Presentación

Julia Marchena Navarro

Coordinadora
Administradora Civil del Estado

La idea de este número de Documentación Administrativa se planteó en la reunión del Consejo de redacción de mayo de 2010, tras considerar que había pasado mucho tiempo1 desde la última vez que la Revista prestó atención a la Administración General del Estado; ciertamente, en los últimos números la revista se ha centrado en materias de indudable interés, si bien de carácter especializado o sectorial.

Se quería, ahora, dirigir el foco de atención a una de nuestras Administraciones Públicas, la del Estado: esa maquinaria profesional o aparato instrumental que, dirigido por el Gobierno de la Nación, sirve con objetividad “los intereses generales”, como señala la Constitución, y que los ciudadanos2 siguen percibiendo como la principal dispensadora de servicios públicos y la que está más preparada técnicamente para ello, seguida a gran distancia de las Comunidades Autónomas y de los Ayuntamientos.

El objetivo de este número era indagar con un carácter prospectivo cuáles puedan ser algunos de los desafíos más acuciantes y que, de un modo más general, o transversal, se le presentan a nuestra Administración y cuáles son sus fortalezas y debilidades para afrontarlos.

Si volvemos la vista atrás, no es difícil coincidir en que a lo largo de las últimas décadas, la Administración del Estado ha experimentado unos profundos cambios que han estado asociados a las transformaciones del Estado tras la Constitución de 1978; así, transitamos desde un régimen autoritario y centralista, aislado de los países democráticos, hacia un modelo de Estado social y democrático, descentralizado políticamente en Comunidades Autónomas, e integrado plenamente en entidades supranacionales, como es la Unión Europea, con cesión de soberanía.

La misión de la Administración General del Estado ha cambiado. La naturaleza de administración prestadora de servicios públicos ha evolucionado hacia un perfil de administración relacional, coordinadora y cooperativa, a medida que las Comunidades Autónomas asumían competencias en distintos sectores, en especial las educativas y sanitarias.

En ese nuevo papel de administración de tipo federal, adquieren una mayor importancia las funciones de regulación, planificación estratégica de políticas públicas, dirección por objetivos, relaciones exteriores, alta inspección, evaluación y control.

La cultura de la organización cambia también hacia un modelo de relaciones administrativas entre los distintos niveles estatales –así como en los supraestatales tras nuestra integración en la Unión europea– en los que prevalecen el acuerdo, la negociación y la cooperación.

Se está generando, además, un nuevo modelo de administración, el e-gobierno, que ha tenido su mayor impulso en la primera década del siglo XXI con el uso de las nuevas tecnologías de la información y de las comunicaciones y con la creación de un marco legal que ha permitido llevar las garantías jurídicas que existen en el mundo real al mundo virtual. Nuestra legislación ha sido pionera en el reconocimiento del derecho de los ciudadanos –personas físicas y jurídicas– a relacionarse por medios electrónicos con la Administración, con la contrapartida de la obligación de ésta de garantizar ese mismo derecho.

La implantación de la e-administración modifica las formas tradicionales de organización y exige perfiles de competencia profesional y aptitudes diferentes. La Comisión Europea ha puesto de relieve el carácter instrumental de la administración electrónica y ha señalado que el “uso de las tecnologías de la información y las comunicaciones en las Administraciones Públicas, combinado con cambios organizativos y nuevas aptitudes, tiene el fin de mejorar los servicios públicos y los procesos democráticos y reforzar el apoyo a las políticas públicas”.

A grandes rasgos, tal ha sido la importante transición a que ha ido procediendo la función pública de nuestro país. Es ampliamente compartida la opinión de que el hecho de haber contado con un sistema de mérito en el acceso a la función pública –característica tan común y persistente en los países avanzados, como inexistente o deficiente en los que no lo son– ha sido una de nuestras mayores fortalezas institucionales para afrontar los retos que se presentaron en el pasado.

Ahora, el éxito o el fracaso en el proceso de adaptación de la Administración General del Estado a la misión reguladora, relacional y cooperativa que debe desempeñar en un Estado compuesto e integrado en las estructuras supranacionales de la Unión Europea depende de un factor crítico: la capacidad que tenga para atraer, retener y motivar el “talento”, es decir, profesionales con los conocimientos y capacidades para ejercer esas funciones directivas y comprometidos con los valores éticos del servicio público.

Los valores son la base del servicio público. Se manifiestan en la cultura de la organización, en las actitudes y conductas y en la adopción de decisiones. La imparcialidad, la objetividad, la responsabilidad protegen bienes jurídicos concretos como es la sujeción al derecho –principio que proporciona seguridad a los agentes que operan en una economía abierta y competitiva–, a la vez que ayudan a acrecentar el capital social o confianza de los ciudadanos y de las empresas en las instituciones.

