DA. Revista de Documentación Administrativa

nº 284-285, mayo-diciembre 2009, pp. 273-304

ISSN: 0012-4494

La deriva de las relaciones entre los derechos administrativo y penal. Algunas reflexiones
sobre la necesaria recuperación de su lógica sistemática

Luciano Parejo Alfonso

Catedrático de Derecho Administrativo. Universidad Carlos III de Madrid
luciano-parejo@uc3m.es

Resumen

Siendo tradicionales e inevitables las zonas de contacto e, incluso, solapamiento entre el Derecho Penal y el Administrativo, que propician la utilización por el legislador de uno y otro como “reserva de implementación” respectiva para asegurar el adecuado control social, y habiéndose progresado en este terreno, lo cierto es que, hasta hace poco, el recurso al Derecho administrativo había venido siendo preferente, dando lugar a un notable proceso de administrativización de medidas penales, pero en la actualidad esa preferencia parece poder estar siendo sustituida por una de signo inverso.

Palabras clave

Derecho Penal, Derecho Administrativo, Procedimiento administrativo, Tribunales Constitucionales.

The relation drifts between the rights administrative and penal, some reflections on the necessary recovery of its systemic logic

Abstract

Being traditional and inevitable the zones of contact and, even, overlapping between the Criminal law and the Administrative officer, that they propitiate the utilization for the legislator of one and other one as “reservation of implementation” respective to assure the suitable social control, and they having progressed in this area, the certain thing is that, even it makes small, the resource to the Administrative law had come being preferential, giving place to a notable process of administration of penal measures, but at present this preference seems to be able to be replaced with one of inverse sign.

Key words

Criminal law, Administrative law, Administrative Procedure, Constitutional Courts.

I. EL DETERIORO, POR RAZÓN DE LA EVOLUCIÓN DE SU RELACIÓN
CON EL DERECHO PENAL, DE LA POSICIÓN DEL DERECHO ADMINISTRATIVO EN CUANTO MECANISMO PREFERENTE DE DIRECCIÓN SOCIAL

El estudio de cualquier aspecto del Derecho Administrativo, pero, en especial, del más íntimamente conectado –por razón de su objeto– con el Derecho penal: el de la seguridad y el orden públicos, incluido el tan esencial a la vida diaria actual como la disciplina de la circulación de vehículos a motor, tropieza inmediatamente:

— De un lado, con el tratamiento más que insuficiente de técnicas centrales, como la orden y la prohibición, o la existencia de serias dificultades para el juego efectivo de las que sí cuentan con uno más acabado, cual sucede con la sanción, especialmente la de las infracciones de tráfico (como pone de relieve, en los últimos años, la sucesiva reacción legislativa para subsanar, con diversas fórmulas ad hoc, los puntos débiles de su régimen[1]), pero también de las relativas a la ejecución forzosa de las decisiones administrativas.

— De otro lado, el descuido prácticamente total del mundo de la actividad real, material o técnica (como resulta sin más de una simple ojeada al sumario de los manuales de Derecho administrativo).

El estudio, en esta situación, de instituciones concretas vendría, todo lo más, a sumarse a la ya abundante serie de análisis sectoriales desentendidos de cualquier preocupación por el marco general de encuadramiento de las diferentes instituciones y técnicas. Llamando la atención tal situación sobre la cuestión de fondo, sin cuyo diagnóstico toda solución concreta carece de verdadera consistencia, demanda imperiosa y urgentemente, dada su condición sistémica, estudio y respuesta adecuados a su carácter e importancia. Pues se reconduce, en definitiva, a la posición y función del Derecho administrativo en el juego combinado de ramas del Derecho que integran el ordenamiento jurídico.

La tesis de partida a tal propósito podría resumirse en las dos siguientes afirmaciones:

1ª. El Derecho Administrativo se caracteriza –y en ello radica la principal razón de su singularización respecto de las demás ramas del Derecho– por su construcción en función de y para la ejecución –y de la ejecución sistemática, en términos específicos y precisamente por un sujeto diseñado a tal fin– de las normas que, por su carácter y objeto, precisan de una tal ejecución para cumplir su cometido y, justamente por ello, la presuponen y “programan” o, dicho de otro modo, por serle constitutiva –estructural y funcionalmente– una radical dependencia entre normación (programación de la actuación) y ejecución (actuación programada). Y

2ª. La elección por el legislador, en el marco de la Constitución, de la “administrativización” de una materia o sector de la realidad implica de suyo, por ello, una responsabilidad y cualificación específicas del aludido sujeto, que no es otro que el complejo orgánico-funcional “gobierno-administración”, para la determinación de lo que deba ser Derecho en el caso concreto.

Medido por el criterio que proporciona la tesis así formulada, nuestro Derecho Administrativo dista, en su estado real actual, de poder calificarse como maduro y consistente. Pues carece de la capacidad para asegurar, en la realización del Derecho, las consecuencias que son corolario natural de la “administrativización” legislativa de las materias por él ocupadas. Más aún –y quizás no en último término por tal razón–: en la evolución más reciente son perceptibles procesos que contribuyen a minar su posición y función con grave deterioro de principios estructurales del Estado-ordenamiento.

Esta evolución se produce –poniendo de manifiesto su gravedad– sobre el trasfondo del desplazamiento del centro de gravedad del Estado social (sea prestador de bienes y servicios, sea mero garante de su prestación) y democrático de Derecho hacia la “prevención” y, por tanto, la garantía de la seguridad (“Präventionsstaat”[2]), entre cuyas causas destaca la progresiva centralidad del riesgo –a escala, local, nacional, regional y mundial– en la vida social[3]. Desde el atentado terrorista del 11 de septiembre de 2001 y los que le siguieron en Madrid y Londres ha pasado a primer plano el riesgo generado por el terrorismo internacional, que ha convertido en inseguro el mundo entero y llevado a una situación que ha llegado a calificarse –para plantearse el papel en ella del Derecho– de “desorden global”[4] . Con la consecuencia de que en él la paz y la seguridad han pasado a ser, aunque amenazados (y precisamente por ello), bienes de primerísimo rango, determinando el crecimiento de la necesidad-demanda de protección de la población. Lo que explica que, por más que la seguridad absoluta no exista, el poder público ponga cada vez más el acento en “tranquilizar” a la población mediante la afirmación de la garantía de aquélla[5]. Pero precisamente porque se concentran en conseguir la seguridad posible, los esfuerzos en el expresado sentido generan el peligro de pérdida de la perspectiva (por sobrevaloración y sobreactuación). Esto vale sobre todo cuando se quiere garantizar la seguridad a costa de los valores que, en realidad, deben ser protegidos: los derechos fundamentales de los ciudadanos. Éstos son, en efecto y desde la ilustración y la revolución francesa, la clave de bóveda del orden de la convivencia y el fluido del funcionamiento de la democracia, de manera que su efectividad y tutela no pueden depender de las circunstancias y la coyuntura. Como bien tiene dicho E-W. Böckenförde[6]:

“El Estado de Derecho, secularizado y basado en la libertad, vive de presupuestos que él mismo no puede garantizar. Esta es la gran apuesta en que, por razón de la libertad, consiste. Solo puede existir, en cuanto Estado basado en ella, si regula la libertad que garantiza a sus ciudadanos desde “dentro”, desde la sustancia moral de cada uno y la homogeneidad de la sociedad. En otro caso no podría intentar garantizar estas fuerzas regulativas internas por si mismo, es decir, con los medios de la coacción jurídica y la orden imperativa sin renunciar a su esencia y recaer –en el plano secularizado– en la pretensión totalitaria de la que nos ha sacado en las guerras civiles confesionales”.

El resultado está siendo por ahora doble. De un lado, la ampliación del concepto de seguridad (desdibujador de las diferencias tradicionales y, en especial, las referidas a la seguridad civil y militar y la seguridad interior y exterior), con la consecuencia de la creciente exigencia de la configuración de un nuevo sistema de seguridad[7]. Y de otro lado, la afirmación de un derecho (incluso fundamental) a la seguridad[8] como nuevo derecho que, postulando incluso preferencia sobre los demás (relativizándolos, especialmente los vinculados con la tensión libertad-seguridad), va[9] más allá de la limitación de la acción del Estado para encauzar las políticas públicas hacia la consecución de bienes jurídicos.

Aunque no pueda justificarse, ni compartirse, este es el origen y el caldo de cultivo de la aparición de planteamientos desorientadores de la función propia del Derecho penal como el defendido por G. Jakobs[10], según el cual –resumible en el llamado Derecho penal del enemigo– nuestro ordenamiento no es aplicable a los autores de acciones que, por principio, no quieren reconocerlo, de modo que para ellos (los nuevos bárbaros) debe regir un también nuevo Derecho penal liberado de las limitaciones propias del Estado de Derecho. Pero, igual y especialmente, el surgimiento del dilema de la frontera entre la prevención y la vigilancia total[11].

En el contexto así esbozado no puede extrañar el concreto fenómeno que aquí importa destacar: el sufrimiento por la relación recíproca del Derecho Administrativo y el Derecho Penal de apreciables alteraciones; alteraciones que, por su proporción, alcance y repercusiones no sólo han alertado ya a la doctrina más sensible al respecto, sino que están siendo capaces de despertar preocupación incluso en la opinión pública general.

Como he señalado ya en otra ocasión[12], siendo tradicionales e inevitables las zonas de contacto e, incluso, solapamiento entre el Derecho penal y el Derecho administrativo[13], que propician la utilización por el legislador de uno y otro como “reserva de implementación” respectiva para asegurar el adecuado control social, y habiéndose progresado desde luego en este terreno[14], lo cierto es que, hasta hace poco, el recurso al Derecho administrativo había venido siendo preferente[15], dando lugar a un dilatado y notable proceso de administrativización de medidas penales, pero en la actualidad esa preferencia parece poder estar siendo sustituida por una de signo inverso: la criminalización de supuestos antes tratados con técnicas jurídico-administrativas o, en otros términos, la utilización de la pena al servicio de la efectividad de normas de comportamiento con sede en el Derecho administrativo o, incluso, sustituyendo a éste en su función propia. El desbordado Estado regulador actual está, pues y ante su impotencia para asegurar el control social que promete, reconsiderando la anterior construcción y, en todo caso, la jurisdicción penal está asumiendo, en la aplicación del Derecho penal, una posición de decidido y más que cuestionable activismo.

Como, desde la perspectiva del ordenamiento alemán[16], ha expuesto W. Hoffmann-Riem[17], es característico del momento que vivimos:

— Además de: i) el empleo del Derecho penal para abrir a la Administración pública nuevas posibilidades de actuación que, en otro caso, carecerían de probabilidad de éxito (en el control social) o la tendrían menor; y, en especial, su utilización como “exclusa” para, por la vía de la habilitación de facultades de investigación en sede del procedimiento criminal, revitalizar la eficacia de las facultades de investigación en sede administrativa, compensando así los déficit que ésta presente[18]; y ii) la tendencia a nuevas formas de imbricación entre el Derecho penal y el administrativo y, en concreto, el empleo de la norma penal para la ampliación del campo de la actuación, por ejemplo, de la policía administrativa de seguridad[19].

— El empleo instrumental del Derecho penal para la consecución del éxito en el control social o para la evitación del completo fracaso en el control administrativo. Aunque se trate de una forma de operar tradicional que, en sí misma considerada, no supone propiamente novedad, si lo son, sin embargo, tanto sus términos, como su extensión (que la pueden transmutar cualitativamente).

Entre nosotros y en tono de mayor alarma, S. Muñoz Machado[20] ha advertido, invocando la imagen de la “irrupción del Juez penal en el paisaje administrativo” (acuñada por F. Thiriez), sobre el reciente fenómeno de la valoración penal de la actuación de la Administración pública, es decir, sobre el avance del Derecho penal –gracias a la desaparición de las técnicas al servicio del equilibrio entre poderes– sobre el campo dominado en exclusiva por el Derecho Administrativo (en lo que se refiere a autoridades y funcionarios como consecuencia de la supresión de las relativas a la separación de autoridades judiciales y administrativas –autorización para procesar– propia del primer constitucionalismo). Fenómeno, que llega al punto de justificar la advertencia del riesgo de que el Derecho Administrativo sea desplazado por el Derecho penal en su función de disciplinar el comportamiento de la Administración, convirtiéndose en un nuevo instrumento de gestión administrativa (sustitutivo en todo caso de las sanciones administrativas)[21]. Por lo que en modo alguno puede sorprender que A. Jiménez Blanco[22], señalando la porosidad y movilidad de las fronteras entre el Derecho Administrativo y el Derecho penal, advierta al orden contencioso-administrativo, ante la situación actual, la necesidad de ocuparse en restablecer siquiera sea un poco de orden.

La gravedad del problema:

a) Descansa en la combinación de la autosuficiencia universal que postula de si misma la valoración penal de las relaciones sociales con el avance de la técnica de la criminalización de la infracción de las normas administrativas (con abandono del principio de intervención mínima o ultima ratio). Y

b) Radica en la quiebra de la lógica de las relaciones e interacciones entre las ramas del Derecho (en la medida en que desconoce e impide el despliegue por cada una de ellas de su función propia y específica) y, en definitiva, la del ordenamiento como sistema (unidad, compleción y coherencia, es decir ausencia de contradicciones internas), arrastrando con ella la de los principios últimos que lo sostienen: seguridad jurídica y, a su través, Estado de Derecho.

