REALA, número 17, abril de 2022
Sección: ARTÍCULOS
Recibido: 11-03-2022
Aceptado: 01-04-2022
Publicado: 07-04-2022
DOI: https://doi.org/10.24965/reala.i17.11069
Páginas: 6-30
COVID-19, policía administrativa y la modulación del principio de legalidad1
COVID-19, public order doctrine and the softening of the legality principle
Manuel Izquierdo-Carrasco
Universidad de Córdoba (España)
ORCID: https://orcid.org/0000-0002-0924-3119
manuel.izquierdo@uco.es
NOTA BIOGRÁFICA
Catedrático de Derecho Administrativo. Sus principales líneas de investigación han sido la actividad administrativa de limitación en ámbitos tales como la seguridad industrial, la seguridad alimentaria, la seguridad privada, la supervisión bancaria o la protección de los consumidores, y el Derecho Administrativo Sancionador.
RESUMEN
Este estudio muestra que la clásica teoría de la policía administrativa, convenientemente acotada y constitucionalizada, ofrece una explicación satisfactoria de ciertas modulaciones en el sometimiento de la Administración al principio de legalidad que se han puesto de manifiesto en la actividad administrativa desarrollada frente al COVID-19. En particular, la validez de las cláusulas generales de apoderamiento contenidas en determinadas leyes sanitarias –que serían inadmisibles en otros sectores– y de las actuaciones praeter legem. Además, esta teoría aporta valiosos elementos que delimitan el alcance de estas modulaciones, tanto en su contenido como en sus destinatarios, y que parten de su fundamento: el deber jurídico de no perturbar el orden público. Por otro lado, el trabajo también explicita que la institución de la policía administrativa, complementada con la teoría del estado de necesidad, puede deslindar el espacio de legitimidad de las actuaciones administrativas contra legem, donde el jurista se ve en la necesidad de navegar entre el realismo jurídico y la posición radicalmente formalista del Tribunal Constitucional español, sin olvidar los graves riesgos que estas actuaciones pueden suponer para las libertades y derechos de los ciudadanos.
PALABRAS CLAVE
COVID-19; policía administrativa; orden público; principio de legalidad; estado de necesidad.
ABSTRACT
This paper aims to show that classic theory of «public order doctrine» –if correctly defined and constitutionalised– offers a clear explanation on why the legality principle that rules for Public Administration can be softened under certain circumstances; for instance, due to a public health crisis such as the COVID-19 pandemic. In particular, it allows to assert the lawfulness of general clauses conferring powers upon the Public Administration enshrined in sanitary laws or the lawfulness of praeter legem acts. This theory is also useful to establish the extent of the said softening of the principle of legality, according to its grounds: the legal duty not to disturb public order. Moreover, this paper also shows that public order doctrine, when combined with the state of necessity, offers an explanation of the lawfulness of contra legem administrative acts. This explanation is a compromise between legal realism and the extremely formalistic case law developed by the Spanish Constitutional Court, always keeping in mind that this contra legem administrative acts pose a serious risk for civil rights.
KEYWORDS
COVID-19; public order doctrine; public order; principle of legality; state of necessity.
SUMARIO
1. HIPÓTESIS DE PARTIDA Y PLANTEAMIENTO. EL CONCEPTO DE POLICÍA ADMINISTRATIVA Y SU SINGULAR RÉGIMEN JURÍDICO. 2. LA MODULACIÓN EN LA VINCULACIÓN POSITIVA AL PRINCIPIO DE LEGALIDAD: LA TENDENCIA A RECONOCER TODOS LOS PODERES NECESARIOS. 2.1. LAS CLÁUSULAS GENERALES DE APODERAMIENTO PARA HACER FRENTE AL COVID-19. 2.2. EL USO VICIADO DE ESAS CLÁUSULAS GENERALES DE APODERAMIENTO: LA NECESIDAD DE DISTINGUIR EN FUNCIÓN DE LA AFECCIÓN DE LA MEDIDA A LOS DERECHOS FUNDAMENTALES Y DE SU PROPIA NATURALEZA JURÍDICA. 2.3. LAS ACTUACIONES PRAETER LEGEM. 2.4. LA JUSTIFICACIÓN DE ESTA SINGULARIDAD EN LA VINCULACIÓN POSITIVA Y SUS CONSECUENCIAS. 2.4.1. El deber general de no perturbar el orden público. 2.4.2. La relevancia del principio de proporcionalidad. 3. LA MODULACIÓN EN LA VINCULACIÓN NEGATIVA AL PRINCIPIO DE LEGALIDAD: ACTUACIONES CONTRA LEGEM, ESTADO DE NECESIDAD Y EL SEVERO LEGALISMO DEL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL. 3.1. MUESTRAS DE ACTIVIDAD ADMINISTRATIVA CONTRA LEGEM. 3.1.1. Actuaciones materiales u omisiones administrativas contra legem. 3.1.2. Dispensas expresas contra legem. 3.1.3. Vicios formales en la actuación administrativa 3.2. EL DERECHO COMO MEDIO. HAY VIDA MÁS ALLÁ DE LA LEY. EL ESTADO DE NECESIDAD. CONCLUSIONES. REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS.
1. HIPÓTESIS DE PARTIDA Y PLANTEAMIENTO. EL CONCEPTO DE POLICÍA ADMINISTRATIVA Y SU SINGULAR RÉGIMEN JURÍDICO
Son muchos y desde muy variadas perspectivas los análisis jurídicos que cabe efectuar sobre los instrumentos y las respuestas que las Administraciones públicas han puesto en marcha para frenar la propagación del COVID-19 y, en lo posible, limitar o revertir sus efectos. Entre esos potenciales planteamientos, nuestra hipótesis de partida es que una mejor comprensión y valorización de la construcción teórica liberal sobre la siempre polémica actividad administrativa de policía2 hubiera aportado algo más de luz a buena parte de esa respuesta jurídica, particularmente, una vez dejado atrás el Derecho constitucional de excepción, y hubiera centrado mejor ciertos debates teóricos de calado que se han generado durante estos años de epidemia. En fin, que esta institución, convenientemente acotada, aporta unas bases teóricas sólidas y coherentes.
Las construcciones doctrinales en torno al concepto de policía han sido muy numerosas y desde enfoques bien distintos3. Una de las más extendidas en la doctrina española –especialmente a partir de la formulación tripartita de Jordana de Pozas (1949, pp. 42 y ss.)– es aquélla, de carácter meramente formal, en el que esta actividad se caracterizaría exclusivamente por su forma de actuar: a través de la imposición administrativa de limitaciones, eventualmente coactivas, a las actuaciones puramente privadas de los particulares. Por tanto, la actividad de policía se confundiría plenamente con la actividad de limitación y su ámbito material sería extensísimo, pues resultaría indiferente cuál fuera la finalidad de interés general que justificara este tipo de medidas. En ocasiones, dentro de ese amplio campo, la doctrina distingue entre policía general y policías especiales, no siempre con el mismo contenido4.