Los países puntúan en el ranking internacional por indicadores de calidad de buena gobernanza como son, por ejemplo, el índice de corrupción o el grado de transparencia, tanto como por su producto interior bruto o distribución de renta. A pesar de las diferencias en los contextos sociales, políticos y administrativos los valores de servicio público son similares en los países democráticos. La OCDE3 ha observado que se ha producido un cambio significativo en la apreciación de los valores principales del servicio público: en la pasada década, la imparcialidad y la legalidad son los principales pero ahora el número de países que identifica la transparencia se duplica.

Los retos financieros, económicos, sociales y medioambientales –más apremiantes y urgentes que en el pasado– ponen el foco de atención en las capacidades de los gobiernos para afrontarlos: la capacidad de anticipación y gestión de los riesgos, así como la de reaccionar con rapidez ante problemas complejos en entornos cambiantes. Debido a la naturaleza mundial de estos retos, ya no es suficiente actuar a nivel nacional. La cooperación y la coordinación internacional están demostrando ser elementos críticos de cualquier respuesta política eficaz.

La Reunión Ministerial de la OCDE de noviembre de 2005 sobre “Reforzar la confianza en el gobierno: ¿cuál es el papel del gobierno en el siglo XXI? concluyó que un gobierno responsable es aquel “que trabaja para el interés colectivo y piensa en el medio y largo plazo para asegurarse no defraudar las generaciones futuras”. La calidad de gobierno sólo puede darse si se dispone del sistema que garantice el derecho de los ciudadanos –enunciado en la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea– a una “buena administración” de los asuntos públicos. El diferencial burocrático, es decir los déficits de capacidad que presenta una administración en relación con las de su entorno más próximo, se considera hoy un factor clave de la gobernanza pública.

La situación de crisis económica y financiera alienta un ambiente de opinión que acrecienta la incertidumbre sobre el papel y extensión que el Estado del bienestar debe tener en el futuro: la llamada a “repensar el Estado”. La cuestión no radica solo en qué bienes y servicios deben prestarse sino también en si estos bienes y servicios deben prestarse directamente mediante el empleo público o, indirectamente, por entes privados pero pagados con fondos públicos.

La pregunta anterior guarda estrecha relación con el fenómeno de la “externalización” o tercerización; es decir, el traslado de funciones que corresponden a la Administración a sujetos privados mediante la contratación pública. Es tan significativa la magnitud económica de este fenómeno en la Administración General del Estado que resulta obligado indagar sobre los límites y condiciones que deben existir para su ejercicio y los riesgos que su práctica implica. La OCDE alerta que la contratación pública es uno de los sectores más vulnerables a la corrupción, al despilfarro y al fraude. La prevención de esas practicas solo puede realizarse fortaleciendo los sistemas de integridad (códigos de conducta, conflictos de intereses, grupos de presión). Baste recordar que la insuficiente regulación en la interacción de intereses públicos y privados ha sido una de las causas de la crisis financiera actual.

Las ideas adelantadas hasta aquí, debidamente articuladas en una diversidad temática, son el origen del índice de este número. Somos conscientes de que cada una de ellas tiene entidad suficiente como para dar lugar a un número monográfico. Todo se andará. Hoy se han querido presentar reunidas para poder llegar a un enfoque global desde perspectivas que no por ser distintas dejan de ser complementarias entre sí. El debate es, por su naturaleza, vivo e intenso; esta revista solo pretende contribuir a su mantenimiento.

Este número ha sido posible gracias a la contribución entusiasta de unos colaboradores excelentes a quienes quiero mostrar mi agradecimiento. El Consejo de Redacción era muy consciente de que se requería contar con el conocimiento, experiencia y memoria institucional de los profesionales de la propia organización, de quienes se encuentran en ese segmento que, en otros países se identifica como alta función pública –senior civil service, haute fonction publique–. El número se enriquece además con las muy valiosas participaciones procedentes del ámbito de la investigación universitaria.

El artículo de Javier Valero Iglesias, “Elementos para una reflexión sobre la Administración General del Estado”, es el primero, pues nos presenta las claves que permiten comprender la realidad actual de la Administración General del Estado. Haber sido uno de los protagonistas de los procesos de reforma y modernización de la Administración durante los años en los que éstos formaban parte de la agenda política, lo convertían en el colaborador insustituible para hacer el relato crítico de los mismos que aún faltaba, desvelándonos aspectos desconocidos.

