Autoritarismo y modernización de la Administración Pública española durante el franquismo

Miguel Ángel Giménez Martínez

Universidad de Castilla-La Mancha

miguelangelgimenezmartinez@gmail.com

Recibido: 20 de noviembre de 2013

Aceptado: 20 de diciembre de 2013

Resumen

Todo Estado necesita de una Administración que actúe como brazo ejecutor de sus fines y, a su vez, ésta última queda impregnada en su acción por la naturaleza del régimen político que confiere corporeidad e identidad al Estado. No es de extrañar, por tanto, que durante el franquismo la Administración Pública española se convirtiera en un poderoso instrumento que operó al servicio de los principios ideológicos de la dictadura. Aunque la ineficacia de este modelo, que desatendía los intereses generales, trató de ser corregida a partir de la década de 1950, los intentos por reformar la Administración chocaron con la esencia autoritaria del régimen, que obstaculizó su modernización efectiva. Partiendo de un enfoque multidisciplinar que combina la exégesis de los textos legales con la revisión de las aportaciones doctrinales, este artículo analiza la trayectoria la Administración española en el período 1936-1975, atendiendo a su configuración jurídica y a la evolución de sus estructuras.

Palabras clave

España; dictadura de Franco; Administración Pública.

Authoritarianism and Modernisation of the Spanish Public Administration during Francoism

Abstract

Every State needs an Administration that works as an executing arm of its purposes and, at the same time, the latter is pervaded in its action by the nature of the political regime that confers identity to the State. Therefore, it’s no wonder that during Francoism the Spanish Public Administration turned into a powerful instrument that operated at the service of the dictatorship’s ideological principles. Although the inefficiency of this model, which disregarded general interests, tried to be corrected as of the decade of the 50s, attempts to change the Administration collided with the authoritarian essence of the regime, which obstructed its effective modernisation. Starting from a multidisciplinary approach that combines the exegesis of the legal texts with the revision of the doctrinal contributions, this article analyses the development of the Spanish Administration in the 1936-1975 period, attending to its legal shape and the evolution of its structures.

Keywords

Spain; Franco’s dictatorship; Public Administration.

Introducción

Con el concepto “administración” se alude a la organización de recursos materiales, económicos y humanos a través de la cual un poder lleva a cabo su actuación. Naturalmente, el término es aplicable a cualquier entramado de grandes dimensiones que necesite de apoyo logístico pero, en el lenguaje jurídico, es sinónimo de Administración Pública1. Ésta consiste en la estructura orgánica que, subordinada al Gobierno, tiene la misión de coordinar e implementar las políticas públicas en aras del interés general2. Evidentemente, en todos los Estados sus órganos actúan, al menos en teoría, para satisfacer intereses generales; pero cuando se resalta esa nota como algo definitorio de la Administración lo que se hace en realidad es sacar a primer plano el carácter “excelente” de la misma como mecanismo de gestión pública, como sistema de factores operativos creadores (no meramente conservadores o defensivos, encargados de disciplinar las acciones espontáneas de los ciudadanos) y como complejo de gobernantes marcados por el signo de la más rica y permanente capacidad de eficiencia transformadora de la vida social en múltiples aspectos3. Aunque en la práctica la Administración no se limita a la mera gestión neutral de lo decidido por el Gobierno y por el Parlamento, existe una distinción conceptual y formal que limita el ámbito de “lo político” a estas últimas instancias, como órganos con supuesto margen para incluir preferencias ideológicas y cálculos de oportunidades en sus decisiones4.

Para España, y para gran parte de la Europa occidental, la evolución del significado de la Administración ha consistido en la complicación de la sencillez y unidad con la que lo administrativo se comprendía a finales del siglo XIX, cuando era una “función total” del Estado de carácter ejecutivo o imperativo. La publicística alemana sostenía, en efecto, que la Administración “no es una parte del Estado sino un acto suyo que a todo él se refiere, puesto que el problema de los fines del Estado a todo él afecta y no a uno solo de sus poderes”5. En las primeras décadas del siglo XX, sin embargo, la preocupación por la cuestión social llevó a considerar entonces como actos de administración el desarrollo de una actividad de asistencia y la prestación de servicios de utilidad social que excedían el terreno de la vigilancia y la ordenación. Administración empezó a significar también producción de bienes y prestación de servicios, intervenir en la economía, planificar y mediar en lo social, quedando con ello periclitado el modelo monolítico y totalizador de la centuria anterior. A la Administración imperativa y procedimental, destinada a actuar en la lógica de la relación entre autoridad y libertad, se había unido definitivamente la Administración de la prestación, directa, privada de funciones de monopolio, pluralista, fragmentada, metida todavía en el polo estatal, pero muy diseminada a lo largo de un difuso límite con la sociedad y la economía6. La experiencia de un constitucionalismo democrático en Alemania evidenciaba, entre otros, los límites de la actividad administrativa de origen decimonónico, sujetándola no solo a los dictados de la economía, sino también a un derecho superior al positivo del propio Estado7.

Sabido es que la Constitución de Weimar de 1919 ejerció una poderosa influencia en la II República española, cuyo texto constitucional de 1931 constituía un canon de leyes, y éstas, a su vez, de actos administrativos juzgados por los tribunales. Sin embargo, tal como sucediera con el caso alemán, también la experiencia española se truncó pronto. La rebelión militar de 1936 dio trágicamente la razón a la sentencia de Otto Mayer: “El derecho constitucional pasa, el derecho administrativo permanece”8. La afirmación de un sistema político que predicaba de sí mismo el principio de la unidad de poder y la coordinación de funciones salvó de la obsolescencia los viejos tratados de derecho administrativo procedentes del siglo XIX durante las dos décadas siguientes al fin de la Guerra Civil. El Estado liderado por Franco asumió la Administración como “función total” de un régimen autoritario que confundía Estado y Partido (el Movimiento). Éste último, de hecho, duplicaba el aparato administrativo del pri-mero, organizado centralmente en delegaciones y territorialmente en direcciones provinciales y locales, y que proporcionaba algunos servicios de la Administración civil, mientras que la gestión del ámbito económico quedaba en parte confiada a una Organización Sindical de carácter unitario y vertical.

Conceptualmente, la Administración, como el propio régimen, mutó para sobrevivir a partir de la década de los cincuenta. Desde 1957 y de resultas de la designación de Laureano López Rodó al frente de la Secretaría Ge-neral Técnica de la Subsecretaría de la Presidencia, se operó normativamente en España una reforma administrativa que suponía, aparte de una renovación de sus estructuras, la ordenación y el control de sus procedimientos frente al administrado. No por casualidad, la legislación de procedimiento y justicia administrativos fue la piedra angular de aquel movimiento de modernización de la Administración Pública española. Pero adviértase que la transformación, si, por un lado, suponía la garantía de derechos subjetivos del administrado, por otro, no significaba el reconocimiento de derechos como fundamento del orden político. Junto al procedimiento que disciplinaba la producción del acto administrativo, la misma normativa formulaba el acto político como distinto del administrativo y, por tanto, exceptuado del control de aquellas leyes, como expresión de la función de gobierno: “La Administración, en sentido objetivo, o actividad administrativa, es necesariamente una zona de la actividad desplegada por el Poder Ejecutivo”9.

El control judicial y la sumisión a procedimiento suponían, ciertamente, remedo y recepción de una constitucionalización de lo administrativo que ya se había afianzado en Europa tras la II Guerra Mundial10. Pero significaban también conciencia del agotamiento de una idea de la Administración que actuaba a través de continuos actos de disposición unilateral como expresión de un poder público intérprete exclusivo de los intereses colectivos. Proce-dimiento administrativo y control judicial eran epifenómenos significativos de la fragmentación del sujeto estatal en una pluralidad de sujetos que encarnaban la representación de intereses colectivos. Y a esta multiplicación, por lo que atañe a la Administración franquista, no fue óbice el tradicional diseño centralista del aparato administrativo español, ni la supresión de los Estatutos de Autonomía republicanos, ni la tutela sobre municipios y provincias.

Orgánicamente, la Administración de la dictadura se expandía y se fragmentaba. Durante la vigencia del régimen de Franco, no solo se crearon nuevos departamentos ministeriales con otras tantas delegaciones territoriales, sino que también se erigió, siguiendo modelos foráneos, un sinfín de institutos, organismos autónomos y empresas públicas, a los que se confió el desarrollo de actividades económicas y la prestación de servicios. Además, la afirmación del Estado franquista como Estado corporativo contenía el reconocimiento de que, si bien su Administración se unificaba bajo el poder omnímodo del Jefe del Estado, consistía en una trama plural que debía su existencia a la búsqueda de un estatuto privilegiado por parte de la burocracia del régimen. En este escenario, para una nueva generación de administrativistas cada vez era más difícil sostener la idea de que todos los sujetos titulares de funciones administrativas se asimilaban como órganos de la misma persona jurídica estatal. La dimensión subjetiva resultaba a la postre la más apropiada para abrazar un concepto cada vez más extenso de Administración, en un movimiento que si recomponía la unidad desde un punto de vista orgánico, era con la consecuencia de aceptar la fragmentación y la personalidad de los sujetos administrativos11.