La causa material inmediata puede verse en la acelerada y continua transformación a que, bajo el signo de la innovación, se ven sometidos hoy la sociedad y el Estado, minando crecientemente la capacidad de éste y su Derecho para cumplir de manera efectiva las funciones de dirección y control sociales que les incumben[23]. Pero a la efectividad de esta causa contribuyen sin duda tanto el “tacticismo coyunturalista” propio –quizás por necesidad– de la gestión de los asuntos públicos en la actualidad[24], como la indisposición del Derecho Administrativo (en cuanto ciencia jurídica) para ofrecer un sistema trabado de técnicas a la altura de los retos del tiempo y, por tanto, idóneas, por útiles y efectivas, para el control colectivo de los riesgos y peligros que se ciernen sobre la compleja sociedad actual[25]. La prueba la suministra la ausencia de toda preocupación –aunque solo fuera a título de simple alusión– por las cuestiones sistémicas ahora tratadas en las obras generales sobre el Derecho Administrativo más autorizadas[26], centradas como está su atención en la defensa de un concepto de Administración y actividad administrativa desde las ideas, por lo que hace a la primera, de potentior personae (proclive al exceso y, por tanto, la patología) y, en lo que respecta a la segunda, de formalización procedimental y relevancia jurídica (dejando fuera así la mayor parte de la realidad administrativa), lo que vale decir i) lastrado por una visión tópica, distanciada, desconfiada y pesimista de la Administración-poder[27] (de donde la identificación de la clave en el equilibrio entre privilegios y garantías y la puesta del acento en la afirmación del Derecho administrativo como “el” estatuto jurídico de la Administración y su actividad) y ii) centrado en la decisión con relevancia jurídica (el acto) y el control asimismo jurídico de ésta (esencialmente el judicial), con la doble tendencia a:

— Ver el progreso en la lucha, para su eliminación o “desmantelamiento”, contra lo que –pudiendo ser elementos inherentes o especialidades requeridas por la función administrativa– se ofrecen solo como “privilegios” (tendencia que llega incluso, como la otra cara de la misma moneda, a la –en gran parte cumplida– “normalización” del proceso contencioso-administrativo).

— Atender preferentemente al fenómeno de la relación con el Derecho privado, pero preferente, si no exclusivamente, desde el punto de vista de la crítica de la “huida” hacia el mismo.

Es cierto que el desarrollo espectacular del Derecho Administrativo hasta la Constitución de 1978 perdura –con el auxilio ahora, al propio tiempo decisivo y perturbador, del Derecho comunitario europeo– siquiera sea en el plano extensivo de la ocupación de materias. Pero no lo es menos su actual impotencia, bajo tal apariencia expansiva, para, abandonado a sus solas fuerzas, evitar el deterioro estructural y cualitativo de su posición y función en la dirección y el control sociales. La causa eficiente última debe buscarse en que, siendo fruto en nuestro caso no tanto de una evolución histórica como de una construcción –doctrinal y legislativa– esforzada en la segunda mitad del S. XX[28], paradójicamente pudo beneficiarse sin más de su condición de instrumento preferente en el régimen político al que simultáneamente cuestionó y racionalizó, haciéndose notar sus debilidades propias con la pérdida, en el Estado constitucional abierto, de tal apoyo externo, no por no buscado menos eficaz. Debilidades debidas al descuido de la actualización de la propia construcción (propiciado por el ensimismamiento en la elaboración monográfica y, por tanto, fragmentaria del enorme material normativo sectorial), que ya no permiten identificarle claramente, por su mayor eficacia, como instrumento preferente de dirección y control sociales y proceden, entre otras fuentes, de la desatención de la organización (entregada al arbitrismo decisional), la degradación del status de la función pública (visto progresivamente como “privilegio” en un mundo de relaciones de trabajo rescindibles), la contribución a la visión crítica de la “administrativización” vía juicios de valor genéricos: negativo para el proceso decisional administrativo y su resultado (desprestigiado, por énfasis en el control judicial como última palabra, toda pretensión de ser, aunque discutible, definitivo) y positivo para los procesos de desmontaje (por “entrabar” la dinámica económico-social) de las técnicas de intervención administrativa y, en general, de protección de lo público, así como para el recurso a las instituciones y técnicas del Derecho privado. Ha sido finalmente la corrupción en el ejercicio de cargos públicos y, en particular, la gestión urbanística la que, finalmente, ha hecho aflorar la incapacidad del sistema administrativo en su conjunto (en el doble ciclo gubernativo-administrativo y judicial contencioso-administrativo) y propiciado sin duda el activismo judicial penal, cuya intervención parece haber venido a acreditar –en la opinión pública– su superior eficacia en el control de los fenómenos correspondientes.

II. LA IMPRONTA DEL DERECHO ADMINISTRATIVO EN EL DERECHO PENAL

1. Realidad y tipología de la impronta

La impronta jurídico-administrativa[29] en el Derecho penal (en el doble plano de la normación y la aplicación), que no es precisamente de ahora, ha determinado una correlativa e importante, aunque parcial, “dependencia” de aquél respecto del Derecho Administrativo.

Es éste un dato objetivo, pero –como bien ha apuntado M. Schröder[30]– ambivalente. Visto desde el Derecho Administrativo se ofrece, en efecto, en el contexto de su relación funcional con el Derecho penal a título de “reserva de implementación” de ultima ratio, por lo que –en virtud del principio de coherencia del ordenamiento– se entiende que todo lo lícito jurídico-administrativamente debe serlo también penalmente, comenzando así el ilícito penal solo a partir de la frontera exterior del campo así acotado. Pero, al propio tiempo, es lógico, aunque no necesariamente justificable[31], que la relación pueda ser vista, desde el Derecho penal, como una indebida limitación de la autonomía de éste, una lesión de su posición y función sistémicas propias. Esta impresión –propiciada, cuando no potenciada, por insuficiente comprensión de las características del ordenamiento jurídico-administrativo– adquiere especial intensidad cuando la pretensión de vinculación jurídico-administrativa lo es a actos administrativos capaces de perpetuar o dar cobertura a irregularidades que se consideran directamente perseguibles penalmente. A lo que se suma –con fuerza evidente en nuestro ordenamiento por causa del fenómeno de la corrupción en la gestión de los asuntos públicos[32]– la tentación (no controlada debidamente) a compensar supuestas o reales deficiencias en el proceso de ejecución administrativa con una valoración penal directa e independiente de la correspondiente situación jurídico-administrativa.

En cualquier caso la aludida impronta ha ido tomando, al compás de los procesos antes descritos, perfiles cada vez más variados y complejos como consecuencia de la densificación progresiva de las relaciones interordinamentales y la mayor frecuencia, como efecto, de las colisiones. Adquiere por ello renovada actualidad, ya que la situación que genera es de todo punto insatisfactoria en el Estado-ordenamiento esencialmente administrativo actual desde el doble punto de vista del destinatario último, es decir, el ciudadano y el sujeto instrumental (supuestamente eficaz por sí mismo) creado para la realización del interés general (imprescindible hoy en cuanto “infraestructura” para el despliegue de la vida social y económica basada en la libertad), es decir, la Administración pública. Pues el ciudadano ni puede, ni tiene por qué comprender –en el Estado de Derecho que le debe proporcionar seguridad jurídica– cómo una actuación lícita jurídico-administrativamente puede ser, no obstante, valorada penalmente como delito o falta. Y a la Administración pública le va en ello desde el expedito ejercicio de sus cometidos por quienes desempeñan cargos y puestos de trabajo ejercitando funciones públicas (que es condición de la aptitud objetiva de la organización administrativa para cumplir las tareas que tiene constitucionalmente encomendadas)[33] a nada menos que su propia posición y función en la realización continuada del orden constitucional. Dicho de otro modo: el problema reside hoy, en último término, en la determinación de criterios que aseguren la adecuada consideración de la impronta administrativa de un supuesto también y precisamente por la norma y las resoluciones penales.

La aludida situación, en cuanto cuestiona la seguridad jurídica y, en último término, la coherencia misma del ordenamiento, es la que obliga a situar la cuestión en este otro plano superior, en el que cualquier esfuerzo de clarificación requiere el análisis previo, siquiera sea sintético, del estado de la impronta administrativa en el Código penal de 1995, cuyo resultado arroja los siguientes tipos básicos de dicha impronta:

a) Empleo de conceptos jurídico-administrativos o de conceptos penales cuyo manejo implica el auxilio del Derecho Administrativo.

En sus disposiciones de carácter general, cuyo radio de acción es, pues, el entero Código penal, éste:

— O bien recurre a conceptos o institutos jurídico-administrativos o que remiten directamente a éste (es el caso de los de “órgano colegiado” y “empleo o cargo público” a que se refieren, respectivamente, los arts. 24.1 CP, al tratar de las infracciones penales, y 33.2, 41, 42 y 43 CP, al determinar las penas, pero también del art. 121 CP, que, al regular la responsabilidad civil subsidiaria, alude a: i) el Estado (que, vía Derecho Administrativo, significa, en realidad: Administración General del Estado), la Comunidad Autónoma (que, vía Derecho Administrativo, significa en realidad: Administración de la Comunidad Autónoma), la provincia, la isla, el municipio y los entes públicos en general; ii) el funcionamiento de los servicios públicos y la responsabilidad patrimonial derivada del funcionamiento normal o anormal de dichos servicios, indicando su exigibilidad conforme a las normas de procedimiento administrativo y prohibiendo la duplicidad indemnizatoria); así como de los de “instituciones penitenciarias” y “centros de protección o corrección de menores” del art. 174.2 CP.

— O bien establece conceptos que solo pueden precisarse con ayuda del Derecho Administrativo (es el caso de los de autoridad y funcionario a que se refiere el art. 24 CP con ocasión de la regulación de las infracciones penales, que el art. 121 CP amplía a los agentes y contratados).

Dada la proyección de estos conceptos a todo lo largo del CP y, por tanto, respecto de los tipos de ilícitos en él previstos que utilicen los aludidos conceptos, es clara la importancia de la impronta de que ahora se trata.

b) Conexión con normas, medidas, actuaciones o actos, así como con conceptos, categorías o técnicas jurídico-administrativos (modulándolos o modificándolos o no) en la tipificación penal del supuesto de hecho.

Ésta es la forma principal que reviste la impronta administrativa como demuestra el simple repaso del Código Penal[34].

c) Consideración del Derecho administrativo en la consecuencia penal.

Esta manifestación de la impronta, en la que el Derecho penal se ofrece prácticamente como “reserva de implementación” del Derecho Administrativo, es mucho menos frecuente, dándose preferentemente en los ámbitos de la tutela del patrimonio histórico[35] y la ordenación del territorio[36], el régimen de subvenciones o ayudas públicas[37] y la seguridad vial; supuesto éste último en el que la valoración penal se impone a la administrativa (privándole de eficacia temporal o definitivamente)[38].

d) Consideración del Derecho Administrativo para la atenuación o, incluso, la exención de la responsabilidad penal.

Igualmente infrecuente es, por último, la ponderación por el Derecho penal de la valoración jurídico-administrativa de bienes a efectos de la modulación o exclusión de la responsabilidad criminal. Así:

— La reparación voluntaria del daño causado determina la procedencia de la aplicación de la pena inferior en grado en los delitos contra la ordenación del territorio, patrimonio histórico y medio ambiente (art. 320 CP).

— No incurren en responsabilidad criminal las autoridades o funcionarios que incumplan mandatos constitutivos de infracción manifiesta, clara y terminante de un precepto legal o de cualquier otra disposición general (delito de desobediencia, art. 410.2 CP).

— Está exento de pena por el delito de cohecho el particular que denuncie el hecho a la autoridad que tenga el deber de proceder a su averiguación, antes de la apertura del correspondiente procedimiento, siempre que no hayan transcurrido más de diez días desde la fecha de los hechos (art. 427 CP).

2. Justificación del fenómeno y criterios para su adecuado tratamiento

No obstante su realidad objetiva, se comprende que la impronta administrativa sea vista, en sede del Derecho penal y según ya se adelantó, como una lesión de la autonomía de esta rama del Derecho, particularmente de su capacidad para la configuración independiente de la tutela de bienes y la determinación –en función del propio sistema estimativo– de la consideración merecida por la impronta administrativa hasta, en el extremo, la anteposición de aquel propio sistema (con desplazamiento de dicha impronta) cuando la lógica y función del Derecho penal así inexcusablemente lo exijan. Sin entrar a discutir estas pretensiones del Derecho penal, es lo cierto que, de principio y con carácter general, no es posible negar, como acertadamente reconoce M. Schröder[39], que la autonomía del Derecho penal puede ser, bajo determinadas circunstancias, argumento suficiente para la limitación e, incluso, la exclusión de la impronta administrativa.

Es por de pronto el propio Derecho penal el que, por su forma de operar en la tipificación de las infracciones y de sus sanciones y al propio tiempo que determina la realidad de la impronta administrativa, otorga a ésta una primera y fundamental justificación. La lógica de aquella forma de operar es clara, pues gracias a ella se logra introducir la necesidad de la prevalente consideración –en sede de la aplicación del Derecho penal– de decisiones legislativas (las determinantes de la impronta) dirigidas derechamente a prevenir colisiones con el Derecho administrativo, simplificando la referida aplicación (al evitar los en otro caso complejos procesos de integración de normas y superación de sus conflictos recurriendo a principios superiores con resultado incierto).