Ante este planteamiento, otros autores consideran más conveniente utilizar la expresión de actividad de limitación5, de intervención o de ordenación6 y, algunos de ellos, defienden que es preferible desechar definitivamente la noción de policía administrativa, a la que califican como arcaizante7. En este sentido, como subraya Rebollo Puig (1999, p. 250), «llamar actividad de policía a toda la actividad administrativa de limitación introduce más confusión que claridad, no sólo en los términos sino en el fondo mismo de las instituciones y principios. Un concepto amplio de policía puede ser, según el sentido que se le dé, o peligroso o simplemente inútil e inexpresivo». Sin embargo, lo que proponemos es que dentro de la actividad de limitación tiene interés distinguir una parte –la policía en sentido estricto– y reconocerle una peculiaridad esencial, que radicaría fundamentalmente en una adaptación sui generis al principio de legalidad8.
En línea con la doctrina liberal clásica, esta noción estricta de policía, junto a su particular forma de actuación, también tendría en cuenta su finalidad, que no sería otra que el mantenimiento del orden público. O con mayor propiedad, prevenir y combatir los ataques al orden público y restablecerlo cuando haya sido alterado. A este respecto, Rebollo Puig concluye que «en vez de afirmar que lo que esta actividad administrativa persigue es defender el orden público, orienta mejor decir que lo que hace es combatir los desórdenes públicos» (Rebollo Puig, 2019b: pp. 50-51)9. Esto es, la perspectiva negativa de la actividad administrativa de policía, sobre la que volveremos más adelante. En definitiva, los fines y los medios no pueden caminar por separado en la noción de policía. Como afirmara Otto Mayer, «la policía es la actividad del Estado que tiene por fin la defensa del buen orden de la cosa pública, mediante los recursos del poder de la autoridad, contra las perturbaciones que las existencias individuales pueden ocasionar» (Mayer, 1982, p. 8)10.
Pero de poco serviría defender una noción estricta de la actividad de policía, circunscrita al mantenimiento del orden público, si, a renglón seguido, se ampliara la noción de orden público hasta abarcar cualquier interés general justificante de las limitaciones a los particulares. Por tanto, resulta imprescindible acotar también la noción de orden público. De ello nos hemos ocupado en otro sitio (2022, in totum), precisamente al hilo del estudio de la doctrina del Tribunal Constitucional recaída en asuntos vinculados con el COVID-19, completándola con otros pronunciamientos previos y coetáneos, y poniendo de manifiesto sus contradicciones internas que tanta trascendencia han tenido, por ej., en la polémica sentencia que falla la inconstitucionalidad de la declaración del primer estado de alarma. Allí destacamos que cabe extraer una noción de orden público de la doctrina del Tribunal Constitucional que se puede sintetizar en ese estado en el que se garantiza el «normal desarrollo de los aspectos más básicos de la vida social y económica» –STC 148/2021– o, si se prefiere, esos «principios... que son absolutamente obligatorios para la conservación de la sociedad» –STC 46/2020–11. A partir de ahí, los conceptos jurídicos indeterminados que integran esa noción deben pasar necesariamente por el tamiz de los derechos fundamentales, las libertades públicas y los valores constitucionales esenciales («el respeto a los derechos fundamentales y libertades públicas garantizados por la Constitución es un componente esencial del orden público» –STC 19/1985–). Con estos presupuestos, es obvio el carácter nuclear que la salud pública tiene para la conservación de la sociedad; su encaje en derechos fundamentales como el derecho a la vida o a la integridad física (art. 15 CE); y la conexión de ciertas circunstancias acontecidas durante este triste periodo histórico, como el colapso de los servicios públicos de salud, con un aspecto básico de la vida social12. Por todo ello, defendemos la inclusión de la salud pública en el concepto de orden público y, por ende, la calificación como actividad administrativa de policía de toda aquella actividad administrativa que mediante la imposición de limitaciones a las actuaciones puramente privadas de los particulares13 ha perseguido este fin en la lucha frente al COVID-19.
Como se ha dicho, la defensa de la validez de una teoría sobre la policía administrativa que parta de los expuestos conceptos estrictos y muy acotados en sus elementos definitorios encuentra su justificación si, al final, se vincula con alguna consecuencia jurídica, esto es, con un régimen jurídico específico. Si ello no fuera así, bastaría con referirse en general a la actividad administrativa de limitación. Nuestra hipótesis es que esa especificidad se manifiesta mediante algunas modulaciones en el sometimiento de la Administración al principio de legalidad. En esa línea, Otto Mayer, partiendo de que «la policía, lo mismo que cualquier otra actividad administrativa, está sometida a las condiciones del Estado constitucional y a los principios del régimen de derecho» (Mayer, 1982, p. 9), añadía que «la idea de policía encierra una contradicción irreductible con el formalismo severo mediante el cual el régimen del derecho se propone proteger la libertad» (Mayer, 1982, p. 13)14.
A partir de ahí, en este trabajo trasladaremos tal planteamiento a la actividad administrativa frente al COVID-19 –que puede calificarse como un banco de pruebas extremo– para ver si ofrece una explicación satisfactoria de la misma. Para ello, analizaremos el alcance de esa singularidad jurídica y su potencial aplicación a lo ocurrido con base en las dos vertientes –positiva y negativa– en las que la doctrina descompone habitualmente el principio de legalidad15, y desarrollaremos su fundamento y los límites que la teoría de la policía introduce en esa modulación. Además, también estudiaremos si, en la vertiente negativa, basta esta teoría para comprender lo ocurrido o es necesario completarla con otras instituciones como la del estado de necesidad.
2. LA MODULACIÓN EN LA VINCULACIÓN POSITIVA AL PRINCIPIO DE LEGALIDAD: LA TENDENCIA A RECONOCER TODOS LOS PODERES NECESARIOS
Como es conocido, la vertiente positiva del principio de legalidad implica «la exigencia de un fundamento legal para cada una de las actuaciones administrativas, cualquiera que sea su contenido» (Merkl, 2004, p. 209)16. Pues bien, siguiendo la afinada construcción de Rebollo Puig (1999, p. 257), «la peculiaridad de la policía radica sobre todo en la tendencia a reconocer a la Administración en este terreno, sólo en él y en ningún otro, todos los poderes imprescindibles –pero sólo los imprescindibles– para realizar su fin o, más exactamente, para evitar que la actividad privada de los ciudadanos perturbe el orden público; y esos poderes incluyen precisamente los de imponer limitaciones a la libertad y derechos de los ciudadanos.».