Los departamentos ministeriales

La existencia de la Administración estaba reconocida y querida por el franquismo en el sentido de un complejo de órganos jerárquicamente enlazados, registrados primero en virtud de la Ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado (LRJAE) y luego “constitucionalizados” por la Ley Orgánica del Estado (LOE). Según ésta última, los citados órganos aseguraban “el cumplimiento de los fines del Estado en orden a la pronta y eficaz sa-tisfacción del interés general”12. En relación con los órganos superiores de la Administración, se disponía que había de ser por vía de legislación ordinaria, es decir, con intervención de las Cortes, como se estableciera la existencia de los mismos, su respectiva competencia y las bases del régimen de sus funcionarios13. Quedaba reconocido que la Administración no podía “dictar disposiciones contrarias a las leyes ni regular, salvo autorización expresa de una ley, aquellas materias que sean de la competencia exclusiva de las Cortes”14. Se revalidaba con esta disposición, dándole rango formalmente “constitucional”, el mismo principio establecido en la Ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado15. Igualmente se reafirmaba, con la misma significación, el principio de la nulidad de cuantas disposiciones administrativas se opusieran a esa básica exigencia de legalidad, que se mostraba como una de las más importantes garantías para la “seguridad jurídica” de los ciudadanos16.

A estos efectos, y en general para salvaguardar la legalidad de cualquier disposición administrativa en cuanto al fondo y en cuanto al procedimiento de su producción, se aseguraba en las Leyes Fundamentales la existencia de una jurisdicción contencioso-administrativa, a la cual podían acudir los ciudadanos después de agotar la vía de los recursos administrativos17. Finalmente, se establecía el principio según el cual “la responsabilidad de la Administración y de sus autoridades, funcionarios y agentes podrá exigirse por las causas y en la forma que las leyes determinen”18. Se consagraba con esto el principio llamado de “doble responsabilidad” de las actuaciones administrativas: de un lado, la responsabilidad patrimonial del Estado-persona jurídica; de otro, la responsabilidad civil y penal de los funcionarios administrativos19.

La Administración Central del Estado estaba descompuesta en diversos complejos orgánicos, llamados departamentos administrativos o Ministerios. Su número fue relativamente estable a lo largo del franquismo, aunque con una evidente tendencia al crecimiento: si en 1938 se contaban 12, en 1975 eran ya 1920. Cualquier variación en el número, la denominación y la competencia de los diversos departamentos, así como su creación, supresión o reforma sustancial, se hacía por medio de una ley, salvo la facultad que tenía el Gobierno para decidir por decreto la creación o modificación de los organismos y dependencias encuadrados en los distintos Ministerios y el traspaso de los mismos de un departamento a otro21.

Dentro de cada departamento, los órganos inmediatamente subordinados al ministro, que colaboraban con él en la determinación de la política sectorial y podían elevarle propuestas de disposiciones, eran los subsecreta-rios y los directores generales. El subsecretario era el jefe superior del departamento después del ministro, y como tal le correspondía, entre otras cosas, representar al Ministerio por delegación del titular, desempeñar el mando superior de todo el personal y actuar de órgano de comunicación con los demás departamentos y con otras entidades que tuvieran relación con el Ministerio. Aunque normalmente solo había un subsecretario en cada departamento, estaba prevista la posibilidad de que existieran varios22. Por su parte, los directores generales eran los jefes de los diversos centros que se distribuían dentro de cada Ministerio, según el principio de división del trabajo, los distintos campos de gestión englobados en el mismo23. Hay que señalar que, tras el nombramiento de Luis Ca-rrero Blanco como presidente del Gobierno en 1973, se observó una tendencia en el sentido de desconcentrar las atribuciones de los ministros por vía de delegación en favor de los subsecretarios y directores generales. Con ello se buscaba dar una mayor agilidad en la gestión administrativa ordinaria, al tiempo que se facilitaba la dedicación de los ministros a la tarea netamente política de estudiar y determinar las directrices de esa gestión en sus respectivos sectores. A esta segunda finalidad respondió también el establecimiento de unos especiales organismos, estrechamente vinculados a los ministros con fines de asistencia, que se crearon durante el tardofranquismo con el nombre de “gabinetes técnicos”, siendo quizá los más relevantes los que se conformaron en los Ministerios de Asuntos Exteriores y Planificación del Desarrollo24.

Los cargos de subsecretario y director general tenían carácter “político”, en cuanto eran conferidos en virtud de nombramiento discrecional. La designación se hacía por decreto del Jefe del Estado a propuesta del ministro correspondiente y previa deliberación del Consejo de Ministros25. La permanencia en estos cargos dependía fundamentalmente de la voluntad del ministro; de otra parte, el cese de éste llevaba consigo en la práctica el de dichos inmediatos colaboradores, si bien nada impedía legalmente que al cambiar el titular de un departamento el nuevo ministro prefiriera mantener en el cargo a tales o cuales subordinados próximos de su antecesor. Aparte la facultad que subsecretario y directores generales poseían de presentar al ministro correspondiente proyectos de órdenes, podían por sí mismos, con base en las leyes y reglamentos o en virtud de autorización recibida del jefe del departamento correspondiente, emitir disposiciones de carácter general en cuanto se refería a la ordenación interna de los servicios que de ellos dependían. Estas disposiciones recibían el nombre de “circulares” o “instrucciones”26. Hay que hablar, finalmente, de los secretarios generales técnicos, cuyo rango era equivalente al de los directores generales. A ellos les correspondía, dirigiendo las dependencias o servicios necesarios en cada caso, “las funciones de estudio y documentación en las materias propias del departamento, así como la formulación de planes generales de actuación del Ministerio y la coordinación de los planes particulares de los distintos centros directivos”27.

Completaremos estas indicaciones con una referencia particular a dos Ministerios que por sus respectivos campos materiales de competencia jugaban un especial papel en algunas de las principales decisiones políticas de gobierno: el de Presidencia del Gobierno y el de Planificación del Desarrollo. En cuanto al primero, aparte de la institución orgánica unipersonal que encabezaba como jefe inmediato el Consejo de Ministros, era un especial departamento ministerial que, a través de su propio titular personal, estaba vinculado de una manera especialmente intensa al presidente del Gobierno. Le correspondía principalmente elaborar disposiciones administrativas que habían de afectar a todos los demás Ministerios (por ejemplo, las relativas al régimen de los funcionarios públicos) y desarrollar diversas labores de coordinación entre ellos (así, dictando disposiciones con base en propuestas conjuntas recibidas de dos o más ministros). Al frente de este departamento se encontraba, antes de la separación de la Jefatura del Estado y la Presidencia del Gobierno efectuada en 1973, el ministro subsecretario de la Presidencia, cuya condición de ministro databa de 195128. Pese al nombre que se le daba, era un verdadero jefe de departamento, un ministro con cartera29. Merece mención especial la Secretaría General Técnica de este departamento. A ella competían importantes cometidos en cuanto a la preparación de disposiciones legales sobre organización y procedimientos administrativos, así como también algunas de neto carácter político, por ejemplo, sobre asuntos electorales. A ello hay que añadir de modo principal estas dos funciones: centralizar los medios y actividades de información automática (primeros pasos de la informática) y preparar las reuniones del Consejo de Ministros y de las Comisiones delegadas, así como archivar la documentación emanada de ellas, mediante el Secretariado del Gobierno.

En cuanto al Ministerio de Planificación del Desarrollo, ha de apuntarse que fue creado en 1973 por una ley dictada directamente por Franco en uso de sus poderes “de prerrogativa”30. Ello supuso una sensible elevación de rango de la Comisaría del Plan de Desarrollo que hasta entonces existía y actuaba encuadrada en el departamento de Presidencia del Gobierno. Fue creada esta Comisaría en 196231 como el principal instrumento para la elaboración de los planes económicos indicativos y la vigilancia de su ejecución, en calidad de organismo técnico de la Comisión delegada de Asuntos Económicos. Su jefe, el comisario del Plan de Desarrollo, tenía carácter de delegado permanente del Gobierno para los fines indicados. Este carácter se vería reforzado en julio de 1965, al concederse al titular la condición política de ministro sin cartera32. El complejo orgánico de Planificación del Desarrollo presentaba una contextura semejante a la de cualquier otro departamento ministerial. Junto al Gabinete Técnico del ministro, la Subsecretaría y la Secretaría General Técnica, se establecieron seis Direcciones Generales: de Planificación Económica, de Planificación Social, de Planificación Territorial, de Vigilancia del Plan, del Instituto Nacional de Estadística, y del Instituto Geográfico y Catastral. Mientras las tres primeras tenían a su cargo los trabajos necesarios para preparar los Planes (cuya coordinación era misión de la Secretaría General Técnica), a la de Vigilancia correspondía como trabajo fundamental seguir el proceso de ejecución de los mismos e informar sobre él33.

