flores (cerca de 250.000 especies), y después los artrópodos no insectos (115.000), moluscos (70.000), hongos (70.000), vertebrados (47.000), algas (40.000), protozoos (40.000), plantas sin flores (26.000), etc. Una anécdota celebre defiende que en un debate en la Universidad de Oxford un obispo retó a un científico evolucionista a que le dijera qué le había enseñado el estudio de la naturaleza acerca del Creador, recibiendo como respuesta que Dios tenía una pasión desmedida por los escarabajos. Recientemente se ha publicado que tal historia nunca aconteció, que sería una leyenda, pero los responsables de la universidad inglesa han postulado que sus anécdotas “no se discuten, se aceptan”.

El hecho de que se hayan descrito poco menos de un millón seiscientas mil especies no quiere decir que el número de las existentes se aproxime a ése. Ciertamente lo hace en el caso de los mamíferos o las aves, grupos muy familiares estudiados a fondo, e incluso en el de las plantas con flores, pero la situación es mucho menos clara en lo que atañe a otros colectivos.

Para estimar el número de especies existentes los científicos han recurrido a métodos indirectos que, por su propia naturaleza, son imprecisos. Una manera de hacerlo es la extrapolación de datos obtenidos a partir de una muestra más o menos reducida a todo el Planeta. Por ejemplo, en Gran Bretaña, donde hay gran tradición naturalista, se sabe que hay seis especies de hongos por cada especie de planta con flores; si extrapolamos esta proporción al conjunto del Globo deberían existir millón y medio de especies de hongos, aunque, como hemos dicho, sólo se hayan bautizado alrededor de setenta mil. Muestreos en áreas poco exploradas, sin embargo, sugieren que al menos una de cada cinco o seis especies de hongos ya habría sido descrita, de manera que el número total no excedería de medio millón.

Los especialistas piensan que gran parte de las algas y muchos arácnidos y crustáceos del mundo estarían aún por describir. Sin embargo, la mayor fuente posible de biodiversidad no identificada corresponde a los insectos de los bosques tropicales, de los que se ha llegado a estimar que pudieran existir decenas de millones de especies. En definitiva, y para dar idea de nuestro desconocimiento sobre el tema, se considera razonable la existencia de entre diez y quince millones de especies pero, como ha indicado el especialista R. H. May, cifras tan dispares como tres y cien millones de especies pueden ser defendidas con buenos argumentos. Alguien ha escrito que gastamos mucho dinero y tiempo en buscar vida en Marte antes de conocer, ni siquiera aproximadamente, la diversidad de vida que existe en la Tierra.

Una cuestión pertinente, en particular en 2009, año en el que celebramos el 150 aniversario de la publicación de El origen de las especies, es conocer cómo se ha originado y cómo se pierde esa diversidad de especies. Seguramente la frase más conocida y poética del libro más famoso de Darwin es la última, que reza más o menos así: “Maravilla pensar que la vida (...) fue alentada originalmente por el Creador en contadas formas, o acaso en una sola, y (...) desde aquel comienzo tan sencillo han evolucionado y continúan evolucionando multitud de formas bellísimas”. Las investigaciones más recientes confirman la intuición de Darwin de que todas las formas de vida actuales tienen un origen común, del que se han diferenciado evolutivamente a lo largo de casi cuatro mil millones de años. Eso quiere decir que la biodiversidad se crea, pero también que se destruye. De hecho, el llamado “misterio de los misterios” por un amigo del propio Darwin no era otro sino que “nuevas especies reemplacen a otras extinguidas”. Hay muchas más especies extinguidas que vivientes: Se estima que entre el 95% y el 99% de las especies que alguna vez han existido, están extintas hoy.

Este hecho ha sido utilizado como argumento para justificar la inocuidad de la pérdida de especies, pues –se dice– “lo natural es que desaparezcan y otras las sustituyan”. El problema, sin embargo, radica en el ritmo a que ocurre el fenómeno (del mismo modo que, aunque todos tenemos que morir, asumimos que algo falla si en un lugar fallecen de golpe miles de personas de todas las edades). Los paleontólogos, observando el registro fósil, han llegado a la conclusión de que la llamada “extinción de fondo”, o ritmo “natural” de extinciones, puede estimarse, aproximadamente, en una especie extinta por millón de especies vivas y por año. Otro tanto sería, más o menos, el ritmo anual de génesis de especies por evolución (aunque la biodiversidad ha tendido a aumentar en los últimos quinientos millones de años). El ritmo de pérdida de especies en la actualidad, sin embargo, es entre cien y diez mil veces superior a la extinción de fondo.

