REALA, número 15, abril de 2021

Sección: ARTICULOS

Recibido: 05-03-2021

Aceptado: 07-04-2021

Publicado: 15-04-2021

DOI: https://doi.org/10.24965/reala.i15.10919

Páginas: 42-57

Qué se puede y qué no se puede colgar en un balcón consistorial. A vueltas con la exhibición de símbolos en espacios públicos institucionales y el pretendido deber de neutralidad de la Administración

What may and may not be hung on a town hall balcony. On the display of symbols on public buildings and public Administrations’ alleged duty of neutrality

Juan María Martínez Otero

Universidad de Valencia (España)

ORCID: https://orcid.org/0000-0002-8882-5466

juan.maria.martiez@uv.es

NOTA BIOGRÁFICA

Profesor de Derecho Administrativo y Derecho de la Información en la Universidad de Valencia. Su principal línea de investigación es la regulación del sector audiovisual. También se ha ocupado de algunos interrogantes que suscitan las nuevas tecnologías digitales en relación con los derechos fundamentales. Ha realizado estancias de investigación en las Universidades de Oxford, Cambridge y King’s College London.

RESUMEN

El presente artículo estudia qué se puede y qué no se puede legítimamente exhibir en los edificios públicos, prestando una particular atención al contexto local, donde se han suscitado los debates jurídicos más acalorados en los últimos años. La primera parte del artículo analiza el alcance del deber de neutralidad de las administraciones públicas. La segunda parte propone tres criterios para responder a la cuestión planteada: el objeto que se exhibe, el mensaje que transmite y el tiempo de exhibición. El artículo se cierra saliendo al paso de la llamada «excusa democrática» empleada como patente de corso para exhibir cualquier mensaje en los espacios públicos.

PALABRAS CLAVE

Espacio público; neutralidad; banderas; autonomía política; Entes locales.

ABSTRACT

This paper analyses what may and may not be legitimately exhibited in public buildings, paying particular attention to the local context, where the most heated debates have taken place in recent years. The first part of the paper examines the scope of public Administrations’ duty of neutrality. The second part proposes three criteria to answer the question posed: the exhibited object, the message it transmits and the duration of the exhibition. The article closes by addressing the so-called «democratic excuse» used as carte blanche to display any message in public spaces.

KEYWORDS

Public space; neutrality; flags; political autonomy; local government.

SUMARIO

1. INTRODUCCIÓN. 2. SOBRE EL PRETENDIDO DEBER DE NEUTRALIDAD DE LAS ADMINISTRACIONES PÚBLICAS. 2.1. LA ADMINISTRACIÓN PÚBLICA NO TIENE LIBERTAD DE EXPRESIÓN, POR LO QUE NO DEBERÍA PARTICIPAR ACTIVAMENTE EN LOS DEBATES POLÍTICOS. 2.2. LA ADMINISTRACIÓN PÚBLICA (EN CIERTO SENTIDO) NI DEBE NI PUEDE SER NEUTRAL. 2.3. SOBRE LA AUTONOMÍA POLÍTICA DE LOS ENTES LOCALES. 3. CRITERIOS PARA DISCERNIR QUÉ SE PUEDE Y QUÉ NO SE PUEDE COLGAR. 3.1. EL OBJETO EXHIBIDO. 3.2. EL SIGNIFICADO DEL MENSAJE. 3.3. EL TIEMPO DE EXHIBICIÓN. 4. EXHIBICIÓN DE SÍMBOLOS Y RIESGO DE TOTALITARISMO DE LAS MAYORÍAS. 5. CONCLUSIÓN.

1. INTRODUCCIÓN

Ciertamente, el debate acerca de qué símbolos o mensajes pueden legítimamente exhibirse en espacios públicos institucionales no es nuevo1. En fechas recientes, no obstante, ha cobrado nuevo vigor, en el contexto de reivindicaciones independentistas, regionalistas y republicanas, expresadas mediante la instalación de ciertos elementos en balcones y fachadas de edificios públicos.

El último episodio de este debate –calificado desde algunas tribunas como la «guerra de las banderas» (v.g. Bauzá, 2021, p. 26 o Troncoso, 2018, p. 42)– ha sido abierto por la STS 1163/2020, de 26 de mayo, que anula un acuerdo del Pleno del Ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife que aprobaba la exhibición en un mástil contiguo al consistorio de la bandera del movimiento independentista canario, un día concreto del año. La sentencia del Alto Tribunal, que unifica doctrina, afirma que en los edificios públicos solo resulta conforme a Derecho la exhibición de banderas oficiales. De este modo, parece excluirse de plano la práctica –hasta cierto punto generalizada– de exhibir en edificios públicos banderas no oficiales, ya sea para conmemorar efemérides, celebrar fiestas o solidarizarse con algunas causas.

Lejos de sentar una doctrina clara y matizada, la citada sentencia es acusadamente simplista y superficial, de modo que ha generado más dudas que certezas. Estas dudas tardaron poco en generar controversias jurídicas y saltar a la opinión pública, y lo hicieron con motivo de la celebración del Día del Orgullo Gay del año 2020. ¿Resulta conforme con la doctrina del Supremo la práctica, ampliamente extendida, de exhibir en edificios públicos la bandera arcoíris, representativa del movimiento LGBTIQ+? Las respuestas judiciales y doctrinales a esta pregunta han sido divergentes2.

Tomando pie de la sentencia citada, así como del debate surgido en torno a la exhibición de la bandera arcoíris, el presente trabajo se propone responder a la pregunta de qué se puede y qué no se puede colgar legítimamente en los espacios públicos institucionales, prestando una particular atención a los espacios municipales, por constituir éstos el escenario más habitual de este tipo de exhibiciones y, por ende, de controversias3.

El artículo se abre explorando el concepto de neutralidad de la Administración pública, que es uno de los pilares sobre los que el Supremo construye su argumentación para excluir la exhibición de banderas no oficiales en edificios públicos. La parte central del artículo realiza una serie de distinciones que se entienden oportunas para enjuiciar la legalidad de la exhibición de elementos en edificios públicos. Estas distinciones giran en torno al elemento expuesto –banderas y otros–; al mensaje transmitido –de interés privado, partidista, sectorial o general–; y a la duración de la exhibición –puntual o indefinida. El artículo se cierra saliendo al paso de la «excusa democrática», esgrimida a modo de patente de corso para justificar la exhibición de cualquier elemento apoyado por una mayoría de los vecinos o ciudadanos.

2. SOBRE EL PRETENDIDO DEBER DE NEUTRALIDAD DE LAS ADMINISTRACIONES PÚBLICAS

En el fondo del debate que abordamos late la cuestión acerca del grado de neutralidad que cabe esperar de la Administración en relación con los diversos temas que preocupan a los ciudadanos y que son objeto de discusión en la opinión pública. Y ello porque la colocación de cualquier elemento en un espacio público –ya sea una bandera, un cartel o una pancarta– implica una toma de posición que, evidentemente, nunca es neutral4.

La delimitación de cuál ha de ser el grado de neutralidad exigible a las administraciones públicas es ciertamente compleja. Entre la asepsia total –tan indeseable como imposible en un Estado Social– y el partisanismo descarado –incompatible con un Estado democrático y pluralista– existe un amplísimo marco de intervención en el que la Administración deberá encontrar el justo medio, combinando una legítima toma de postura sobre algunas cuestiones con el respeto al pluralismo. No existe una respuesta unívoca que permita identificar de forma exacta y apriorística dónde se encuentra el punto justo entre ambos polos.

En cualquier caso, sí es posible ofrecer tres aristas por las que puede discurrir el razonamiento jurídico a fin de dilucidar qué grado de neutralidad es justo exigir a la Administración a la hora de apoyar o difundir públicamente ciertas causas mediante la exhibición de elementos en los edificios públicos.

2.1. La Administración pública no tiene libertad de expresión, por lo que no debería participar activamente en los debates políticos

Una primera cuestión está clara: ni la Administración ni los poderes públicos como tales gozan de libertad de expresión5. Por consiguiente, la Administración debe abstenerse de manifestar su opinión en los debates presentes en la opinión pública, manteniendo respecto de los mismos una cierta neutralidad. Así lo subrayó tempranamente la STC 5/1981, de 13 de febrero, en el contexto de un recurso de inconstitucionalidad sobre una ley educativa: «en un sistema jurídico-político basado en el pluralismo, la libertad ideológica y religiosa de los individuos y la aconfesionalidad del Estado, todas las instituciones públicas, y muy especialmente los centros docentes, han de ser, en efecto, ideológicamente neutrales»6.

Afirmar esto no equivale a excluir el debate público sobre estas cuestiones, como es natural. En democracia, todo –o casi todo– debería poderse discutir. La cuestión radica en identificar quiénes deben ser los sujetos de dicha discusión o deliberación pública y quiénes deben quedar al margen. A nuestro entender, en la medida en que carecen de libertad de expresión, las administraciones deben abstenerse de participar en estos debates, dejando el campo de la deliberación pública a los ciudadanos, sus representantes, los grupos parlamentarios en los órganos representativos, los partidos políticos y las organizaciones de la sociedad civil7.