La justificación última de la deferencia para con la impronta e, incluso, las normas administrativas concurrentes (en caso de que no hayan dado lugar a improntas específicas) es, sin embargo, de orden superior: la unidad y, por tanto, coherencia del ordenamiento como un todo, que descansa en la superioridad de la Constitución (y su propia unidad como sistema). Las ramas del Derecho u ordenamientos particulares no son autosuficientes, son partes de un todo y de un todo del que se predica el principio de Estado de Derecho en el que impera la seguridad jurídica (principio del que forma parte la certeza y la previsibilidad de la soluciones jurídicas).

Pero justificación no significa de suyo resolución de los problemas que plantea el fenómeno estudiado. Pues ocurre que la coherencia del ordenamiento debe convivir con el principio de la diferenciación interna de éste por razón de la necesaria diversificación de las perspectivas de valoración de los bienes jurídicos merecedores de protección en atención a la de los fines a alcanzar (de donde deriva la especificidad de la función ordinamental de cada rama del Derecho). Necesidad de diversificación, que es también virtud del Estado de Derecho en tanto que preocupado por la justicia del caso concreto. La coherencia del ordenamiento, así pues, ni es oponible a la fragmentación interna del ordenamiento, ni sirve por sí sola –por su excesiva abstracción y, por tanto, escasa densidad– para la reconducción a unidad de soluciones no coincidentes de diversas ramas del Derecho.

Aunque más específico, el principio de ausencia de contradicciones internas en el ordenamiento (derivable del de coherencia de éste y que autoriza el rechazo del absurdo jurídico) se queda igualmente corto, toda vez que –dada la diversidad funcional de los ordenamientos particulares– no proporciona por sí mismo criterio suficiente para determinar cuándo, en el caso concreto, tiene lugar una situación inaceptable (fundamentalmente para el ciudadano) por razón de normas o aplicaciones de normas contradictorias entre sí.

Los principios superiores considerados nada dicen, pues, acerca de cuándo y cómo debe i) producirse la articulación de los ordenamientos particulares y, en lo que aquí interesa, ii) manejarse la impronta administrativa del Derecho penal. Pero sí permiten la conclusión de la existencia, en el Estado de Derecho, de la prescripción general e incondicionada de un resultado: la ausencia de contradicciones injustificadas y, por tanto, de un mandato igualmente incondicionado a todos los poderes públicos constituidos de procurar tal resultado.

En esta situación, la dogmática alemana[40] recurre al mandato de “conformidad con el sistema”, que deduce del artículo 3 de la Grundgesetz, es decir, de la igualdad ante la Ley (nuestro artículo 14 CE), al ver consagrado en él el deber tanto del legislador como del aplicador del Derecho de consecuente “continuación” del orden legal estatuido. El juego de este mandato no sólo “dentro” de cada ordenamiento particular (para evitar contradicciones injustificables), sino también en el campo de la interacciones entre dichos ordenamientos, se explica por el hecho de que la situación de arbitrariedad en la normación y aplicación puede darse también en el caso de valoración diferente, por sistemas regulatorios distintos y sin motivo suficiente, de unos mismos supuestos. Pero se reconoce que esta operatividad del mandato es mucho menos fuerte en este último campo que en el seno de un mismo ordenamiento particular.

La perspectiva sistémica así alcanzada es más fructífera, sin embargo, si se la pone en conexión con la tesis de partida ya expuesta y, por tanto, con las características esenciales del Derecho administrativo. Pues aquella tesis apela ya al respeto de la posición y función especificas, en el seno del ordenamiento general, de cada ordenamiento particular. Lo que para la relación entre Derecho administrativo y Derecho penal significa: respeto por el segundo (en cuanto rama universal con función de ultima ratio) de las del primero. Dicho en otros términos:

— Por de pronto, en términos organizativos: respeto por la competencia del complejo orgánico-funcional “gobierno-administración” en los ámbitos administrativizados por el legislador (lo que conduce, en último término, al principio de división de poderes).

Desde este punto de vista, el mandato debe entenderse que postula la obligada deferencia penal para con respecto a la impronta administrativa cuando la interpretación consecuente de las normas aplicables determine la prevalencia de la valoración normativa o la decisión administrativas sobre la penal. En función de las circunstancias, la prevalencia, en particular, de la decisión normativa (orden, prohibición, autorización, concesión, etc.) parece procedente, en términos de preferencia de la ejecución administrativa de normas administrativas (y, por tanto protección sistémica de la competencia de la Administración), cuando de las normas pertinentes se deduzca dicha preferencia respecto de una valoración divergente por parte de los órganos de los órdenes jurisdiccionales ordinarios[41]. Y ello, porque la prevalencia de la decisión administrativa no viene a ser, entonces, sino el reflejo de una responsabilidad y cualificación específicas (en virtud de su asignación legal) de la Administración pública competente para la determinación de lo necesario para la concreción de la Ley y, en definitiva, lo que deba ser Derecho para el ciudadano en el caso concreto. Y ello, como ya se ha apuntado, en directa relación con el principio de división de poderes y el consecuente imperativo del Estado de Derecho de claridad en la delimitación de competencias.

— Y en términos de la tutela jurídica del ciudadano: respeto por la protección de la confianza legítima generada por la observancia del Derecho administrativo, es decir, de todos cuantos deben poder confiar en el efecto legalizador de las pertinentes decisiones administrativas.

El Derecho administrativo, como también pone de manifiesto la doctrina alemana, opera aquí –desde el punto de vista del orden de los derechos fundamentales– como límite al procedimiento y la decisión sancionadores de naturaleza penal. Pues si el orden constitucional entero descansa en el valor superior de la libertad (art. 10.1 CE), es clara la preferencia constitucional por los poderes y las técnicas de menor incidencia en aquélla. De donde resultan muchas consecuencias (como, por ejemplo y para el Derecho administrativo, la preferencia de la Administración civil sobre la militar, la intervención sin coacción sobre la coactiva, etc.), pero, muy particularmente y en lo que aquí interesa, la condición de ultima ratio del poder punitivo penal (principio de intervención mínima), es decir, último medio en la disposición del Estado, puesto que, por definición, supone la incidencia más enérgica posible de éste. Cuando en la valoración penal de un supuesto con impronta administrativa se trate, de lo dicho deriva la procedencia de una ponderación de las posibilidades de reacción represiva frente a la infracción de la norma administrativa determinante de la impronta; ponderación, cuyo resultado puede ser, en su caso, la innecesariedad de la de carácter penal o, en todo caso, su carácter desproporcionado en función de las circunstancias del caso.

La importancia de esta conclusión se revela sobre todo en el plano procedimental. Pues postula que el Juez penal, aún siendo incluso competente para resolver –a efectos penales– las cuestiones administrativas (conformidad o no a Derecho de determinada actuación o comportamiento) que el supuesto plantee, debe determinar –siempre que sea posible suspender el procedimiento penal– si procede otorgar preferencia a la resolución de aquellas cuestiones en su sede propia; solución ésta que, al existir la figura de la cuestión prejudicial administrativa, en modo alguno representa una lesión del principio del Juez predeterminado por la Ley.

III. LOS PRINCIPALES TIPOS DE RELACIONES

1. Plano de la legislación

El injerto en el tejido normativo penal de otro extrapenal por el procedimiento de reenvío por el primero al segundo es sin duda cuestión de primera importancia, cuyo análisis y tratamiento corresponde preferentemente –en particular bajo la clave de los ilícitos penales en blanco– a la ciencia jurídico-penal. Desborda en todo caso claramente el objeto de este trabajo, por lo que al propósito que éste persigue bastan las siguientes observaciones:

a) Cuando el reenvío se produce con ocasión y para la ultimación de la determinación del ilícito mismo se ofrece en términos del respeto del principio de tipicidad y de reserva de Ley, en su caso orgánica.

Está admitido en todo caso, bajo específicas condiciones, por la doctrina constitucional[42], permitiendo cuando menos que la Ley extrapenal complementaria no tenga rango orgánico, siempre que sea “complemento indispensable” de la penal y la operación satisfaga la exigencia de certeza por quedar suficientemente precisado el ilícito penal y resultar de esta forma salvaguardada la función de garantía de tipo con la posibilidad de conocimiento de la actuación penalmente conminada[43].

Siempre que la norma penal contenga directamente los elementos definitorios esenciales del ilícito, la clave de la legitimidad del reenvío se sitúa, consecuentemente, no tanto en el rango de la norma remitida, cuanto en el juego combinado de ésta con la penal (si su resultado equivale o no a certeza del tipo penal)[44]. Así ha de entenderse desde luego, y por la misma naturaleza de las cosas, cuando la norma remitida sea jurídico-administrativa, con la consecuencia de la admisibilidad del reenvío (frecuente en el CP: arts. 320.1, 325.1, 329.1, 333, 335.1 y 348.2, por ejemplo) a las “disposiciones de carácter general” o, simplemente las “normas”, es decir, las normas reglamentarias (incluidas, por supuesto, las “autónomas” locales y, en particular, las Ordenanzas, así como otros instrumentos a los que se otorga dicha condición, como los planes de ordenación territorial y urbanística, las catalogaciones y calificaciones o declaraciones propias del Derecho de protección del patrimonio histórico y la naturaleza), tanto si son, a su vez, “complemento indispensable” de una Ley (por estar sujeta la materia a una reserva relativa de Ley) o responden a la lógica del sistema por ella establecido (cual ocurre en la ordenación territorial y urbanística, protección del patrimonio histórico y conservación de la naturaleza), como si operan “en el marco de la Ley” (como las Ordenanzas locales) o son independientes (por referirse a materia no sujeta a reserva de Ley). En todos estos casos es claro, en efecto, que la remisión es a una norma imputable, en último término, a la correspondiente colectividad constituida según el orden constitucional y debidamente publicada.

Mayores dificultades representa el reenvío (como efectivamente hace en ocasiones el CP: arts. 350 y 361, por ejemplo) no sólo a normas, sino también a “medidas” o simplemente a las “exigencias técnicas”. Pues este concepto no se corresponde con categoría alguna del sistema de fuentes y es capaz de comprender todo tipo de decisiones, incluso no directamente emanadas de la Administración, capaces de fijar estándares (excluyentes de la ilicitud penal) en la prevención de peligros o riesgos abstractos. Quedan muy a la mano los ejemplos, propios sobre todo del Derecho medioambiental, de la autorregulación y de las normas de referencia establecidas por entidades privadas. Aquí la dificultad se acrecienta notablemente, en el decisivo plano material, por razón no ya solo de la certeza, sino de la accesibilidad de la norma misma (no publicada en forma ordinaria y el acceso a cuyo conocimiento puede depender del pago del precio fijado al efecto).

Sin perjuicio de la validez del precedente enfoque, el que proporciona la categoría de la impronta aquí utilizada permite captar con mayor riqueza de matices la remisión al Derecho administrativo. Desde esta perspectiva se explica y justifica mejor, por de pronto, el anterior fenómeno, incluso en su manifestación extrema: la que alcanza al estadio último de aplicación, en el caso concreto y sede administrativa, de la normativa pertinente. Lo que sucede siempre que el CP se refiere a la situación de “autorización” o “licencia” (o no), “permiso” (o no) o “aprobación” (o no), así como de “funcionamiento clandestino”, o, en su caso, vigencia o no de la autorización o el permiso de que se trate, así como a “la resolución arbitraria” o “en el ejercicio de su competencia”. Porque lo que en tales referencias se expresa no es tanto un reenvío recepticio en blanco a otra norma para que complemente la imperfecta regulación propia, cuanto la utilización del estándar administrativo como elemento de ésta última, en si misma completa. El supuesto de hecho se define directamente por la norma penal[45], ocurriendo sólo que ésta, o bien fija la frontera “interior” del ilícito penal a partir de la frontera “exterior” del campo de lo lícito administrativamente, o bien incluye necesariamente en la caracterización de aquél la existencia de un ilícito administrativo. Lo que luce muy claramente en el caso en que, aún habiendo existido un ilícito administrativo, la tempestiva “regularización de la situación” en sede administrativa y antes de la reacción, también en tal sede, frente a aquélla excluye la “perseguibilidad” penal (así en el art. 305.4 CP). Es este un modo de proceder del Derecho penal “sistémicamente” correcto con carácter general, en la medida en que ñconforme a su función propia– hace operar a dicho Derecho como “reserva de implementación” del Derecho administrativo (refuerza, con el cualificado reproche penal, la eficacia de las normas administrativas).