IV. La sexta extinción

Desde que existe un registro fósil continuado, al comienzo del Paleozoico, se han documentado varias extinciones masivas en la historia de la vida sobre la Tierra (aproximadamente una cada 26 millones de años). Cinco de ellas fueron, sin embargo, especialmente relevantes, destacando la del final del periodo Pérmico, hace 247 millones de años, cuando probablemente el 95% de las formas de vida existentes entonces desaparecieron. Como he comentado otras veces, los estudiosos creen que el ritmo al que se pierden especies en la actualidad es por lo menos igual, si no más rápido, que el de cualquiera de esas cinco grandes extinciones precedentes.

Dado que no conocemos cuántas especies hay, menos aún podemos saber las que se extinguen cada año. Hay que estimarlo mediante extrapolaciones, partiendo de datos de especies o grupos y épocas que se conozcan bien. Por ejemplo, se puede saber, a la baja, el número de especies de aves que se han extinguido en islas del Pacífico desde la llegada de los polinesios, hace aproximadamente un millar de años (y groseramente las que se han extinguido en el mundo en ese periodo). Son varios miles, y la tasa resultante es superior a cien especies por millón de especies y año. El número de especies de almejas de agua dulce extinguidas en Norteamérica en el último siglo (como mínimo 21 de 300 existentes) también proporciona índices de hasta 1000 especies por millón de especies y año. También pueden estimarse tasas anuales de extinción a partir de la cantidad de bosque tropical destruida, pues no en vano el bosque húmedo es el ambiente más rico en diversidad. De una u otra forma, los expertos sugieren que actualmente de extinguen mil, y quizás diez mil, especies por millón de especies y año. Ello supone que admitiendo, a la baja, que hay diez millones de especies, entre diez mil y cien mil se extinguirían anualmente. Con el ánimo de proporcionar una cifra redonda, por más que simplemente orientativa, E. O. Wilson suele referirse a 27.000 especies desaparecidas cada año, lo que supone 72 pérdidas por día y tres por hora.

Obviamente, si cada año desaparecen el uno por mil de las especies vivientes, en unos siglos apenas quedaría casi ninguna. Y unos siglos puede parecer mucho tiempo, pero no es ni siquiera un suspiro a escala geológica. Las cinco grandes extinciones masivas a las que nos hemos referido se dirían repentinas ojeando el registro fósil, pero en realidad ocurrieron a lo largo de cientos de miles de años, y a veces necesitaron más de un millón de años. Ello confirma, pues, que el ritmo actual de extinción puede equipararse sin desdoro al de las cinco grandes extinciones anteriores, e incluso que esta sexta extinción contemporánea sería la más vertiginosa de todas.

V. Biodiversidad indispensable

La Tierra está perdiendo diversidad biológica muy aprisa. Ello podría considerarse meramente desafortunado, triste si se quiere, pero inevitable. Hay quienes piensan que el mundo será más feo con menos plantas y menos pájaros, pero que las condiciones de vida no cambiarán. Es un gran error, pues en realidad dependemos de la biodiversidad para vivir como vivimos y, como dijimos al principio, los seres humanos no hemos podido evolucionar hasta que la vida no ha “preparado” a la Tierra para que albergara vertebrados como nosotros.

Las condiciones del planeta Tierra han variado mucho desde que hace más de 3.500 millones de años se originara la vida. Gran parte de los cambios se han debido a los propios seres vivos, pues colaboran a construir el medio en el que desarrollan su existencia. Sin seres vivos, por ejemplo, la atmósfera de la Tierra sería parecida a la de sus planetas vecinos, Marte y Venus, y estaría formada esencialmente por dióxido de carbono. El oxígeno libre (y con él nuestra capacidad de respirar) y gran parte del nitrógeno atmosférico son productos de la biodiversidad. Ello no quiere decir, naturalmente, que todas las especies y poblaciones sean estrictamente necesarias para que la biosfera funcione como actualmente lo hace, pues se admite que hay cierta redundancia, aunque se discrepe acerca de su orden de magnitud. Es habitual presentar como metáfora a las especies como piezas de una complicada maquinaria biosférica que presta a la humanidad unos bienes y servicios; es posible perder piezas sin que el funcionamiento de esa “máquina” se resienta excesivamente, pero ¿cuántas? Lo más prudente es conservar todas las posibles (el principio de precaución).

Los especialistas suelen agrupar los servicios gratuitos que nos facilita la biodiversidad (habitualmente se habla, con más propiedad, de servicios ecosistémicos) en cuatro categorías, según se relacionen con las funciones de los ecosistemas de regulación, de hábitat, de producción y de información. Las funciones de regulación mantienen los procesos ecológicos esenciales y los sistemas que soportan la vida. Incluyen, entre otras, la regulación de elementos (por ejemplo, la ubicación del carbono en la biosfera, que determina parcialmente el efecto invernadero), la regulación del clima, la prevención y limitación de perturbaciones (la vegetación limita la erosión –¿recuerdan la referencia del principio a las avalanchas de barro que producen muerte?– y los manglares, por ejemplo, debilitan la fuerza de los tsunamis), la regulación del agua en superficie y subterránea, la formación y retención de suelo, la regulación de nutrientes y descomposición de residuos, la polinización de las plantas con flores, incluidas las cultivadas, y el control biológico, natural, de las plagas. Por detallar un solo caso, el 90% de las plantas con flores necesitan al menos un animal para ser polinizadas (en el caso de las especies cultivadas, el porcentaje se reduce al 70%), y con mucha frecuencia ese animal no vive en el propio cultivo, sino que precisa a su vez de hábitats silvestres para completar su ciclo reproductor.