Esta abstención de la Administración se encuentra en sintonía con el principio de neutralidad ideológica del Estado, reconocido por la jurisprudencia en el contexto del artículo 16 CE. Conforme a este principio, los poderes públicos deben actuar «desde la más exquisita neutralidad, abandonando toda pretensión tendente a imponer oficialmente una determinada ideología política» (Peralta, 2012, p. 254). El deber de neutralidad ideológica del Estado, por tanto, «impide que algún tipo de opinión o ideología –o, en el terreno simbólico, sus símbolos y emblemas representativos– sea fomentada, propiciada, asumida o de cualquier forma protegida por las Administraciones Públicas» (Zunón, 2016, p. 9)8. Y ello porque dicho apoyo partidista implicaría una forma de adoctrinamiento o proselitismo que restringiría injustificadamente la libertad ideológica de los ciudadanos, particularmente la de aquellos que sostienen posiciones contrarias a las defendidas por la Administración9.

No puede ignorarse, además, que la participación oficial u oficiosa de una Administración en un debate público implica una distorsión del mismo y una amenaza al pluralismo político, habida cuenta de la posición de preminencia que las administraciones públicas ocupan a la hora de transmitir sus mensajes a la ciudadanía. Lo advierte con acierto Villaverde (2018), criticando la creciente tendencia de las instituciones públicas a participar en los debates de actualidad:

«la irrupción de estas opiniones institucionales puede alterar gravemente la apertura y libertad del debate público de ideas porque lo que dice una institución pública puede tener efectos jurídicos y viene acompañada de una auctoritas que puede desequilibrar el igual peso que debe tener en el proceso de comunicación pública toda opinión que circula en él»10.

Por lo anteriormente expuesto, podría concluirse que el hecho de que la Administración se inmiscuya en el debate público hablando en nombre de la colectividad y utilizando medios que son de todos –ya sea a través de acuerdos, comunicados oficiales, perfiles institucionales en redes sociales, o elementos expuestos en edificios públicos– para tomar partido por una determinada causa objeto de controversia no se compadece bien con el principio de neutralidad ideológica del Estado, pudiendo llegar a constituir una verdadera desviación de poder (Zunón, 2016, p. 8).

Así lo viene sosteniendo cierta jurisprudencia, que declara inválidos acuerdos de administraciones públicas que contienen posicionamientos políticos, por considerarlos contrarios al deber de neutralidad que debe presidir su actuación.

Así, la STS 8574/1992, de 20 de noviembre, ratificó la anulación de un acuerdo de la Universitat de València que denominaba catalán, en lugar de valenciano, a la lengua cooficial de la Comunidad Valenciana. Tras constatar que el fondo del asunto no era filológico ni académico, sino exclusivamente político, y que el ordenamiento jurídico calificaba dicha lengua como valenciano, el Tribunal Supremo concluyó que la anulación del acuerdo no había vulnerado la autonomía universitaria, toda vez que entre «las facultades que comporta esa autonomía, y que son muchas, no está la de, cual si de un partido político se tratara (art. 6. de la Constitución), la Universidad participe como tal institución en las contiendas políticas»11.

En una línea análoga, la STS 2088/2019, de 26 de junio, relativa a una declaración de independencia del municipio de Caldes de Montbui, suscribe de forma tangencial esta idea, cuando señala en su Fundamento Jurídico 8º que «una Administración Pública no se puede manifestar en una materia de la trascendencia de la que aborda el acuerdo recurrido [la independencia de Cataluña] asumiendo una posición de parte e identificando con ella a la Corporación misma (…)».

En el ámbito autonómico encontramos cuatro sentencias del TSJ del País Vasco que resultan de interés. Todas ellas anulan acuerdos municipales muy similares, que, con motivo de la convocatoria de las fiestas patronales, incluyen la celebración de actos u homenajes a personas relacionadas con la banda terrorista ETA. Los acuerdos fueron declarados inválidos por contravenir el principio de neutralidad que debe regir el quehacer de las administraciones públicas. La argumentación de las sentencias, prácticamente idénticas, es la siguiente:

«la actuación de conformidad con ese principio [de neutralidad política] y los otros principios generales de aplicación a la actuación de todos los poderes públicos constituye un límite al ejercicio de la autonomía local (…), de suerte que el Ayuntamiento no puede actuar como portavoz, instrumento o cauce de expresión de las reivindicaciones, por legítimas que sean, de individuos, colectividades o grupos singularizados por una determinada ideología u opción política, pues en ese caso se produce en menoscabo del interés general la confusión de ese ideario, creencia o religión con los cometidos y fines del ente local»12.

La jurisprudencia extiende la exigencia de neutralidad a otras corporaciones de Derecho público, como los colegios profesionales. En efecto, la STS 2209/2019, de 27 de junio, ratifica la anulación de un acuerdo del Colegio de Abogados de Barcelona en favor del derecho a decidir, al considerar que «una corporación de Derecho Público, representativa de una profesión y a la que es obligatorio afiliarse para ejercerla, no puede abandonar la posición de neutralidad que le es propia en ese campo para asumir posiciones ideológicas y políticas de parte» (…), cuando dichas posiciones tienen un carácter «parcial y divisivo»13.

Todavía en el contexto de las aspiraciones independentistas de una parte de la sociedad catalana, resulta pertinente citar la Sentencia 137/2020 del Juzgado n.º 3 de lo Contencioso-Administrativo de Barcelona, de 30 de septiembre, que anula una declaración de la Universidad de Barcelona de apoyo a los «presos del procés». En su Fundamento Jurídico 5º, la sentencia afirma que la universidad pública, «como administración institucional que es, no es ajena a esa exigencia de neutralidad ideológica que se predica del resto de poderes públicos, por ser esa condición sine qua non para servir con objetividad los intereses generales».

Este conjunto de pronunciamientos judiciales permite concluir que la Administración –ya sea territorial, institucional o corporativa– no debe adoptar decisiones o conductas partidistas, parciales o divisivas, que impliquen una toma de posición institucional u oficial en cuestiones abiertas al debate público, como si gozase de un derecho a la libertad de expresión que no ostenta. Y ello se aplica a cualquier forma de actuación o expresión de la Administración, también a la consistente en exhibir elementos en los espacios públicos institucionales.

2.2. La Administración pública (en cierto sentido) ni debe ni puede ser neutral

Como acabamos de exponer, existe una corriente doctrinal y jurisprudencial que rechaza la exhibición de ciertos símbolos en edificios públicos en virtud del deber de neutralidad que debe presidir la actuación de las administraciones. El problema de esta apelación a la neutralidad es que la misma, en cierto sentido, no exige lo que parece defender la citada corriente –la imparcialidad de Administración–, sino casi exactamente lo contrario. En efecto, stricto sensu la neutralidad de la Administración garantiza su disponibilidad o permeabilidad para acoger las directrices fijadas por el Gobierno de turno, también las políticas, sin oponer resistencias ni frenos ideológicos frente a las mismas14. Es decir, que, de acoger el significado más extendido o lato del término neutralidad, sería preciso concluir que la Administración ni puede ni debe ser neutral15. Veamos por qué.

Conforme al artículo 103 CE, la misión de la Administración es servir con objetividad a los intereses generales16. La determinación de estos intereses se encuentra en la propia Constitución, así como en textos de naturaleza estatutaria y legal. Su concreción, mediante el diseño de políticas públicas, corresponde al Gobierno, quien está llamado a priorizar unos intereses sobre otros en función de las necesidades del momento y de su propio programa político, respaldado por la ciudadanía en las elecciones.

De lo anterior se deduce que la Administración no debe ser una organización aséptica, sino que en su actuación está llamada a perseguir activamente unos determinados intereses públicos reconocidos por el ordenamiento, y hacerlo tal y como se determine desde instancias gubernamentales (art. 97 CE). Este rol activo, además, es particularmente propio de un Estado social, en el que los poderes públicos están llamados a asumir de forma activa la defensa y promoción de las «condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas»; remover «los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud»; y facilitar «la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social» (art. 9.2 CE). La cláusula del Estado social no solo admite, sino que exige una toma de posición activa de los poderes públicos para promover los derechos y libertades de los ciudadanos y establecer un marco de convivencia que los garantice y potencie17.

Por consiguiente, la Administración pública no debe ser una organización neutral, como tampoco lo son por esencia el Legislativo ni el Ejecutivo, que, en virtud de su naturaleza democrática y política, pondrán el acento en la promoción de unos intereses generales u otros. En el cumplimiento de su misión constitucional –sometida al principio de legalidad y a la dirección gubernamental–, la Administración debe comprometerse activamente en el servicio de dichos intereses generales, y no regirse por una difusa obligación de neutralidad que la convertiría en una organización inútil y amorfa.