Es evidente que esta peculiaridad incide sobre esta vinculación positiva, aunque no conlleva necesariamente su excepción frontal. Esa peculiaridad origina que en este ámbito se admitan cláusulas generales de apoderamiento que no serían aceptables en otros sectores de la actuación administrativa y, en su caso, que incluso se admitan actuaciones praeter legem. Detengámonos en todo ello.
2.1. Las cláusulas generales de apoderamiento para hacer frente al COVID-19
Una vez finalizado el estado de alarma, la ingente actividad administrativa de policía frente a la COVID-19 ha tenido fundamentalmente como base legal los siguientes tres preceptos17:
«1. Sin perjuicio de las medidas previstas en la Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril, de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública, con carácter excepcional y cuando así lo requieran motivos de extraordinaria gravedad o urgencia, la Administración General del Estado y las de las comunidades autónomas y ciudades de Ceuta y Melilla, en el ámbito de sus respectivas competencias, podrán adoptar cuantas medidas sean necesarias para asegurar el cumplimiento de la ley.
2. En particular, sin perjuicio de lo previsto en la Ley 14/1986, de 25 de abril, General de Sanidad, la autoridad competente podrá adoptar, mediante resolución motivada, las siguientes medidas:
a) La inmovilización y, si procede, el decomiso de productos y sustancias. b) La intervención de medios materiales o personales. c) El cierre preventivo de las instalaciones, establecimientos, servicios e industrias. d) La suspensión del ejercicio de actividades...»
A estos hay que sumar las leyes autonómicas de salud o incluso de protección civil que contienen previsiones similares, en ocasiones, con alguna precisión adicional18. Y con otra funcionalidad –sobre la que volveremos más adelante–, la más tardía Ley 2/2021, de 29 de marzo, de medidas urgentes de prevención, contención y coordinación para hacer frente a la crisis sanitaria ocasionada por el COVID-1919.
Centrándonos en las tres primeras previsiones legales estatales, todas ellas, junto con habilitaciones más o menos específicas, constituyen puras cláusulas generales de apoderamiento que serían inimaginables en otros sectores de la intervención administrativa. Esas cláusulas se limitan a fijar de manera amplia el supuesto de hecho (en la primera –la Ley Orgánica de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública–, el control de las enfermedades transmisibles; y en las otras dos, el riesgo extraordinario y urgente para la salud20) y a atribuir a la Administración la potestad para adoptar todas las medidas «oportunas» y «necesarias» para hacer frente a dichos supuestos de hecho, identificando, a lo sumo, algún tipo de medida posible como mero ejemplo (por ej., en la Ley General de Salud Pública, la referencia a «la suspensión del ejercicio de actividades...»)21.
O. Mayer, partiendo de que «la reserva constitucional exige que haya un fundamento legal para cada restricción a la propiedad o a la libertad», lo que admitía en materia de policía es «los poderes más amplios y las autorizaciones más generales» (Mayer, 1982, p. 12). Esto es, estas cláusulas generales de apoderamiento. Y añadía: «las órdenes y sobre todo las prohibiciones no son cosas que se sobreentiendan» (Mayer, 1982, p. 13, nota 19). Es difícil imaginar que alguna de las medidas de policía en las que se manifieste la aplicación de esas potestades –también las podrá haber que no se encuadren en la actividad de policía, pero esas no nos interesan ahora– quede fuera del ámbito de la reserva de ley contenida en el art. 53.1 CE. Además, para las más cualificadas también entraría en juego la reserva de ley orgánica del art. 81 CE. Por tanto, de entrada, estas cláusulas generales relativizan estas reservas constitucionales de Ley en tanto que suponen que las Leyes, en vez de contener una verdadera regulación de la materia, se limitan a establecer una genérica atribución de potestades en favor de la Administración22. Incluso resulta difícil defender que se respeta un mínimo de previsibilidad en cuanto a las medidas que pueden ser resultado de estas habilitaciones23.
En la misma línea de defensa de las cláusulas generales de apoderamiento en este ámbito, E. Picard defendía que «il vaut donc mieux n’imposer á l’autorité de police qu’un seul principe général d’action, celui de l’exacte adéquation de la mesure aux circonstances propres à la fonder –et faire en sorte qu’il soit respecté au maximum–, plutôt que de poser a priori et dans l’abstraite une foule de conditions qui la gêneraient pour une action efficace et proportionnée, ou la démuniraient de tout moyen lorsqu’elle se trouverait face à des circonstances compromettant en fait l’ordre public mais non prévues par les textes» (Picard, 1984b: 552)24.
A nuestro juicio, la defensa de la necesidad de estas cláusulas generales no es incompatible con la posición mantenida por algunos autores de reclamar «la mayor densidad regulatoria posible al poder conferido a la Administración», aunque siempre partiendo del presupuesto de la necesidad de preservar una «respuesta flexible», evitando que la versatilidad se convierta en improvisación, rechazando una regulación que consistiera en un numerus clausus –la cláusula general debe existir–, pero sí abogando por la regulación adecuada de lo que se conoce25.
2.2. El uso viciado de esas cláusulas generales de apoderamiento: la necesidad de distinguir en función de la afección de la medida a los derechos fundamentales y de su propia naturaleza jurídica
Lo habitual ha sido que la Administración ha alegado todos esos preceptos conjuntamente a la hora de dictar sus medidas frente al COVID. Se trata de una práctica viciada –aunque comprensible por los motivos que explicaremos–, pues no sólo difieren los supuestos de hecho (vid. supra), sino también el tipo de medidas que habilitan unos u otros. Particular interés tiene esto último en los siguientes dos aspectos:
a) En primer lugar, sólo la habilitación contenida en el art. 3 de la Ley Orgánica 3/1986 permite la adopción de medidas que impliquen limitación o restricción de derechos fundamentales de cierta entidad26, con la importante consecuencia jurídica de que solo estas medidas deben someterse a la preceptiva autorización o ratificación judicial (ex arts. 8.6 y 10.8 Ley de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa)27.