Inicia el trabajo con la presentación de la dimensión cuantitativa y estructura profesional de los efectivos de la Administración General del Estado –la Administración más pequeña del Estado tras el proceso de transferencias a las Comunidades Autónomas y las políticas de contención del empleo público como medida de reducción del déficit público–. El análisis de la evolución de los datos de fuentes tan solventes como el Registro Central de Personal y las estadísticas de la OCDE le permite ofrecernos conclusiones que desarman la creencia –opinión interesada, en ocasiones, desde la perspectiva neoliberal– de que España tiene una Administración pública sobredimensionada y un gasto público excesivo. Nuestra ratio empleado público-población activa, así como porcentaje de PIB que absorben las Administraciones, nos sitúa en la franja más baja de los países de la Unión Europea, lejos por tanto de las economías y sociedades más desarrolladas de la zona euro.

La tendencia al decrecimiento de los efectivos de la Administración General del Estado continuará en el futuro –afirma el autor– y se agudizará, sobre todo, en el segmento en que aparecen los mayores desequilibrios, en el grupo profesional A1. El peso relativo de éste en el conjunto es muy bajo. Basta el dato de que sólo un 2,8% de los funcionarios ocupan puestos de la mayor cualificación profesional y complejidad en el desempeño (niveles 29 y 30). Estructura profesional ésta que no se corresponde a las funciones de una Administración que ha perdido en gran medida las competencias de gestión y debe, en cambio, llevar a cabo tareas de dirección, planificación, elaboración de políticas, evaluación, control económico y presupuestario.

El siguiente elemento de reflexión del autor es el de los procesos de cambio en la Administración General del Estado. La crónica abarca el periodo que se inicia en la transición democrática y llega hasta hoy. El gráfico que representa la secuencia temporal de los procesos tiene una gran capacidad explicativa, pues no sólo señala quiénes fueron los agentes promotores de los mismos –gobiernos y ministerios impulsores–, sino que también nos indica qué procesos de cambio pueden tener semejante consideración. Uno de los valores del relato estriba en que el autor discrimina periodos bien diferentes entre sí por la estrategia política elegida. Así, distinguimos los procesos de reforma de la función pública del periodo 1983-1986, en los que reforma de la Administración era sinónimo de aprobación de nuevas leyes, del periodo de modernización de la Administración que llega hasta 1996 y que marca un punto de inflexión. El cambio hacia una cultura administrativa orientada no sólo al principio de legalidad, sino a los resultados, la innovación, la responsabilidad, la transparencia, se inicia entonces. La crónica de ese periodo nos permite valorar la complejidad y dificultad de un proceso de reforma administrativa cuyos resultados sólo se ven a largo término.

El análisis detallado de los procesos de reforma que cronológicamente suceden a los anteriores permite concluir al autor que éstos no han tenido la entidad suficiente para ser considerados como tales ni sus promotores lo han pretendido. El alcance de las reformas legales del periodo 1996-2000 –centradas en aspectos organizativos– así como la que representa el Estatuto Básico del Empleado Público en el año 2007, es limitado. Ello puede explicarse por la constante tendencia a resolver el difícil equilibrio entre intereses contrapuestos, con ambigüedad y mediante determinadas concesiones que permitan evitar los riesgos políticos de una estrategia decidida de reforma. Buen ejemplo de esta tendencia se encuentra en el relato del autor de las objeciones de las organizaciones sindicales a la regulación de la función directiva o a la profesionalización de los órganos de selección en el Estatuto Básico y la forma en que finalmente se resolvieron.

Por último, el trabajo aporta un tercer elemento de reflexión: la percepción ciudadana de la Administración General del Estado. El autor hace una original valoración de las encuestas del Centro de Investigaciones Sociológicas mostrando resultados paradójicos. El más significativo es que el estereotipo de la imagen negativa que los ciudadanos tienen de la Administración se anula cuando se relacionan directamente con ella. La valoración del servicio recibido supera siempre las expectativas iniciales. La externalización o privatización de servicios es una opción que, por otro lado, no goza de apoyo ciudadano. En esa valoración positiva ha influido, afirma el autor, el impulso a la vía tecnológica como medio de relación cuya implantación plena debe ser el objetivo del próximo quinquenio. Se observan, pues, coincidencias de análisis con el artículo que, de forma más específica, desarrolla más adelante José Aurelio García Martín sobre la administración electrónica.

Como continuación a la línea argumental del artículo anterior se sitúa el siguiente trabajo cuyo título es “De una administración prestacional a una relacional en el Estado de las Autonomías. Luces y sombras de una experiencia inédita”. El encargo para realizar una investigación semejante sólo podía recaer en José Francisco Peña Diez que ha tenido una relevante posición política durante el proceso de construcción del Estado Autonómico. Los años en que ha desempeñado el cargo de Secretario de Estado de Administraciones Territoriales lo convertían en el autor imprescindible para analizar las que él llama en el título de su artículo “luces y sombras de una experiencia inédita”, desde una perspectiva poco habitual hasta ahora: la de observador crítico de las transformaciones que el proceso de construcción del Estado Autonómico ha operado en la estructura y funciones de la Administración General del Estado.

