Recibido: 13-11-2017

Aceptado: 14-11-2017

DOI: 10.24965/gapp.v0i19.10475

Adolfo HERNÁNDEZ LAFUENTE y Consuelo LAIZ CASTRO. Atlas de elecciones y partidos políticos en España (1977-2016). Editorial Síntesis. Madrid, 2017

Adolfo HERNÁNDEZ LAFUENTE & Consuelo LAIZ CASTRO. Atlas de elecciones y partidos políticos en España (1977-2016). Editorial Síntesis. Madrid, 2017

Jaime Fernández-Paíno Sopeña

Universidad Complutense de Madrid

jaimef02@ucm.es

NOTA BIOGRÁFICA

Graduado en Derecho y en Ciencias Políticas y de la Administración por la Universidad Complutense de Madrid.

RESUMEN

El Atlas presenta de forma sistemática y completa las elecciones generales celebradas en España entre 1977 y 2016, dedicando un capítulo a cada comicio, analizando diversas variables y ofrenciendo un panorama general preelectoral y postelectoral. Se destacan asimismo algunos aspectos susceptibles de posible mejora, como la clarificación del criterio para considerar unas elecciones como adelantadas o no, o la utilización de un modelo diferente de uno de los mapas que se elaboran.

PALABRAS CLAVE

Elecciones; Partidos políticos; España.

ABSTRACT

The Atlas presents in a complete, systematic way the general elections held in Spain between 1977 and 2016, dedicating one chapter to each election, analyzing various variables and offering a general pre-electoral and post-electoral outlook. Some aspects susceptible of being improved are also highlighted here, such as the clarificaton of the criteria followed to consider an election as early election or not, or the utilization of a different model for one of the ellaborated maps.

PALABRAS CLAVE

Elections; political parties; Spain.

Para un investigador del ámbito de la ciencia política, el manejo de datos electorales es a menudo imprescindible. La tarea se puede convertir en tediosa cuando éstos están poco centralizados o uno no está familiarizado con la base de datos oficial correspondiente. Para un estudiante del mismo campo, por otro lado, resulta mucho más sencillo acudir a fuentes menos rigurosas a la hora de consultar los resultados de tal o cual partido o la participación en alguna elección, a veces, remota. El Atlas que se nos presenta soluciona estos dos problemas de una forma sistemática, metódica y práctica.

La idea llama la atención por su novedad, y extraña que no se haya hecho antes a este nivel. La centralización de la información de las elecciones generales celebradas en España en democracia parece un ejercicio editorial lógico, y sin embargo, no existía hasta la fecha un trabajo como este. De ahí la importancia del volumen, que dedica cada uno de sus trece capítulos a cada una de las elecciones generales celebradas en España desde el fin de la dictadura franquista hasta las del pasado junio de 2016. Además, incluye una serie de elementos que lo diferencian –enormemente– de una mera recopilación estadística.

El primero es, como los propios autores explican en la introducción para dar significado a la expresión «atlas», las representaciones gráficas elaboradas para acompañar los datos y resultados. Cada uno de los capítulos –de nuevo, de forma sistemática– incorpora una serie de mapas que ilustran el tamaño del censo electoral, el coste de escaño en votos por provincias, el ganador en cada circunscripción o la abstención/participación, dando una idea visual de la variable que se estudia y ayudando enormemente a la comprensión de lo que, de otra manera, son meros datos.

El segundo de ellos, y que nos parece de una grandísima relevancia a la hora de la comprensión de un fenómeno tan complejo como son unas elecciones generales, es la introducción a cada capítulo bajo el epígrafe «ambiente preelectoral». Resulta natural la idea de que no se pueden comprender de forma global las elecciones generales de 1982 sin tener en cuenta los acontecimientos políticos de la segunda y última legislatura de Adolfo Suárez; del mismo modo que resulta imprescindible conocer el trasfondo oculto tras la repetición electoral de 2016 para entender, simplemente, la misma celebración de esos comicios. Sin embargo, este contexto valiosísimo no forma parte –lógicamente– de los datos electorales recopilados, por ejemplo, por el Ministerio del Interior, o por compilaciones de otro tipo. El hecho de que se presente esta información como apertura, introduce de una forma mucho más comprensible los datos que a continuación se detallan. Otro tanto de lo mismo ocurre con las últimas líneas, dedicadas a realzar los «aspectos significativos» de cada elección a modo de conclusión.