A este respecto, por ej., cuando se trata de la medida de internamiento forzoso de un contagiado poca duda genera la afección a sus derechos fundamentales. No obstante, la frontera de cuándo se produce esa afección a los derechos fundamentales no siempre es clara y palmaria, en particular en todas aquellas medidas que han consistido en amplios paquetes de actuaciones de contenido muy diverso, y eso puede explicar que las Administraciones lo hayan mandado prácticamente todo a ratificación/autorización judicial. A este respecto, a pesar de la trascendencia jurídica, ni siquiera los Tribunales Superiores de Justicia han mantenido criterios uniformes sobre el encuadre de una medida en uno u otro ámbito y su correspondiente papel. Así, ante paquetes de medidas en parte similares, unos Tribunales Superiores de Justicia se han pronunciado sobre prácticamente todas ellas y otros sólo sobre algunas. Una buena muestra de esta diversidad de planteamientos se puede observar entre el Auto del Tribunal Superior de Justicia de Navarra, de 22 de octubre de 2020 (ECLI:ES:TSJNA:2020:37A), que se pronuncia sobre la mayor parte de las medidas cuya ratificación se solicita28 y que, en cualquier caso, en su parte dispositiva acuerda formalmente ratificar todas ellas; y, por otro lado, el Auto n.º 481/21 del Tribunal Superior de Justicia de Castilla-La Mancha, de 11 de mayo de 2021, que sólo se pronuncia sobre algunas medidas por considerar que son las únicas que presentan esa afección a los derechos fundamentales y que también son las únicas que ratifica en su parte dispositiva –aunque de las demás introduce un párrafo obiter dicta diciendo que son proporcionadas–. Así, por ej., deja fuera medidas consistentes en limitaciones de aforo y de horarios que el mencionado auto del TSJ de Navarra sí analiza expresamente. Además, este auto del TSJ de Castilla-La Mancha contiene en su fundamentación jurídica la siguiente reflexión que tiene interés dado el enfoque de este trabajo:
«La Sala considera que el resto de las medidas no especificadas en los apartados anteriores no precisan ratificación al no afectar a derechos fundamentales, en el sentido de que se trata de medidas a aplicar en establecimientos, instalaciones o actividades abiertas al público, sujetas a autorización administrativa ordinaria. Se trata de medidas sujetas a policía administrativa encaminadas a mantener la seguridad y el orden público mediante la acción preventiva...».
Con todas estas incertidumbres, parece que es pacífico que implican restricciones o limitaciones de derechos fundamentales las siguientes medidas de alcance general −como hemos dicho, las de carácter particular dirigidas a concretas personas (por ej., aislamientos de personas contagiadas u hospitalización forzosa de una persona enferma) plantean menos problemas en su calificación−: entre otras, los confinamientos de poblaciones o incluso de Comunidades Autónomas29, la realización forzosa de pruebas sanitarias a empleados de residencias de ancianos e instituciones similares, limitación de reuniones sociales y familiares, toques de queda nocturnos o de fin de semana, o el pasaporte COVID30.
Por otro lado, entendemos que no implican esas limitaciones, entre otras, las siguientes: fundamentalmente, las medidas generales de higiene y prevención exigibles a actividades y establecimiento (deberes de limpieza y desinfección –indicando, por ej., la tipología de desinfectantes que se deben utilizar–, de ventilación, de utilización de equipos y herramientas de manera personal e intransferible, limitación de uso de los ascensores, existencia de papeleras, reglas de aforo, distancia interpersonal, etc.)31; y parte de las medidas específicas para concretas actividades o establecimientos32, pues otras –por ej., algunas vinculadas con la limitación en el número de asistentes– sí afectan a derechos fundamentales como el de reunión.
Por otro lado, otras medidas generan más dudas, por ej., la prohibición de fumar en la vía pública o espacios al aire libre si no se podían respetar unas distancias de seguridad o el cierre de la hostelería. Con respecto a este último, nunca se ha discutido ni se ha considerado que sea una medida limitativa de derechos fundamentales la orden de cierre de un establecimiento por generar un riesgo grave e inminente para la salud pública (por ej., presencia de ratas en una pastelería). Más aún, el cierre de establecimientos está entre las medidas expresamente previstas en los preceptos de la legislación ordinaria antes expuesta. Con esa base, se podría argumentar que, siendo la medida la misma, tampoco en estos casos hay afección a derechos fundamentales33. En la misma línea, la mencionada STC 148/2021 sostiene que «Las normas generales, ordinarias o de carácter excepcional, que imponen exigencias de seguridad, higiene o salubridad en los locales comerciales, o en el acceso a los mismos, no inciden en la libertad (de empresa) que la Constitución garantiza, aun cuando condicionen la apertura al público de dichos recintos». Y añade:
«Tampoco afecta a la libertad de empresa la última de las reglas que se contienen en el artículo 10.1, relativa a los establecimientos que pueden abrir al público: “en cualquier caso, se suspenderá la actividad de cualquier establecimiento que, a juicio de la autoridad competente, pueda suponer un riesgo de contagio por las condiciones en que se esté desarrollando”. Esta regla no limita o restringe, en general, la libertad de comercio, sino que determina el cierre o clausura temporal de unos establecimientos que quedarán individualizados por las condiciones y el riesgo de contagio a los que el precepto se refiere; sin que pueda calificarse de ejercicio de libertad constitucional de empresa aquella conducta que depare, por su anómalo desenvolvimiento, daños o riesgos para terceros»34.
Finalmente, debemos advertir que la redacción excesivamente vaga y amplia que emplea la Ley de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa en esos preceptos puede originar graves disfunciones. Un primer atisbo de ello se puede encontrar en la STS n.º 1112/2021, de 14 de septiembre, rec. casación 5909/2021, de la que nos ocupamos más abajo. Se trataba de un recurso de casación por la no ratificación de la Orden de 13 de agosto de 2021, del Consejero de Sanidad de la Junta de Galicia, donde se implantaba el conocido como pasaporte COVID para la entrada en ciertos establecimientos de ocio y restauración, y que no había citado en su fundamentación el art. 3 de la Ley Orgánica 3/1986. Al respecto, la sentencia parece insinuar –aunque de manera confusa– que no sería necesaria esa invocación por cuanto la afección a los derechos fundamentales en ese caso es «liviana» y que para ese tipo de afecciones bastaría la base legal de una ley ordinaria –en otra sentencia también sobre el pasaporte COVID que expondremos más abajo se afirma expresamente que la cita de ese precepto legal era necesaria–, pero nada dice de que entonces tampoco fuera necesaria la ratificación, sino que precisamente la otorga. Este planteamiento genera importantes problemas jurídicos, pues implícitamente –aunque, como hemos criticado, la realidad ha sido caótica– se había producido una cierta equiparación entre las medidas de la Ley Orgánica 3/1986 y la necesidad de ratificación/autorización judicial. Pero esta previsión de la Ley de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa delimita su ámbito de aplicación por la «limitación o restricción de derechos fundamentales» y no por referencia a esa otra Ley Orgánica. Si se llevara esta línea jurisprudencial a sus consecuencias lógicas, originaría que medidas restrictivas por motivos de salud pública que se han venido adoptando por las Administraciones públicas sobre la base de la legislación ordinaria sin acudir a la autorización o ratificación judicial, a partir de ahora la requerirían, lo que significaría introducir un elemento gravemente distorsionador en nuestro ordenamiento. Además, también perdería sentido el hecho de que unas habilitaciones estuvieran en una ley ordinaria y otras en una ley orgánica.