Dos importantes organismos dependían directamente del ministro: la Comisión de Vigilancia del Plan y el Instituto de Estudios de Planificación. Aquella era un instrumento de colaboración y coordinación interministerial con vistas al desenvolvimiento de los Planes. Junto al ministro de Planificación, que la presidía, y el director general de Vigilancia del Plan, que actuaba como secretario, formaban parte de ella el subsecretario del departamento, los secretarios generales técnicos de los demás Ministerios, un representante del Estado Mayor de cada Ejército y otro de la Organización Sindical. Era, como se puede advertir, un órgano interministerial que, al estar encabezado por el ministro de Planificación del Desarrollo, significaba para éste, a ciertos efectos, una primacía sobre los demás. Sus conclusiones y acuerdos se apoyaban, lógicamente, en los informes que elaboraba la Dirección General de Vigilancia. En cuanto al Instituto de Estudios de Planificación, estaba concebido para misiones de investigación y formación de expertos en las materias que incumbían al departamento34.

Conectadas a las Direcciones Generales encargadas de preparar los Planes, aparecían las diversas Comisiones de Planificación. Estaban concebidas como cauces de participación social en el proceso planificador, como marcos flexibles, vigilados por el Gobierno, para una constante actuación informativa y petitoria de numerosos gestores del interés público y portavoces de intereses privados. Su existencia respondía a la directriz confirmada por el III Plan de Desarrollo (1972-1975) en el sentido de dar intervención a representantes de “los órganos colegiados del Movimiento, las estructuras básicas de la comunidad nacional y las entidades de representación orgánica”35. Si con anterioridad solo se había regulado la voluntaria incorporación de los procuradores en Cortes interesados, al crearse el Ministerio de Planificación del Desarrollo se estableció una ordenación más completa de la materia. Así, dentro de cada una de las 22 Comisiones de Planificación definidas en 1973, se dispuso la integración de dos consejeros nacionales y diez procuradores en Cortes nombrados por el Gobierno entre quienes lo solicitaran, cinco vocales nombrados por los Ministerios afectados en cada caso, quince por la Organización Sindical, dos por las Cámaras de Comercio, y diez designados libremente por el Ministerio de Planificación entre personalidades distinguidas por su experiencia o prestigio36.

Los Gobiernos Civiles

Los gobernadores civiles, figura principal de la Administración Periférica del Estado heredada del siglo XIX37, tenían un papel político medular dentro del engranaje orgánico del sistema institucional franquista38. El preámbulo de su decreto regulador39, el llamado Estatuto de Gobernadores Civiles (EGC) de 1958, decía que eran “represen-tantes y delegados permanentes del Gobierno en la provincia, y en mérito de tal cualidad la primera autoridad de la misma”40. Ello no quería decir que el gobernador civil fuera el representante de cada uno de los departamentos ministeriales sino del Gobierno en pleno y, en consecuencia, su labor no era puramente técnica, como acaecía con los diversos delegados de aquéllos, sino política. Es decir, la misión de los gobernadores civiles consistía en procurar que se aplicaran en la provincia las directrices generales del Gobierno relativas a la gestión de los diversos intereses públicos (la educación, el desarrollo económico, el mantenimiento del orden público, etc.). En tal sentido, les incumbía una labor de orientación y vigilancia sobre la actividad de los diversos organismos administrativos concretos, que no significaba intervención directa en las decisiones de éstos, sino control persuasivo y coactivo sobre los funcionarios que trabajaban en tales organismos41. Los gobernadores civiles podían, incluso, suspender los acuerdos de los delegados o representantes de los departamentos ministeriales en las provincias, si bien la validez de la suspensión dependía de que ésta fuera confirmada por el ministro correspondiente, al cual debía ser inmediatamente comunicada42.

Junto a esta labor de orientación y vigilancia, los gobernadores civiles actuaban como órganos políticos en cuanto ostentaban la representación del Gobierno en los actos públicos y, en tanto jefes provinciales de los servicios y las Fuerzas de Orden Público y responsables directos de la labor de policía en materia de reuniones, asociaciones y expresión de ideas, ejercían en su demarcación el supremo control sobre cualesquiera actividades de este tipo. Los gobernadores civiles eran nombrados y separados por decreto del Jefe del Estado a propuesta del ministro de la Gobernación y previa deliberación del Consejo de Ministros43. Su cargo era incompatible con cualquier otro dentro de la provincia y con el ejercicio de profesiones o actividades económicas en ella44. Estaban aforados al Tribunal Supremo o al Consejo Supremo de Justicia Militar para las responsabilidades en que pudieran incurrir por los actos realizados en ejercicio o con ocasión de sus funciones45.

Inextricablemente unida a la función local del gobernador civil es preciso destacar su relevante posición en las estructuras periféricas de la Administración, especialmente por lo que se refiere a la labor coordinadora que le competía y a su relación en este ámbito con otro órgano, la Comisión Provincial de Servicios Técnicos, donde estaban integrados los delegados provinciales de los distintos Ministerios y que había sido concebido originalmente como instrumento de colaboración entre el Estado y la Diputación Provincial. El papel del gobernador civil como director de la citada Comisión produjo un peculiar efecto en virtud del cual quedó sustituida de facto la débil Corporación provincial por una estructura pluripersonal compuesta por meros funcionarios que, en principio, estaban limitados a ejercer funciones simplemente técnicas46.

El perfil netamente político del gobernador civil se confirma por el hecho de que su puesto traía aparejado de forma automática el de jefe provincial del Movimiento47. Se había llegado a esta situación por los conflictos que durante la Guerra Civil y la inmediata postguerra surgieron entre los gobernadores civiles, muchos de ellos militares de alta graduación o representantes de la “vieja política” caciquil que había operado durante la Restauración en el ámbito local, y los jefes provinciales de Falange48. La simbiosis de ambos cargos, que se hizo general a partir de 1945, no venía obligada por ninguna disposición legal sino por la conveniencia política de eliminar roces entre las “familias” integrantes del régimen49. En base a esta coincidencia se explica que una mayoría de falangistas ocupara durante toda la dictadura el puesto de gobernador civil, si bien esta cuota de poder se ganó al precio de ahondar en la burocratización de Falange50. En la práctica, así pues, el Gobierno Civil se encontraba bajo una doble dependencia orgánica: el Ministerio de Gobernación para todo lo relacionado con el orden público y la Secretaría General del Movimiento para las cuestiones “políticas”. De hecho, era el secretario general del Movimiento el que normalmente seleccionaba un listado de candidatos que, acto seguido, pasaba a la consideración del ministro de Gobernación, el cual proponía al Gobierno y al propio Franco el nombre de la persona que, como “solución armónica”, había de ser designada para el cargo51.

La dependencia política del gobernador civil se acrecentaba al converger en su persona la dimensión estrictamente gubernativo-administrativa con la condición de jefe provincial del Movimiento, configuración que vendría a fortalecer en gran medida la relevancia de esta figura como instrumento de control. En relación con esta doble naturaleza se resaltó la subordinación de las funciones administrativas de esta faceta del gobernador civil frente a la superioridad de su condición política en base a la mayor importancia del plano ideológico de esta figura, ya que “en la medida en que el gobernador dirige o impulsa el aparato administrativo hacia el logro de las aspiraciones comunitarias, de las que tiene pleno conocimiento por su condición de jefe provincial [del Movimiento], tanto se podrá decir de él que está sirviendo a la política como a la Administración”52.

Diputaciones Provinciales y Ayuntamientos

El diseño que sobre la Administración Local (provincial y municipal) española realizó el “Nuevo Estado” trajo consigo una nueva regulación antidemocrática y consecuentemente derogatoria del sistema republicano vigente hasta entonces. La centralización designativa fue absoluta en los años de la inmediata postguerra, pues el Gobierno es quien nombraba y cesaba a todos los miembros de las comisiones gestoras que hasta 1948 se encargaban de dirigir los Ayuntamientos. La regulación de la Administración Local no se codificó hasta la aproba-ción de la Ley de Bases de Régimen Local (LRL) de julio de 1945, levemente modificada en 1953 y definitivamente reformada en junio de 195553. Las Leyes Fundamentales, en coherencia con esta normativa y con la naturaleza dictatorial del régimen franquista, no positivizaron instituciones o principios de representatividad democrática municipal. Incluso el municipio, equiparado a la familia y al sindicato como “estructura básica de la comunidad nacional”, era simplemente un instrumento o cauce a través del cual se llevaba a cabo la “participación del pueblo” en las tareas legislativas y en las demás funciones de interés general. Así pues, no existió una referencia jurídica “constitucional” garantizadora o reconocedora del municipio como institución independiente54. La propia LOE subordinaba explícitamente los fines peculiares de “los municipios y las provincias” a sus “funciones cooperadoras en los servicios del Estado”. Los Ayuntamientos y las Diputaciones Provinciales eran, en fin, meros “órganos de gestión” y último escalón dentro de un sistema en el que toda autoridad se encontraba supeditada a la superior, de la cual dependía por entero. Es necesario poner de relieve que este modelo piramidal administrativo, en el que la jerarquía se imponía a cualquier autoridad del país, prescindía de toda voluntad de cuerpo o comunidad social, de cualquier criterio de conocimiento profesional y, sobre todo, de un marco institucional asentado en la responsabilidad objetiva.