Y para terminar, aún a riesgo de ser reiterativos, el tercero es la sistematicidad de todo el trabajo, que es clave para valorar el conjunto. En una lectura lineal, de principio a fin, el investigador descubrirá pronto la lógica monotonía de los capítulos e, incluso, su repetición –obvia: explicar el sistema electoral vigente en las elecciones de 1989 y las de 2015 sólo se puede hacer de la misma forma, pues es el mismo–. Pero la obra tiene indudable vocación de consulta y referencia, por lo que la sistematización y la monotonía no sólo son necesarias, sino que se agradecen, pues permiten estudiar uno o varios determinados procesos en su totalidad, con toda la información centralizada, sin necesidad de rebuscar explicaciones iniciales o finales.

Por otro lado, paralelamente a los resultados electorales, el Atlas analiza, como anuncia su propio título, también los partidos políticos. Es una nueva muestra de coherencia interna de todo el trabajo, pues carece de sentido analizar unos comicios sin prestar atención a uno de los actores primordiales, los grupos que concurren a las urnas –siendo el otro el electorado–. Este análisis es transversal y se lleva a cabo no sólo dentro de la sección inicial sobre ambiente preelectoral, sino también y especialmente en los apartados referentes al desarrollo de la campaña electoral o en el análisis mismo de los resultados. El estudio es tanto cualitativo como cuantitativo, pues no sólo se describen las dinámicas internas que llevan a cada partido a las elecciones y su comportamiento durante la campaña electoral, sino que se analiza, y además como una variable de relevancia, el número de partidos que forman parte del sistema en cada elección. Esta variable, de vital importancia, primordial para entender el conjunto del sistema político, se estudia mediante dos índices, el de fragmentación parlamentaria de Rae y el de número efectivo de partidos elaborado por Laakso y Taagepera, cuyas fórmulas se encuentran desarrolladas en el anexo del volumen. Se recopilan también los datos de candidaturas proclamadas, dando cuenta de la existencia de partidos de ámbito estatal (PAE) y partidos de ámbito no estatal (PANE) –estos últimos, en el caso de nuestro país, han sido exclusivamente de ámbito autonómico hasta la fecha, pero existe ya la posibilidad de que en un futuro inmediato partidos de ámbito inicialmente local obtengan representación parlamentaria autonómica o incluso nacional–.

En síntesis, y antes de descender a algunos aspectos del libro en los que nos resulta interesante pormenorizar, todos los capítulos incluyen las siguientes variables:

1. Ambiente preelectoral.

2. Elementos configuradores del sistema electoral (incluyendo datos como la barrera electoral, el tipo de circunscripción y su magnitud o la forma de la candidatura).

3. Magnitudes referentes a las circunscripciones (escaños, censo, valor del escaño).

4. Magnitudes referentes al censo (CER, CERA, evolución).

5. Candidaturas proclamadas y rasgos principales de la campaña electoral.

6. Datos electorales básicos (participación, totales de votos emitidos, blancos, nulos).

7. Resultados totales, por circunscripción y por partidos.

8. Índices de fragmentación parlamentaria y número efectivo de partidos.

9. Análisis cualitativo del resultado electoral y sus consecuencias.

Además, el primer capítulo, dedicado a las elecciones de 1977, y el cuarto, referido a las de 1986, incluyen los resultados de los dos referéndums previos a los comicios que se llevaron a cabo en esos años –el trascendental de la Ley para la Reforma Política de 1977 y el no menos importante sobre pertenencia a la OTAN de 1986–. Llama la atención que, sin embargo, el capítulo décimo, sobre las elecciones de 2008, no incluye referencia alguna al tercer y último referéndum nacional del actual período democrático, el de la Constitución Europea de 2005. Casualmente es en esta precisa sección en la que se hace lógica –y premonitoria– mención de otro referéndum que, ciertamente, tuvo para España consecuencias infinitamente mayores que aquella frustrada iniciativa europea: el referéndum autonómico de ratificación del Estatuto de Autonomía de Cataluña en 2006. Si bien, como decimos, la consulta sobre la Constitución Europea fue irrelevante en términos políticos y jurídicos, pues aunque el pueblo español lo aprobó, el proyecto fue tumbado poco después en Francia y Holanda, sí ofrece algún dato de interés en lo que respecta al nivel de involucración de los españoles –una población demoscópicamente europeísta pero electoralmente apática– en el proyecto europeo, como demuestra la ínfima participación en esta votación o la generalmente elevada abstención en los comicios al Parlamento de Estrasburgo.

Descendiendo, como anunciábamos, a aspectos mucho más concretos de la obra que, por una u otra razón, nos resultan de interés, son varias las cuestiones sobre las que creemos que merece la pena detenerse.