Esta afirmación, sin embargo, admite una importante excepción durante el período de campaña electoral. En estos períodos los poderes públicos sí tienen una obligación de neutralidad –en el sentido lato del término–, con el fin de no interferir injustamente en el proceso electoral y preservar la igualdad del sufragio (Ridao, 2019, pp. 49-50). Esta obligación, que encuentra desarrollo legal en el artículo 50 de la Ley Orgánica 5/1985, de 19 de junio, del Régimen Electoral General, es la que ha llevado a la Junta Electoral Central a ordenar la retirada de determinados símbolos partidistas de balcones municipales y espacios públicos en períodos electorales18. Ahora bien, fuera de campaña, el deber de neutralidad de la Administración –entendida como pura imparcialidad– no cuenta con un respaldo jurídico consistente.

La Administración, por lo tanto, no debe ser neutral. Pero es que además ni siquiera cabe imaginar que pudiera serlo. Y ello porque un gran número de actuaciones administrativas implica una toma de postura que, en último término, puede ser calificada de parcial y política. Un ayuntamiento puede construir polideportivos o residencias de ancianos; puede promocionar el judo o el ajedrez; puede invertir en una radio municipal o en mejorar el alumbrado público. Cualquier decisión que se adopte implicará primar unos intereses sobre otros, y siempre habrá ciudadanos que se sientan preteridos por esa decisión. Pretender que la Administración sea neutral, que no secunde las políticas públicas fijadas por el Gobierno ni promueva causas que no sean unánimemente respaldadas por la población, solo deja abiertas dos vías: la inacción total o el totalitarismo, que mediante la coacción violenta ignora, esconde o reprime cualquier forma de disenso (García Costa, 2011, p. 29).

Por lo anteriormente expuesto, entendemos que, a la hora de exigir la retirada de ciertos mensajes controvertidos de espacios públicos institucionales, más que a un dudoso deber de neutralidad, resulta más oportuno apelar al principio constitucional de pluralismo (art. 1.1 CE)19. Y ello por tres motivos. En primer lugar, porque el principio de pluralismo cuenta con un asiento normativo mucho más sólido que el de neutralidad, que no se encuentra positivizado en la Constitución ni en ninguna de las grandes normas administrativas20. En segundo lugar, porque la neutralidad política de la Administración, en el sentido en el que comúnmente se esgrime, no es ni deseable ni posible, como hemos procurado demostrar. Y, finalmente, porque el concepto de pluralismo es más acorde con la naturaleza social de nuestro Estado. En efecto, mientras que la neutralidad parece exigir que lo público no sea utilizado –o patrimonializado– por ninguno, el pluralismo aspira a que pueda ser utilizado por todos en pie de igualdad. En lugar de cerrar el espacio público a las manifestaciones sociales, culturales o políticas, consecuencia lógica de una neutralidad típicamente «liberal», el pluralismo abre dicho espacio a la participación de todos, en la línea marcada por el artículo 9.2 CE21.

De lo dicho hasta aquí cabe concluir que, salvo en período de campaña electoral, la Administración ni puede ni debe ser neutral en el sentido lato del término, sino que ha de orientar su actuación a la persecución de los intereses generales definidos por el ordenamiento y especificados por el Gobierno. Si para dicha persecución se entiende necesaria o conveniente la exposición de elementos en espacios públicos, esta resultará perfectamente legítima, sin que quepa oponer a la misma un pretendido deber de neutralidad. El criterio de admisibilidad de esas exhibiciones será su compatibilidad con el pluralismo político, que excluye la patrimonialización del espacio público en favor de una determinada posición.

2.3. Sobre la autonomía política de los Entes locales

Una tercera arista sobre la que construir nuestra argumentación es la naturaleza política –y no meramente administrativa– de los Entes locales. Este innegable dato influye decisivamente en su legitimidad para realizar actuaciones de carácter político, como puede ser exhibir mensajes de dicha índole en los espacios públicos institucionales.

La Constitución española reconoce en su Título VIII la autonomía del Estado, las Comunidades Autónomas y los Entes locales, si bien en estos últimos su dimensión política queda algo desdibujada, al no contar con un Poder Legislativo propio y no establecerse una separación nítida entre sus órganos políticos y administrativos22. Aunque municipios y provincias cuentan con órganos de representación democrática y pueden ser caracterizados como entidades políticas primarias, la extensión de su autonomía dependerá del marco delimitado por la legislación estatal y autonómica, que en todo caso deberá respetar un mínimo indisponible23.

Mucho se ha discutido sobre el alcance de la autonomía municipal, y no es este el lugar para abordar en detalle los extremos de dicho debate24. Baste con señalar que desde posiciones más reacias a admitir una plena autonomía local se subraya que ésta es limitada y debe circunscribirse al ámbito de los intereses y competencias municipales establecido de forma exhaustiva por la Constitución y las leyes; mientras que, desde posiciones proclives a su pleno reconocimiento, se destaca la legitimidad democrática de los órganos de gobierno municipales, y se reconoce a los Entes locales una capacidad de actuación más amplia, que se extiende a cuestiones de interés general allende el estricto círculo de intereses vecinales y de las competencias expresamente atribuidas por el ordenamiento jurídico.

Lejos de tratarse de una cuestión puramente academicista, el alcance de la autonomía política local comporta numerosas consecuencias prácticas. En relación con el objeto de nuestro estudio, el grado de autonomía política que se reconozca a los municipios y provincias condicionará el juicio de legitimidad sobre la exhibición de elementos en sus edificios públicos. Quien ponga el foco en la naturaleza administrativa de los Entes locales tenderá a exigir una mayor neutralidad en la exhibición de mensajes y una menor implicación en debates públicos que desborden el ámbito local. Contrario sensu, quien los conciba como entidades democráticas y representativas, titulares de un verdadero poder político, admitirá con más naturalidad que Ayuntamientos y Diputaciones adopten posiciones políticas sobre los más diversos temas, como hacen los Gobiernos estatal y autonómicos25.

Sin descender a mayores detalles, puede afirmarse que la Constitución admite ambas interpretaciones de la autonomía local, la extensiva y la restrictiva, siempre y cuando su concreta determinación respete un reducto de autonomía local que permita que la institución sea reconocible como tal26. La determinación concreta del alcance de la autonomía local dependerá, pues, de dos factores.

En primer lugar, del margen de actuación que la legislación reconozca a los Entes locales. En este sentido, es preciso convenir que tanto la legislación positiva como su interpretación jurisprudencial en los cuarenta años de práctica constitucional se han mostrado generosas con la autonomía municipal. Sirva para ilustrarlo el artículo 25 LBRL, que contiene un catálogo de competencias municipales amplio y de numerus apertus (25.2º), complementado con una cláusula general marcadamente abierta (25.1º). Asimismo, los controles gubernativos a los que se sujeta la actuación municipal son sustancialmente inferiores a los existentes en períodos históricos precedentes27. Finalmente, avala la interpretación extensiva la posibilidad de que los municipios planteen conflictos en defensa de su autonomía ante el Tribunal Constitucional, incorporada con la Ley Orgánica 7/1999 como consecuencia del Pacto Local trabajosamente alcanzado a final de la década de los 90.

El segundo factor de delimitación de la autonomía local al que hacíamos referencia no es otro que la aplicación cotidiana del marco jurídico vigente, que se plasma en las relaciones interadministrativas concretas y en la jurisprudencia menor. Pues bien, la aplicación cotidiana del marco constitucional y legal también avala una interpretación extensiva de la autonomía local. Así lo acredita, por ejemplo, la anuencia con la que el Estado y las Comunidades Autónomas admiten el ejercicio de las competencias propias e impropias de los Entes locales, que ha llegado incluso a ignorar el estrecho corsé configurado por algunas versiones –posteriormente declaradas inconstitucionales– de la normativa básica estatal (Boix Palop, 2017, p. 32). A idéntica conclusión apunta que la mayoría de actuaciones políticas de los municipios sobre cuestiones supramunicipales –v.g. declaraciones institucionales, comunicados oficiales, exhibición de símbolos, peticiones a otras administraciones– son aceptadas pacíficamente tanto por los tribunales como por las administraciones superiores, que solo muy puntualmente reaccionan contra las mismas por percibirlas como una intromisión ilegítima en las propias competencias (Díaz González, 2019, p. 160).

Por consiguiente, cabe afirmar que actualmente predomina una visión extensiva de la autonomía local28. Volviendo al objeto de nuestro estudio, esta concepción amplia de la autonomía local conlleva necesariamente una mayor permisividad con la exhibición de mensajes en los espacios públicos institucionales. En efecto, si se admite que los Entes locales son entes políticos primarios, con una generalidad de fines, y que sus órganos representan democráticamente a la población, será razonable reconocerles un amplio margen de actuación política, que en ocasiones se materializará en la exhibición de símbolos de dicha naturaleza en los espacios públicos.