Las Diputaciones Provinciales del franquismo, de las que ha llegado a decirse que constituían “bolsas permanentes de afectos en nómina”55, eran corporaciones públicas que deliberaban y decidían sobre los asuntos inherentes a los intereses propios de cada uno de estos ámbitos territoriales. No obstante, y considerando que los miembros de las Diputaciones tenían también una significación política en razón del principio de representación orgánica que inspiraba el régimen de Franco, conviene que analicemos con detenimiento la composición de dichas corporaciones. La Diputación Provincial estaba integrada por el presidente y los diputados provinciales. Éstos últimos eran de dos clases: representantes de los Ayuntamientos de la provincia, agrupados por partidos judiciales; y representantes de las corporaciones y entidades económicas, culturales y profesionales radicadas en la provincia. El número de los primeros era igual que el de partidos judiciales; el número de los segundos no podía exceder de la mitad de los primeros56. A su vez, la mitad de los últimos había de proceder de las entidades sindicales de la provincia57. Los diputados provinciales eran elegidos por compromisarios singulares designados por cada uno de los Ayuntamientos o entidades58. Las elecciones eran convocadas por decreto acordado en Consejo de Ministros a propuesta del de la Gobernación. Podían ser elegidos quienes tuvieran el cargo de alcalde o concejal y quienes, en el caso de las otras entidades, estuvieran incluidos en una lista propuesta por el gobernador civil59. Estos alambicados requisitos cubrían en realidad un embudo por el que solo cabían los candidatos con alguna vinculación al sistema, en cualquiera de sus instancias políticas. Los diputados provinciales tenían un mandato de seis años, y su renovación se realizaba por mitades cada tres60. Diremos, por último, que los presidentes de las Diputaciones Provinciales eran nombrados y separados libremente por el ministro de la Gobernación; y que los gobernadores civiles ostentaban la presidencia formal de las Diputaciones respectivas, a cuyas reuniones podían asistir cuando lo estimaran conveniente61.

Hemos de notar, además, las especialidades de las dos provincias con régimen administrativo foral (Álava y Navarra) y la singularidad del sistema local propio de las Islas Canarias. Junto a sus distintivas funciones de autonomía fiscal, también presentaban las Diputaciones Forales de las dos primeras provincias unas peculiaridades estructurales. Así, la de Álava tenía un número fijo de 9 diputados, que representaban a los Ayuntamientos y entidades en la proporción anteriormente señalada, pero con desigualdad de representación entre el partido judicial de Vitoria y los demás. La de Navarra contaba con 7 diputados nombrados por los Ayuntamientos de las cinco merindades (que abarcaban el mismo territorio que los partidos judiciales), con la particularidad de que las de Pamplona y Estella designaban 2 cada una62. En Navarra la Presidencia efectiva era ejercida por el vicepresidente, que era el vocal decano de la Diputación Foral (el gobernador civil ostentaba una presidencia honorífica). Las Islas Canarias, por su parte, constituían dos provincias en las que no existían Diputaciones Provinciales. Se suplían éstas por los Cabildos Insulares, uno en cada isla, compuestos de consejeros representantes de los municipios y las entidades antes mencionadas, según regla de paridad. Dentro de cada provincia, los representantes de los Cabildos, uno por cada uno de éstos, formaban una corporación superior denominada Mancomunidad Interinsular.

De acuerdo con el principio autoritario que inspiró el proceso político español desde la Guerra Civil, los alcaldes, órganos que presidían los Ayuntamientos y ostentaban la representación del Gobierno en los municipios, eran designados gubernativamente. En las capitales de provincia y todos aquellos municipios de más de 10.000 habitantes, la designación era efectuada por el ministro de la Gobernación; en todos los demás, por el respectivo gobernador civil, dando cuenta previamente al ministro. El cargo de alcalde era de duración indefinida, y la cesación en él tenía lugar cuando libremente lo decidía el ministro de la Gobernación. La aceptación del cargo era obligatoria una vez hecho el nombramiento63. El régimen jurídico general referente a los alcaldes no se aplicaba a los dos municipios mayores del país, Barcelona y Madrid, los cuales se regían por las leyes especiales de 196064 y 196365, respectivamente. Sus alcaldes eran nombrados de forma directa por el Jefe del Estado, a propuesta del ministro de la Gobernación, para un mandato de seis años, excepto posible remoción anticipada.

En todos los municipios, salvo aquellos que tradicionalmente venían funcionando en régimen de concejo abierto (que eran muy pocos y de reducidas dimensiones), había un Ayuntamiento compuesto por el alcalde y los concejales. El número de éstos era proporcional a la población residente en el término, correspondiendo 3 concejales a aquellos cuyos residentes no excedían de 500, y un máximo de 24 a todos aquellos que pasaban de 500.00066. Los concejales se dividían en tres sectores exactamente iguales, que representaban respectivamente a los grupos familiares, las asociaciones sindicales y las entidades económicas, culturales y profesionales establecidas en el municipio. La designación de los primeros se realizaba por sufragio directo, en que eran electores los cabezas de familia y las mujeres casadas. Los del segundo tercio eran designados por los compromisarios elegidos a su vez por los vocales de las juntas correspondientes a los diversos Sindicatos Nacionales que se radicaban en el término municipal. Los del último grupo eran cooptados en una elección en la que intervenían los concejales ya nombrados para los dos primeros.

Para ser concejal se requería la edad mínima de 23 años, saber leer y escribir y cumplir una de las siguientes condiciones, según el tercio de que se tratara: ser cabeza de familia; estar afiliado a la Organización Sindical, con adscripción directa a alguna de las entidades existentes en el municipio; ser vecino “de reconocido prestigio” y, en todo caso, figurar en una lista de candidatos propuesta por el gobernador civil de la provincia en la que se acreditaba la buena conducta del candidato, no tener antecedentes penales y ser “afecto políticamente”. Además, para que un candidato pudiera considerarse elegible por el tercio familiar necesitaba, según el Reglamento de organización, funcionamiento y régimen jurídico de las Corporaciones locales de 195267, desempeñar o haber desempeñado el cargo de concejal; ser propuesto por dos procuradores o ex procuradores en Cortes, por tres diputados o ex diputados provinciales, o bien por cuatro concejales o ex concejales del mismo Ayuntamiento; o ser propuesto por un núcleo de cabezas de familia, vecinos del municipio, en número no inferior a la vigésima parte de los electores. El cargo de concejal era obligatorio y gratuito, duraba seis años y la renovación de sus titulares se hacía por mitades cada tres68.

Este procedimiento, adaptación forzada del dogma de la representación orgánica en principio pensada a nivel estatal, restringía completamente el abanico de posibilidades electorales a la mayoría de los ciudadanos69. Con las elecciones municipales sucedía algo parecido a las sindicales, las de procuradores en Cortes o los referendos: eran una pantomima. Cualquier aspirante a concejal sin relaciones con las élites dirigentes arrastraba un importante handicap que solo podía compensar recurriendo al expediente complicado y costosísimo (por los gastos notariales que conllevaba) de la presentación directa con los vecinos. Barrera igualmente infranqueable era la de la propaganda: estaba prohibido iniciar colectas para financiar las campañas o contratar interventores y apoderados, de forma que solo los que recibían el disimulado apoyo económico del Estado o los que poseían una fortuna personal considerable podían optar a una plaza de concejal. Se comprende, ante este panorama, el escaso interés de la mayoría de los ciudadanos hacia las ocho elecciones municipales que se celebraron entre 1948 y 1973, en las que la abstención alcanzaba hasta el 75%70. Comportamiento lógico si se tiene en cuenta el predominio de la designación directa de los principales y más numerosos cargos, que desprendió al concepto de elecciones municipales de los elementos que hasta entonces las habían hecho más o menos libres y limpias, ajustándose ahora al modelo de elections without choice. Este modelo no competitivo de elección servía, sin embargo, para la acreditación externa, la escenificación de una ficción participativa y la legitimación del poder71.

Aunque es cierto que se dio cierta rivalidad entre las candidaturas vinculadas al Movimiento y las listas monárquicas o conservadoras moderadamente contestatarias72, carece de sentido hablar de comportamiento electoral stricto sensu, pues sin sufragio universal ni derechos políticos mínimos unas elecciones no son otra cosa que una burla democrática. La ausencia de libertad imposibilitaba una auténtica opción, incluso la normal participación de los demócratas, en cuanto esta conducta suponía tanto una contradicción con sus convicciones como el apoyo involuntario a un régimen autoritario. Además, si durante tantos años las elecciones municipales no interesaron a la inmensa mayoría de los ciudadanos fue sencillamente porque todo el mundo sabía que los alcaldes eran nombrados “a dedo” por el Gobierno, que los Ayuntamientos carecían de los recursos necesarios para llevar a término una verdadera política municipal, que los concejales no tenían poder alguno sobre el alcalde, y en fin, que las candidaturas oficiales eran las únicas o casi las únicas que tenían alguna posibilidad de salir elegidas73. Las elecciones municipales, consecuentemente, no constituían otra cosa que “un episodio administrativo” alejado del interés de los españoles debido a la escasa trascendencia del voto, la complicación del sistema, la existencia de un tercio de entidades y las excesivas restricciones en la campaña electoral74.