Para quienes, además de politólogos, somos también juristas, es de agradecer la atención que se presta a las formalidades del proceso electoral. Todos los capítulos reseñan con detalle, lo que no es habitual en trabajos del campo, las normas jurídicas que regulan cada elección. La democracia reside en los procedimientos, y por ello es de agradecer la atención que se presta a la convocatoria formal de las elecciones, los reales decretos de disolución y la normativa aplicable –desde 1981, la LOREG; además de las cambiantes disposiciones para el voto desde el extranjero, que también diligentemente se reseñan–. No obstante, un aspecto llama poderosamente la atención. De conformidad con el criterio establecido a lo largo de los capítulos, que ciertamente no se llega a explicitar, ninguna de las once Legislaturas fue completada; es decir, todas las elecciones fueron convocadas más o menos anticipadamente; unas por años, como es notorio, pero otras por cuestión de meses o incluso, semanas.

La Constitución establece en su artículo 68, apartado cuarto, que «el Congreso es elegido por cuatro años», y que «el mandato de los Diputados termina cuatro años después de su elección o el día de la disolución de la Cámara». Por contra, parece que el criterio constitucional seguido por los Gobiernos que han agotado Legislatura desde 1978 hasta 2015 es que los comicios se celebren, como máximo, cada cuatro años. Ello significa que existe un lapso de varias semanas –las que median entre la disolución y la elección, y desde la elección hasta la constitución de las nuevas Cámaras– que se resta a la ‘vida útil de la Legislatura’. De este modo, ha de hacerse frente a una disyuntiva: o se acude a las urnas cada cuatro años, o el mandato del Congreso y del Senado dura cuatro años; no es posible tener ambas, debido a ese tiempo que tarda en sustanciarse el proceso electoral. Ciertamente la Constitución no dice que las elecciones tengan que ser cada cuatro años –entre otras cosas por la discrecionalidad casi ilimitada del Presidente del Gobierno para disolver alguna o ambas Cámaras, vía artículo 115, «bajo su exclusiva responsabilidad»–, y es precisamente esta facultad la que ha permitido a los jefes del Ejecutivo tomar esa opción de hacer coincidir las fechas de elecciones, en detrimento de unas semanas de mandato parlamentario.

¿Quiere ello decir que todos los Presidentes hayan adelantado las elecciones? Desde un punto de vista jurídico y técnico, sí, porque al margen del artículo 115, resulta que no hay otra disposición constitucional que permita disolver el Parlamento aunque caduque su mandato. Sin embargo, la herramienta de disolución anticipada es un resorte del sistema político diseñado más para resolver problemas o atajar crisis que para hacer cuadrar un leve desajuste constitucional –decimos desajuste porque la cuestión hubiera sido evitable utilizando la fórmula «el Congreso (o el Senado) se elige cada cuatro años, como mínimo» en lugar de otorgarle un mandato por ese tiempo–. El hecho de que los líderes políticos hayan optado por hacer coincidir las fechas electorales cada cuatro años obedece más a una cuestión de cuadratura del calendario. De lo contrario, las elecciones generales fluctuarían por los meses del año, incluyendo algunos tan inconvenientes como los estivales. No se trata, creemos, de una real voluntad de disolver una Cámara problemática, terminar con un Gobierno malherido, o realizar un movimiento político de contundencia; circunstancias éstas más comúnmente asociadas a la disolución parlamentaria anticipada. Así, mientras es evidente que Leopoldo Calvo-Sotelo convocó las elecciones de 1982 ante la imposibilidad de seguir gobernando, o que el presidente Rodríguez Zapatero observó la necesidad de dotar a España de otro Gobierno antes del final del año 2011 en lugar de a principios de 2012 –como bien se detalla en los respectivos capítulos–, no hay razones para decir que José María Aznar en 2000, el propio Zapatero en 2008 o Mariano Rajoy en 2015 tuvieran urgencia alguna por finalizar la Legislatura. En este último caso, incluso, más que urgencia por terminarla, se alzaron voces que le reprocharon al Presidente que «alargara» un mes su mandato, cuando se filtraron opiniones jurídicas que circulaban por el Palacio de la Moncloa y que interpretaban que, incluso, se estaba considerando contar los cuatro años desde su investidura1, en diciembre de 2011. Y así, no disolver las Cámaras hasta entonces y llevar las elecciones a febrero de 2015, lo que hubiera dado un mandato parlamentario claramente inconstitucional de cuatro años y dos meses. Finalmente el Presidente optó por anunciar, en un plató de televisión, que las elecciones serían el 20 de diciembre de 2015, cuatro años y un mes después de las anteriores, dejando un mandato parlamentario de tres años y diez meses.