El tono deliberadamente provocador que adopta el autor pretende estimular la reflexión sobre la vocación federal que estima tiene nuestro Estado que, de facto, –añade– ya lo es en muchos aspectos. Es consciente de las connotaciones negativas del término federalismo en España como sinónimo de disgregación cuando es exactamente lo contrario, afirma. La comparación con Estados federales, Estados Unidos y, en especial, Alemania, que es el modelo referente de “estado cooperativo”, está presente a lo largo del trabajo y sirve al autor para poner de relieve el déficit de cultura cooperativa que aún persiste en nuestro sistema, contaminado en su funcionamiento por la confusión entre las posiciones políticas y las territoriales y por la debilidad institucional del Senado en cuanto Cámara de representación territorial.

Es esclarecedor el relato de cómo se va realizando el proceso de transferencias a lo largo de treinta y cinco años desde una estructura fuertemente centralizada. Experiencia sin precedentes que condiciona el resultado final del proceso que el autor califica de “bipolar”. La Administración General del Estado ha adquirido una naturaleza coordinadora, cooperativa y planificadora –afirma– pero aún existen elementos que impiden calificarla plenamente como tal. Vamos desvelando cuáles son esos déficits cuando, por ejemplo, el autor analiza cómo funcionan las Conferencias Sectoriales y su relación con las Conferencias Bilaterales, así como la Conferencia de Presidentes.

En el balance global que presenta del proceso de transferencias son significativos los datos secuenciales de empleados públicos traspasados a las Comunidades Autónomas, que revelan la profundidad de la descentralización operada. Al mismo tiempo, sirven para desmentir la afirmación de que las administraciones autonómicas han aumentado de forma exagerada sus efectivos. Observamos, además, que coincide plenamente con los datos y conclusiones que antes ha presentado Javier Valero.

Por último, merece destacarse el consejo del autor de evitar plantear “el inútil y agobiante dilema sobre si nuestro modelo debe seguir abierto o debe cerrarse”. Está abierto, nos dice, porque necesita reformas y está casi cerrado respecto del nivel y profundidad de descentralización alcanzado. Advertencia que cobra significado en los momentos actuales en los que la crítica del modelo autonómico se recrudece.

El tercer artículo lleva el título de “Ética y responsabilidad en la Administración Pública”. Tema de gran actualidad pues como señala su autor, Fernando Irurzun Montoro, el incremento de los casos de corrupción y la proliferación de los conflictos de intereses en las últimas décadas en las Administraciones Públicas del mundo occidental han reavivado la preocupación por las cualidades y el comportamiento de los servidores públicos. En nuestro caso, añade, existen muchas razones para que prestemos atención a este aspecto de la función pública, pues queda aún un largo camino por recorrer si nos planteamos el reto ambicioso de elevar la calidad ética en la Administración y no nos contentamos con asegurar solo ese “mínimo” exigible que es un comportamiento de respeto a la legalidad.

Se analiza aquí la perspectiva ética de nuestro derecho de función pública poniendo de manifiesto sus insuficiencias y lagunas y advirtiendo alguna de sus contradicciones. El hecho de que la “rehabilitación” –figura discutible– se haya previsto respecto del funcionario inhabilitado penalmente y esté vedada, en cambio, al sancionado administrativamente, es un ejemplo de ello.

En una de sus aportaciones más novedosas, el autor aborda ámbitos poco transitados hasta ahora: la formación en ética profesional y la resolución de los conflictos de intereses. Son especialmente atractivas sus propuestas, en materia de selección y formación, a propósito de que las pruebas de acceso al empleo público incorporen la exigencia de conocer los valores éticos del servicio público, así como la creación de un itinerario de formación común para los Cuerpos Superiores en ética y valores de la función pública, con la finalidad de transmitir el sentido y la trascendencia que tiene la pertenencia a una organización al servicio de la ciudadanía y del interés general.

La resolución de los conflictos de intereses para proteger la integridad de la actuación administrativa se aborda poniendo de manifiesto que el sistema de incompatibilidades, si bien cumplió con eficacia los objetivos que fijó la Ley de 1984, hoy necesita ser reformado para adaptarse a las nuevas realidades. Razona de forma convincente la necesidad de crear mecanismos preventivos que aseguren la integridad y objetividad de la actuación administrativa.

El Código de Conducta del Estatuto Básico del Empleado Público se examina comparándolo con el que fue su inspiración, el Civil Service Code británico. Critica que la asimilación del modelo haya sido más formal que real, pues no se garantiza el carácter vinculante de los principios del Código. No obstante, señala que sí resultaría posible lograr la vinculación al Código mediante fórmulas de sumisión explícita a sus principios en el acto de acatamiento a la Constitución para adquirir la condición de funcionario de carrera, a semejanza del modelo británico.