En el tardofranquismo se trataron de modificar las estrechas costuras legales de la política local mediante la promulgación de una nueva Ley de Bases que sustituyera a la de 1945, pero los ataques del sector inmovilista y las propias limitaciones del sistema impidieron que estos cambios supusieran una verdadera transformación en sentido democrático. Víctima de las presiones del “búnker” fue retirado de las Cortes el proyecto de ley que sobre tal cuestión presentó el Gobierno en 1972, que fue sustituido por otro más restrictivo, finalmente aprobado en 197575. La nueva Ley de Bases del Estatuto de Régimen Local ofrecía la novedad de otorgar la calidad de electores a todos los vecinos incluidos en el censo electoral y permitía que los concejales eligieran al alcalde (a excepción de los de Madrid y Barcelona). Sin embargo, la representación orgánica por tercios permanecía intacta, el Gobierno se reservaba plena discrecionalidad para destituir a los alcaldes por “incumplimiento grave de los deberes en el cargo” y los gobernadores civiles continuaban siendo el auténtico núcleo del poder local sin una vinculación directa con los administrados. “La conveniencia de no acumular procesos electorales que incluso podrían llegar a solaparse” movió al Gobierno de Adolfo Suárez a aplazar las elecciones municipales previstas para 197676, las cuales no se celebraron hasta abril de 1979, ya con los partidos políticos legalizados y rigiendo la Ley de elecciones locales de julio de 197877.

Órganos consultivos, fiscalizadores y autónomos

Tradicionalmente, los órganos consultivos y ciertas estructuras asesoras han cobrado un especial protagonismo en el ejercicio de las funciones de la Administración por las especiales condiciones que ofrece su planta colectiva para el contraste de la variedad de opiniones y la incorporación del conocimiento técnico a la decisión política sin condicionar directamente su orientación. El carácter autoritario del régimen franquista y el marcado sesgo personalista en que se fundamentaba la organización pública ofrecían un caldo de cultivo excepcional para, al tiempo que se salvaguardaba la responsabilidad ejecutiva en los órganos controlados por la máxima autoridad del Estado, presentar una cierta impresión de objetividad e, incluso, de participación en el proceso decisorio. La prevalencia en las funciones activas de la figura unipersonal, designada y sometida a una intensa línea jerárquica, determinaba que el órgano administrativo consultivo suplantara frecuentemente a la institución colegiada (las Cortes o el Consejo Nacional) dotada de carácter decisorio, radicalmente incompatible con la férrea estructura centralizada y piramidal creada para posibilitar la transmisión de órdenes hasta los últimos rincones del país. De esta manera, los órganos de apoyo franquistas desempeñarían principalmente funciones asesoras de la autoridad unipersonal decisoria y, por otro lado, funciones integradoras de las fuerzas sociales con el objetivo de su efectivo control78. No resulta extraño, por tanto, que la aislada configuración institucional del Jefe del Estado y del Consejo de Ministros se intentara recubrir de mecanismos auxiliares conferidos de una relevancia en gran medida ficticia, a través de los cuales se les protegía del desgaste que implicaba la continua adopción de decisiones prácticamente en solitario, más aún si tenemos en cuenta la inestabilidad característica del Consejo de Ministros durante todo el siglo XIX y el primer tercio del siglo XX79.

El Consejo del Reino

El organismo consultivo más característico del período franquista fue el Consejo del Reino, cuya artificial denominación pretendía rememorar “gloriosas” épocas medievales en las que el gobierno mediante Consejos alcanzó su máximo protagonismo, como el Aula Regia visigoda o el Consejo Real castellano80. La inicial configuración de este Consejo tuvo lugar con la aprobación de la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado (LSJE) de 1947, donde se le concebía como un reducido órgano consultivo de asistencia directa al Jefe del Estado dotado de una composición representativa de las “fuerzas vivas” de la dictadura que, por otro lado, manifestaba tanto en sus miembros como en sus funciones una evidente dependencia de las Cortes, respecto de las cuales ejercía un cierto papel sustitutivo, o al menos intermediario, debido a las facilidades de control que ofrecía para Franco por su reducido tamaño y por el dominio que tenía sobre el nombramiento de la práctica totalidad de sus componentes. En relación con el carácter representativo aludido, el Consejo del Reino estaba compuesto, bajo la presidencia de quien lo fuera de las Cortes, por el prelado de mayor jerarquía y antigüedad entre los procuradores en Cortes, el capitán general de mayor antigüedad, el Jefe del Alto Estado Mayor, los presidentes del Consejo de Estado, del Tribunal Supremo y del Instituto de España, así como cuatro consejeros elegidos por votación entre los diversos grupos de representación en las Cortes y otros tres designados directamente por el Jefe del Estado, dos de los cuales habían de ser procuradores. En coherencia con tan reveladora composición, la citada norma configuraba al Consejo del Reino como un órgano de asistencia inmediata del “Caudillo” en “todos aquellos asuntos y resoluciones trascendentales de su exclusiva competencia”81, precisando más adelante su intervención preceptiva no vinculante en relación a concretas decisiones de valor político: devolución a las Cortes de una ley en los supuestos de desacuerdo, declaración de guerra o acuerdo de paz y proposición para nombrar sucesor a las Cortes.

Ahora bien, la docilidad del Consejo estaba asegurada por cuanto casi todos sus miembros debían su puesto al Jefe del Estado o al Gobierno, bien directamente, bien indirectamente al depender de las referidas autoridades en el acceso al cargo que les confería la condición de consejeros82. En consecuencia, a pesar de su deslumbrante composición sociopolítica y de su necesaria intervención en algunos asuntos, lejos de suponer una auténtica limitación en las decisiones que debía adoptar el Jefe del Estado, el Consejo del Reino sirvió a éste último para paliar las carencias legitimatorias que presentaba, funcionalidad para la que resultaba precisa la planta colegiada ante la imposibilidad de que dicha tarea pudiera ser desempeñada por un órgano unipersonal. En conclusión, dada la subordinación del Consejo del Reino al Jefe del Estado tanto desde el punto de vista de su composición como de la nula capacidad para condicionar sus decisiones, con su creación se apuntalaba institucionalmente aquella figura ante las insuficiencias que presentaba para liderar la organización pública desde la perspectiva social.

Los trascendentales cambios operados en la arquitectura institucional a partir de la promulgación de la Ley Orgánica del Estado afectarían al Consejo del Reino que, a partir de este momento, gozaría de una regulación específica en su Ley Orgánica (LOCR) de julio de 1967. El nuevo órgano nacido de la reforma habría de salir ciertamente favorecido por cuanto, además de colocarse en el primer escalón de los cuerpos consultivos junto al Jefe del Estado y gozar de preferencia sobre cualquier otro, el número de sus integrantes de elección por parte de las Cortes se incrementaría hasta la decena, desapareciendo los miembros de libre designación por el Jefe del Estado. En plena coherencia con la limitación formal que afectaría a la Jefatura del Estado en la regulación de la LOE, el Consejo del Reino sufrió una mutación esencial por lo que respecta a sus funciones, cuya relevancia se ampliaría notablemente tanto desde el punto de vista de los supuestos en que resultaba preceptiva su intervención como desde la perspectiva política de la importancia de los casos en que se requería su dictamen o propuesta83.

La evidencia del cambio cuantitativo operado se percibe nítidamente a la vista de la extensión de ciertos artículos de la LOCR, donde se recogían sus principales competencias84. No obstante, el alcance efectivo de la reforma de sus atribuciones solo puede ser valorado apropiadamente analizando la naturaleza de las funciones asignadas. Debe destacarse, por tanto, que la intervención del Consejo desde 1967 seguía limitándose al campo estrictamente consultivo o de simple propuesta, si bien tanto la gran importancia política de las funciones del Jefe del Estado respecto a las cuales debía emitir su dictamen (proponer la ratificación de los tratados internacionales, devolución de una ley a las Cortes para nueva deliberación, someter a referéndum ciertos proyectos de ley o relevar de su cargo a altas autoridades del Estado) como la trascendencia de los supuestos en que había de proponer una decisión al Jefe del Estado (terna para el nombramiento del presidente del Gobierno, de las Cortes, del Tribunal Supremo o del Consejo de Estado, y resolución de los recursos de contrafuero), deben conducirnos a considerar al Consejo del Reino como un órgano de gran influencia política, aunque su presencia real no alcanzara las posibilidades previstas normativamente por la enorme docilidad de las Cortes y la existencia de otros medios de consulta menos comprometidos para el Jefe del Estado. En última instancia, a pesar de que la LOE facultara al Consejo del Reino para destituir al Jefe del Estado, en los supuestos de incapacidad apreciada por dos tercios de sus miembros85, debe resaltarse que esta configuración institucional no afectaría a Franco, por lo que, en atención a la correspondencia cronológica entre el ciclo vital de éste último y la duración del régimen, debemos concluir que el Consejo sirvió realmente para reforzar la posición del “Caudillo”.