Habrá quien celebre esta tendencia, en el entendimiento de que los Entes locales son los entes políticos más cercanos a los ciudadanos y los que mejor pueden vehicular sus aspiraciones y anhelos, también los de naturaleza política; y habrá también quien la denueste, percibiendo una creciente polarización en todos los niveles de gestión pública, un abuso del mandato representativo por parte de los concejales –«que se meten donde no les llaman»– y un repliegue de los espacios públicos compartidos ajenos a la lucha partidista. Lo que no resulta coherente, no obstante, es admitir que el ordenamiento jurídico se decanta por una concepción amplia de la autonomía política local y, al mismo tiempo, rechazar que los Entes locales participen activamente en la vida pública y política, que es exactamente lo que hacen cuando exhiben determinados mensajes en los espacios públicos institucionales.

3. CRITERIOS PARA DISCERNIR QUÉ SE PUEDE Y QUÉ NO SE PUEDE COLGAR

En el epígrafe anterior se han presentado tres líneas argumentales sobre las que articular la respuesta a la cuestión objeto del presente estudio. Valga enunciarlas de nuevo:

  1. 1. La Administración pública no tiene libertad de expresión y deberá abstenerse de participar en los debates presentes en la opinión pública;
  2. 2. La Administración pública no tiene un deber de neutralidad, sino que debe servir activamente a los intereses generales señalados por la legislación y el Gobierno. Ahora bien, dicho servicio debe hacerse respetando el principio de pluralismo;
  3. 3. Más allá de su dimensión puramente administrativa, los Entes locales gozan de autonomía política, por lo que podrán desarrollar actuaciones de dicha naturaleza.

La conjugación de estas tres afirmaciones –no siempre sencilla–, será la que nos permita responder qué se puede y qué no se puede exhibir en un edificio público. Para ello, será oportuno atender a tres elementos del elemento exhibido.

3.1. El objeto exhibido

La panoplia de elementos que cabe exhibir en un edifico público es ciertamente variada: banderas, escudos, pancartas, carteles, guirnaldas, estandartes, lonas, lazos, muñecos, tapices… Todos y cada uno de estos objetos son idóneos para transmitir –de forma más o menos explícita– un determinado mensaje.

Entre este amplio surtido de elementos, las banderas revisten ciertas peculiaridades que, a nuestro entender, las hacen acreedoras de un tratamiento jurídico específico y diferenciado. Veamos por qué.

Parafraseando la definición del diccionario de la Real Academia, podemos definir una bandera como una tela que se emplea como enseña o señal de una institución, colectividad o causa. Las banderas, por tanto, son símbolos, y como tales han sido empleados de forma multisecular para proclamar una identidad, declarar unos ideales o sostener una causa. Como símbolo político, toda bandera cumple dos finalidades: la diferenciadora y la integradora. La bandera, en primer lugar, diferencia una comunidad, causa o colectivo de los demás; y, en segundo lugar, contribuye a la cohesión de sus integrantes, construyendo y reforzando un vínculo de pertenencia (Solozábal Echevarría, 2008, pp. 17-19)29. Lejos de resultar cosméticas o espurias, ambas finalidades revisten una importancia crucial para la conformación y pervivencia de una comunidad política, por lo que no es de extrañar que los ordenamientos jurídicos les hayan prestado una detenida atención. Consciente de esta trascendencia, el Constituyente español reguló la bandera en el Título Preliminar de la Norma Suprema, y estableció una reserva de estatuto para las banderas autonómicas30.

Las banderas, por lo tanto, constituyen poderosos símbolos políticos, idóneos para identificar a una comunidad y a sus integrantes31. Este significado identificador de las banderas es el que convierte en espinosa la exhibición en edificios públicos de banderas no oficiales, toda vez que dicha exhibición implica de algún modo la asunción por parte de una comunidad política de una identidad ajena a la constitucional o legalmente reconocida, identidad no necesariamente compartida por todos los miembros de la comunidad. Si conforme a nuestro ordenamiento las banderas –y otros símbolos oficiales– tienen como finalidad expresar la identidad y reforzar la cohesión política de una comunidad, tanto la utilización oficial de banderas alternativas como la utilización partidista de las banderas oficiales constituye un atentado contra la identidad y la cohesión de la comunidad política. Frente a la vocación esencialmente integradora de las banderas oficiales –que idealmente invitan «a trascender e ir más allá de las discrepancias y las divisiones, teniendo en cuenta todo lo que nos une» (Troncoso, 2018, p. 39)–, las banderas no oficiales generan habitualmente división, fragmentando la comunidad política en bandos o facciones.

Los símbolos que representan las diferentes comunidades políticas reconocidas en la Constitución –estatal, autonómica y local– son los que son, y han sido aprobados siguiendo procedimientos democráticos estrictamente tasados. Pretender su sustitución o complemento con otras banderas no oficiales, a las que se pretende dotar de una representatividad de la que adolecen, resulta contrario al ordenamiento constitucional y al marco estatutario. Y ello independientemente de que el enarbolamiento de dichas banderas se realice de manera puntual o indefinida, puramente informal o como consecuencia de una decisión mayoritaria formalizada en un Pleno municipal.

Así lo expresa el TSJ de Navarra, en el marco de un litigio sobre la exhibición de una bandera republicana:

«no se trata de negar el derecho que tiene cualquier partido o grupo político, en su sede o en sus propias dependencias, al uso de la bandera que estime conveniente, pero cuando se trata de un edificio público, cual es el Ayuntamiento, no se puede hacer uso en el mismo, ni en el balcón principal, ni en cualquiera de sus fachadas o ventanas, se trate o no de un mástil o cualquier otro tipo de exhibición pública, de otra bandera que no sea la oficial o la propia bandera del Municipio, que además deben de ser las aprobadas legal o estatutariamente, como precisa dicha normativa, de no hacerlo así y aun cuando también se utilice la bandera de España, se contraviene tanto la citada normativa como el principio de neutralidad política que debe presidir la actuación de la Administración Pública. (...) A la imagen exterior de los edificios públicos les es inherente y les resulta indisociable su sentido en la organización político-institucional del Estado, que no puede por ello ser arbitrada en cada momento y ocasión por quienes ejercen las potestades que les caracterizan, por más que estas provengan del sufragio o la elección popular»32.

Esta interpretación ha sido avalada por la reciente STS 1163/2020, de 26 de mayo, que, en relación con la bandera independentista de Canarias, afirma: «no es la bandera oficial, por lo que no puede atribuírsele la representatividad del pueblo canario como defiende el Ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife»33.

La doctrina sentada por esta reciente sentencia resulta nítida respecto de banderas que pretenden identificar a la colectividad, como puede ser la citada bandera nacionalista canaria, la ikurriña o la estelada34. Mayores dudas suscita, no obstante, la exhibición de otro tipo de banderas –como la arcoíris– que no pretende describir la identidad de la comunidad política, sino defender pública y ocasionalmente una determinada causa. Somos de la opinión de que, en principio, dicha exhibición debe ser restringida. Como veremos inmediatamente, los Entes locales tienen a su disposición un amplio abanico de medios para promover y defender públicamente una determinada causa, por lo que entendemos que el uso de banderas –con toda la carga identitaria que conllevan, y que acabamos de exponer–, debe restringirse a las estrictamente oficiales35.

Excepción hecha de las banderas, los municipios pueden instalar en los edificios públicos una amplia gama de elementos mediante los cuales transmitir a la ciudadanía los mensajes que estimen oportunos. A diferencia de las banderas, estos objetos –ya sean carteles, pancartas, tapices, lonas, lazos…– tienen a priori unas connotaciones más asépticas, de modo que su significado dependerá en buena medida del mensaje concreto que pretendan trasladar. De alguna manera, si una bandera indica «quiénes somos», el resto de elementos expresa otros mensajes, tales como «qué queremos», «qué celebramos», o «qué nos parece importante». Así, mientras que la pregunta de quiénes somos –que, conforme a nuestro razonamiento implica la cuestión de «qué bandera podemos colgar»– debe responderse siguiendo unos procedimientos particularmente estrictos y rodeados de las mayores cautelas democráticas; las preguntas acerca de «qué queremos», «qué festejamos» o «qué nos parece relevante aquí y ahora» tienen respuestas mucho más dinámicas y variables, que a menudo corresponde ofrecer al gobierno de turno, llamado a identificar los intereses generales que en un momento dado conviene perseguir.

De todo lo anterior se deduce que los poderes públicos podrán colgar legítimamente en edificios públicos todo tipo de objetos a excepción de banderas no oficiales.