Pero la impronta administrativa se manifiesta también en forma de “incrustación” en el tipo penal de categorías, institutos o calificaciones jurídico-administrativos, tales como las de “servicio público”, “bienes de dominio o uso público o comunal”, “cosas destinadas al servicio público”, “resolución arbitraria”, “debido cumplimiento” (de orden de superior jerárquico), “autorizable”, etc[46]. La ausencia aquí de una previa concreción por la Administración de la normativa correspondiente suscita el problema de la posible doble (discrepante) calificación o valoración y apunta, así y como solución, al recurso a la “cuestión prejudicial” (administrativa) para evitar justamente aquélla.

b) Cuando el reenvío de la norma penal se sitúa, sin embargo, en la consecuencia jurídica a extraer de la concurrencia del tipo penal, las cuestiones afloran no tanto, como es lógico, en la pena, cuanto en el efecto anulatorio de un acto administrativo de la condena, de un lado, y la posibilidad de la adopción en el pronunciamiento penal de “medidas” (legalmente no siempre predeterminadas) que pueden por supuesto estar en contradicción con actos administrativos que otorguen cobertura a la actuación o situación de que se trate.

La anulación o pérdida de eficacia de actos administrativos como consecuencia de la condena penal por la comisión de infracción penal puede parecer, en principio y desde el punto de vista jurídico-administrativo, chocante. Pero, en realidad, es no sólo legítima, sino plenamente acorde con la construcción del ordenamiento como un todo y el juego, en su interior, de los ordenamientos particulares que lo integran[47]. Lo que desde luego presupone que éstos se mantengan dentro los límites derivados de su posición y función propias, que es lo que empieza a no cumplirse en el caso del Derecho penal. Si éste supone la ultima ratio y constituye la respuesta (universal) más enérgica a la transgresión de la legalidad, nada más lógico que la comprobación de una infracción penal comporte la desaparición de todos los efectos de los actos jurídicos, incluidos los administrativos, que integren o formen parte de aquélla.

Más problemático se ofrece, sin embargo, el juego de medidas judiciales añadidas a la condena, en la medida en que dichas medidas pueden alcanzar a actos administrativos (o partes de éstos) no afectados por la condena o, en todo caso, sustituir a la Administración pública en su función de concreción de lo que proceda en Derecho a partir de la condena penal (por ejemplo en orden a la “reconstrucción” de la parte demolida de un edificio catalogado o a la “reposición” de bienes naturales alterados)[48]. Pues en tal caso se reproduce en este plano el problema de la en principio innecesaria e injustificada interferencia penal en el campo administrativo por la vía de una paralela valoración penal de la situación jurídica legitimada por decisión administrativa o el desplazamiento puro y simple del proceso de ejecución administrativa de la norma asimismo administrativa. Sobre ello, la indeterminación de las medidas posibles plantea (cuando se da) el problema de la tipicidad de la respuesta penal.

Sea como fuera, la impronta administrativa en el Derecho penal, que es la que aquí –por lo dicho– interesa, es siempre consecuencia de una opción de política legislativa del legislador penal. Desde el punto de vista del criterio sistémico establecido como determinante, tal opción suscita la doble cuestión siguiente:

— Por de pronto, la del grado de libertad del legislador penal para elegir entre ella y la directa e independiente determinación penal de la infracción y su sanción. O dicho de otro modo: su libertad para proceder o no desde la impronta administrativa (recurrir a ella) cuando de la criminalización de comportamientos y actuaciones en sectores cuya configuración sea tarea de la Administración pública, es decir, en materias administrativizadas, se trate.

— En segundo lugar y supuesta la opción a favor de la impronta administrativa, la del grado de libertad del mismo legislador penal, a su vez, para estampar dicha impronta en el supuesto de hecho definitorio de la infracción penal o en cualquiera de los ámbitos de la culpabilidad o de las consecuencias jurídicas extraíbles de la concurrencia del supuesto de hecho.

Comenzando por lo primero, parece claro que ninguno de los principios invocables permiten negar al legislador penal capacidad para, por razón de la valoración que le merezca un concreto ilícito que desea cualificar como penal, proceder a su directa tipificación sin más, incluso si aquél pertenece a materia sujeta a régimen administrativo; desde luego no el principio del respeto al sistema (concretamente, el de la posición y función del Derecho Administrativo desde la específica de ultima ratio propia del Derecho penal), pero ni siquiera el más abstracto aún de la coherencia del ordenamiento como un todo. Lo impide la autonomía del Derecho penal, es decir, su posición y función ordinamentales propias, que es un límite en todo caso del recurso a los aludidos principios. Pero esta conclusión no obsta a otra de contrario signo en el plano no de lo concreto, sino de lo general, es decir, el propio de la política legislativa. Y no se opone, porque en el caso concreto (el de un ilícito determinado) pueden concurrir desde luego circunstancias de peso suficiente para motivar una regulación penal que, aún operando en campo administrativizado, prescinda de la impronta del Derecho administrativo. Pero a escala del sistema tales razones no son admisibles, jugando en ella un papel determinante sólo la ponderación –a la luz del ilícito de que se trate– de las posiciones y funciones ordinamentales respectivas del Derecho administrativo y el Derecho penal, lo que determina la pertinencia del respeto de las del primero (siquiera sea en su núcleo), como ya nos consta.

En este último plano convence, a la luz de las consideraciones que se llevan expuestas, la posición de R. Breuer[49]: no existe plena libertad del legislador penal para articular su política legislativa, pues debe introducir siempre la impronta administrativa, salvo que se trate de la sanción “autónoma” de ilícitos “supercualificados” (lo que remite a la existencia de motivos de entidad suficiente para una valoración y, por tanto, tipificación estricta o, al menos, preferentemente penales). Y convence, porque es la que mejor se acomoda al criterio sistémico aquí defendido, que es, además, plenamente respetuoso, en lo debido, de la autonomía y, por tanto, de la posición y función del Derecho Penal. En otro caso, el propio legislador estaría fomentando la incoherencia del ordenamiento por la vía de la multiplicación de las colisiones entre normas administrativas y penales; razón ésta por la que M. Schröder[50] señala, con acierto, que el legislador debe proceder con suma prudencia en el ejercicio de su libertad de configuración para establecer tipos penales libres de cualquier impronta administrativa. La práctica legislativa responde perfectamente, en todo caso, a tal planteamiento, como ha puesto de manifiesto el repaso que de las improntas administrativas en el vigente Código Penal ha quedado antes hecho.

La elección de la radicación de la impronta administrativa, en segundo lugar, no es cuestión de menor importancia, tanto más dada su vinculación estrecha con la anterior. Pues de su ubicación depende la densidad de la conexión con el Derecho administrativo y, con ella, la “fuerza” de la impronta de éste: mayor si se produce en el supuesto de hecho y menor si en la culpabilidad o la consecuencia jurídica.

La tipología de improntas administrativas antes efectuada muestra la preferencia abrumadora del legislador penal por una conexión a través del supuesto de hecho y, por tanto, densa o estrecha, lo que vale decir “fuerte” con el Derecho Administrativo (lo que se corresponde con la “corrección sistémica” de tal opción legislativa). Lo que no puede sino repercutir en una limitada libertad para la valoración penal del comportamiento o la actuación de que en cada caso se trate como infracción penal. En cambio, si, dándose las condiciones (motivación suficiente) para una tipificación penal autónoma, la norma penal solo toma en consideración el Derecho administrativo a efectos de culpabilidad o de determinación de la sanción o de cualesquiera otras consecuencias derivables del ilícito penal, tal decisión debe estimarse –en correspondencia con la justificada autonomía de la valoración penal– como manifestación de un mayor margen para la ponderación en sede penal de la incidencia de la regulación jurídico-administrativa.

2. El acto administrativo

Como se ha visto incluso el acto administrativo puede, gracias a la impronta administrativa, tener relevancia penal. Esta eficacia puede parecer, vista desde el Derecho penal, un fenómeno anormal y rechazable, en especial cuando la Administración goza, para el dictado del acto, de algún margen de apreciación y, desde luego, de discrecionalidad (por oponerse aparentemente al menos al principio de legalidad penal). Es, no obstante, perfectamente lógica, si se tiene en cuenta –como bien apunta M. Schröder[51]– que aquí el acto administrativo no experimenta transmutación alguna, es decir, no es expresión de un indebido desarrollo por la Administración autora de la función de represión penal; antes al contrario, continua siendo “ejecución” administrativa de la correspondiente normativa extrapenal, por más que la norma penal le otorgue relevancia en su campo propio. Y esta relevancia no precisa de previsión específica alguna que la determine[52], ya que éste es uno más de los efectos (jurídicos) que, con carácter general, producen los actos administrativos (en cuanto emanados de un poder público en el ámbito de sus competencias propias) conforme al artículo 57.1 de la LRJPAC sobre la base de la presunción de su legitimidad y su consecuente ejecutividad (art. 56 LRJPAC). Por ello han podido decir F.O. Kopp y U. Ramsauer[53] que la existencia y el contenido de un acto administrativo deben ser aceptados por todos los órganos y Tribunales que carezcan de competencia para su anulación o revocación.

No es ocioso así el apunte de la justificación por el Tribunal Constitucional Federal alemán de la relevancia penal del acto administrativo con contenido suficientemente determinado ya desde la Sentencia de su 2ª Senado de 6 de mayo de 1987 (en un caso referido a la autorización de una instalación conforme a la Ley federal de protección frente a inmisiones) por considerar que no infringe las garantías constitucionales de orden penal. En este sentido sostiene, en particular, que en modo alguno puede verse como vinculación del Juez penal a las decisiones administrativas (por lo que no hay vulneración del principio de división de poderes del Estado de Derecho)[54]. Y ello, porque la finalidad perseguida por el legislador penal al establecer la represión penal del funcionamiento de instalaciones (precisadas de previa autorización conforme a la Ley administrativa) sin la debida autorización, determina necesariamente una estrecha imbricación del Derecho penal y el Derecho administrativo, derivando de la propia determinación que del supuesto de hecho hace la norma penal el deber del Juez penal de aceptar, al menos en principio y como algo dado, las autorizaciones otorgadas.

Queda puesto de manifiesto, así y como ha destacado F. Ossenbühl[55], el fundamento último del efecto de la impronta administrativa ahora comentada: los principios de división de poderes y seguridad jurídica propios del Estado de Derecho, los cuales protegen, ante todo, el ámbito funcional de responsabilidad de la Administración pública y, como consecuencia, también la confianza del destinatario de todo acto administrativo de que la situación declarada o constituida por éste no sea desconocida, modificada o anulada por un sujeto ajeno a aquella Administración (carente, por tal razón, de competencia para ello). Desde este crucial punto de vista, todo planteamiento dirigido a justificar la desvinculación del Juez penal de los efectos derivados de los actos administrativos, hacer depender su vinculación a éstos de la conformidad a Derecho de los mismos o condicionar tal vinculación a una comprobación en sede penal de dicha conformidad a Derecho según criterios jurídicos-penales, deben considerarse, en principio y con carácter general, carentes de fundamento[56].

Es cierto, sin embargo, (y la propia Sentencia antes invocada así lo señala) que las particularidades de los Derechos administrativo y penal y la complejidad de sus relaciones pueden determinar el surgimiento, en la aplicación de la norma penal al caso concreto, de problemas interpretativos difíciles de solventar, cual sucede, a título de ejemplo, en los casos de actos administrativos (particularmente los autorizatorios) que padezcan (o a los que se impute) algún vicio grave de legalidad (administrativa), pero también de situaciones de tolerancia administrativa de realización (sin autorización) de actos o actividades precisados legalmente de aquélla o de actos administrativos declaratorios de la innecesariedad de autorizaciones legalmente preceptivas. No es éste, centrado como está en los aspectos principales del objeto analizado, el lugar para estudiar tales dificultades. El Tribunal Federal Constitucional alemán ha señalado con acierto, en todo caso, que tales dificultades no justifican un apartamiento de la solución de principio y si únicamente su afrontamiento con las herramientas que proporciona el Derecho penal, muy particularmente el procesal.

3. La represión penal de la conducta de autoridades y funcionarios públicos

La posibilidad de que, como consecuencia de la vinculación de principio del Juez penal por los efectos de un acto administrativo autorizatorio, la conducta de un ciudadano (amparada por aquél) pueda llegar a no ser sancionable penalmente, lleva de la mano al problema de la sanción penal de la conducta de autoridades y funcionarios públicos (actos u omisiones realizados con ocasión del ejercicio del cargo o la función correspondiente). Pues la posibilidad de que esta última sanción se produzca directamente –de forma paralela e independiente a la valoración de la disconformidad con el Derecho administrativo– implica para el ejerciente de cargo o función públicos el añadido a los riesgos de responsabilidad administrativa y civil del de responsabilidad penal ya por razón de cualquier contravención del Derecho administrativo, como parece que comienza a demostrar la praxis[57].

El problema de que ahora se trata presenta especial gravedad, en cuanto no solo implica los principios estructurales superiores del Estado y del ordenamiento ya invocados, sino que supone una amenaza potencial, pero cierta, a la idoneidad de la Administración pública para actuar, en cuanto poder público, conforme a su propio estatuto constitucional. Pues es claro que el titular del cargo o del puesto de trabajo en la Administración no puede dejar de tener, al ejercer el primero o desarrollar la función asignada al segundo, el apuntado riesgo, con las inevitables consecuencias sobre la disposición del titular de uno y otro para actuar con plena e incondicional entrega a los requerimientos pertinentes. Lo que vale especialmente para aquellas ramas de la Administración pública que deben operar con competencias dotadas de amplios márgenes de apreciación o, incluso, discrecionalidad o, simplemente, referidas a cuestiones jurídica o fácticamente de gran complejidad, sensibilidad o conflictividad social y a cuya actuación es inherente, por ello, una significativa probabilidad de incursión (objetiva) en vicios.