El Consejo de Estado

Junto al Consejo del Reino, superior instancia consultiva de la Administración, hay que destacar la temprana recuperación del tradicional Consejo de Estado, si bien el papel que había jugado a lo largo de la etapa constitucional anterior quedaría en cierto modo ensombrecido dada la brillantez de las funciones políticas asumidas por el Consejo del Reino y, en consecuencia, permanecería recluido en el ámbito puramente administrativo a pesar de que, en comparación con éste último, disponía de una intervención cuantitativamente más importante86. La Ley Orgánica del Consejo de Estado (LOCE) de 194487 lo definía como “el supremo Cuerpo consultivo en asuntos de gobierno y administración”88. Tenía precedencia sobre los demás cuerpos consultivos del Estado después del Consejo del Reino y su naturaleza era la de un órgano con una gran autoridad sobre los demás gestores públicos del país. Esta autoridad resultaba de la previa relevancia social y de la preparación técnico-jurídica que, según su variada índole, siempre habían ostentado los miembros que lo componían. Su carácter era exclusivamente consultivo, y ello porque en casi ningún caso se requería su conformidad para que la Administración pudiera realizar válidamente un acto89. El Consejo de Estado estaba adscrito a Presidencia del Gobierno, lo que sin embargo no afectaba al ejercicio de sus funciones, que podían ser recabadas sin necesidad de cursar a través de dicho departamento las correspondientes consultas.

Las funciones del Consejo de Estado estaban vinculadas con el Gobierno y la Administración, pero no con el Jefe del Estado en cuanto tal. No obstante, carecía de facultades que permitieran calificarlo como un órgano jurisdiccional, a diferencia, por ejemplo, de lo que ocurría con el Conseil d’État francés90. Las funciones del Consejo de Estado más relevantes eran las que atañían a sus dictámenes sobre disposiciones legislativas. Así, este órgano podía dictaminar: sobre los proyectos de leyes delegadas elaborados por el Gobierno con base en la autorización recibida de las Cortes (las leyes de bases); sobre los textos “refundidos” que realizaba el Gobierno, en virtud de autorización de las Cortes, reuniendo y sistematizando diversas leyes existentes con anterioridad91; sobre los proyectos de ley que por su trascendencia para el país estimara el Gobierno conveniente someterle a su juicio92; sobre la interpretación de los tratados internacionales y los concordatos con la Santa Sede; y sobre las disposiciones dictadas por el Gobierno para desarrollar las leyes de presupuestos93. Aparte de estas atribuciones, había otras por las que el Consejo de Estado podía presentar a veces un tono de órgano político. Baste a este respecto citar los tres datos siguientes: que el Consejo de Estado había de ser oído preceptivamente para la aprobación de los reglamentos inmediatos94; que se requería su informe para determinar la necesidad y la urgencia en el caso de los proyectos de concesión de créditos extraordinarios o suplementos de créditos que el Gobierno presentara a las Cortes; y que estaba facultado para elevar al Gobierno las propuestas que juzgara oportunas acerca de cualquier asunto de interés general, incluso con carácter de iniciativa legislativa95.

El Consejo de Estado constaba de un presidente, designado por el Jefe del Estado a propuesta en terna del Consejo del Reino96, entre personas que ostentaran o hubieran ostentado alguno de los más altos cargos del Estado (presidente de las Cortes, ministro, capitán general, etc.)97, cuyo mandato era de seis años. Los consejeros eran de tres clases: natos, permanentes y de libre designación. Entre los natos más relevantes destacan el Primado de las Españas, el Jefe del Alto Estado Mayor, el rector de la Universidad Central (Madrid) y el director del Instituto de Estudios Políticos98. Los permanentes99 eran nombrados por el Jefe del Estado entre quienes ostentaban diversos cargos: ministro, consejero nacional, catedrático de derecho o ciencias políticas y económicas, etc. Los de libre designación eran 7, que Franco nombraba entre personas que ejercían o había ejercido cargos públicos, y tenían un mandato de tres años100. Así como los natos y los de libre designación exteriorizaban un carácter notoriamente político, tanto por su procedencia como por el matiz que daban a las deliberaciones, los permanentes, que no podían ser jubilados ni removidos, eran factores de continuidad destacados por su experiencia y categoría profesional. Los letrados del Consejo de Estado eran los técnicos en cuestiones jurídicas que elaboraban materialmente los dictámenes. Digamos, por último, que la estructura operacional del Consejo de Estado constaba del Pleno, la Comisión Permanente y las Secciones de trabajo. La Comisión era la pieza clave de las deliberaciones ordinarias y estaba compuesta por el presidente, el secretario general y los consejeros permanentes. Las Secciones, por su parte, eran ocho y estaban ordenadas con un cierto paralelismo respecto de los departamentos ministeriales.

Lo cierto es que la actividad consultiva del Consejo de Estado se vio muy condicionada, no solo por la proli-feración de otros órganos consultivos de carácter sectorial, sino por la consolidación de las funciones de estudio y análisis encomendadas al secretario general técnico en el ámbito ministerial, y por la progresiva implantación de sistemas de asesoramiento inorgánicos basados en la técnica del staff and line101. Así pues, el trabajo del Consejo de Estado se vio reducido a cuestiones puramente administrativas que fueron tratadas por su Comisión Permanente, limitación que se encontraba en perfecta coherencia con la composición más “profesionalizada” de ésta última. La integración de los miembros natos y de libre designación en el Pleno determinaba, por el contrario, que se le atribuyera el conocimiento de los asuntos de cierto contenido político que escapaban a la competencia del Consejo del Reino. Por tanto, y como sucedía con las restantes instituciones, el Consejo de Estado presentaba una evidente dependencia de la autoridad decisoria de la Jefatura del Estado, quedando relegado a un papel de apoyo técnico y asesoramiento a las instancias gubernamentales.

El Consejo de Economía Nacional

El Consejo de Economía Nacional fue creado en 1940102 y quedó definido funcionalmente en 1957103. Tenía un triple carácter de órgano consultivo superior del Estado en materias económicas; centro de estudios e investigaciones en esos mismos asuntos; y órgano de coordinación respecto a los organismos estatales o paraestatales que tuvieran relación con sus actividades. Sus dictámenes, que nunca tuvieron carácter vinculante, eran preceptivos, sin embargo, para muchos asuntos inherentes a la política económica nacional. Así, había de conocer, entre sus asuntos principales, de las directrices de la política monetaria, los planes de grandes obras públicas, los planes de inversiones, las reformas tributarias y los Planes de Desarrollo. Aparte su actuación consultiva, este órgano estaba también facultado para elevar propuestas al Gobierno sobre las materias de su competencia. Su presidente tenía igual régimen jurídico que el del Consejo de Estado y junto a él figuraba un secretario general y los consejeros, que eran de dos clases: unos natos (entre los que figuraba el Jefe del Alto Estado Mayor) y otros de libre configuración por el Jefe del Estado. El Consejo funcionaba en Pleno y en Comisión Permanente, y contaba con diversas Secciones de trabajo.

Concebido como “superior órgano consultivo de la nación en cuestiones económicas”, fue diseñado a imagen y semejanza del Consejo General de Economía de la Alemania nazi, y del Consejo Superior de Economía Nacional de la Italia fascista. Se tuvo en cuenta, además, la experiencia corporativa española de la dictadura de Primo de Rivera, que ya había creado en 1924 un órgano homónimo con similares funciones. El inspirador directo del Consejo fue el falangista Higinio Paris Eguilaz, médico convertido en economista en el Instituto de Coyuntura de Berlín y partidario de una suerte de neomercantilismo nacionalista. Asesor personal en temas económicos de Franco, dirigió en la sombra el nuevo organismo desde su puesto de secretario general y lo convirtió en uno de los baluartes de la política de autarquía promovida por el “Nuevo Estado” durante la postguerra. La simbiosis del promotor del Consejo con los postulados del régimen fue tal que se mantuvo al frente de la Secretaría General del órgano asesor hasta 1980, año en que éste fue suprimido104.

La firme defensa del intervencionismo estatal llevada a cabo por el Consejo se plasmaba en todos los informes que elevaba al Gobierno. El Consejo vigilaba por que los departamentos ministeriales siguieran las directrices económicas de una manera armónica y coordinada, extendiendo sus recomendaciones a todos los sectores: política monetaria, presupuesto, comercio exterior, política de capitalización (obras públicas, edificación de viviendas), control de precios y salarios, etc. Se trababa, según Paris Eguilaz, de abandonar el “modelo ministerial de gestión autónoma”, típico de los regímenes capitalistas liberales, y sustituirlo por un Estado concebido como “instrumento totalitario, con unidad de dirección”105. Su régimen jurídico autónomo y el hecho de que dependiera directamente de la Presidencia del Gobierno ayudó a que la autoridad política del Consejo se fuera incrementado progresivamente, hasta tal punto que su presidente ostentaría una influencia equivalente a la del de las Cortes, el Tribunal Supremo, el Tribunal de Cuentas o el Consejo de Estado. Su ascendiente en materia económica llegaría a equipararse con la de la Secretaría General del Movimiento. De hecho, uno de sus presidentes, Pedro Gual Villalbí, ostentó el cargo de ministro sin cartera de 1957 a 1965.