El trabajo señala las líneas maestras de una reforma que afronte el reto de fortalecer la calidad ética de los servidores públicos y su compromiso con la defensa de los principios de integridad, honestidad, objetividad e imparcialidad.

El siguiente artículo, “El sistema de mérito como garantía de estabilidad y eficacia en las sociedades democráticas avanzadas”, obedece a la conveniencia y oportunidad de incluir en este número los resultados de las investigaciones tanto teóricas como empíricas que, en el campo de las ciencias sociales, y en el plano del análisis comparativo, se están llevando a cabo sobre lo que algunos denominan “calidad de gobierno”; otros, “buena gobernanza”, y otros, “capacidad del Estado”. Una aportación de esas características viene a ampliar y completar la perspectiva con la que se han abordado los demás temas en el número.

El profesor Victor Lapuente Giné, en primer lugar, presenta un resumen selectivo de los cada vez más numerosos trabajos que demuestran cómo la calidad de gobierno tiene un efecto más importante que las variables tradicionalmente consideradas clave para explicar el desarrollo económico y social de un país. Así se observa cuando economistas, sociólogos y politólogos desplazan su interés hacia los factores que explican por qué unos países han sido capaces de consolidar niveles más altos de calidad de gobierno que otros. El autor advierte de que el índice de corrupción existente en un país –el indicador de calidad de gobierno más utilizado por las organizaciones internacionales– se ha convertido en una preocupación pública en democracias avanzadas como las europeas. La evolución europea en la última década es muy dispar como señala el autor y, sobre todo, es preocupante que España haya perdido posiciones relativas en ese periodo.

En la segunda parte el autor analiza dos tipos de factores institucionales que pueden facilitar la calidad de gobierno. Por un lado, los factores políticos y, en particular, el modo de selección de las élites políticas en un país y, por otro los factores burocráticos.

El hallazgo más importante de los estudios comparados, entre los que destaca el que el propio autor llevó a cabo con la información de expertos en administración pública de más de cincuenta países del entorno de la OCDE, es que la burocracia weberiana meritocrática, es decir, una burocracia no politizada, tiene un efecto positivo y significativo sobre la calidad de gobierno en democracias avanzadas. Empíricamente queda demostrado que la existencia de una burocracia que reúna determinadas características tales como un sistema de oposiciones juntamente con la inamovilidad en el desempeño de funciones, articulados como garantía de profesionalidad e imparcialidad, es el factor institucional más relevante para elevar la calidad de gobierno de un país. El gráfico que inserta el autor –control de corrupción versus profesionalismo– es suficientemente revelador del camino que aún queda por recorrer para que la posición de España alcance a la de los países que están por delante de nosotros en esta cuestión.

Vale la pena –finaliza el autor– invertir recursos y desarrollar políticas que fortalezcan institucionalmente a la Administración pues quizás sea el tiempo de redescubrir la burocracia.

A continuación, el trabajo que abordan conjuntamente Alberto Gil Ibáñez y Serafín Casamayor Navarro con el título de “Políticos, gobernantes y directivos. La dirección política de la Administración como factor clave de cualquier reforma”, cruza la línea divisoria que separa la frontera entre Política y Administración y centra su atención en la primera, es decir, en la función clave que los políticos desempeñan en las organizaciones públicas. Dirección política o “arte de gobernar” que no se improvisa –afirman los autores– pues exige de quienes la desempeñen que reúnan unas determinadas capacidades y competencias.

Si bien la perspectiva desde la que se enfoca este trabajo es general, dada la amplitud del objeto de estudio, las líneas estratégicas que se proponen se sitúan en el ámbito de la Administración General del Estado. En este sentido, los autores argumentan que los requisitos y condiciones que imponen tanto la Ley de Gobierno como la Ley de Organización y Funcionamiento de la Administración General del Estado para el nombramiento de los miembros del Gobierno y de los órganos superiores, son límites formales que deberían operar, en su opinión, junto a otros usos y prácticas democráticas como, por ejemplo, el examen parlamentario sobre la idoneidad de los candidatos.

El punto de partida de la reflexión es la situación de crisis de la política y de lo público en que nos encontramos. Es significativo de ello el simple dato de que la clase política se haya convertido en el tercer motivo de preocupación de los ciudadanos cuando en el año 2003 ocupaba la séptima posición, según la encuesta Centro de Investigaciones Sociológicas del año 2010.

Merece destacarse la parte del trabajo dedicada al “arte de gobernar” en el contexto histórico e intelectual. Es el antecedente al análisis que, a continuación, los autores presentan sobre los retos más importantes que afronta hoy la acción política-pública como consecuencia de los efectos de la globalización. El protagonismo de organizaciones internacionales reduce progresivamente el campo de maniobra de las políticas locales y, a la vez, el cambio tecnológico altera los ámbitos de decisión política permitiendo la interconexión de un mundo abierto.