b) En segundo lugar, la naturaleza jurídica de las medidas a las que se refieren estos preceptos. A nuestro juicio, todo apunta (la literalidad, las pinceladas de régimen jurídico que se establecen –resolución motivada, audiencia previa...–, y los ejemplos que se recogen) a que se trata básicamente de actuaciones materiales o actos administrativos –en lo que ahora nos interesa, típicas órdenes administrativas y coacción directa–35. Además, esa ha sido su utilización normal desde su entrada en vigor36. En esa línea, no cabe duda de que habilitan la aprobación de esa categoría especial de actos administrativos que se denomina doctrinalmente como actos generales no normativos37, e incluso podría defenderse –aunque, como se ha dicho, la literalidad de los preceptos no parece que esté pensando en ello– que también permiten la aprobación de reglamentos –evidentemente, admitiendo el incumplimiento de las normas procedimentales para la aprobación de disposiciones reglamentarias38–.
Si atendemos a todo el extenso muestrario de medidas frente al COVID-19 que hemos podido analizar con base en estos preceptos, hay algunas que encajan a la perfección en la categoría de los actos generales no normativos, por ej., la orden de confinamiento de un municipio o barrio39. Pero otras muchas se encuentran en la, en ocasiones, difusa frontera entre ese tipo de actos administrativos y verdaderos reglamentos. En particular, nos referimos a todas aquellas amplias medidas de contenido próximo que las Comunidades Autónomas aprobaron, en las primeras semanas de mayo de 2021, ante la finalización del estado de alarma el 9 de mayo de 202140. A este respecto, la consideración de la naturaleza de la medida que se estaba aprobando ha sido diferente de unas Comunidades Autónomas a otras. Algunas han entendido que estaban aprobando un acto administrativo41; otras un reglamento42; y otras son ambiguas al respecto43.
La lógica obliga a afirmar que las cosas son lo que son con independencia de la calificación que la Administración pueda otorgarles. Pero trasladar esa regla a una construcción teórica con una importante dosis de convencionalismo como la que nos ocupa no está exento de dificultades. Recuérdese que incluso la propia jurisprudencia ha modificado en el tiempo su posición sobre la naturaleza jurídica reglamentaria o no de ciertas actuaciones administrativas (por ej., el cambio en cuanto a la naturaleza jurídica de las Relaciones de Puestos de Trabajo –vid., STS de 5 de febrero de 2014, rec. 2986/2012–).
A nuestro juicio, a pesar de todas las incertidumbres, después de dos años, la balanza debería inclinarse por su calificación normativa. Su abstracción y generalidad44; su prolongación en el tiempo –esos paquetes autonómicos de medidas no surgen ante una situación de urgencia, pues ese elemento de la urgencia ya no existe con ese carácter general, aunque sí puedan darse situaciones de urgencia que requieran medidas específicas no previstas, y además son actualizaciones de paquetes similares aprobados con anterioridad–; el hecho de que regulen las medidas que se pueden aplicar por niveles de riesgo y remitan a un momento posterior y a otras autoridades la concreción de esos niveles e incluso las medidas que deban aplicarse de las previstas; que normas con rango legal de carácter sancionador y eficacia transitoria hayan incorporado el contenido expreso y material de estas medidas vía tipificación de infracciones –lo que podría abonar la interpretación de su conversión, aunque sea de manera indirecta, en verdaderos mandatos normativos45–; o el hecho de que medidas similares (por ej., el uso de mascarillas y otras) hayan sido incorporadas al texto de leyes o decretos leyes –sobre ello volveremos inmediatamente–; son elementos que abonan esa calificación. Además, en esa misma línea se ha manifestado el Tribunal Supremo, aunque un tanto incidentalmente y ante disposiciones con contenido próximo pero distinto fundamento46.
La vigente Ley 2/2021, de 29 de marzo, de medidas urgentes de prevención, contención y coordinación para hacer frente a la crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19 –y con anterioridad, el implícitamente derogado Real Decreto-ley 21/2020, de 9 de junio–, con el carácter de legislación básica en el articulado que nos interesa, ha establecido el marco legal mínimo necesario para dar soporte a buena parte de esas medidas que venimos analizando. Así, contiene previsiones relativas a centros de trabajo que se reiteran en esas medidas autonómicas, así como otras muchas previsiones mínimas relativas a multitud de actividades y establecimientos –que también se reiteran en esas medidas– (centros, servicios y establecimientos sanitarios; centros docentes; servicios sociales; establecimientos comerciales; hoteles y alojamientos turísticos, etc.), donde en todas ellas añade una coletilla relativa a «las normas de aforo, desinfección, prevención y acondicionamiento que aquellas [las administraciones competentes] determinen». Con este presupuesto, lo procedente desde hace tiempo es que esas administraciones competentes –en lo que nos interesa, las Comunidades Autónomas–, sobre la base de sus competencias normativas de desarrollo en materia de sanidad y a partir de las habilitaciones legales que le atribuyan la potestad reglamentaria en ese ámbito, hubieran incluido esas medidas en reglamentos administrativos, dejando de lado la habilitación de los preceptos legales que venimos analizando que entendemos que no es la correcta para ello –sí para otro tipo de medidas o sí para los momentos iniciales–. Además, ello conllevaría la necesidad de utilizar el procedimiento de elaboración de disposiciones reglamentarias y sus correspondientes garantías, lo que ayudaría a la aprobación de unos textos normativos con mayor calidad y una mejor satisfacción de los distintos intereses públicos y privados en juego.
2.3. Las actuaciones praeter legem
Aunque la construcción de Otto Mayer parte de la vinculación positiva a la ley y centra esa «contradicción irreductible» fundamentalmente en la admisión de las «autorizaciones más generales», esto es, de las cláusulas generales de apoderamiento, también es cierto que este autor admite en último término una actuación praeter legem: «no es necesario tal fundamento [legal] para rechazar directamente por la fuerza el trastorno causado al buen orden». En definitiva, la coacción directa en tales supuestos. Ese era el reducto para esa actuación praeter legem, pues «ninguna orden de policía puede emitirse válidamente sin fundamento legal, es decir, de otro modo que no sea por la ley o en virtud de una autorización de la ley» (Mayer, 1982, p. 38).