Aquí se impone, pues, con mayor contundencia la solución ya avanzada para la impronta por acto administrativo. Así lo sostiene, para el Derecho alemán, H-J. Papier[58], afirmando que la responsabilidad penal del titular de un cargo o función solo procede cuando su conducta constituya un ilícito cualificado por desbordar la frontera exterior del ilícito puramente administrativo.

4. La cuestión prejudicial administrativa

Como para nuestro Derecho constata S. Muñoz Machado[59], el recurso por el Juez penal al mecanismo de la cuestión prejudicial administrativa es muy escaso. Se trata de un fenómeno imputable a la lógica del funcionamiento de los órdenes jurisdiccionales diferenciados, capaz de introducir serias distorsiones en el principio ideal de la unidad jurisdiccional. Que nuestro caso en modo alguno es peculiar lo demuestra igual lamento sobre la situación en el Derecho alemán por parte de H-J. Papier, antes citado. Y ello, a pesar de la específica idoneidad del aludido mecanismo para mantener el equilibrio en el tandem que, en la dirección y el control sociales, forman Derecho administrativo y Derecho penal, resolviendo las situaciones de potencial conflicto entre normas de uno y otro y evitando, por tanto, posibles valoraciones y decisiones jurídicas contradictorias.

La actual jurisprudencia[60] pretende hallar la justificación de tal modo de proceder en una supuesta contradicción entre el artículo 10.1 de la Ley orgánica del poder judicial (LoPJ) –que postularía así, vía extensión y a los efectos prejudiciales, de la competencia del pertinente orden jurisdiccional en los asuntos atribuidos a otros distintos, el ejercicio en ellos de tal competencia[61] como única solución– y el artículo 3 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal (LECr), que aclara que esa solución es solo la regla general, aplicable únicamente cuando las cuestiones propias de otro orden jurisdiccional aparezcan tan íntimamente ligadas al hecho punible que sea racionalmente imposible su separación[62]. Contradicción (con efecto derogatorio del art. 3 LECr y la consiguiente desaparición de las cuestiones devolutivas con efecto suspensivo), que confirmaría el apdo. 2 del propio art. 10 LoPJ y corroborarían tanto el principio de la unidad de la jurisdicción consagrado en el artículo 3 LoPJ[63], como el artículo 24.2 CE (interdicción de las dilaciones indebidas), pues se considera que la doctrina del Tribunal Constitucional no es concluyente en esta materia (véase, no obstante, la STC 278/2000, de 27 de noviembre).

No existe, sin embargo, la contradicción de este modo afirmada. La extensión de la competencia a las cuestiones prejudiciales de otro orden jurisdiccional, de un lado, se predica de todos estos órdenes y no solo del penal, y, de otro lado, se formula en términos de pura habilitación, que, por sí mismos, no excluyen la procedencia de la remisión –con efecto devolutivo y, por tanto, suspensivo– de la cuestión extrapenal al orden pertinente (lo que quiere decir: no se opone en modo alguno a la regla más precisa y matizada del art. 3 LECr). Razonamiento éste que la regla (orgánica) más precisa que impone la cuestión prejudicial penal con efecto devolutivo (y, por tanto, suspensivo) lejos de desmentir corrobora plenamente. Pues obedece justamente a la función de ultima ratio del Derecho penal e, incluso así, la procedencia en todo caso de dicha cuestión no sólo es libremente excepcionable por el legislador, sino que aparece restringida, con carácter general, justamente a los supuestos de imbricación inextricable entre la cuestión extrapenal y la penal o de condicionamiento por ésta del contenido de aquélla. Restricción del campo de juego de la cuestión penal (cuya imposición “en todo caso” se enfatiza por la jurisprudencia que se critica) que no viene a ser sino la formulación en forma distinta de la regla general (ligazón íntima que haga imposible racionalmente la separación) establecida para todos los órdenes jurisdiccionales en el artículo 3 LECr. Con lo que, situada la cuestión en su contexto obligado: el de los principios superiores del Estado-ordenamiento, el razonamiento se vuelve contra la tesis jurisprudencial: si la cuestión prejudicial penal es preceptiva en un ámbito acotado, el correcto examen de la cuestión principal penal debe demandar inexcusablemente también (por identidad de razón y en virtud del principio de legalidad penal) el recurso, suspensivo, a la cuestión prejudicial administrativa, cuando ésta aparezca inextricablemente imbricada con la penal o condicione el contenido de ésta. Pues solo el correcto enjuiciamiento de la misma (únicamente institucionalmente asegurado por la intervención del orden jurisdiccional contencioso-administrativo) puede conducir a un enjuiciamiento asimismo correcto, es decir, acorde con las garantías pertinentes, de la cuestión penal.

Los argumentos complementarios que aduce en su favor la jurisprudencia penal objeto de crítica carecen de entidad incluso para matizar o modificar la conclusión así alcanzada:

a) El principio de unidad de jurisdicción no solo no puede ser esgrimido contra la diversificación de órdenes jurisdiccionales, sino que aboga incluso por la coordinación de éstos (vía, por ejemplo, la cuestión prejudicial). Y ello ya incluso por razón de la misma redacción literal del artículo 3 LoPJ, que dispone que la jurisdicción única “… se ejerce por los Juzgados y Tribunales previstos en esta Ley…” (la cursiva es del autor).

b) El artículo 24.2 CE solo prohíbe las “dilaciones indebidas”, por lo que nada dice en contra (sino todo lo contrario) de la observancia del “proceso” en los términos de su regulación legal (lo que incluye la cuestión prejudicial). Pues el derecho al debido proceso forma parte igualmente de las garantías consagradas por el precepto constitucional.

Desde el punto de vista de la situación actual en punto a la tramitación de las actuaciones judiciales penales, el argumento ahora analizado casi supone un escarnio. De lo que se trata, si existe una patología, es de solucionarla, pero no precisamente por medios y procedimientos que disminuyen las garantías y ponen en cuestión principios estructurales del entero Estado de Derecho. De ser necesario, pues, habría que modificar el régimen de la cuestión prejudicial para que no produzca dilaciones indebidas (si es que las produce), pero no parece de recibo que sencillamente se la sortee por el procedimiento de una interpretación más bien cuestionable.

c) La doctrina que tiene establecida el Tribunal Constitucional a este respecto y que se recoge en la STC 278/2000, de 27 de noviembre, es perfectamente congruente con la posición aquí mantenida. Pues sostiene: i) la relevancia incluso constitucional del no recurso a la cuestión prejudicial devolutiva cuando ésta proceda; declarando que procede cuando la eventualidad de resoluciones contradictorias no sea consecuencia inevitable del ejercicio de la independencia de los órganos jurisdiccionales en el marco legal vigente de distribución de la jurisdicción única entre los distintos órdenes, y precisando que así ocurre, en especial, cuando a) deriva de la diversa apreciación de unos mismos hechos desde distintas perspectivas jurídicas o b) cuando en virtud de la ordenación legal deba atribuirse prevalencia a un orden respecto de otro, de modo que lo resuelto en la Sentencia del primero deba ser vinculante para el segundo; y ii) el necesario respeto en los restantes casos (y sólo desde el punto de vista constitucional) a la independencia judicial a pesar de los inconvenientes que pueda tener que dos órganos judiciales distintos puedan llegar a interpretaciones jurídicas diferentes; circunstancia que se da en los asuntos en los que la cuestión extrapenal resulte instrumental para resolver la pretensión en el proceso penal, porque corresponde a cada orden jurisdiccional concreto decidir si se cumplen o no los requerimientos precisos para poder resolver la cuestión sin necesidad de suspender el curso de las actuaciones[64].

Siendo más difícil conseguir que el legislador sea plenamente consecuente con los requerimientos del sistema a la hora de establecer improntas administrativas en el Derecho penal, pero teniendo en cuenta la utilidad, en el plano de la aplicación del Derecho, de la figura de la cuestión prejudicial administrativa, es imperativo reivindicar la recuperación de la funcionalidad de esta técnica clave en la articulación del juego del bloque Derecho administrativo-Derecho penal para su correcto funcionamiento en el cumplimiento de la función de dirección y control sociales que conjuntamente les corresponde en los sectores de la realidad “administrativizados”. Y es imperativo, dados el rumbo que vienen siguiendo tanto el Derecho penal como, en su aplicación y a la luz de la jurisprudencia del Tribunal Supremo, los órganos judiciales del orden penal, y la situación de riesgo que generan para el funcionamiento correcto del sistema jurídico por distorsión de las condiciones mínimas exigibles al expresado funcionamiento del bloque Derecho Administrativo-Derecho penal.

Recibido: 12 de julio de 2010
Aceptado: 26 de julio de 2010

[1] Sobre este asunto, recientemente M. Casino, La increíble historia del deber de identificar al conductor infractor, Ed. Civitas, Madrid, 2010.

[2] Concepto acuñado por E. Denninger, en su artículo “Der Präventionsstaat”, incluido en su obra Der gebändigte Leviatán, Ed. Nomos, Baden Baden 1990.

[3] Fenómeno en el que ha incidido la obra del sociólogo U. Beck, cuyos trabajos principales a este respecto están traducidos y publicados en España: La sociedad del riesgo global, Siglo XXI de España Editores, 2002; La sociedad del riesgo global. Siglo XXI de España Editores, 2006; La sociedad del riesgo: hacia una nueva modernidad, Ediciones Paidós Ibérica, 2006; y La sociedad del riesgo mundial: en busca de la seguridad perdida, Ediciones Paidós Ibérica, 2008.

[4] En este sentido E. Denninger, Recht in globaler Unordnung, Ed. BWV Berliner-Wissenschaft, 2005.

[5] Ello se ha puesto especialmente de manifiesto últimamente con ocasión de la llamada gripe A y las consecuencias (para la navegación aérea) de la erupción del volcán en Islandia.

[6] E-W– Böckenförde, Staat, Gesellschaft, Freiheit. Studien zur Staatstheorie und zum Verfassungsrecht, Ed. Suhrkamp, Frankfurt a. M. 1976, p. 60.

[7] El fenómeno apuntado deriva del argumento del terrorismo internacional y de la superación por la evolución de los acontecimientos de la diferenciación entre seguridad interior y exterior (con obsolescencia del sistema de seguridad establecido).

El concepto ampliado de seguridad descansa en la idea de que el futuro puede depararnos escenarios de riesgos y peligros completamente nuevos: el deterioro de Estados y la desintegración de regiones enteras (con sus repercusiones desestabilizadoras globales); nuevas formas de terrorismo; ataques centrados en los sistemas que articulan y sostienen la sociedad de la información; descontrol de las armas de destrucción masiva y acceso a ellas de los terroristas; catástrofes ecológicas de dimensiones globales por razón de la erosión del suelo, la escasez de agua, la subida del nivel del mar, el cambio climático, etc.; evolución demográfica (crecimiento espectacular en unas regiones y regresión en otras, significativamente en Europa) y posibles conflictos por recursos existenciales y grandes migraciones, entre otros.

El concepto ampliado de seguridad apunta, así, a la reacción frente a los apuntados fenómenos mediante el desarrollo de un pensamiento comprensivo de seguridad, en el que se desdibujan las diferenciaciones y fronteras entre ámbito interior y exterior, espacio privado y público, Estado de Derecho y Estado social, seguridad económica y ecológica, etc. La finalidad es la reconcentración de tareas estatales hoy especializadas (policía, fuerzas armadas, gestión de los recursos naturales, cooperación internacional, etc.) y su recentralización en la máxima instancia estatal (como la mínima escala adecuada para la respuesta frente a los riesgos). Finalidad, que apunta, a su vez, a una nueva concepción del Estado, en la que la tarea de seguridad asume una posición central prevalente por tratarse –el elemento de la seguridad– de una decisiva constante del desarrollo social.

[8] En este sentido, J. Isensee, Das Grundrecht auf Sicherheit, Ed. Walter de Gruyter, Berlin-New York 1983, pp. 16 y sgs.

[9] Como ha señalado certeramente A. E. Perez Luño, Seguridad jurídica y sistema cautelar, Doxa 7 (1990), Biblioteca virtual Miguel de Cervantes.

[10] De la obra (Derecho penal del enemigo) de este autor existe versión en español, de la que es coautor Manuel Cancio Meliá, Ed, Cívitas, 2ª ed. Madrid, 2006.

[11]Como ha puesto de relieve B. Hirsch, “Auf dem Weg in den Überwachungsstaat?”, en S. Huster y K. Rudolph (Eds.) Vom Rechtsstaat zum Präventionsstaat, Ed. Suhrkamp, Frankfurt a M. 2008, pp. 164 y sgs.

[12] L. Parejo Alfonso, Seguridad pública y policía administrativa de seguridad, Ed. Tirant lo Blanch, Valencia, 2008.

[13] Las relaciones indicadas no son efectivamente de hoy, existen desde el nacimiento del Derecho Administrativo y son inevitables, en tanto que ambas ramas del Derecho incluyen en su objeto:

a) La represión de acciones u omisiones y, por tanto, la tipificación de las correspondientes conductas como ilícitos (delitos y faltas, el Derecho penal; infracciones administrativas, el Derecho administrativo) que deben ser objeto de pena y sanción, respectivamente. Lo que ha encontrado reflejo en la regulación conjunta por el artículo 25 de la Constitución de 1978 de las garantías frente al ius puniendi propiamente dicho o penal y la potestad sancionadora administrativa, con la consecuencia de importantes malentendidos en el ulterior tratamiento de esta última.