Antes de continuar, conviene precisar que cuando hablamos de bandera lo hacemos en un sentido amplio. De un lado, dicho concepto incluye cualquier símbolo que pretenda representar oficialmente a la comunidad, tanto las banderas propiamente dichas, como los escudos o emblemas. De otro lado, el concepto ha de extenderse no solo a la tradicional pieza de tela rectangular que ondea en un mástil, sino a cualquier forma de representación de dichos símbolos, ya sean murales en una fachada, lonas corridas en un balcón, o proyecciones sobre elementos arquitectónicos. Esta aclaración resulta pertinente para responder a interpretaciones torticeras del ordenamiento jurídico, que en fechas recientes han pretendido esquivar la prohibición legal alegando que los objetos expuestos en edificios públicos no eran banderas, sino lonas o colgaduras36.

3.2. El significado del mensaje

Un segundo factor para determinar la legalidad de la exhibición de elementos en los edificios públicos es el mensaje que los mismos transmiten. En este sentido, y sin ignorar que la gama de mensajes que pueden transmitirse frisa lo infinito, entendemos que resulta útil identificar cuatro grandes categorías de mensajes, en función de los intereses que pretenden promover: los partidistas, los de índole privada, los que sostienen causas sectoriales, y los institucionales o de interés general. Veamos cómo la naturaleza del mensaje determina la legitimidad de su exhibición en edificios públicos.

Los mensajes partidistas son aquellos que asumen las posiciones políticas o ideológicas de una parte de la sociedad, procurando provocar una adhesión racional o emocional a las mismas. Se trata, por consiguiente, de mensajes cercanos a la publicidad o la propaganda, y que dividen abiertamente a la comunidad política (Vázquez Alonso, 2017, p. 49). Los lazos amarillos en Cataluña, que vehiculan la protesta por el encarcelamiento de los presos del procés, constituyen un buen ejemplo de este tipo de mensajes, como también lo es la exhibición de banderas republicanas o de ikurriñas en edificios públicos navarros37. En esta categoría habría que incluir también otros mensajes asociados a reivindicaciones políticas, como pueden ser pancartas contra los desahucios o los recortes en educación o sanidad38. Pues bien, las instituciones públicas no deben exhibir este tipo de mensajes en los edificios públicos, por mucho que dichas posiciones partidistas sean perfectamente legítimas o mayoritariamente compartidas en su ámbito territorial (Salerno, 2000, p. 188 y ss.). Hacerlo implica patrimonializar en favor de una determinada causa el espacio público, excluyendo del mismo a quienes defienden posiciones discrepantes (Bauzá, 2021, p. 6). Se trata, por lo tanto, de una actuación contraria al principio constitucional de pluralismo. Los espacios públicos institucionales no deberían convertirse ni en espacios monopolizados por determinadas fuerzas políticas, ni en campo de Agramante donde se proclaman y dirimen las diferencias ideológicas.

Los mensajes de interés estrictamente privado tampoco deben ser expuestos en edificios públicos. Esta afirmación admite poco debate. No es infrecuente que en municipios pequeños se instalen pancartas o carteles caseros en lugares públicos –habitualmente, rotondas–, anunciando algún evento de interés fundamentalmente privado, como cumpleaños o enlaces matrimoniales inminentes. La exhibición de este tipo de mensajes –dudosamente legítima en bienes demaniales– resulta abiertamente ilegal en espacios públicos institucionales.

Mayores dudas presentan los mensajes que defienden o sostienen intereses que hemos dado en calificar de sectoriales. En esta categoría encuadramos todos aquellos mensajes que agradan o identifican a una parte de la población y cuyo contenido no es estrictamente político, por lo que no pueden ser calificados de partidistas. Entre los mismos y a título de ejemplo, podemos señalar mensajes en defensa de la comunidad LGBTIQ+, de conmemoración de fiestas religiosas, de apoyo a un club deportivo o de solidaridad con el movimiento feminista. A nuestro entender, y a pesar de no representar a todos los ciudadanos, todos estos mensajes resultan perfectamente admisibles. Como hemos tenido ocasión de señalar, en un Estado social los poderes públicos no tienen obligación de neutralidad, y pueden legítimamente apoyar, difundir o promover determinadas causas. La naturaleza social de nuestro Estado invita de hecho a esta participación, siempre y cuando la misma respete los valores superiores de nuestro ordenamiento, entre los que se encuentra el pluralismo.

Como es natural, y por mayoritaria que sea, ninguna de estas causas será unánimemente apoyada por los ciudadanos. Ni todos los ciudadanos comulgan con las reivindicaciones de la comunidad LGBTIQ+; ni todos los vecinos son devotos de la patrona; ni todos los sevillanos son del Betis. Ahora bien, la falta de consenso en torno a estas realidades no es óbice para que los poderes públicos apoyen dichas causas mediante elementos expuestos en sus edificios públicos, como lo vienen haciendo multisecularmente de forma comúnmente aceptada. Desde algunas tribunas se ha subrayado en fechas recientes que los entes públicos solo pueden exhibir símbolos que conciten unanimidad entre la ciudadanía (Bauzá, 2021, p. 4). En nuestra opinión, dicha exigencia de unanimidad resulta desproporcionada, ya que resulta difícil imaginar un solo símbolo o mensaje capaz de concitar dicha unanimidad. Ni siquiera las banderas oficiales lo hacen. Por consiguiente, resulta necesario identificar otros criterios que permitan justificar la exhibición de símbolos y mensajes en los edificios públicos, aun cuando los mismos no sean plebiscitariamente apoyados por la comunidad. A nuestro entender, la diferenciación entre causas o símbolos sectoriales y partidistas constituye una buena herramienta para enjuiciar qué puede exhibirse y que no39.

No se nos oculta que, a menudo, la frontera que separa estos intereses sectoriales de los políticos y partidistas puede resultar borrosa. Casi cualquier cuestión es susceptible de ser politizada. De hecho, y tomando tan solo dos ejemplos de los previamente apuntados, es innegable que partidos políticos con un amplio respaldo social defienden un concepto de laicidad que excluye la presencia de símbolos religiosos en edificios públicos; o rechazan abiertamente las pretensiones feministas. Esta evidencia, sin embargo, no convierte los mensajes que venimos calificando de sectoriales en partidistas. Los poderes públicos tienen el derecho –y el deber– de apoyar con su reconocimiento y estímulo las más variadas expresiones sociales, culturales, artísticas, religiosas y deportivas, sin exclusivismos, dentro del marco jurídico vigente y de acuerdo con las preferencias expresadas por la ciudadanía en las elecciones y a través de las diversas formas de asociacionismo y acción colectiva. Estas causas sectoriales no deberían entenderse como partidistas o excluyentes, por mucho que puedan ser antagónicas. Frente a lo que pudiera parecer, que un municipio cuelgue sucesivamente pancartas de apoyo al Barça y al Espanyol; o en defensa de la tauromaquia y del movimiento animalista, no constituye un síntoma de trastorno esquizofrénico, sino una manifestación de pluralismo y de buena salud democrática.

Un último tipo de mensajes son los que pueden calificarse de institucionales o interés general. Se trata de mensajes mediante los que el Gobierno y la Administración trasladan al conjunto de la ciudadanía informaciones o recomendaciones relacionadas con asuntos públicos y alejadas del debate ideológico. Estos mensajes institucionales aspiran a informar, concienciar o movilizar a la ciudadanía para afrontar o resolver conjuntamente cuestiones de interés general, constituyendo manifestaciones de lo que la doctrina ha calificado como comunicación administrativa y de servicio40. En la medida en que afectan a la vida en común y respaldan o sostienen determinadas posiciones, no consideramos apropiado caracterizar estos mensajes como apolíticos o neutrales, porque no lo son. A título ejemplificativo, cabría señalar una pancarta invitando a los ciudadanos a utilizar mascarillas en el contexto de una pandemia; a utilizar la lengua cooficial; o a adoptar medidas para proteger el medio ambiente, como la diferenciación de los residuos. Que sectores minoritarios de la población discutan la eficacia de las mascarillas, desprecien la lengua cooficial o nieguen el cambio climático no convierte estos mensajes en sectoriales, ya que no promueven o fomentan causas particulares sino generales, aspirando llegar al conjunto de la población, independientemente de sus posicionamientos ideológicos y sus planteamientos vitales. Pues bien, entendemos que la exhibición en edificios públicos de elementos que trasladen este tipo de mensajes, mínimamente controvertidos, resulta plenamente admisible.

3.3. El tiempo de exhibición

Un último factor relevante a efectos de enjuiciar la exhibición de mensajes en edificios públicos es el temporal. Y ello porque no es lo mismo colocar una pancarta un día, que hacerlo una semana, dos meses o un año.

En este sentido, entendemos que los mensajes de carácter institucional, relativos a intereses generales, pueden mantenerse en los edificios públicos de forma dilatada o incluso indefinida.