La prueba de que el criterio es confuso es que en el capítulo de las elecciones de 2004 se dice que con la disolución decretada el 20 de enero de ese año, la VII Legislatura era «la segunda tras la aprobación de la Constitución que había durado los cuatro años de mandato» –en realidad, según el criterio del libro, sería la primera–. Pero es que en el año 2000 se decretó la disolución el 18 de enero, con lo que en realidad se hizo coincidir el calendario, no se cumplieron los cuatro años de mandato. Si hubiera sido ésta última la opción, y se hubieran querido agotar enteramente los cuatro años de Legislatura, las Cámaras deberían haberse disuelto entre el 3 de marzo y el 5 de abril de 2004 –fechas de las elecciones y de la constitución de Congreso y Senado en 2000– y por lo tanto las elecciones no hubieran sido hasta junio. No obstante, repetimos, no existían razones políticas para hacer uso de la disolución anticipada del artículo 115 de la Constitución, y por tanto, creemos que sería un equívoco análisis político –insistimos, no jurídico– decir que, por ejemplo, José María Aznar adelantó las elecciones en 2004.

Nos hemos detenido con mucho detalle en esta cuestión en la creencia de que el mecanismo de la disolución parlamentaria por parte del Ejecutivo es una importante característica de nuestro sistema político. Característica común a la mayoría de los sistemas parlamentarios, aunque no a todos: Noruega, por ejemplo, no tiene posibilidad de celebrar elecciones anticipadas o repetición; y que condiciona tanto la elección a que da lugar como el comportamiento de los partidos y de los electores. Por eso se debe clarificar al máximo posible su uso, y de ahí que lo hayamos querido analizar tan minuciosamente. No como una crítica a este trabajo, pues como hemos dicho la corrección técnica es intachable; sino con el ánimo constructivo de ofrecer otra cara del análisis.

Una segunda cuestión que creemos que merece la pena analizar –y más teniendo en cuenta que, como ya se ha explicado, se da tanta relevancia al contenido gráfico– es uno de los mapas que se presentan en cada capítulo, concretamente el que tiene la rúbrica «Partido ganador por circunscripción». Al margen de la clara intención que tienen, a la que no negamos utilidad –dar, de un solo vistazo, una idea clara del resultado electoral–, es evidente, y así lo reconoce el propio trabajo, que sólo aportan una parte de la información. En unas elecciones con una victoria clara –usemos el paradigma, las de 1982–, estos mapas aportan la lectura fiel: un inmenso triunfo socialista correspondido por el rojo en casi todas las provincias. Sin embargo, si nos vamos a las elecciones de 2008, mucho más reñidas, el mapa –con un dominante gris de empate en diecisiete provincias–, otorga escasa información. Finalmente, en el mapa de 2015, la sensación es completamente errónea: el PP ganó ese año en veintiocho provincias, muchas más que el PSOE en 2008, pero su ‘mayoría’ es la más minoritaria de la democracia y el mapa no cuenta la realidad más importante de estos comicios, la irrupción de dos nuevos PAE con una fuerza de más de cinco millones y medio de votos y ochenta y dos escaños –sin contar las ‘confluencias’ de Podemos–. Por supuesto toda esta información está en las restantes tablas y gráficos, además de perfectamente explicada y detallada en el texto, pero de alguna manera, a nuestro entender, priva de utilidad estas figuras concretas.

En esta línea, una propuesta sería esquematizar aún más estos mapas, como ha hecho en alguna ocasión algún medio de comunicación español, imitando el atractivo mapa de cientos de distritos uninominales clásico del Reino Unido. Se dividiría cada provincia en parcelas correspondientes a los escaños que la misma aporta al Congreso, coloreando cada una de esas pequeñas parcelas con el color del partido correspondiente, de tal forma que quedara destacado el partido ganador en cada distrito provincial –la intención original de estos mapas– pero se aportara la información completa del reparto de Diputados, que es al fin y al cabo lo esencial. Alternativamente, podría optarse por un esquema de la composición del Congreso de los Diputados, complementario a las tablas de resultados, bien en semicírculo o con trescientos cincuenta puntos. Un formato también habitual en prensa que, bien hecho, es extraordinariamente facilitador de la comprensión de las mayorías. Decimos «bien hecho» porque debe hacerse teniendo en cuenta el eje ideológico izquierda-derecha, y no poniendo los partidos por orden de tamaño o alfabético, fórmulas que inexplicablemente la mayoría de creadores de contenido gráfico siguen utilizando, y que entorpecen tremendamente la comprensión visual del ‘mapa’ de Hemiciclo. De nuevo, y con la misma cautela, esta crítica es constructiva y con mero ánimo de mejora; pues poco reproche técnico se puede hacer a un mapa que muestra estrictamente la realidad.