La convivencia de ambos mecanismos de retribución de ilícitos mediante pena/sanción ha dado lugar –a partir de la CE– a su completa depuración, con el resultado, por obra fundamentalmente del Tribunal Constitucional, de: i) la traslación de las garantías penales al Derecho sancionador administrativo (SsTC 18/1981, de 8 de junio; 9/1982, de 10 de marzo; 83/1984, de 24 de julio; 48/1984, de 4 de abril; 87/1985, de 16 de julio; 2/1987, de 21 de enero; 42/1987, de 7 de abril; 3/1988, de 21 de enero; 19/1989, de 21 de diciembre; 61/1990, de 29 de marzo; 76/1990, de 26 de abril; 154/1990, de 15 de octubre; 246/1991, de 19 de diciembre; 21/1993, de 18 de enero; 297/1993, de 18 de octubre;120/1996, de 8 de julio; 127/1996, de 9 de julio; 128/1996, de 9 de julio; 169/996, de 29 de octubre; 39/1997, de 27 de febrero; 45/1997, de 11 de marzo; 83/1997, de 22 de abril; 95/1997, de 19 de mayo; 25/2002, de 11 de febrero; y 75/2002, de 8 de abril) sobre la más que discutible base de que el poder judicial de imponer penas y la potestad sancionadora administrativa no serían más que manifestaciones de un mismo y teórico ius puniendi estatal; ii) el establecimiento de la preferencia de la persecución del ilícito penal sobre la sanción de la infracción administrativa (STC 77/1983, de 3 de octubre); y iii) la prohibición de la doble retribución penal y administrativa de unos mismos hechos –principio de ne bis in idem (SsTC 2/1981, de 30 de enero; 77/1983, de 3 de octubre; 195/1985, de 27 de noviembre; 154/1990, de 15 de octubre; y 2/2003, de 16 de febrero).

b) La prevención de la actualización de riesgos y peligros de lesión o perturbación de la seguridad y el orden.

Aunque éste sea el objeto específico del Derecho regulador de la acción de la policía en cuanto precisa organización administrativa, la acción judicial de orden criminal no se ha circunscrito nunca a la retribución del ilícito ya cometido, extendiéndose igualmente a la prevención del peligro de perturbación del orden (véase J. Leal Medina, La historia de las medidas de seguridad, De las instituciones preventivas más remotas a los criterios científicos penales modernos, Ed. Thomson/Aranzadi, 2006), solapándose así parcialmente con el Derecho administrativo de la seguridad ciudadana y el orden público. El Derecho penal moderno conoce, en efecto, no solo la peligrosidad criminal –entendida como resultado de un juicio pronóstico sobre la probabilidad de que se produzca una acción constitutiva de ilícito penal-, sino también la peligrosidad social –concebida como probabilidad de que se produzca una acción dañosa, con entera independencia de que constituya o no ilícito penal-; categoría esta última que –aún juzgada imprescindible– se considera ella misma “peligrosa” por la contradicción de principio que existe entre pena y medida de seguridad (véase C. M. Romeo Casabona, Peligrosidad y Derecho Penal preventivo, Ed. Bosch, Barcelona 1986, especialmente pp. 13 a 15, 17 a 19 y 20 y sgs.)

[14] A partir de la CE se han clarificado los ámbitos respectivos de la policía administrativa de la seguridad y el orden públicos y la persecución judicial del ilícito penal, sobre todo gracias a la supresión, en esta última, de las medidas de seguridad referidas a la peligrosidad predelictual y, por tanto, social, por efecto de la doctrina del Tribunal Constitucional (STC 23/1986, de 14 febrero, conforme a la cual son contrarias al principio de legalidad penal la imposición de medidas de seguridad con anticipación a la punición de la conducta penal y la concurrencia sobre un mismo hecho de pena y medida de, ya que –siendo la medida de seguridad una condena– no es permisible otra condena que la que recaiga sobre quien haya sido declarado culpable de la comisión de un ilícito penal. Además, supone un quebrantamiento del principio ne bis in idem, hacer concurrir penas y medidas de seguridad sobre tipos de hecho, igualmente definidos, y ello aunque se pretenda salvar la validez de la concurrencia de penas y medidas de seguridad diciendo que en un caso se sanciona la “culpabilidad” y en el otro la “peligrosidad”; en el mismo sentido, STC 21/1987, de 19 febrero). En la actualidad persiste, sin embargo, la zona de fricción que representa la peligrosidad postdelictual (véase, J. M. Maza Martín, La necesaria reforma del Código Penal en materia de medidas de seguridad, en volumen colectivo, serie Cuadernos de Derecho Judicial, Escuela Judicial del Consejo General del Poder Judicial, 2007, pp. 13 a 45).

[15] Lo que es consecuente con el orden sustantivo constitucional. Es ésta, por su porte, cuestión que no puede aquí ser tratada con la extensión y el detalle que reclama. Baste a los efectos que aquí importan (la justificación de la preferencia de la técnica jurídico-administrativa de dirección y control sociales) con decir que de la fundamentación del entero orden constitucional en el valor superior de la libertad (art. 10.1 CE) deriva la preferencia de las opciones de dirección y control sociales con menor incidencia en las libertades y los derechos constitucionales sobre los que la tengan mayor y, por tanto, del recurso a las soluciones organizativas y regulatorias civiles sobre las militares y, en lo que aquí interesa, de las jurídico-administrativas sobre las penales

[16] Para la apreciación de idéntico fenómeno (criminalización del Derecho Administrativo: J. Chr. Froment) en el ordenamiento francés, véanse las referencias que hace S. Muñoz Machado en su Tratado de Derecho Administrativo y Derecho Público General, I La formación de las instituciones públicas y su sometimiento al Derecho, Ed. Iustel, 2006, pp. 79 y 80.

[17] W. Hoffmann-Riem, op. cit.

[18] Sobre esta utilización instrumental del Derecho penal y los medios de la persecución de ilícitos penales al servicio de fines ajenos a tal persecución, concretamente fines administrativos en nuestro Derecho (como se viene poniendo de relieve, por ejemplo, en el ámbito de la disciplina deportiva y la lucha contra el dopaje), que ha llamado ya la atención de la doctrina penal, véase A. Castro, “Instrumentalización de los medios de investigación criminal con injerencia en derechos fundamentales al servicio de fines puramente deportivos”, Revista Aranzadi de Derecho de Deporte y Entretenimiento, pendiente de publicación (texto manejado por cortesía del autor).

[19] Dando lugar a nuevas dudas sobre la adscripción de determinadas regulaciones a uno y otro Derecho, como pone de relieve F. Schoch, “Polizei– und Ordnungsrecht”, en Ed. E. Schmidt-Assmann, Besonderes Verwaltungsrecht, Ed. Walter de Gruyter, Berlin, 2005, 13 ed., pp. 126 y sgs.

[20] S. Muñoz Machado, op. cit. en nota 16, pp. 70 y sgs.

Este autor cifra en los siguientes los problemas que genera el fenómeno que denuncia:

— Utilización por los Tribunales administrativos del Derecho penal para valorar la legalidad de los actos administrativos.

— Resolución de cuestiones administrativas por los Jueces penales (tendencia que critica como extensión grave e innecesaria de la jurisdicción penal y, además, peligrosa para el Estado de Derecho porque la fiabilidad del rigor técnico de la decisión judicial es escasa.

— Defectuosa articulación entre la jurisdicción penal y administrativa a efectos de resolución por ésta de cuestiones prejudiciales.

— Aplicación de la represión penal a delitos no intencionales cometidos por autoridades y funcionarios con ocasión del ejercicio de sus cargos.

— Preferencia absoluta de la represión penal sobre las sanciones administrativas (régimen del ne bis in idem).

Del mismo autor, véase igualmente “De los delitos y las penas: ayer y hoy”, en J. Ortiz Blasco y P. Mahillo Garcías (coord.), La responsabilidad penal en la Administración pública. Una imperfección normativa, Ed. Fundación Democracia y Gobierno Local, Barcelona, 2010.

[21] Este riesgo consistiría, en opinión de J. M. Silva Sánchez, La expansión del Derecho penal. Aspectos de la política criminal en las sociedades postindustriales, Cívitas, Madrid, 2ª ed., 2001, en la transformación del Derecho penal en un Derecho de gestión (punitiva) de riesgos generales.

[22] A. Jiménez Blanco, El Juez penal y el control de la Administración: Notas sobre la Sentencia de la Sala Segunda del Tribunal Supremo de 27 de noviembre de 2009. Asunto Andratx, texto inédito pero de próxima publicación en el libro homenaje al Prof. A. Pérez Moreno, al que se ha accedido por deferencia del autor.

[23] A ellas me he referido ya en otro lugar. Véase L. Parejo Alfonso, op. cit. en nota 12 y también La idea de la reforma del Derecho administrativo general. Su planteamiento en España, en Innovación y reforma en el Derecho administrativo, Javier Barnes (ed.), Global Law Press, Sevilla 2006.

[24] Que lleva al desmantelamiento, sin alternativas claras y perfiladas, de técnicas administrativas tradicionales al servicio de nuevos objetivos abstractos (flexibilización, eficiencia, liberalización), privando progresivamente a la Administración pública –sin por ello poder exonerarla de responsabilidad última alguna– de los instrumentos precisos para hacer frente a su cometido y colocándola así forzosamente bajo una luz negativa que no hace sino retroalimentar el proceso.

[25] A esta indisposición y la consecuente necesidad de una profunda reforma del Derecho Administrativo en la línea de la que viene llevando a cabo la doctrina científica alemana desde hace décadas me he referido in extenso, primero, en L. Parejo Alfonso, “La idea de la reforma del Derecho administrativo general; su planteamiento en España”, en J. Barnes (editor), Innovación y reforma en el Derecho administrativo, Ed. Global Law Press, Sevilla, 2006; más tarde en Problemas actuales del Derecho Administrativo, ponencia presentada en el XVII Congreso Italo-español de Profesores de Derecho administrativo, celebrado en la Universidad de Zaragoza del 23 al 25 octubre de 2008, pendiente de publicación en el libro homenaje al Prof. L. Morell Ocaña, Ed. Iustel.

[26] Por todas, E. García de Enterría y T. R. Fernández, Curso de Derecho Administrativo, I (13ª ed.) y II (10ª ed.), Ed. Thomson/Cívitas, 2006; y J. R. Parada Vázquez, Derecho Administrativo I. Parte General, 13ª ed, Ed. Marcial Pons, 2008.

[27] Es ilustrativa la conclusión a la que, en el punto relativo a la Administración y los Jueces, llega gráficamente J. R. Parada Vázquez, op. cit. en nota anterior, p. 37: “Cuando los ciudadanos se relacionan con una Administración Pública deben, pues, reiteramos, tener muy presente, si no quieren caer en la aludida trampa de Caperucita: que, tras la apariencia de un sujeto de Derecho, de una persona jurídica –de una débil abuelita– la Administración Pública esconda las garras normativas, ejecutorias y sancionadoras del que por su posición política y jurídica, sigue siendo el más fuerte y arrogante de los poderes públicos”.

[28] Sobre ello L. Parejo Alfonso, Crisis y renovación en el Derecho público, Ed. CEC, Madrid, 1991; reimpresión por Ed. Ciudad Argentina, Buenos Aires, 2003; edición actualizada en Ed. Palestra, Lima, 2008.

[29] No se emplea aquí obviamente terminología jurídico-penal. El fenómeno aludido comprende el que el Tribunal Constitucional califica de complemento extrapenal (aquí administrativo) indispensable para la compleción de la tipificación de ilícitos penales en blanco (ver, por todas, STC 34/2005, de 17 de febrero, y las anteriores que ella cita).

[30] M. Schröder, Verwaltungsrecht als Vorgabe für Zivil– und Strafrecht, en Veröffentlichungen der Vereinigung der Deutschen Staatsrechtslehrer núm. 50, De Gruyter, Berlin 1991, p. 204.

[31] Como, argumentando exclusivamente en el plano de la aplicación del Derecho, pone acertadamente de relieve S. Muñoz Machado, op. cit. en nota 16, pp. 81 in fine, 82 y 84 y sgs., las razones de la universalización incondicionada (preferencia absoluta) de la jurisdicción penal y, por tanto, el desuso del recurso a la cuestión prejudicial administrativa han desparecido hace ya tiempo con la evolución misma del Derecho Administrativo.

[32] Ejemplo paradigmático (y, por demás, preocupante e, incluso, sobrecogedor), bien reciente, lo proporciona la Sentencia de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo de 27 de noviembre de 2009 en el asunto –bien aireado por los medios de comunicación– de la edificación llevada a cabo por el Alcalde de Andratx (Mallorca). Pues, ante la alegación de la concurrencia de infracción administrativa e infracción penal, no reprime la verdadera causa “extrajurídica” (difícilmente conciliable con el rigor del proceso aplicativo de la normativa penal), apelando directamente a

“(…) la desastrosa situación a que, a pesar de la normativa legal y administrativa, se ha llegado en España respecto a la ordenación del territorio, incluida la destrucción paisajista, justifica que, ante la inoperancia de la disciplina administrativa, se acude al Derecho Penal, como Última Ratio (…)” (la cursiva y el subrayado son del autor).