Las funciones llamadas de hábitat se refieren al refugio y entorno de reproducción que ofrecen los ecosistemas a la flora y fauna silvestres, contribuyendo así a la conservación de la diversidad genética y de los procesos evolutivos. Habitualmente se distingue una función de refugio (sin un refugio no sería posible que los seres vivos realizaran otras funciones) y una función de criadero (por ejemplo, posibilitar el alevinaje de la fauna de interés pesquero).

Las funciones de producción son las más fácilmente percibidas, pues se relacionan con la explotación directa de los bienes naturales. La base, no obstante, reside en la capacidad de las plantas y muchos microorganismos (unas y otros llamados conjuntamente productores primarios) de convertir el dióxido de carbono, el agua y unos pocos nutrientes en materia viva. Entre los bienes más evidentes que suministra la biodiversidad se cuentan las pesquerías, la madera, e incluso los productos derivados de la agricultura y la ganadería. Ciertos críticos podrán argüir que esos bienes son proporcionados por un número muy limitado de especies, y que no es evidente que los millones de especies restantes sean necesarias. Se olvida, argumentando así, que para que existan vacas debe haber hierba, y para que exista hierba debe haber lombrices, y microbios y otros organismos que tornen el suelo fértil, e insectos polinizadores, y también escarabajos que reciclen las boñigas, y para que existan escarabajos... Toda la biodiversidad está entrelazada, tejida como una red y perdiendo unidades pierde textura y capacidad para sostener el funcionamiento de los ecosistemas. Otros bienes, también de interés económico en sentido estricto, son probablemente menos conocidos. Así, por ejemplo, casi la mitad de las medicinas que se utilizan regularmente en los países desarrollados están basadas en productos naturales, y los veinte fármacos más recetados en Estados Unidos han sido descubiertos originalmente en especies silvestres. Su valor de mercado anual supera los seis mil millones de euros.

Las funciones de información son menos aprehensibles, pero no carecen de importancia. Los ecosistemas, por ejemplo, proporcionan oportunidades para el desarrollo cognitivo. En esta línea cabe situar, por ejemplo, los beneficios derivados del conocimiento sobre cómo cruzar distintas formas silvestres y cultivadas para conferir a éstas resistencia a las enfermedades o la sequía, así como, en un futuro, los probables resultados derivados de la ingeniería genética. Además, tienen un valor de amenidad (caza y pesca deportivas, excursiones en la naturaleza, la mera observación, e incluso el placer de saber que existen especies silvestres a las que nunca vamos a ver) y de futuro (¿qué soluciones a cuáles de nuestros problemas pueden estar ocultas en especies silvestres? ¡Comiéndose a los caballos que vivían en Norteamérica hace once mil años, los primeros amerindios no podían imaginar que perdían la oportunidad de domesticarlos!), y ofrecen una base de información cultural (artística, espiritual, histórica, representativa, etc.).

Hace varios lustros un grupo de investigadores liderados por R. Constanza afrontó el discutido reto de evaluar monetariamente lo que costaría sustituir a los servicios ecosistémicos (digo “discutido” porque a priori su valor es infinito, si pensamos que no dependen de nosotros y nos son imprescindibles para vivir). Para hacerlo, identificaron 17 grandes grupos de bienes y servicios proporcionados por la naturaleza y estimaron el valor económico de los mismos por unidad de superficie y año en cada ecosistema (estuarios, océanos, bosques templados, selvas tropicales, etc). Cuando lo extrapolaron al total de la superficie terrestre concluyeron que el valor era aproximadamente de 33 billones de dólares de 1994, más o menos el doble del producto global bruto. En otras palabras, si destruimos la biodiversidad no habrá en el mundo dinero suficiente para pagar la sustitución de los servicios que nos está prestando (además, dicho sea entre paréntesis, no sabríamos cómo hacerlo). Tal vez por ello, Gretchen C. Daily y otros científicos de la Sociedad Americana de Ecología han podido asegurar sin asomo de duda que los servicios de los ecosistemas son esenciales para la civilización, y que de continuar las tendencias actuales las actividades humanas dañarán irremediablemente la biodiversidad, y con ella el funcionamiento de todos los ecosistemas, poniendo en peligro la prestación de estos servicios. Ojalá sepamos evitarlo.

 1  Profesor de investigación del CSIC. Estación Biológica de Doñana.