A nuestro juicio, siendo consciente del riesgo que ello conlleva, se puede avanzar más allá y admitir unas actuaciones praeter legem más amplias47. La lucha frente al COVID-19 también ha dado muestras de ello. Fue en gran medida pacífica la suspensión de las elecciones vascas y gallegas –con la afección que ello produce sobre derechos fundamentales–, sin que la legislación electoral prevea nada al respecto48 e incluso pudiendo defenderse que es una actuación contraria a la misma. En el Decreto 7/2020, de 17 de marzo, del Lehendakari, por el que deja sin efecto la celebración de las elecciones al Parlamento Vasco del 5 de abril de 2020, debido a la crisis sanitaria derivada del COVID-19, y se determina la expedición de la nueva convocatoria, se lee lo siguiente: «Aunque la legislación electoral no contemple explícitamente el modo de proceder en caso de una imposibilidad material de continuar con el proceso electoral garantizando la participación de la ciudadanía y el derecho del sufragio, el silencio de la ley no excluye la necesidad de una regla de conducta para casos no previstos en ella, atendiendo a los principios generales contenidos en la propia legislación electoral».
Todo dependerá de hasta dónde se esté dispuesto a admitir en la interpretación del Derecho y si se aceptan incluso –como de hecho ocurre– habilitaciones implícitas. Quizás no se quiera dar formalmente ese paso, pero no encontramos una gran diferencia en cuanto a su resultado jurídico. A este respecto, compartimos las siguientes palabras de Lucas Murillo de la Cueva (2021, pp. 66-67):
«Aparte está el supuesto de que la necesidad se presente bajo la forma de una emergencia que supera todas las previsiones establecidas y su magnitud o naturaleza impongan por sí mismas una respuesta acorde al desafío o a la amenaza que representa. En tales ocasiones, que suponen una excepción dentro de la excepcionalidad, la eventual inexistencia de disposiciones normativas al respecto o su insuficiencia no exime al Estado de intervenir con la urgencia y con los medios precisos para conjurarla. Al fin y al cabo, se trata de su supervivencia o de evitar males de tal proporción que su misma amenaza lo justifica. Desde esta perspectiva, la necesidad acuciante y general, los hechos que la producen, habilitan actuaciones no previstas por el ordenamiento jurídico y, por tanto, se erigen en fuente normativa extra ordinem.»
2.4. La justificación de esta singularidad en la vinculación positiva y sus consecuencias
2.4.1. El deber general de no perturbar el orden público
El fundamento de esta singularidad jurídica de la actividad de policía, en la que se incluye la intervención administrativa frente al COVID-19, radica en la existencia de un deber general de no perturbar el orden público, deber general de todos los ciudadanos existente antes y con independencia de que lo recoja o concrete alguna norma. La existencia de este deber general ocupa una posición central en la construcción de Mayer: «existe hoy todavía un deber general que incumbe a los súbditos, frente a la sociedad y frente a la administración que defiende sus intereses, un deber que de antemano consideramos como existente e innato: es el deber de no perturbar el buen orden de la cosa pública, el deber de evitar cuidadosamente e impedir los trastornos que podría suscitar su propia existencia». Y precisamente, «el carácter jurídico especial de lo que nosotros ahora llamamos la policía, lo que distingue sus instituciones de todas las otras del derecho administrativo, es justamente la existencia de un deber general preexistente, deber que sólo la policía tiene que realizar y hacer valer» (Mayer, 1982, p. 11)49. Por tanto, no hay en la construcción de Mayer un poder natural de la Administración para imponer limitaciones a los ciudadanos con la finalidad de que no perturben el orden público; sino un deber general y natural de los ciudadanos, sin necesidad de norma alguna que lo proclame, de no perturbar el orden público, y es precisamente ese deber el que incumbe hacer valer a la policía y le confiere su carácter especial50.
En cuanto al fundamento de este deber general, O. Mayer lo situaba en el «derecho natural» (Mayer, 1982, pp. 11 y 61); por su parte, F. Fleiner lo presentaba, más bien, como un límite inmanente a la libertad y a la propiedad51. Entre nosotros, Rebollo Puig (1989, p. 38) mantiene que el fundamento de este deber se encuentra en el principio general del Derecho según el que nunca es lícito perturbar el orden público52. A nuestro juicio, sin forzar la argumentación, encuentra una base constitucional en el art. 10 CE, en particular, en su referencia a los derechos de los demás como fundamento del orden político y de la paz social. También puede acudirse a esa idea defendida por Doménech Pascual de que los Derechos Fundamentales incluyen una obligación positiva de los poderes públicos de protegerlos (Doménech Pascual, 2006, pp. 69 y ss.)53.
Lo que ocurre es que en muchos sectores de la actuación administrativa ese deber general está positivizado. Precisamente, en el que nos ocupa, así ocurre en el art. 4 –bajo el título de «Deber de cautela y protección»– de la Ley 2/2021, de 29 marzo, de medidas urgentes de prevención, contención y coordinación para hacer frente a la crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19:
«Todos los ciudadanos deberán adoptar las medidas necesarias para evitar la generación de riesgos de propagación de la enfermedad COVID-19, así como la propia exposición a dichos riesgos, con arreglo a lo que se establece en esta Ley. Dicho deber de cautela y protección será igualmente exigible a los titulares de cualquier actividad regulada en esta Ley.»
¿Eso significa que ese deber no existía en este campo hasta que esa ley lo estableció?, ¿es que antes de aprobarse esa ley era lícito propagar la enfermedad COVID-19?54 Téngase en cuenta que esa Ley se refiere exclusivamente al COVID-19, ¿es que entonces ese deber no rige para el ébola?, ¿es necesario que una Ley lo recoja expresamente? Las respuestas son evidentes.
Llegados a este punto, debe insistirse en que la finalidad de la defensa de la existencia de este deber general no es la de ampliar los poderes de la Administración, sino, todo lo contrario, la de acotarlos. Como defendía Mayer (1982, p. 12), «el deber para con la policía que se supone preexistente da a esas autorizaciones [las cláusulas generales de apoderamiento] una determinación jurídica suficiente en cuanto a su alcance y a su fin».