Su vinculación al sector falangista del régimen marcará, con la entrada de los tecnócratas en el Gobierno, el inicio de su decadencia. Enfrentado abiertamente a los Ministerios de Hacienda y de Comercio por el giro que el Plan de Estabilización había dado hacia una economía liberalizada, el Consejo de Economía Nacional fue despojado gradualmente de sus competencias, reducido a un papel escasamente operativo y sometido a un paulatino proceso de neutralización. Su actitud ante el mando político estaría caracterizada desde entonces por la docilidad y la sumisión106. Otros órganos afines a Presidencia del Gobierno ocuparían su lugar: primero la Oficina de Coordinación y Programación Económica (OCYPE), que funcionó entre 1957 y 1962, y después la Comisaría del Plan de Desarrollo. El reconocimiento de la incapacidad de la política autárquica desarrollada en el pasado y la primacía del componente tecnocrático en el discurso ideológico franquista hicieron que a partir de la década de 1960 casi todos los dictámenes emitidos por el Consejo fueran desechados. Superado por los acontecimientos y anquilosado en sus concepciones, ya mucho antes de su disolución se había convertido en una herramienta inútil, a pesar de constituir un fiel reflejo del régimen que lo creó.

El Tribunal de Cuentas

El Tribunal de Cuentas del Reino era un órgano de raigambre histórica. Existía con ese nombre desde 1851, sin contar con las entidades de función semejante que lo precedieron en siglos anteriores, como la Contaduría Ma-yor107. Aunque la lectura de su nombre pudiera conducirnos a error y llevarnos de inmediato a creer que estamos ante un “tribunal” en sentido estricto y, naturalmente, incardinado como tal en la Administración de Justicia, el Tribunal de Cuentas entrañaba una realidad diferente. Lo primero que hay que indicar es que el Tribunal de Cuentas era un órgano “constitucional”, pues era una de las instituciones nombradas explícitamente en la Ley Orgánica del Estado. Su figura se encontraba perfilada en la Ley Orgánica del Tribunal de Cuentas (LOTC) de 1953108, reformada en 1961109. Dichas disposiciones le otorgaban una naturaleza mixta de órgano de fiscalización administrativa en materias financieras y de órgano jurisdiccional independiente en asuntos concernientes a caudales públicos110. En cuanto órgano fiscalizador, le correspondía, “con plena independencia, el examen y comprobación de las cuentas expresivas de los hechos realizados en el ejercicio de las leyes de presupuestos y de carácter fiscal, así como las cuentas de todos los organismos oficiales que reciban ayuda o subvención con cargo a los presupuestos generales del Estado y de sus organismos autónomos”111. En este sentido, su atribución más excelente era el examen y la comprobación de la Cuenta General del Estado. Esta operación servía de base para que el Gobierno presentara a las Cortes dicha Cuenta en forma de un proyecto de ley que, una vez aprobado, era sometido al Jefe del Estado para su sanción, lo mismo que cualquier otra ley112.

Aparte de esto, el Tribunal de Cuentas “deberá poner en conocimiento del Gobierno y de las Cortes, a través de las correspondientes memorias e informes, la opinión que le merezcan los términos en que hayan sido cumplidas las leyes de presupuestos y las demás de carácter fiscal [...] y asimismo en aquellos casos en que, por su excepcional importancia, considere que debe hacerlo”113. Los informes y memorias que presentaba podían ser, pues, ordinarios o extraordinarios. Cuando se trababa de comunicaciones a los diversos Ministerios, éstas eran cursadas por el ministro de Hacienda, y el Gobierno adoptaba las medidas pertinentes después de recibir los informes de los ministros interesados114. Hay que indicar, además, que le incumbía fiscalizar las cuentas del Instituto de Crédito Oficial, creado en 1971 como sustituto del Instituto de Crédito a Medio y Largo Plazo115, para dar cuenta a las Cortes del juicio que le merecían los términos en que dicha entidad había cumplido las disposiciones legales pertinentes a su función116. Sin embargo, y como ya hemos apuntado anteriormente respecto de los Consejos del Reino, de Estado y de Economía Nacional, los juicios del Tribunal de Cuentas no servían de base para la exigencia de responsabilidad política a los miembros del Gobierno. Como órgano jurisdiccional, el Tribunal de Cuentas entendía, entre otras cosas, de las causas de alcance y reintegro por las lesiones a la Hacienda Pública. A este respecto, el Tribunal se limitaba a exigir la responsabilidad patrimonial correspondiente, sin perjuicio de las penales y gubernativas que a los encausados pudieran serles declaradas por los superiores jerárquicos o los órganos jurisdiccionales ordinarios. El Tribunal tenía a esos efectos plenitud de jurisdicción, en el sentido de que ante él mismo se ventilaran los máximos recursos que pudieran interponerse contra las resoluciones iniciales117.

El presidente del Tribunal de Cuentas era designado y podía cesar en las mismas condiciones y con intervención de los mismos órganos indicados al hablar del presidente del Consejo de Estado. Además del presidente, el Tribunal estaba compuesto por un número indeterminado de miembros llamados “ministros”, así como de un se-cretario general y un fiscal, los cuales ejercían sus funciones a través del Pleno y por medio de las salas y secciones con las que contaban118.

Las entidades autónomas

El complejo administrativo del Estado franquista quedaría incompleto si no hiciéramos referencia a las entidades autónomas que integraban la Administración. Estos entes jurídicos, creados ante la necesidad de adecuar la estructura estatal a las crecientes exigencias sociales, económicas y técnicas aparecidas a lo largo del siglo XX119, fueron por primera vez regulados por la Ley de Entidades Estatales Autónomas de 1958, norma inscrita en la corriente de las grandes leyes administrativas impulsadas por el sector tecnócrata del Gobierno120. En su virtud, se disciplinaba este sector de la Administración que ya por aquel entonces presentaba un aspecto abigarrado y carente de una elemental homogeneidad. La Ley acogió en su ámbito, con mayor o menor alcance regulador, entidades diversas, aunque dejando fuera a las corporaciones de derecho público de base sectorial: Colegios Profesionales; Cámaras de la Propiedad Urbana, Comercio, Industria y Navegación; comunidades de regantes; y entidades oficiales de seguros sociales obligatorios y de seguros privados. Llevada de su propósito de someter a un cierto orden presupuestario y contable el confuso mundo de las entidades singularmente creadas, contempló tres figuras: los servicios administrativos sin personalidad jurídica, los organismos autónomos propiamente dichos, y las empresas nacionales sin personalidad jurídica pública121.

La entidad autónoma se caracterizaba por su vinculación o dependencia clara respecto a una determinada Administración Pública. La lista publicada en 1961 por la Comisión Clasificadora de estas entidades recogía 864 organismos autónomos y 46 empresas nacionales122. Los primeros se encontraban repartidos entre los distintos departamentos ministeriales y conformaban un variopinto grupo en el que se encontraban, entre otros y sin ánimo de exhaustividad, entidades tales como el Instituto Nacional de Industria (Presidencia del Gobierno), el Instituto de Cultura Hispánica (Asuntos Exteriores), el Patronato Nacional de Presos y Penados (Justicia), el Museo del Ejército (Ejército), la Fabrica Nacional de Moneda y Timbre, el Banco de España (Hacienda), la Junta Central de Tráfico (Gobernación), la Red Nacional de los Ferrocarriles Españoles, las Juntas de Obras y Servicios de los Puertos, las Confederaciones Hidrográficas (Obras Públicas), el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, las Universidades del Estado, los Institutos de Enseñanza Media, las Escuelas de Magisterio (Educación), la Junta de Energía Nuclear (Industria), el Servicio Nacional del Trigo, el Instituto Nacional de Colonización (Agricultura), el Instituto Español de Moneda Extranjera (Comercio), el Instituto Nacional de Cinematografía, Radiotelevisión Española, el NO-DO (Información y Turismo) o el Instituto Nacional de la Vivienda (Vivienda). Las empresas nacionales se dividían entre aquellas en las que el Estado contaba con más del 75% de participación y las que se encontraban por debajo de esta cifra. Solo mencionaremos las más relevantes por su volumen de negocio: Iberia, Empresa Nacional de Electricidad (ENDESA), Empresa Nacional “Santa Bárbara” (dedicada a la industria armamentística), Potasas de Navarra, Empresa Nacional Siderúrgica (ENSIDESA) y Sociedad Española de Automóviles de Turismo (SEAT)123.