Gobernar hoy, afirman, supone gestionar el cambio permanente. La complejidad e incertidumbre que rodea el proceso de decisión pública hace más acuciante ahora que en el pasado la necesidad de plantear el cuadro mínimo de competencias y capacidades que debe reunir el “dirigente político público”.

El perfil profesional exigible para ejercer un liderazgo moderno y eficaz se traza con gran detalle. Las habilidades y capacidades requeridas son analizadas cada una de ellas pormenorizadamente y, al mismo tiempo, se advierte sobre los riesgos que supone su carencia. Se incluye, además, una serie de consejos para evitar cometer determinados errores y prevenir ciertos riesgos cuya lectura nos evoca los manuales de otras épocas sobre el “arte de gobernar”.

Destaco, por último, la sugerente propuesta acerca de que pueda existir una Academia de Gobernantes a semejanza de los centros de formación de dirigentes que ya funcionan exitosamente en otros países de nuestro entorno, como ponen de relieve los autores.

Carmen Blanco Gaztañaga es la autora del trabajo sobre “La figura del directivo público profesional: reclutamiento y estatuto”. La difusa frontera que separa la Política y la Administración es el terreno en el que el directivo público profesional se sitúa en una relación de equilibrio inestable por la tensión inevitable entre esos dos polos. La dificultad de la regulación de su estatuto reside precisamente en que nos encontramos ante una cuestión que, como señala la autora, es la clave de bóveda de la reforma de la Administración dependiendo del modelo que en cada momento se tenga del Estado y de las funciones que corresponden a la Administración.

El trabajo aborda, en primer lugar, la perspectiva internacional analizando las investigaciones del Banco Mundial y, en especial, las de la OCDE, acerca de las razones que justifican la regulación de la función directiva pública diferenciada del resto del empleo público, así como de los parámetros que identifican si en los diferentes países analizados existe una estructura de función directiva pública, aunque ésta no esté formalizada. Destaco la labor de síntesis de la autora en la presentación de las conclusiones de estos estudios. Sobre todo, su lúcida consideración de que la configuración de la función directiva pública es consecuencia del sistema constitucional y administrativo de cada país y de que en su regulación influyen tanto las normas escritas como las convenciones y prácticas.

La formalización de un estatuto del directivo público es reveladora, a su vez, de las diferencias entre el sistema abierto y el sistema cerrado de función pública. La autora pone de relieve, tras analizar las fortalezas y debilidades del modelo británico del Senior Civil Service –paradigma de sistema abierto– y del modelo francés, ENA –pa­radigma de sistema cerrado– la convergencia que se aprecia entre ambos.

La segunda parte del trabajo se centra en el directivo público en España. Se analizan, en primer lugar, los principios básicos que definen al directivo profesional en el Estatuto Básico del Empleado Público. Si bien el régimen jurídico del directivo en la Administración General del Estado es aún una cuestión pendiente tras la aprobación del Estatuto Básico, la autora realiza una completa “radiografía” de los directivos públicos en la Administración General del Estado incluyendo a las Agencias Estatales. Aunque advierte que la propia indeterminación del concepto de directivo público dificulta su cuantificación, los datos y conclusiones que ofrece constituyen una valiosa información sobre la estructura de la función directiva en la Administración General. Quedan aún zonas opacas como la ausencia de datos disponibles sobre la tasa de rotación de directivos tras los cambios de Gobierno, información ésta que sería un valioso indicador del nivel de profesionalidad existente en la Administración.

Hay que resaltar, también, la iniciativa de la autora de hacer directamente un estudio prospectivo a partir de una muestra de directivos, unos del sector privado y otros funcionarios de Cuerpos Superiores que ocupan o han ocupado puestos directivos. Las conclusiones del estudio permiten un diagnóstico sobre la función directiva en la Administración General del Estado.

El panorama final que se expone en el trabajo pone de manifiesto que nuestra función directiva pública continuaría en la misma baja posición en que la situó el informe de la OCDE del año 2006. Estamos lejos de los parámetros que el informe señala, como son la vigencia de mecanismos formales e informales para la selección de directivos y la determinación previa de las capacidades requeridas y que dicho colectivo tenga un estatuto normativo propio diferenciado del resto del empleo público.

La regulación del estatuto del directivo público profesional es un reto difícil y complicado pues implica un amplio debate previo y consenso posterior sobre el modelo de Administración hacia el que se quiere caminar –concluye la autora–, señalando los aspectos clave a los que se debe dar una respuesta. Su trabajo es una valiosa contribución para afrontar la tarea.