Y finalmente, un aspecto que, paradójicamente, en otras circunstancias pasaría quizás desapercibido, pero que la actualidad parlamentaria de este 2017 hace mucho más relevante: España es un sistema parlamentario bicameral. Asimétrico, desde luego, pero bicameral al fin y al cabo. Y como tal, todas las elecciones generales que se tratan han sido al Congreso de los Diputados… y al Senado.

No pretendemos, por supuesto, afirmar que el análisis de los resultados electorales de la Cámara Alta revista el mismo interés que los del Congreso, ni tampoco sugerir que se estudien al mismo nivel, pero sí parece que al menos una mención a este hecho ciertamente relevante merecía constar. De hecho, si un absoluto desconocedor de nuestro sistema político y de la mera existencia del Senado leyera la introducción o cualquiera de los capítulos del libro, excepto el de 1977 en su descripción de la Ley para la Reforma Política y del sistema electoral creado, y el de 1986 con un cuadro explicativo de la LOREG, nada le haría sospechar de que hay un Senado o de que los ciudadanos están eligiendo, en todos los casos, no una Cámara, sino dos. De nuevo, y como ocurre con la cuestión de los adelantos electorales, esta matización es politológica, pues jurídicamente las elecciones al Congreso y al Senado, aunque puedan ser –y hayan sido siempre– simultáneas, son procesos electorales diferentes que sólo comparten un mismo instrumento de convocatoria –y nada impediría, constitucionalmente, que se disolvieran y convocaran por separado–.

Esto, insistimos, no tiene apenas relevancia política, y ciertamente, el interés investigador y ciudadano por los resultados de las elecciones al Congreso supera infinitamente el que pueda existir por los del Senado. Ello no obstante, creemos que es un hecho que no conviene obviar, y que además puede dar lugar a otras categorías de análisis –que, entendemos, exceden las intenciones de este Atlas, pero no por ello son menos interesantes–, puesto que cada Cámara se elige con un sistema electoral diferente y que sus resultados no siempre han sido los mismos. En esta misma XII Legislatura, mientras que el Partido Popular gobierna en minoría en el Congreso, goza de mayoría absoluta en el Senado. Por todo ello quizá sería interesante, aunque fuera a modo de acotación final de cada capítulo, mencionar a la Cámara alta y su composición.

En definitiva, y salvando estas tres cuestiones que resultan anecdóticas en comparación con el ingente trabajo realizado, y que son más producto del ánimo de buscar flaquezas que reseñar –siempre con la intención sincera de convertirlas en fortalezas– que de auténtica extrañeza, estamos ante una obra de importancia capital en el campo del análisis del sistema político español y de la política comparada. Las bondades del trabajo –su sistematicidad, su claridad expositiva y su atractivo visual, en tanto que atlas– lo convierten sin duda en una herramienta muy útil para los investigadores en el campo, y facilita la tarea de una recopilación de datos muchas veces tediosa. Pero, sobre todo, facilitan la comprensión de un fenómeno infinitamente complejo, como son unas elecciones generales, en una democracia avanzada como es la española, con un procedimiento garantista, con una pluralidad política fruto de la inequívoca voluntad demócrata de los españoles, y con líneas de fractura propias de una sociedad consciente de los problemas a los que se enfrenta; todo ello es lo que se refleja en un procedimiento que es la piedra de toque de los sistemas políticos basados en la democracia representativa. De ahí que, en nuestra opinión, los autores merezcan una enhorabuena y un sincero agradecimiento por esta aportación a la academia y al campo investigador.

1 Respecto de las investiduras, una sugerencia: en el cuadro de la página 287 se dice que en 2016 «no hay investidura». No hubo investidura fructífera, cierto, pero quizás convendría aclarar de algún modo que sí hubo intento de la misma: Pedro Sánchez se sometió al voto de confianza de la Cámara a propuesta del Rey. De no haberse intentado ninguna investidura, como explica el texto, no se podría haber puesto en marcha el resorte del artículo 99.5 CE78 y no se podría haber procedido a la repetición de las elecciones.