Burocracia y aparato funcionarial

El número de funcionarios civiles apenas se alteró en las primeras décadas del siglo XX: entre 1910 y 1940 pasó del 0,6% del total de la población activa masculina al 1%. La Guerra Civil y la represión posterior trajeron como consecuencia una reducción momentánea del número de servidores del Estado que, sin embargo, se vio sobradamente compensada por la aparición del Movimiento Nacional como aparato administrativo paralelo, cuyos integrantes también recibieron la consideración de funcionarios públicos. A lo largo de la dictadura se va a vivir un incremento espectacular, situándose la proporción antes mencionada en un 4,3% para 1962. Ese mismo año se calculó en unas 700.000 el número de personas al servicio de la Administración del Estado, incluyendo militares y personal judicial y excluyendo ciertos tipos de servidores públicos como los adscritos a la Organización Sindical o a la banca oficial, lo que habría hecho elevar la cantidad a cerca de un millón. Posteriormente, y con relación a 1966, se lanzó la cifra de 610.000, incluyendo en ella solamente el personal de la Administración Central, el de los organismos autónomos y el de la Administración Local124. Sin embargo, a pesar de constituir una fuerza numérica importante, no puede decirse que el Estado franquista tuviera una burocracia hipertrofiada, al menos si lo comparamos con los países de la Europa occidental. En 1966, por ejemplo, en España había unos 53 habitantes por empleado público, frente a los 40 de Italia, los 26 de Francia y los 22 de Alemania125. Se trataba, además, de un funcionariado envejecido: el 38% de los servidores públicos sobrepasaba los 50 años126.

Ahora bien, si la conmoción del conflicto bélico y de la depuración franquista pudo influir sensiblemente en el número de los empleados, no lo hizo tanto en lo relativo a la persistencia de la concepción corporativa de la función pública. Y es que el franquismo había heredado del siglo anterior una noción según la cual el servidor público antes formaba parte del cuerpo, de la “casa” o del departamento ministerial, que del Estado127. Esta idea estaba en la base de ciertos rasgos patológicos de la función pública española a los que se aludía con epítetos como la “departamentalización”, el “cantonalismo”, la “patrimonialización” o el “parasitismo”128. La Ley de Funcionarios Civiles del Estado de 1964, donde se declaraba que eran tales “las personas incorporadas a la Administración Pública por una relación de servicios profesionales y retribuidos, regulada por el derecho administrativo”129, trató de poner límites a los excesos de este corporativismo. Con este fin, se crearon instancias de control y coordinación interministeriales, o cuerpos generales de funcionarios, e incluso se previó la implantación de plantillas orgánicas a partir de una clasificación de puestos de trabajo que atendiera, no a las pretensiones de los funcionarios, sino a las efectivas necesidades de cada una de las dependencias. Sin embargo, la resistencia de la burocracia franquista malogró muchos de los bienintencionados propósitos de modernización, dentro de los límites que imponía el carácter no democrático del régimen, de la función pública española.

A lo largo de esos años, y a medida que se dejaba matizar el ascendiente fascista sobre el régimen, la influencia política en la gestión de la maquinaria estatal se fue desplazando hacia la burocracia corporativa. El término “tecnócrata”, por ejemplo, perdió las connotaciones peyorativas que anteriormente había portado a medida que el régimen hizo pivotar el funcionamiento de los engranajes del Estado en los cuerpos de funcionarios. Y es que la dictadura, en ausencia de fundamentación democrática, trataba de legitimarse con el sucedáneo de la eficacia en la prestación de servicios públicos. No obstante, al hablar de burocracia debemos entender única y exclusivamente a un sector concreto y delimitado de los funcionarios superiores del Estado, compuesto por los miembros de una docena escasa de cuerpos de “superélite”, el acceso a los cuales estuvo reservado casi en exclusividad a los hijos de las clases dirigentes. Así pues, el sistema corporativo de la función pública y, sobre todo, la inexistencia de una carrera administrativa intercorporativa, junto con las peculiaridades y limitaciones del sistema educativo, contribuyeron poderosamente a mantener y reproducir la estratificación social de España y a perpetuar en el poder económico y político a los miembros de la burguesía tradicional130.

La influencia política de los cuerpos de funcionarios y, entre ellos, los de la élite (que eran aquellos que exigían titulación superior y, por supuesto, género masculino para ingresar en ellos) puede calibrarse por la presencia de sus miembros en instituciones como, por ejemplo, las Cortes131. En la IX Legislatura (1967-1971), el 28% de los procuradores pertenecía a algún cuerpo de la Administración y, de ellos, el 20% eran catedráticos de Universidad, el 15% abogados del Estado y el 5% letrados del Consejo de Estado132. Esta influencia tenía que ver con el grado de autonomía que llegaron a gozar en el seno de la Administración y con el peso específico que, respecto de otras élites franquistas, los altos funcionarios tuvieron en la dirección del régimen. Hasta tal punto que determinados cuerpos de funcionarios adquirieron la naturaleza de “grupos de presión” en el marco de una suerte de “Estado de empleados”. Se llegó al extremo de que los puestos superiores de la Administración, aunque pudieran ser de libre designación por el Gobierno, de hecho fueran patrimonializados por algunos “cuerpos de élite” como los letrados del Consejo de Estado, los abogados del Estado, los inspectores técnicos fiscales, los catedráticos de Universidad o los ingenieros de caminos133. En un régimen como el franquista, donde no existían partidos políticos, era más difícil la probabilidad de llegar a un alto cargo político sin pertenecer a un cuerpo superior de la Administración. Y ello porque ninguna otra élite se hallaba tan cerca de las decisiones políticas cotidianas como la élite funcionarial, de la que dependían muchas medidas que afectaban a la organización económica y social del país134. El alto burócrata consiguió imponer por este medio una mentalidad específica, “basada en un riguroso papeleo, en el examen concienzudo y unilateral de las iniciativas privadas de los ciudadanos”, hasta construir “piedra a piedra, una fortaleza poderosa” de poder corporativo135.

El protagonismo político de la tecnocracia franquista se tradujo en la ampliación, gracias al disfrute de cotas crecientes de autonomía, de ventajas y prebendas para los servidores públicos. El cuerpo de funcionarios, en definitiva, resultaba ser algo más que estructura de clasificación a efectos retributivos: devino sujeto colectivo titular de potestades de autogobierno y de privilegios colectivos de los que disfrutaban sus miembros. Por las potestades hay que entender, por ejemplo, las facultades normativas de autorregulación para la propuesta y veto en materia de política funcionarial, la tutela que unos cuerpos de funcionarios ejercían sobre otros y, fundamentalmente, las potestades disciplinarias sobre los funcionarios incorporadas a través de tribunales de honor, que eran instancias de control, disciplina y depuración de responsabilidad intracorporativa136. El autogobierno de los cuerpos también se manifestaba en la gestión de recursos financieros propios, con los que se completaba el sueldo base de sus funcionarios. Una fuente no despreciable de estos recursos propios la constituían las tasas que se extraían a los administrados. Pero incluso corruptelas como la práctica de la “recomendación” mediante la que se falseaba el régimen de oposiciones (convirtiéndolas en encubierto mecanismo de cooptación en manos de clientelas y estirpes familiares) encontraban sentido en el protagonismo político de las corporaciones funcionariales. En cuanto a los privilegios, los funcionarios gozaban de beneficios retribuidos a los cuerpos, que convertían a estos últimos en instancias de protección y prestación de determinados servicios, especialmente apreciados (y envidiados), como viviendas, economatos o mutualidades137.

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9 GARRIDO FALLA, Fernando (1957): 20.

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11 GARCÍA DE ENTERRÍA, Eduardo y FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ, Tomás-Ramón (1974): 22-32.

12 LOE, art. 40.I.

13 LOE, art. 40.II.

14 LOE, art. 41.I.

15 LRJAE, art. 26.

16 LOE, art. 41.II.

17 LOE, art. 42.II.

18 LOE, art. 42.III.

19 LRJAE, art. 40.

20 URQUIJO GOITIA, José Ramón (2008): 134-141.

21 LRJAE, art. 3.II y disposición final 1ª.

22 LRJAE, art. 15.

23 LRJAE, art. 16.

24 ZAFRA VALVERDE, José (1973): 312.

25 LRJAE, art. 10.VII.

26 LRJAE, art. 18.

27 LRJAE, exposición de motivos 5ª y art. 19.

28 Boletín Oficial del Estado (BOE), nº 210, 19 de julio de 1951: 3.448.

29 GUAITA, Aurelio (1967): 52.

30 BOE, nº 140, 12 de junio de 1973: 11.881.

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39 BOE, nº 294, 9 de diciembre de 1958: 10.852.

40 EGC, art. 1.

41 EGC, art. 17.

42 EGC, art. 13.

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56 LRL, art. 227.

57 BOE, nº 291, 5 de diciembre de 1963: 16.994.

58 LRL, art. 230.

59 LRL, arts. 231 y 232.

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63 LRL, art. 59.

64 BOE, nº 151, 24 de junio de 1960: 8.685-8.694.

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66 LRL, art. 72.

67 BOE, nº 159, 7 de junio de 1952: 2.532-2.556.

68 LRL, arts. 78 y 85.

69 NIETO GARCÍA, Alejandro (1973): 54, vol. II.

70 MARTÍNEZ MARÍN, Antonio (1984): 131.

71 VALLÉS, Josep M. y BOSCH, Agustí (1997): 14-15.

72 GARCÍA FERNÁNDEZ, Javier: «Las elecciones del franquismo», El País, 23 de agosto de 1977.

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81 LSJE, art. 4.

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