Añadiendo, por si hubiera duda:

“… No es admisible dudar de que el hecho afecta gravemente al bien jurídico tutelado penalmente….” (la cursiva es del autor).

El fenómeno de la corrupción está dando lugar, además, a iniciativas reactivas y, por tanto, influidas por y en el “calor” de la circunstancia, del Código penal, como la que –al tiempo de escribirse estas líneas– está en tramitación en el Congreso de los Diputados.

[33] Obvio resulta advertir aquí, para evitar malentendidos, que no se está haciendo referencia al supuesto de la comisión (sin implicación del régimen del ejercicio de las propias funciones) de delitos o faltas por autoridades y funcionarios; delitos y faltas que pueden y deben ser valorados de forma independiente en sede penal. Únicamente se alude, pues, a la posibilidad de la valoración penal independiente como riesgo de incursión en responsabilidad penal con ocasión del desempeño (correcta jurídica-administrativamente) del cargo o puesto de trabajo.

[34] Son numerosas las ocasiones en las que el legislador penal recurre directa o indirectamente, en la determinación del supuesto de hecho, al ordenamiento administrativo. Así, por ejemplo, cuando se refiere a:

— La “legítima autorización” en el delito de coacciones del art. 172.1 CP.

— El “abuso del cargo” en los delitos de tortura y contra la integridad moral del art. 174. CP.

— Las expresiones “fuera de los casos permitidos por la Ley” en los delitos de descubrimiento y revelación de secretos y allanamiento de morada, domicilio de personas jurídicas y establecimientos abiertos al público de los arts. 198 y 204 CP.

— Las expresiones “cosas destinadas a un servicio público” y “grave quebranto de éste” en el delito de hurto del art. 235 CP.

— La “autorización debida”, el “dominio público o privado”, la “alteración de términos” de “pueblos” (evidentemente: municipios) y las “aguas de uso público y privado” en el caso de delito de usurpación de los arts. 245.2, 246 y 247 CP.

— El “concurso o subasta pública” (evidentemente: contratos del sector público), los “postores” (licitadores) y el “remate” o “adjudicación” y “Administraciones o entes públicos” (evidentemente: sujetos del sector público) en el caso del delito de alteración del precio en concursos y subastas públicos del art. 262 CP.

— El “libre ejercicio de autoridad”, los “bienes de dominio o uso público o comunal” y las “obras, establecimientos o instalaciones militares, buques de guerra, aeronaves militares, medios de transporte o transmisión militar, material de guerra, aprovisionamiento u otros medios o recursos afectados al servicio de las Fuerzas Armadas o de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad” en el delito de daños de los arts. 264 y 265 CP.

— Las “retenciones o ingresos a cuenta” y las “devoluciones o beneficios fiscales”, la “regularización de la situación tributaria antes de la notificación por la Administración tributaria de la iniciación de actuaciones de comprobación tendentes a la determinación de las deudas tributarias”, la “aplicación a fondos obtenidos aplicación distinta de aquélla a que estuvieren destinados”, la “subvención, desgravación o ayuda de las Administraciones públicas”, las “condiciones requeridas para su concesión”, el “incumplimiento de las condiciones establecidas” y la “alteración sustancial de los fines para los que la subvención fue concedida” en los delitos contra la Hacienda pública y –en términos equivalentes– la Seguridad Social de los arts. 305, 306, 307 y 308 CP.

— El “empleo de súbditos extranjeros sin permiso de trabajo” en el delito contra los derechos de los trabajadores previsto en el art. 312.2 CP.

— La “inmigración clandestina de personas” en el delito contra los derechos de los ciudadanos extranjeros del art. 318 bis CP.

— Los “promotores, constructores o técnicos directores” que lleven a cabo una “construcción” “no autorizada” en “suelos destinados a viales, zonas verdes, bienes de dominio público o lugares que tengan legal o administrativamente reconocido su valor paisajístico, ecológico, artístico, histórico o cultural, o por los mismos motivos hayan sido considerados de especial protección”, la “edificación no autorizable” , el “suelo no urbanizable”, el “informe favorable”, el “proyecto de edificación”, la “concesión de licencias” y las “licencias contrarias a las normas urbanísticas vigentes” en los delitos contra la ordenación del territorio de los arts. 319 y 320 CP.

En la modificación de estos preceptos prevista en el proyecto de modificación del Código penal en trámite en el Congreso de los Diputados al tiempo de escribir estas líneas, se añaden a los anteriores los conceptos de “obras de urbanización” (“no autorizables”), “instrumentos de planeamiento, proyectos de urbanización, parcelación, reparcelación, construcción o edificación…contrarios a las normas de ordenación territorial y urbanística”, omisión de “inspecciones de carácter obligatorio” y silenciamiento con ocasión de inspecciones de “infracciones de las normas”.

— El “derribo o alteración grave de edificios singularmente protegidos” y el “interés histórico, artístico, cultural o monumental” en el delito contra el patrimonio histórico del art. 321 CP.

— La “contravención de las Leyes u otras disposiciones de carácter general protectoras del medio ambiente”, las “emisiones, vertidos, radiaciones, extracciones o excavaciones, aterramientos, ruidos, vibraciones, inyecciones o depósitos”, “la atmósfera, el suelo, el subsuelo”, “las aguas terrestres, marítimas o subterráneas”, los “espacios transfronterizos”, la “captación de aguas” y las “radiaciones ionizantes u otras sustancias en el aire, tierra o aguas marítimas, continentales, superficiales o subterráneas” en el delito contra el medio ambiente del art. 325 CP.

— El “funcionamiento clandestino”, la “preceptiva autorización”, la “aprobación administrativa”, la “desobediencia de órdenes expresas de la autoridad administrativa de corrección o suspensión de actividades”, la “obstaculización de la actividad inspectora de la Administración” y la “extracción ilegal de aguas en período de restricciones” en el delito contra los recursos naturales y el medio ambiente del art. 326 CP.

— El “informe favorable”, las “licencias manifiestamente ilegales”, las “industrias o actividades contaminantes”, el “silenciamiento en inspecciones de la infracción de Leyes o disposiciones normativas de carácter general” y el “espacio natural protegido” en los delitos contra los recursos naturales y el medio ambiente de los arts. 329.1 y 330 CP.

— La “contravención de las Leyes o disposiciones de carácter general protectoras de las especies de flora o fauna (silvestre)”, la “expresa prohibición por las normas específicas sobre su caza o pesca (de especies)”, el “régimen cinegético especial” y “legalmente autorizado” en los delitos relativo a la protección de la flora, fauna y animales domésticos de los arts. 333, 334, 335 y 336 CP.

— La “debida autorización” en el delito relativo a la energía nuclear del artículo 345 CP.

— La “contravención de las normas (o medidas) de seguridad establecidas” en los delitos de riesgo provocados por explosivos y otras sustancias, manipulación de organismos o pozos o excavaciones de los arts. 348, 349 y 350 CP.

— Los “montes o masas forestales” en los delitos de incendios forestales de los arts. 352 y 354 CP.

— Las expresiones “debidamente autorizado” o “autorizado”, “sin cumplimiento de las formalidades previstas en las Leyes y Reglamentos respectivos”, “incumplimiento de las exigencias técnicas”, “sustancias o grupos farmacológicos prohibidos, así como métodos no reglamentarios”, “según lo autorizado o declarado”, “requisitos establecidos en las Leyes o reglamentos sobre caducidad o composición”, “productos cuyo uso no se halle autorizado”, “aditivos u otros agentes no autorizados” y “obrar en el ejercicio del cargo” en los delitos contra la salud pública de los arts. 359, 360, 361, 361 bis, 362, 363 y 364.1 CP.

— Las formulaciones “velocidad superior en sesenta kilómetros por hora en vía urbana o en ochenta kilómetros por hora en vía interurbana a la permitida reglamentariamente”, “requerido por un agente de la autoridad”, “negativa a someterse a las pruebas legalmente establecidas para la comprobación de las tasas de alcoholemia y la presencia de las drogas tóxicas, estupefacientes y sustancias psicotrópicas”, “pérdida de vigencia del permiso o licencia por pérdida total de los puntos asignados legalmente”, “sin haber obtenido nunca permiso o licencia de conducción” y “anulación de la señalización” en los delitos contra la seguridad vial de los arts. 379.1, 383, 384 y 385 CP.

— La “moneda” “moneda falsa”, la “moneda alterada”, la “moneda metálica”, el “papel moneda” y “curso legal” en el delito de falsificación de moneda de los arts. 386 y 387 CP.

— La fórmula “en el ejercicio de sus funciones” en el delito de falsificación de documento público del art. 390 CP.

— Los “actos propios de una autoridad o funcionario público atribuyéndose carácter oficial” en el delito de usurpación de funciones públicas del art. 402 CP.

— Las fórmulas “resolución arbitraria en un asunto administrativo”, “en el ejercicio de su competencia”, “a sabiendas de su ilegalidad” y “sin la concurrencia (o carencia) de los requisitos legalmente establecidos” en los delitos de prevaricación de los arts. 404, 405 y 406 CP .

— El “abandono de destino”, la “falta a la obligación del cargo” y el “abandono colectivo y manifiestamente ilegal de un servicio público (en su caso esencial)” en los delitos de abandono de destino y omisión del deber de perseguir delitos de los arts. 407, 408 y 409 CP.

— Las fórmulas “debido cumplimiento a … decisiones u órdenes de la autoridad superior, dictadas dentro del ámbito de su respectiva competencia y revestidas de las formalidades legales”, “requerimiento de autoridad competente”, “auxilio debido” y “no prestación del auxilio debido a servicio público” en los delitos de desobediencia y denegación de auxilio de los arts. 410, 411 y 412 CP.

— Las expresiones “autoridad competente”, “sin la debida autorización”, “documentos secretos” y “custodia confiada por razón del cargo” en los delitos de infidelidad en la custodia de documentos y revelación de secretos de los arts. 413, 414 y 415 CP.

— Las fórmulas “en el ejercicio del cargo”, “abstención de un acto de práctica debida en el ejercicio del cargo” y “en consideración a su función o para la consecución de un acto no prohibido legalmente” en los delitos de cohecho de los arts. 419, 420, 421 y 426 CP.

— La “prevalencia del ejercicio de las facultades del cargo o de cualquier otra situación derivada de la relación… jerárquica” en el delito de tráfico de influencias del art. 428 CP.

— Las fórmulas “caudales o efectos públicos”, “tener a cargo por razón de las funciones”, “daño o entorpecimiento producido al servicio público”, “usos ajenos a la función pública”, “designación como depositario de caudales o efectos públicos” y “embargo, secuestro o depósito por autoridad pública” en los delitos de malversación de los arts. 432 y 433, en relación con el 436, CP.

— Las “intervención por razón del cargo”, las “modalidades de contratación pública”, las “liquidaciones de efectos o haberes públicos” y los “derechos, tarifas por aranceles o minutas” en los delitos de fraude y exacción ilegal de los arts. 436 y 437 CP.

— El “deber de informar, por razón del cargo, en cualquier clase de contrato, asunto, operación o actividad” y las expresiones “fuera de los casos admitidos en las Leyes o Reglamentos” y “asuntos que se tramiten, informen o resuelvan en la oficina o centro directivo en que esté destinado o del que dependa [el funcionario]” en los delitos de negociaciones y actividades prohibidas de los arts. 439 y 441 CP.

[35] En los artículos 321 y 323 CP, el Juez penal puede ordenar, en caso de condena, la reconstrucción o restauración de la obra derribada o alterada o la restauración, en lo posible, el bien dañado, respectivamente.

[36] En el artículo 355 CP se habilita al Juez penal para acordar, en caso de condena, que i) la calificación del suelo en las zonas afectadas por un incendio forestal no pueda modificarse en un plazo de hasta treinta años; y también ii) que se limiten o supriman los usos que se vinieran llevando a cabo en las zonas afectadas por el incendio, así como la intervención administrativa de la madera quemada procedente del incendio.

[37] Conforme al artículo 369.2 CP el Juez penal puede, además de la condena, decretar la pérdida de la posibilidad de obtener subvenciones o ayudas públicas y del derecho a gozar de beneficios o incentivos fiscales o de la Seguridad Social, durante el tiempo que dure la mayor de las penas privativas de libertad impuesta.

[38] El artículo 384.2 CP contempla, en efecto, la decisión judicial de privación cautelar o definitiva de permiso o licencia para conducir.

[39] Sobre estos extremos ha advertido M Schröder, op. cit. en nota 30, p. 209.

[40] Véase, por todos, M. Schröder, op. cit. en nota 30, pp. 206 y sgs.

[41] En este sentido, para el caso alemán, M. Schröder, op. cit. en nota 30, p. 207.

[42] Por todas las STC 34/2005, de 17 de febrero, impone las tres siguientes: “… en primer lugar, que el reenvío normativo sea expreso; en segundo término, que esté justificado en razón del bien jurídico protegido por la norma penal; y, finalmente, que la Ley, además de señalar la pena, de certeza, es decir, sea de la suficiente concreción para que la conducta calificada de delictiva quede suficientemente precisada con el complemento indispensable de la norma a la que la ley penal se remite, resultando, de esta manera, salvaguardada la función de garantía del tipo con la posibilidad de conocimiento de la actuación penalmente conminada”.