Por el contrario, el tiempo de exhibición de mensajes sectoriales debería ser acotado a días o, excepcionalmente, semanas. Y ello por dos motivos. En primer lugar, para evitar la impresión de oficialidad de una determinada causa que, por muy legítima que sea, no deja de ser sectorial. Valgan dos ejemplos: parece admisible que el Día del Corpus ondee en el ayuntamiento de Toledo un pendón con algún motivo eucarístico; o que, para celebrar un título ligero del Atlético de Madrid, se engalane un balcón consistorial de rojiblanco. Ahora bien, prolongar dicha exhibición durante semanas o meses daría la impresión de que Toledo es oficialmente católica o Madrid colchonera, cuando lo cierto es que solo una parte de la sociedad se identifica con dichos credos. Una prolongación excesiva de la exhibición del mensaje distorsiona la realidad que pretende expresar, convirtiéndolo en falaz y abusivo. El segundo motivo que recomienda un razonable acotamiento temporal de la exhibición de mensajes sectoriales es el pluralismo. Como venimos señalando, los poderes públicos están legitimados para respaldar una amplísima variedad de causas, entre las que, habida cuenta de la escasez de tiempo y recursos públicos, deben inevitablemente escoger de acuerdo con sus particulares preferencias e inclinaciones. Ahora bien, dentro de dicha libertad no parece proporcionado dar una excesiva preeminencia a ciertas causas, ya que ello implicaría inevitablemente la preterición de muchas otras. Mantener durante semanas o meses mensajes sectoriales en los edificios públicos resulta, desde esta óptica, un atentado al principio de pluralismo que debe presidir la actuación de los poderes públicos41.

No se nos esconde que los tres criterios ofrecidos –objeto, mensaje y tiempo–, en la medida en que contienen conceptos jurídicos indeterminados, son discutibles y esencialmente matizables. El ordenamiento jurídico no es una fórmula matemática, y sus definiciones y categorías a menudo dejan zonas grises, que precisan de interpretaciones ad casum. Los criterios que hemos apuntado no son una excepción. Así, y por plantear tan solo algunas objeciones que se nos podrían formular, cabría discutir la dudosa frontera que separa una bandera de otros soportes o formas de expresión que combinan colores para transmitir mensajes –lonas, pancartas, globos42–; la dificultad de distinguir las causas partidistas de las sectoriales, y las sectoriales de las generales43; o lo escurridizo del concepto «puntual» u «ocasional», en contraposición a permanente44. A todo ello se añade la evidencia de que, a diferencia de los mensajes escritos, los símbolos son realidades polisémicas o ambivalentes, cuyo significado no suele ser unívoco, lo que complica enormemente su clasificación45. Sea de ello lo que fuere, pensamos que admitir la existencia de ambigüedades y zonas grises no equivale a sostener la inutilidad de los criterios que se han ofrecido. En muchos casos permitirán ofrecer respuestas claras, justas y predecibles; en los demás, servirán como criterios interpretativos del marco normativo vigente.

4. EXHIBICIÓN DE SÍMBOLOS Y RIESGO DE TOTALITARISMO DE LAS MAYORÍAS

Nos gustaría cerrar estas páginas saliendo al paso de lo que podríamos llamar la «excusa democrática» empleada como patente de corso para justificar la exhibición de determinados símbolos o mensajes en edificios públicos. Esta «excusa democrática» consiste en alegar que la exhibición de ciertos elementos al servicio de intereses partidistas o sectoriales obedece a decisiones mayoritarias de los órganos representativos de la corporación, por lo que refleja el sentir de la mayoría de la población y resulta perfectamente democrática.

Un buen ejemplo de esta «excusa democrática» –alegada como bálsamo de Fierabrás capaz de sanar cualquier vicio de invalidez– lo constituye el acuerdo del Ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife, mediante el que se decidió el enarbolamiento de la bandera nacional de Canarias en un mástil anejo al consistorio. So capa de representar el sentir común de la población, el Pleno municipal decide por mayoría la colocación de la citada bandera, contraviniendo el marco normativo vigente aplicable a la exhibición de banderas. En sentido similar, no son pocos los municipios catalanes que –con o sin el refrendo de un acto formal del Pleno– han colocado simbología nacionalista en edificios consistoriales, esgrimiendo que la mayoría de sus vecinos apoyan la causa de la independencia.

Pese a lo que pudiera parecer, la excusa democrática está más cercana al totalitarismo que a la democracia46. Ampararse en una mayoría parlamentaria para contravenir el ordenamiento jurídico e imponer al conjunto de la población una determinada ideología política y su simbología propia –por muy mayoritaria que sea–, es una conducta profundamente antidemocrática47. Una democracia que merezca tal nombre, en efecto, exige el respeto al marco jurídico vigente y a las minorías.

Así lo recuerda, por ejemplo, la STS 1841/2016, de 28 de abril, cuyo Fundamento Jurídico 3º afirma:

«la vinculación entre democracia y Estado de Derecho no es accesoria, sino sustancial, de manera que solo es posible calificar de actos o decisiones democráticos los que se ajustan, en su procedimiento de adopción y en su contenido, a la ley. (…) El hecho de que los acuerdos en los órganos colegiados se tomen democráticamente en modo alguno los hace conformes a Derecho, sino que precisamente están sujetos al mismo y por ello pueden ser invalidados, sin que la formación democrática de los mismos los sane ni pueda prevalecer sobre el ordenamiento jurídico, que vincula a todos los poderes públicos»48.

Como explica Bauzá (2021, p. 21), «una decisión contraria a Derecho no se convierte en lícita por el hecho de que su autor haya sido elegido democráticamente. La elección democrática de un representante político no le habilita a tomar decisiones ilegales».

Este razonamiento se aplica tanto a los símbolos partidistas como a los sectoriales. Los símbolos partidistas no deberían exhibirse nunca en edificios públicos institucionales, por contravenir las exigencias básicas del principio de pluralismo político reconocido en la Constitución. En cuanto a los símbolos que promueven intereses sectoriales, su presencia prolongada o indefinida en edificios públicos implicaría un respaldo desproporcionado por parte del poder público, igualmente incompatible con el pluralismo, así como con la igualdad. Exhibiciones como las descritas supondrían una inaceptable patrimonialización del espacio público en favor de una determinada causa, excluyendo injustamente de dichos espacios a las personas discrepantes.

Frente a las pretensiones legitimadoras de quienes esgrimen la «excusa democrática», es preciso afirmar que democracia y respeto al discrepante son dos conceptos que no pueden escindirse; cuando lo hacen, la democracia resulta tanto o más dañada que la propia disidencia.

5. CONCLUSIONES

1. A lo largo de las páginas precedentes se ha ofrecido una serie de pautas que permite dilucidar qué puede y qué no puede legítimamente exhibirse en los edificios públicos, prestando una particular atención al contexto local, donde se han suscitado los debates jurídicos más acalorados en los últimos años.

2. Para encuadrar debidamente la cuestión, se ha analizado la existencia y alcance del deber de neutralidad de las administraciones públicas. Sobre el particular, se ha partido de la premisa de que la Administración pública no goza de libertad de expresión y debería abstenerse de participar activamente de los debates presentes en la opinión pública, en los que no le corresponde tomar partido como si fuera un agente privado o social más. En cualquier caso, la justificación de dicho deber de abstención no se encuentra en un pretendido deber de neutralidad, sino en el respeto al pluralismo. Y ello porque, de un lado, la Administración tiene el deber de servir con objetividad a los intereses generales, lo que en un Estado social implica una actuación positiva en la persecución y defensa de los mismos ajena a la idea de neutralidad. Y, de otro, porque municipios y provincias, además de administraciones, son entes de naturaleza política cuyos órganos gozan de una legitimidad democrática directa. Pretender hurtar a los Entes locales su capacidad de actuación en el ámbito político supondría un atentando contra la garantía institucional de su autonomía, constitucionalmente reconocida.

3. Esclarecido lo anterior, se han propuesto tres criterios que pueden resultar de utilidad para determinar la legitimidad de la exhibición de distintos elementos en los espacios públicos institucionales.

En primer lugar, será oportuno atender a la naturaleza del elemento exhibido. A este respecto, se ha concluido que en principio podrá instalarse cualquier elemento a excepción de uno: banderas no oficiales. Como se ha pretendido explicar, las banderas tienen una función diferenciadora e identificadora de la comunidad política que las dota de una potencia simbólica muy particular, y que ha justificado su regulación al más alto nivel (artículo 4 CE y Estatutos de Autonomía). La bandera identifica a la comunidad y aspira a aglutinar a todos sus integrantes. En este sentido, enarbolar banderas no oficiales implica una pretensión de modificar o condicionar la identidad de la comunidad que resulta ilegítima.