La primera determinación o delimitación es que, puesto que el deber general es el de no perturbar, el contenido habilitador que ofrece a las mencionadas cláusulas generales de apoderamiento es exclusivamente aquel necesario para que no se perturbe. Esto es, la Administración podrá imponer las medidas necesarias con el fin de evitar la perturbación, hacerla cesar o repararla, pero no podrá, además, exigir a los ciudadanos que colaboren en el mantenimiento de este orden55. Lo que ocurre es que las fronteras no siempre son nítidas, en particular en la función preventiva56. Por ej., imponer a una empresa el deber de entregar mascarillas quirúrgicas o requisarlas directamente excede claramente esa perspectiva negativa y, por ello, esta medida no puede adoptarse sobre la base de las cláusulas generales de apoderamiento que venimos analizando y precisa de habilitaciones legales específicas.
Otra muestra puede encontrarse en algunos de los deberes impuestos a los establecimientos comerciales en el art. 28 de la Orden de 7 de mayo de 2021, que establece los niveles de alerta sanitaria y se adoptan medidas temporales y excepcionales por razón de salud pública en Andalucía para la contención de la COVID-19 finalizado el estado de alarma:
«c) En todo caso, en la entrada del local deberán poner a disposición del público dispensadores de geles hidroalcohólicos o desinfectantes con actividad viricida autorizados y registrados por el Ministerio de Sanidad, que deberán estar siempre en condiciones de uso.
d) Se deberá realizar, al menos dos veces al día, una limpieza y desinfección de las instalaciones, con especial atención a las superficies de contacto más frecuentes como pomos de puertas, mostradores, muebles, pasamanos, máquinas dispensadoras, suelos, teléfonos, perchas, carros y cestas, grifos, y otros elementos de similares características, debiendo realizarse una de las limpiezas, obligatoriamente, al finalizar el día.».
No hay duda de que lo previsto en la letra d) encaja en la perspectiva negativa expuesta. No obstante, no concurre la misma certeza con lo previsto en la letra c). Ahí no se trata de impedir que se perturbe el orden público, sino que se le está imponiendo al comerciante una colaboración positiva para su consecución, una prestación a favor de un tercero –al que tampoco se le impone el deber de uso– y en gran medida ajena a su propia actividad57. Esto no significa que la Administración no pueda imponer limitaciones que vayan más allá de a lo que obliga el deber general, puede hacerlo, pero requerirá habilitaciones legales específicas y no serán suficientes las cláusulas generales de apoderamiento.
Esa perspectiva negativa no significa que con esas habilitaciones sólo quepa imponer prohibiciones y no órdenes administrativas, pues éstas también cabrán siempre que su fin sea combatir la perturbación al orden público (por ej., ordenar la desinfección de un establecimiento)58.
La segunda delimitación, íntimamente relacionada con lo anterior, es que las medidas a las que habilitan estas cláusulas generales de apoderamiento sólo se pueden dirigir contra el perturbador59, esto es, contra quien crea el riesgo o daño que se combate. Como sostenía Mayer (1982, p. 29), «la perturbación emana de aquel cuya esfera de existencia la produce. No se le imputa solamente su conducta personal. Se le reprocha también el estado peligroso de sus bienes, los daños que amenazan el buen orden a causa de su vida doméstica, de su industria...; en fin, por todas las cosas de las cuales él es el centro social, y socialmente responsable». En los mismos términos se manifiesta el clásico Reglamento de Servicios de las Corporaciones Locales de 1955: «La intervención defensiva del orden, en cualquiera de sus aspectos, se ejercerá frente a los sujetos que lo perturbaren» (art. 3.1).
No hay en esta idea del perturbador necesariamente ningún reproche ético o sancionador, ni la exigencia de la concurrencia de una voluntad expresa ni mucho menos de culpabilidad. Perturbador es el titular de un establecimiento que no lo ventila adecuadamente, pero también el contagiado de COVID-19 o la compañía aérea que presta su servicio. Para que la Administración se dirija contra quien ejecuta legalmente sus derechos y no crea la situación de riesgo se precisará una expresa autorización legal –sin perjuicio también de otras consecuencias sobre el régimen de responsabilidad administrativa–60, pues esa actuación excede el ámbito del poder de policía basado en sus cláusulas generales habilitantes.
No obstante, concurren supuestos complejos donde el perturbador se diluye en el conjunto o es tremendamente compleja su previa distinción y, para su propia eficacia, la medida se debe adoptar frente a todo el conjunto61. Muestras de ello son el confinamiento de toda una población o la imposición indiscriminada del uso de mascarillas, a pesar de haber completado las pautas de vacunación o haber superado la enfermedad. La correcta categorización de esas medidas en el elemento que nos ocupa se complica por el contexto de incertidumbre científica62, tanto sobre la posibilidad o no de transmisión de la enfermedad por los vacunados como por las características de las distintas variantes del virus. Por eso, a nuestro juicio, prudente y acertado es el hecho de que ese uso indiscriminado de mascarilla haya sido recogido expresamente en una Ley.
Las dos delimitaciones expuestas tienen una consecuencia trascendental: si bien admitimos una cierta peculiaridad de la actividad policía en su relación con el principio de legalidad en su vertiente positiva, ésta única y exclusivamente está justificada en lo estrictamente necesario para evitar la perturbación del orden público y sólo frente al perturbador, pues a sólo eso obliga el deber general cuya efectividad tiene atribuida la Administración.
Finalmente, en cuanto a las actuaciones praeter legem, no descartamos que dada su mayor indeterminación apriorística –en las habilitaciones genéricas se parte de una cláusula existente, mientras que aquí simplemente hay un vacío–, en ocasiones, la justificación analizada en este epígrafe sea insuficiente y haya que acudir a la del estado de necesidad que desarrollaremos más abajo.
2.4.2. La relevancia del principio de proporcionalidad
Con base en las dos delimitaciones expuestas en el anterior epígrafe, se comprende la trascendencia y protagonismo que adquiere en este ámbito el principio de proporcionalidad –con su clásico triple test (adecuación, necesidad y proporcionalidad en sentido estricto)63–, pues, a fin de cuentas, se convierte –y la realidad ha dado muestras sobradas de ello– en el verdadero elemento de control judicial de la actividad administrativa.
No podemos detenernos a analizar el juego que el principio de proporcionalidad ha tenido en los autos y sentencias dictados en las distintas instancias judiciales a propósito de las medidas adoptadas frente al COVID-19, pero, al menos, interesa dejar apuntado el debate sobre si, dada la incertidumbre científica que ha rodeado y todavía rodeada al COVID-19, los tribunales deben mostrar una cierta deferencia hacia las decisiones administrativas64. Esa deferencia estuvo clara en el control de constitucionalidad de las medidas contenidas en el real decreto del estado de alarma, lo que además es lógico dadas las limitaciones del control de proporcionalidad sobre las normas con rango de ley. En esta línea, la STC 183/2021, de 27 de octubre, aunque centrándose en la excepcionalidad y no en el hecho de que fuera una norma con rango de Ley, afirma: «el juicio de proporcionalidad a las medidas previstas para el estado de alarma al que se refiere el art. 1.2. LOAES, habrá de realizarse de manera prudencial y con una inevitable modulación, pues en casos como el presente no estamos en un supuesto de funcionamiento ordinario del estado de derecho, sino en una situación de crisis, propiciada en el caso de autos por la propagación de una pandemia con evolución y resultado incierto, al tiempo en que tuvo vigencia el estado de alarma» (FJ 3.º)65.