[43] Véase la STC citada en nota anterior, que, a su vez, cita las 122/1987 y 127/1990.

[44] Cuando la regulación jurídico-administrativa remitida pertenezca a un campo ocupado por el ordenamiento comunitario-europeo, obvio resulta decir que el reenvío debe entenderse hecho asimismo a las normas (Reglamentos y Directivas, básicamente) comunitarias que rijan en la materia. Dado que el sistema de fuentes comunitario-europeo queda fuera de la disposición del ordenamiento español, los aludidos tipos de normas deben estimarse idóneos desde luego para cumplir la reserva de Ley a que se refiere la doctrina constitucional citada en notas 42 y 43.

[45] Dejándose aquí ahora abierto si lo hace satisfactoriamente o no desde el punto de vista de las exigencias constitucionales.

[46] Véanse los ejemplos extraídos del CP que se enumeran en la nota 34.

[47] Debe recordarse que el régimen de invalidez de los actos administrativos otorga preferencia al Derecho penal: conforme al artículo 62.1, d) de la Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de régimen jurídico de las Administraciones públicas y del procedimiento administrativo común, son nulos los actos constitutivos de infracción penal o sean consecuencia de ella. De suerte que la existencia de una infracción penal es, en Derecho administrativo, una cuestión prejudicial de orden penal.

[48] Esta problemática forma de proceder luce en las modificaciones que en el CP pretenden introducirse por el proyecto de Ley orgánica que actualmente se está debatiendo en el Congreso de los Diputados.

[49] R. Breuer, Konflikte zwischen Verwaltung und Strafverfolgung, Die Öffentliche Verwaltung (DÖV) 1987, pp. 169 y 179.

[50] M. Schröder, op. cit. en nota 30, p. 215.

[51] M. Schröder, op. cit. nota 30, p. 221.

[52] Sin perjuicio naturalmente de la libertad del legislador penal para restringir la relevancia penal (pues nada obsta a ella), cuando proceda, a los que sean ejecutivos o, incluso, los que sean firmes en vía administrativa. Pero obviamente tal restricción de los efectos jurídicos del acto solo tiene lugar en el caso de la aludida expresa previsión legal.

La prueba de la apuntada libertad del legislador penal es la normalidad con la que el CP matiza la conexión con actos administrativos, aludiendo, por ejemplo, a su legitimidad o a su vigencia. Por más que estas matizaciones puedan ser cuestionables desde otros puntos de vista.

[53] F. O. Kopp, U. Ramsauer, Verwaltungsverfahrensgesetz– Kommentar, C. H. Beck, 2007, comentario al parágr. 35 (relativo al concepto de acto administrativo).

[54] La Sentencia dice, en este punto: “Die Strafgerichte werden nicht unter Verstoß gegen den Gewaltenteilungsgrundsatz (Art. 20 Abs. 2 GG) an Entscheidungen der Verwaltung gebunden. Der Zweck des § 327 Abs. 2 Nr. 1 StGB, dem Betreiben genehmigungsbedürftiger Anlagen im Sinne des Bundes-Immissionsschutzgesetzes ohne die erforderliche Genehmigung auch mit Mitteln des Strafrechts entgegenzuwirken, bedingt zwangsläufig eine enge Verzahnung von Strafrecht und Verwaltungsrecht. Die Pflicht des Strafrichters, erteilte Genehmigungen jedenfalls grundsätzlich als gegeben hinzunehmen, folgt bereits aus der Formulierung des gesetzlichen Tatbestandes”.

[55] F. Ossenbühl, Verwaltungsrecht als Vorgabe für Civil– und Strafrecht; Deutsches Verwaltungsblatt (DVBl) 1990, pp. 963 y sgs.

[56] En este sentido, M. Schröder (con cita de otras opiniones), op. cit. en nota 15, p. 222.

[57] En esta cuestionable dirección parece que avanza la modificación del CP que está actualmente en discusión en el Congreso de los Diputados.

[58] H-J. Papier, en W. Krebs, M. Oldiges y H-J. Papier, Aktuelle Probleme des Gewässerschutzes, C. Heymann 1990, pp. 63 y sgs.

[59] S. Muñoz Machado, op. cit. en nota 16.

Sobre la cuestión prejudicial administrativa, véase E. García de Enterría, “La nulidad de los actos administrativos que sean constitutivos de delito ante la doctrina del Tribunal Constitucional, sobre cuestiones prejudiciales administrativas apreciadas por los jueces penales. En particular, el caso de la prevaricación”, en J. Ortiz Blasco y P. Mahillo Garcías (coord.), La responsabilidad penal en la Administración pública. Una imperfección normativa, Ed. Fundación Democracia y Gobierno Local, Barcelona, 2010.

[60] SsTS de 24 de febrero de 1993 y 25 de febrero de 1998 (RJ 1993, 1530 y 1998, 1193, respectivamente) y 1688/2000, de 6 de noviembre (RJ 2000, 9271); 1772/2000, de 14 de noviembre (RJ2000, 9294); 1490/2001, de 24 de julio (RJ 2001, 7720); 1807/2001, de 30 de octubre (RJ 2001, 5); y 2059/2001, de 29 de octubre (RJ 2002, 939).

En sentido más ponderado, la STS 784/2002, de 3 mayo (RJ 2002,7340), que dice:

“Por el principio de unidad del ordenamiento jurídico no existen compartimentos estancos entre los distintos órdenes jurisdiccionales. La prejudicialidad se produce por la relación y conexión entre las diversas ramas del derecho y plantea el dilema de determinar a que órgano judicial se atribuye su conocimiento. Por regla general, conforme al art. 3 de la LECrim, los órganos jurisdiccionales penales competentes para conocer de la cuestión principal, esto es, la cuestión penal, pueden avocar para sí el conocimiento de la cuestión prejudicial no penal para resolverla en el mismo proceso penal, por lo que se llama cuestión prejudicial no devolutiva. En las devolutivas, por el contrario, se difiere el conocimiento a los titulares de los órganos jurisdiccionales no penales, en este caso, a los del orden contencioso-administrativo. Son las previstas en el art. 4 de la LECrim y requieren, como condición indispensable, que la cuestión prejudicial sea determinante de la culpabilidad o de la inocencia. Ambas son relativas en contraste con las denominadas absolutas, reguladas en el art. 5 de la LECrim, en las que se deferirán siempre al juez civil”.

[61] Aunque admitiendo que tal ejercicio debe producirse en todo caso en los términos del artículo 7 LECr, que establece:

“El Tribunal de lo Criminal se atemperará, respectivamente, a las reglas del Derecho civil o administrativo, en las cuestiones prejudiciales que, con arreglo a los artículos anteriores, deba resolver.

En estos juicios será parte el Ministerio Fiscal”.

[62] Regla general, que es matizada en el siguiente artículo 4, a cuyo tenor:

Sin embargo, si la cuestión prejudicial fuese determinante de la culpabilidad o de la inocencia, el Tribunal de lo criminal suspenderá el procedimiento hasta la resolución de aquélla por quien corresponda; pero puede fijar un plazo, que no exceda de dos meses, para que las partes acudan al Juez o Tribunal civil o contencioso-administrativo competente.

Pasado el plazo sin que el interesado acredite haberlo utilizado, el Tribunal de lo criminal alzará la suspensión y continuará el procedimiento”.

[63] Esta jurisprudencia (véase STS 1490/2001, de 24 de julio; RJ 2001, 7720) argumenta, en este sentido, que el precepto legal orgánico: “… dispone que “la Jurisdicción es única y se ejerce por los Juzgados y Tribunales previstos en esta Ley, sin perjuicio de las potestades jurisdiccionales reconocidas por la Constitución a otros órganos”. Como consecuencia de este principio de “unidad de jurisdicción”, que no permite hablar de distintas jurisdicciones sino de distribución de la jurisdicción única entre diversos “órdenes” jurisdiccionales, el art. 10.1 de la citada LOPJ establece…”.

[64] La parte pertinente de los fundamentos 6.ºy 7.ºde la Sentencia dice literalmente así:

Para abordar correctamente la lesión aducida hemos de recordar nuestra ya asentada doctrina sobre el tema, ante todo porque los recurrentes consideran que, con carácter general, hemos sostenido que, ante la existencia del instituto de la prejudicialidad, el derecho a la tutela judicial efectiva impide a los órganos judiciales pronunciarse sobre una cuestión cuyo conocimiento corresponde en principio a los órganos de otro orden jurisdiccional, a fin de evitar pronunciamientos contradictorios. La regla general, sin embargo, es precisamente la contraria y nuestra doctrina ha sido muy restrictiva al analizar la relevancia constitucional de la contradicción. Hemos mantenido (SSTC 171/1994, de 7 de junio, FJ 4; 30/1996, de 27 de febrero, FJ 5; 50/1996, de 26 de marzo, FJ 3; 59/1996, de 4 de abril, FJ 2; 102/1996, de 11 de junio, FJ 3, 89/1997, de 5 de mayo, FJ 3, y 190/1999, de 25 de octubre, FJ 4) que normalmente carece de relevancia constitucional la posibilidad de que puedan producirse resultados contradictorios entre resoluciones de órganos judiciales de distintos órdenes, cuando la contradicción es consecuencia de los distintos criterios informadores del reparto de competencias que ha llevado a cabo el legislador.

Dicho de otro modo –STC 190/1999, ya citada– solamente hemos reconocido relevancia constitucional a la contradicción cuando no es consecuencia inevitable del ejercicio de la independencia de los órganos jurisdiccionales, en el marco legal vigente de distribución de la jurisdicción única entre los distintos órdenes, como ocurre, en especial, cuando la contradicción deriva de la diversa apreciación de unos mismos hechos desde distintas perspectivas jurídicas o cuando en virtud de la ordenación legal deba atribuirse prevalencia a un orden respecto de otro (de modo que lo resuelto en la Sentencia del primero deba ser vinculante para el segundo). Al punto que, a pesar de los inconvenientes que puede tener que dos órganos judiciales distintos puedan llegar a interpretaciones jurídicas diferentes, el necesario respeto a la independencia judicial resta relevancia constitucional a las posibles contradicciones que puedan producirse al abordar un asunto desde ópticas distintas. Por ello, en los asuntos que hemos denominado complejos (es decir, en aquéllos en los que se entrecruzan instituciones integradas en sectores del Ordenamiento cuyo conocimiento ha sido legalmente atribuido a órdenes jurisdiccionales diversos) es legítimo el instituto de la prejudicialidad no devolutiva, cuando el asunto resulte instrumental para resolver la pretensión concretamente ejercitada y a los solos efectos de ese proceso, porque no existe norma legal alguna que establezca la necesidad de deferir a un orden jurisdiccional concreto el conocimiento de una cuestión prejudicial y corresponde a cada uno de ellos decidir si se cumplen o no los requerimientos precisos para poder resolver la cuestión, sin necesidad de suspender el curso de las actuaciones, siempre y cuando la cuestión no esté resuelta en el orden jurisdiccional genuinamente competente.

7. Los recurrentes, con cita de las SSTC 30/1996 y 50/1996, consideran que la lesión del derecho a la tutela judicial efectiva se ha producido porque los tribunales del orden penal no podían analizar la existencia de un delito de estafa sin que previamente se decidiera por el orden jurisdiccional civil la cuestión del carácter simulado o no de la compraventa del inmueble. Sin embargo, basta para rechazar la pretendida lesión con la constatación de que, en este supuesto, no existe la contradicción a que se alude ni, por lo tanto, le es aplicable la doctrina sentada en las resoluciones mencionadas. De los hechos relatados por los propios recurrentes se desprende, con claridad, que la cuestión que suscitan no ha sido objeto de pronunciamiento por los órganos judiciales del orden civil, a los cuales ni siquiera les ha sido sometida la controversia, por lo que difícilmente puede producirse un pronunciamiento contradictorio, ni siquiera en el terreno de lo hipotético.

Pero, aun cuando situáramos esta posible vulneración desde la perspectiva adoptada por los recurrentes –la necesidad de deferir la cuestión civil a los tribunales de dicho orden jurisdiccional, por ser prevalente su decisión– la conclusión sería la misma. Dada la construcción que el órgano judicial realiza respecto de la existencia del elemento del engaño, la cuestión de la simulación de un contrato de compraventa no es sino el punto de partida del que parte el razonamiento judicial; ni siquiera es el dato relevante para apreciar la culpabilidad del recurrente Sr. Gil Quero, pues basta una simple lectura de la resolución combatida para apreciar que el razonamiento judicial para apreciar la existencia de dicho elemento fue la inclusión del bien inmueble disputado dentro del caudal relicto del causante a efectos del acuerdo al que se llegó entre los herederos y su posterior exclusión cuando los demás habían realizado por su parte las ventas de otros bienes en similares condiciones, por lo que nos encontramos ante un supuesto en el que el tribunal penal analiza el hecho desde la óptica que le correspondía y a los solos efectos de la determinación de uno de los elementos del tipo penal, lo cual no puede integrar la vulneración del derecho a la tutela judicial efectiva que proclama el art. 24.1 CE”.