En segundo lugar, será necesario valorar el tipo de mensaje que el elemento exhibido comunica. A tal efecto, hemos propuesto una cuádruple división, distinguiendo los mensajes partidistas, privados, sectoriales e institucionales o de interés público. Los mensajes de las dos primeras categorías deberían excluirse de los edificios públicos, ya que su exhibición en dichos lugares supone una patrimonialización abusiva de espacios que deberían ser comunes. Por el contrario, los mensajes sectoriales –aquellos con los que puede identificarse una parte de la población y que son ajenos a la contienda política– y los institucionales –referidos a intereses públicos y con un perfil más aséptico– son plenamente admisibles, aunque los mismos no sean necesariamente compartidos por toda la población.

Finalmente, el tiempo de exposición también resulta determinante para responder a la pregunta objeto de estas páginas, particularmente respecto de los elementos que transmiten mensajes sectoriales. En la medida en que dichos elementos apoyan o fomentan causas parciales, su presencia en los edificios públicos debe ser puntual. Lo contrario, una presencia dilatada o indefinida en el tiempo, daría a las causas apoyadas una pátina de oficialidad contraria al pluralismo, al tiempo que restringiría el acceso a dichos espacios comunes de mensajes proclives a otras causas.

4. El artículo se ha cerrado alertando frente a una cierta deriva antidemocrática que, amparándose en mayorías más o menos coyunturales, justifica la ocupación del espacio público institucional por elementos partidistas o sectoriales, desconociendo de forma descarada las exigencias del ordenamiento jurídico y los derechos de las minorías.

En un Estado social el pluralismo implica que los espacios públicos, lejos de no ser de nadie, pertenecen a todos. En este sentido, se ha sostenido que los Entes locales pueden exhibir elementos de apoyo a una pléyade de causas, de acuerdo con las preferencias de sus órganos de gobierno. Sea de ello lo que fuere, dicha libertad no está exenta de límites, como se ha pretendido argumentar. Respetar los mismos, dando cabida al disidente y evitando la patrimonialización de los espacios comunes por las posiciones mayoritarias, además de un gesto de elemental cortesía, es una exigencia democrática que hoy más que nunca parece necesario reivindicar.

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1 Para una cata de litigios sobre la exhibición de símbolos en edificios públicos, resulta de interés: Belda (2019, p. 73).

2 A título meramente ejemplificativo, valga consignar dos resoluciones jurisdiccionales de la misma fecha y contenido contradictorio. Mediante auto de 26 de junio de 2020, el Juzgado de lo Contencioso-Administrativo número 1 de Cádiz, suspendió la decisión de enarbolar la bandera arcoíris en la fachada del Ayuntamiento de Cádiz y ordenó su retirada, entendiendo que se trataba de una bandera no oficial. Por su parte, el Juzgado de lo Contencioso-Administrativo número 3 de Madrid, mediante auto de la misma fecha, avaló la exhibición de la bandera en el Ayuntamiento de Alcalá de Henares.

3 En el presente artículo centramos nuestra atención en los «espacios públicos institucionales», en oposición al espacio público no institucional, que los ciudadanos pueden utilizar como canal de expresión de sus ideas y preferencias políticas, siempre de acuerdo con los principios que disciplinan el uso de los bienes demaniales. Una aproximación al espacio público no institucional como entorno de participación política puede consultarse en: Martínez Otero (2020).

4 Así lo reconoce la STS 1163/2020, de 26 de mayo, que, en su Antecedente de Hecho 3º identifica como la cuestión de interés casacional «si resulta compatible con el marco constitucional y legal vigente, y, en particular, con el deber de objetividad y neutralidad de las Administraciones Públicas, la utilización –incluso ocasional– de banderas no oficiales en el exterior de los edificios y espacios públicos (…)».

5 Así, entre muchas, las STS 1163/2020, de 26 de mayo, F. J. 4º; SSTC 244/2007, de 10 de diciembre; 14/2003, de 28 de enero; y 254/1993, de 20 de julio.

6 STC 5/1981, de 13 de febrero, F. J. 9º.

7 Como señala Bauzá (2021, p. 4), «los miembros de la Corporación, las autoridades y los funcionarios sí ostentan tales derechos [libertad ideológica y de expresión], pero deberán ejercerlos al margen de los medios materiales públicos».

9 Como señala Zunón: «la libertad ideológica garantiza a los vecinos un claustro íntimo de creencias y, por tanto, un espacio de autodeterminación intelectual ante el fenómeno ideológico vinculado a la propia individualidad, lo cual es por completo incompatible con el hecho de que la entidad local de la que forman parte ex lege como residentes y vecinos del municipio (arts. 12.2, 15 y 16 LBRL) proclame por adhesión (siquiera sea simbólicamente) un ideario propio corporativo que es contrario a sus creencias y convicciones personales». Zunón (2016, p. 10).

10 En sentido similar, Vázquez Alonso (2017, p. 18).

11 STS 8574/1992, de 20 de noviembre, F. J. 10º.

12 STSJ PV 5792/2011, de 17 de octubre, F. J. 2º. Las otras sentencias mencionadas son: SSTSJ PV 5786/2011, de 24 de octubre; 1808/2016, de 22 de junio; y 1492/2017, de 27 de marzo.

13 STS 2209/2019, de 27 de junio, F. J. 5º.

14 Como señala Santamaría Pastor (2016, p. 85), la neutralidad implica que la Administración debe «servir con igual eficacia y dedicación al Gobierno que en cada momento haya sido investido por el Parlamento». La neutralidad así entendida entraña la obligación de la Administración de «respetar la elección de alternativas, tiempos y prioridades políticas que realice el Gobierno». García Costa (2011, p. 29).

15 A la confusión conceptual entre los términos neutralidad, imparcialidad y objetividad han contribuido ciertas sentencias que las tratan como sinónimos. Así, por ejemplo, la STS 3768/1988, de 19 de mayo, F. J. 3º; o la STC 77/1985, de 27 de junio, F. J. 29º. Dos valiosos intentos de clarificación de estos términos pueden consultarse en: Garrido Falla (2001, pp. 1.598-1.599); y García Costa (2011, pp. 29 y ss.).

16 El artículo 3 LRJSP, bajo el rótulo «principios generales», incluye la objetividad como el primero de ellos. Ni la Constitución ni la LRJSP se refieren en su articulado al principio de neutralidad.

17 Como señala Salerno (2000, p. 178), esa toma de posición activa se plasmará frecuentemente en campañas de comunicación y manifestaciones expresivas.

18 En este sentido y entre muchos, véanse los Acuerdos de la Junta Electoral Central 189/2015, de 13 de mayo; 401/2015, de 10 de septiembre; y 383/2019, de 21 de mayo, todos ellos relativos a la colocación de símbolos partidistas durante campañas electorales en Cataluña.

19 En un sentido análogo al que proponemos, Vázquez Alonso (2017, p. 52) vincula la neutralidad con el principio de igualdad, como presupuesto para la participación política de los ciudadanos.

20 En efecto, el principio de neutralidad no es reconocido como tal ni en la Constitución ni en la LRJSP, cuyo artículo 3 recoge un prolijo catálogo de «principios generales». La Exposición de Motivos de esa norma, sin embargo, sí que menciona expresamente el «principio de neutralidad».

21 De alguna manera, la contraposición entre pluralismo y neutralidad es análoga a la que, en el ámbito de la libertad religiosa (art. 16.3 CE) opone laicidad positiva y laicidad negativa. Aunque ambas expresiones implican la neutralidad del Estado en materia religiosa, la primera admite el reconocimiento y apoyo de las religiones –en la línea del pluralismo que venimos defendiendo–, mientras que la segunda exigiría una indiferencia de los poderes públicos ante el fenómeno religioso. Sobre el particular, resultan ilustrativas la STC 46/2001, de 15 de febrero; y Manent Alonso (2013, p. 141 y ss.).

22 En efecto, los artículos 137 y 140 CE reconocen la autonomía de los Entes locales en la gestión de sus respectivos intereses, si bien ninguno de los dos preceptos califica dicha autonomía como «política». La naturaleza y extensión de la autonomía local ha sido objeto de numerosos pronunciamientos del Tribunal Constitucional, entre los que destacan las tempranas SSTC 4/1981, de 2 de febrero; y 32/1981, de 28 de julio.

23 Nuestra doctrina y jurisprudencia explicaron tempranamente la configuración constitucional de la autonomía política como una garantía institucional. Cfr. Parejo Alfonso (1981). En palabras de Sánchez Morón (2018, p. 355), «la autonomía local (…) es un componente esencial del orden jurídico-político establecido en la Constitución, a través del cual se realiza, como ocurre con las Comunidades Autónomas, la distribución vertical del poder».

24 Una posición restrictiva de la autonomía municipal es defendida, entre otros, por Parada Vázquez (2007). Ciertos pronunciamientos del Tribunal Supremo parecen avalar dicha posición, como las SSTS 7875/1988, de 11 de noviembre o la 2088/2019, de 26 de junio, que anulan acuerdos municipales por referirse a cuestiones extramuros de los intereses estrictamente locales. Para una visión más extensiva de la autonomía local, véase por todos Embid Irujo (1993, p. 279 y ss.) y Barata i Mir (1999, p. 99 y ss.). Las SSTS 3994/1987, de 8 de junio y 1691/2008, de 23 de abril, entre muchas otras, acogen estos postulados más extensivos.