Miguel Miaja Fol aborda en su trabajo “Las tendencias actuales en los sistemas de control interno de las organizaciones. Implicaciones para las Administraciones Públicas”. El gran valor de esta colaboración es descubrir cómo ha ido emergiendo a nivel mundial un nuevo paradigma de control interno de las organizaciones públicas y privadas para adaptarse a entornos cada vez más complejos, abiertos y con exigencias crecientes de eficacia, eficiencia y transparencia por parte de los ciudadanos y agentes económicos.

El autor, con la ventaja que le proporciona haber realizado estudios sobre la materia en la Maxwell School of Syracuse University analiza el modelo de control que proponen los informes de la Comisión Treadway y, posteriormente, COSO (Comité de Organizaciones patrocinadoras de la Comisisón Treadway) como respuesta a los grandes escándalos financieros que tuvieron lugar en EEUU en de los años 90.

Considera que este nuevo modelo de control es adaptable a las organizaciones públicas. Cuando el funcionamiento del sistema de gestión financiera de las instituciones comunitarias de la Unión Europea se puso en cuestión por los casos de fraude y mala gestión, la profunda reforma que después se opera en el funcionamiento de gestión presupuestaria de la Comisión Europea, se fundamenta –explica– en una concepción del control interno que pone el énfasis en la responsabilidad de los gestores presupuestarios y en el papel de la alta dirección, que son los principios inspiradores del modelo COSO.

Este interesante recorrido sobre la evolución y tendencias de cambio de los sistemas de control interno que se observan en las Administraciones Públicas de nuestro entorno, conduce al autor a plantearse la validez actual de nuestro propio modelo. Tras una rigurosa exposición de cómo se ha ido construyendo éste a lo largo de los ciento cuarenta años de su historia, la respuesta es que nos encontramos ante un sistema de control interno ineficiente, desde la perspectiva de ese nuevo marco conceptual, en el que los mecanismos de control no actúan para reforzar la responsabilidad del gestor. Los elementos esenciales del modelo se diseñaron para una Hacienda propia de un Estado liberal que limitaba su actividad económica al suministro de bienes públicos puros, muy distinta de la Administración Pública del siglo XXI.

El trabajo es, pues, una propuesta para continuar el debate ya iniciado acerca de la validez de nuestro sistema de control interno. Debate que deberá tener en consideración las tendencias de cambio que han propiciado la revisión de los modelos de control interno en las Administraciones y organizaciones públicas de nuestro entorno.

José Aurelio García Martín es el autor del artículo sobre “La administración eléctronica al servicio de las políticas públicas”. El enfoque de este trabajo va más allá de lo que sugiere su título. El autor, apoyándose en un profundo y directo conocimiento de las estrategias internacionales en la materia y de los documentos clave sobre ellas, que pone al disposición del lector, indaga sobre cómo la administración electrónica no es simplemente un vehículo para la ejecución de las diversas y múltiples políticas públicas. Se ha convertido en un factor que impulsa políticas públicas transversales, modificando los métodos tradicionales de ejecución, en ese esfuerzo de “hacer más con menos” a que obliga la reducción de los recursos disponibles.

No obstante el alto consenso existente sobre las virtudes de la administración electrónica, el autor advierte de que esta forma de hacer administración se abre paso en un entorno cultural que ofrece multitud de resistencias y dificultades. El canal tradicional de relación de los ciudadanos con la Administración compite con el canal electrónico. Son reveladores los datos de la encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas del año 2009, según los cuales el 71,95% prefiere realizar en persona las gestiones con la Administración.

Para vencer dichas resistencias, es imprescindible, afirma el autor, que exista una política de calidad de la gestión pública referida específicamente a la administración electrónica, de acuerdo a los criterios que, a tal efecto, propone la Unión Europea, la llamada “calidad de disponibilidad” que significa la existencia de servicios webs integrados, personalizados y centrados en los eventos vitales de los ciudadanos y las empresas. Líneas de trabajo que son indispensables para modificar la preferencia cultural de los ciudadanos hacia la relación presencial con la Administración.

El autor nos advierte de que, en la medida en que determinadas políticas públicas utilizan los canales digitales para la prestación de servicios a los ciudadanos, los fenómenos de exclusión multiplicarán sus efectos. La “brecha digital” se puede traducir en desigualdades económicas y comerciales, culturales, sociales e, incluso, políticas, tanto dentro de una sociedad homogénea, como entre las diversas regiones y países. El dato de que ciento cincuenta millones de europeos –el 30% aproximadamente de la población total– no ha utilizado todavía Internet, pone de manifiesto la magnitud del problema y la necesidad de desarrollar políticas nuevas de inclusión digital.

Lograr la aceptación social de la administración electrónica exige poner en marcha una estrategia política de uso efectivo de la administración electrónica –afirma–. Llama la atención sobre el hecho de que, durante mucho tiempo, la atención a la tecnología ha eclipsado la necesidad de introducir cambios en la organización y funcionamiento de la Administración. Cambios organizativos y estructurales que son la condición necesaria para poder ofrecer servicios web atractivos, integrados y centrados en el usuario.