25 En este sentido se pronuncia Díaz González (2019, pp. 160-161), quien entiende que vedar a los municipios la posibilidad de pronunciarse sobre cuestiones de interés general equivaldría a petrificar injustificadamente sus posibilidades de participación en el debate público.

26 STC 32/1981, de 28 de julio, F. J. 3º. Sobre la «garantía institucional» como límite de la acción del Legislador, resulta de interés: Baño León (1988).

27 La regulación de estos controles se contiene en los Capítulos II y III del Título V de la LBRL. Para una visión crítica sobre la eliminación de estos controles, véase: Parada Vázquez (2007, p. 65 y ss.).

28 En cualquier caso, conviene dejar constancia de que esta tendencia hacia el reconocimiento de una autonomía política extensa de los Entes locales no es unívoca. De ello dan fe, por ejemplo, el férreo control financiero que el Estado viene ejerciendo sobre las cuentas públicas locales desde el año 2012 o el intento homogeneizador de reforma local del año 2013. Sobre el impacto (deseado y real) de la reforma local de 2013 en la autonomía local, resulta de interés: Velasco Caballero (2014).

29 Ambas funciones de las banderas han sido reconocidas en la STC 94/1985, de 29 de julio, F. J. 7º.

30 A nivel estatal, el régimen jurídico de las banderas viene descrito en el artículo 4 CE y en la Ley 39/1981, de 28 de octubre, por la que se regula el uso de la bandera de España y el de otras banderas y enseñas. En el ámbito autonómico, y conforme al artículo 4 CE, rige la reserva de estatuto. A nivel local, la regla general es que la iniciativa para la adopción de banderas, escudos y emblemas corresponda a un Acuerdo del Pleno Municipal, adoptado por mayoría absoluta. En este sentido, y a título ejemplificativo, véanse los artículos 17 y siguientes del Decreto 72/2015, de 15 de mayo, del Consell, por el que se regulan los símbolos, tratamientos y honores de las entidades locales de la Comunitat Valenciana.

31 Lo expone con acierto Belda (2019, p. 67) cuando señala: «singularización de la comunidad, identificación en ella del individuo e instrumento de movilización hacen del símbolo, como puede comprobarse, un componente de relevancia para las personas y la comunidad política».

32 STSJ Navarra 793/2017, de 27 de julio, F. J. 3º. El extracto referido es cita de sendas sentencias de los TSJS del País Vasco y Castilla y León.

33 STS 1163/2020, de 26 de mayo, F. J. 5º.

34 Respecto de la licitud de exhibir la bandera oficial del País Vasco en instituciones públicas navarras, la jurisprudencia ha variado su criterio. Si inicialmente admitió dicha exhibición, en fechas más recientes la ha considerado contraria al ordenamiento jurídico. Sobre el particular, resulta de interés: Compains (2020).

35 Tras analizar el marco jurídico aplicable a la exhibición de banderas, Zunón (2016, p. 8) concluye: «De esta normativa se desprende con claridad (…) que la competencia atribuida constitucional y legalmente a los entes públicos por la legislación especial para utilizar y exhibir banderas se limita y circunscribe a las banderas –nacional, autonómica y locales– declaradas oficiales». Similar argumentación contiene el citado auto del Juzgado de lo Contencioso-Administrativo número 3 de Cádiz, de 26 de junio de 2020, cuyo Razonamiento Jurídico 4º sostiene: «De este modo se diferencian de las banderas oficiales, las banderas que corresponden a instituciones privadas, y que pertenecen a asociaciones, sociedades, agrupaciones con fines deportivos, ideológicos, religiosos, étnicos, culturales, o de determinadas reivindicaciones sociales, etc… que no son consideradas oficiales aunque sí representan los intereses de grupos y organizaciones, es el caso de la bandera arcoíris símbolo del movimiento LGTBI que se ha ubicado en el Ayuntamiento con ocasión del Día del Orgullo Gay, que se celebra el 28 de junio. En esta línea, no es la bandera oficial por lo que no puede atribuírsele la representatividad de todo un pueblo o nación sin perjuicio de la labor del Ayuntamiento [en la lucha contra la discriminación por motivos de orientación sexual]». Para una argumentación contraria, véase: Presno Linera (2020).

36 A este expediente recurrieron, entre otros, los ayuntamientos de Zaragoza, Barcelona o L’Hospitalet para exhibir banderas arcoíris con motivo del Día del Orgullo Gay en 2020. Cfr. Rincón, R. (24 de junio de 2020). El veto del Supremo a las banderas no oficiales se cuela en el Orgullo, El País (última visita: 16-02-2021). https://elpais.com/espana/2020-06-23/el-veto-del-supremo-a-las-banderas-no-oficiales-se-cuela-en-el-orgullo.html. El Auto del Juzgado de lo Contencioso-Administrativo número 1 de Madrid, de 26 de junio, rechazó la retirada de la bandera arcoíris con base a este argumento, calificándola de «colgadura con los colores del arco iris».

37 La STS 1841/2016, de 28 de abril, F. J. 2º, explica atinadamente por qué la bandera estelada es un símbolo partidista: «constituye un símbolo de la reivindicación independentista de una parte de los ciudadanos catalanes representados por una parte de los partidos políticos, y sistemáticamente empelado por aquellas fuerzas políticas que defienden esa opción independentista (…). Resulta obvio que su uso y exhibición por un poder público –en este caso de nivel municipal– solo puede ser calificado de partidista en cuanto asociado a una parte –por importante o relevante que sea– de la ciudadanía con una determinada opción ideológica (…), pero no representativa del resto de los ciudadanos que no se alinean con esa opción, ni por consiguiente, con sus símbolos».

38 Estos mensajes, a nuestro entender, sólo serán admisibles cuando cuenten con el respaldo unánime de los concejales. Sería el caso, por ejemplo, de una pancarta contra la instalación de una central nuclear en el municipio, cuando todas las fuerzas políticas locales se opongan a ella. Ridao (2019, p. 51) considera que los lemas reivindicativos o de protesta a menudo no son propiamente «partidistas», con lo que su exhibición en edificios públicos estaría legitimada.

39 Ridao (2019, p. 51) parece apuntar en la misma dirección cuando afirma: «el hecho de que la Administración tenga que actuar siempre (también cuando exhibe símbolos o mensajes en sus edificios) al servicio de los intereses generales, no quiere decir que solo pueda exhibir símbolos oficiales. Un símbolo, por el hecho de no ser oficial, no es necesariamente partidista (…)».

40 Sobre estas formas de comunicación resultan de interés los trabajos de Arena, Cerrillo y Velasco Caballero contenidos en Tornos Mas y Galán Galán (2000).

41 Como se apuntó más arriba, Vázquez Alonso (2017, p. 66) entiende que una opción demasiado decidida de los poderes públicos en favor de determinadas posiciones sectoriales contraviene el principio de igualdad. También vincula la neutralidad con la igualdad Martín Rebollo (1992, p. 66).

42 ¿Podrían exhibirse globos con los colores arcoíris, en lugar de banderas? ¿Y lonas con el escudo y los colores del equipo de fútbol de la ciudad? ¿Y una pancarta que combine mensajes escritos y banderas?

43 Una pancarta en favor del movimiento feminista o de protesta contra los recortes en educación, ¿es un mensaje que promueve intereses generales, sectoriales o partidistas?

44 ¿Dónde termina lo ocasional y comienza lo permanente? ¿Cuánto tiempo es razonable dejar en el balcón consistorial la bandera arcoíris, la imagen de la patrona o la bandera del Logroñés? ¿Un día? ¿Una semana? ¿Tres meses?

45 La bandera arcoíris es un claro ejemplo de lo señalado. Dicho símbolo puede significar la repulsa de la discriminación por motivos de orientación sexual (lo que es, indudablemente, de interés general); la celebración de dicha diversidad (que puede ser caracterizada como una causa sectorial); o la reivindicación de una serie de medidas políticas promovidas desde sectores del movimiento LGBTIQ+, como el derecho a la libre elección de género sin intervenciones médicas (medidas que en ocasiones no resultan pacíficas ni en el seno de dicho movimiento, por lo que pueden calificarse de partidistas).

46 Compartimos plenamente las palabras de Bauzá (2021, p. 5), cuando señala que en la problemática de los símbolos anida «la intolerancia, casi siempre adornada de grosería, y un afán de imposición ideológica con voluntad totalizadora».

47 De admitir esta «excusa democrática» habría que suprimir de nuestro marco normativo el recurso de inconstitucionalidad, ya que toda Ley aprobada por los representantes de la ciudadanía sería indiscutiblemente legítima.

48 En idéntico sentido, STS 1163/2020, de 26 de mayo, F. J. 4º.