En definitiva –concluye–, la mejor manera de hacer avanzar la administración electrónica es “repensar la propia Administración, pues nos encontramos ante un nuevo modelo de relación con los ciudadanos”.

Eduardo Zapico Goñi aborda un tema transversal: “Importancia y posibilidades estratégicas de la transparencia del gasto público a nivel de políticas públicas”.

El autor ofrece una lección sobre el valor de la transparencia como instrumento para mejorar la asignación de recursos a las políticas públicas de forma que llegue a convertirse en el antídoto más eficaz para prevenir crisis futuras. Pone de relieve que sólo la selección de prioridades y la innovación en las políticas públicas puede consolidar la disciplina fiscal a medio y largo plazo y no el recorte ad hoc y a corto plazo del gasto público.

El enfoque del autor sobre la transparencia va más allá de lo que puede suponer el estricto cumplimiento de las normas presupuestarias y de la disciplina fiscal, acotando el concepto de acuerdo con los indicadores elaborados por organizaciones internacionales, el Fondo Monetario Internacional y la OCDE.

La accesibilidad del ciudadano a la información sobre el gasto le lleva a plantear que existen tres tipos de ciudadano: el contribuyente-inversor, el usuario de políticas públicas y los stake-holders de políticas públicas, cada uno de ellos con diferentes intereses y necesidades de información. Las reacciones de este ciudadano multifacético (usuario, inversor, contribuyente, votante, etc.) dependerán de cómo interprete la información que recibe y cómo transforme ésta en opinión.

La disponibilidad de datos, indicadores, estadísticas es importante, pero para que éstos sean útiles deben convertirse en conocimiento a través del análisis y la interpretación ya que, a veces –afirma el autor citando a Einstein–, “lo más relevante se nos muestra oculto”. Es necesario, indica, desarrollar la capacidad tanto de crear y comunicar conocimiento sobre la eficiencia y eficacia de las políticas públicas, como de construir confianza social y de mercado. Este es uno de los grandes retos que enfrentan los gobiernos para salir de la crisis fiscal actual y defenderse de las futuras.

El artículo sobre “La incidencia del fenómeno de la externalización en la Administración General del Estado. ¿Existe algún límite?” corresponde a la profesora Josefa Cantero Martínez que, con gran rigor, aborda la compleja cuestión de la externalización, término incómodo para una jurista –como advierte la autora– desde distintos ángulos.

Merece destacarse la parte dedicada al análisis del fenómeno externalizador mostrando las cifras, efectos y causas explicativas de su auge en los últimos años en el contexto de crisis económica. Es especialmente significativo el dato del impacto económico de los contratos públicos: en el ámbito de la Unión Europea representan un 17,4% del PIB y en España un 14,90%. Puede afirmarse, señala la autora, que la externalización se ha convertido en una importantísima herramienta política de intervención directa en la economía para intentar paliar los fallos del mercado.

También merece destacarse la atención que ha dedicado la autora al problema que resulta de los nuevos fenómenos de colaboración privada en el ejercicio de funciones públicas analizando los escenarios más significativos en los que se produce esta transferencia de funciones administrativas, como es, por ejemplo, la seguridad aeronáutica.

Aunque los principios de eficacia y eficiencia son los que suelen invocarse para justificar la utilización de la técnica externalizadora, existen unos límites incuestionables a su ejercicio por parte de la Administración que en el trabajo se analizan con exhaustividad. El primero de ellos es la prohibición de externalizar el ejercicio de potestades públicas, concepto difuso cuyos contornos se acotan a partir de los criterios de la jurisprudencia del Tribunal de Justicia comunitario.

La tarea de precisar el alcance de la reserva en exclusiva a funcionarios del ejercicio de potestades públicas deberá abordarse de forma ineludible en el desarrollo, aún pendiente, del Estatuto Básico del Empleado Público. Este es uno de los retos normativos más importantes que deberá afrontar la futura ley de función pública de la Administración General del Estado. La forma en que se resuelva condicionara las políticas de empleo público que se adopten en el futuro.

Término esta presentación con la expresión de mi agradecimiento al Consejo de la Revista por el encargo de coordinar este numero cuyo objetivo era, como indica su título, reflexionar sobre algunos de los retos que, desde distintas perspectivas, se presentan a la Administración General del Estado sugiriendo posibles líneas estratégicas para afrontarlos.

Julia Marchena Navarro

1 Su antecedente más cercano es el número 241-242, del año 1995, La renovación del sistema de mérito y la institucionalización de una función directiva pública en España.

2 CIS, Calidad de los servicios públicos 2007y 2008.

3 Government at a glance 2009.

Panorama des administrations publiques 2009.