Por su parte, frente a las concretas medidas, aunque no han sido infrecuentes los pronunciamientos judiciales que las han considerado desproporcionadas, también ha habido una cierta línea de deferencia hacia las Administraciones públicas. Buena muestra de ello es la STS núm. 1595/2020, de 25 de noviembre (ECLI:ES:TS:2020:4044), que razona lo siguiente: «Por último, como ha señalado reiteradamente la doctrina de este Tribunal Supremo, el control que se efectúa a través del recurso contencioso-administrativo es un control de la legalidad y no es un control de oportunidad que alcance a los aspectos técnicos que sustentan dicha oportunidad, y ello tiene, si cabe, más sentido aún en una situación en la que, todos los medios disponibles y las medidas deben quedar orientadas, prioritariamente, al control de la pandemia. Por ello, el examen de una medida concreta no se puede aislar del conjunto extraordinariamente complejo de situaciones e intereses que debían ser acompasados, sin que se haya acreditado en modo alguno la presencia de un sesgo discriminatorio en las medidas adoptadas. No existe, por tanto, ninguna vulneración del principio de igualdad garantizado por el art. 14 de la CE» (FJ 5.º).
3. LA MODULACIÓN EN LA VINCULACIÓN NEGATIVA AL PRINCIPIO DE LEGALIDAD: ACTUACIONES CONTRA LEGEM, ESTADO DE NECESIDAD Y EL SEVERO LEGALISMO DEL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL
Adentrarse en el intento de justificación y acotamiento de unas actuaciones administrativas contrarias a la ley supone no sólo un tremendo riesgo para la libertad de las personas, sino un planteamiento cuyo incierto resultado podría considerarse contrario al art. 103 CE –aunque, téngase en cuenta que el precepto no sólo habla de ley sino también de Derecho, que es mucho más, y además le impone servir a los intereses generales–. Somos conscientes de los terribles abusos de poder que el binomio actividad administrativa de policía y orden público ha justificado, y ni los compartimos ni pretendemos ofrecerles cobertura jurídica. En estos dos años de lucha contra el COVID-19 también han existido esos abusos contra legem66. Pero la realidad es variada y tozuda, e igualmente nos ha ofrecido muestras de actuaciones contra legem que el sentido común –permítannos, en estas líneas iniciales, acudir a esta expresión tan vaga– admite. Expondremos a continuación algunas muestras de ello y seguidamente intentaremos ofrecer un soporte teórico para su admisión.
3.1. Muestras de actividad administrativa contra legem
3.1.1. Actuaciones materiales u omisiones administrativas contra legem
Una muestra de actuaciones materiales contra legem se encuentra en las actividades de desinfección realizadas por las Fuerzas Armadas prácticamente desde el momento en el que se declara el estado de alarma. Parte de esas actuaciones materiales supusieron una conculcación de lo previsto con carácter general en el Real Decreto 830/2010, de 25 de junio, por el que se establece la normativa reguladora de la capacitación para realizar tratamientos con biocidas. Hubo que esperar a que transcurrieran unas semanas para que la Orden SND/351/2020, de 16 de abril, por la que se autoriza a las Unidades NBQ de las Fuerzas Armadas y a la Unidad Militar de Emergencias a utilizar biocidas autorizados, otorgara la base normativa necesaria para dicha actuación, dados los poderes atribuidos por el real decreto del estado de alarma a este Ministro67.
¿Se puede defender que esa actuación material de las Fuerzas Armadas contraria a un real decreto es ilícita?, ¿que para actuar en esas tareas de desinfección las Fuerzas Armadas tenían que haber esperado a obtener la correspondiente habilitación normativa? Basta recordar las palabras del comisario del gobierno Romieu en sus conclusiones sobre el affaire société immobilière de Saint-Just, juzgado por el Tribunal de conflictos francés el 2 de diciembre de 1902: «Quand la maison brûle on ne va pas demander au juge l’autorisation d’y envoyer les pompiers»
En otras ocasiones, no se ha tratado de una actuación material, sino de una omisión deliberada frente a comportamientos ilícitos contrarios a la normativa reguladora del sector y donde la norma no establece margen de discrecionalidad alguno. Muestra de ello son las flexibilidades regulatorias en el cartonaje y el etiquetado de las vacunas COVID-19 que la Comisión Europea menciona expresamente en la Estrategia Europea de Vacunación68.
«3.3. Flexibilidad de los requisitos de etiquetado y envasado.
En circunstancias normales, los envases y el etiquetado de los medicamentos autorizados, incluidas las vacunas, deben facilitarse en todas las lenguas de la UE. No obstante, los requisitos en materia de etiquetado y envasado pueden ralentizar el rápido despliegue de las vacunas contra la COVID-19. La Comisión propondrá a los Estados miembros que alivien los requisitos lingüísticos y garanticen la aceptación de las presentaciones multidosis para las vacunas contra la COVID-19 con el fin de facilitar un despliegue más rápido de una nueva vacuna y una distribución más uniforme de las dosis entre los Estados miembros.»
En definitiva, con el fin de facilitar la rápida disponibilidad de vacunas, la Comisión Europea proponía a los Estados Miembros que aliviaran los requisitos que impone la legislación farmacéutica (etiquetado en un único idioma oficial de la UE, las presentaciones multidosis, la posibilidad de que se distribuyan prospectos físicos en el idioma local separados de las cajas, el uso de un único número para la serialización y la creación de una página en la web única en la UE que contenga toda la información sobre las vacunas y a la que se haga referencia en el etiquetado de los productos). Esto es, que no exigieran el cumplimiento de deberes normativos, buena parte de ellos impuestos por la propia legislación de la Unión Europea. También se ha permitido a las compañías fabricar vacunas «a riesgo» antes de su autorización con la finalidad de poder disponer de dosis desde ese mismo momento69.
Más aún, incluso se puede argumentar que hay aquí un trato discriminatorio de unas empresas, a las que no se le exige el cumplimiento de parte de la legislación farmacéutica, frente a otras a las que sí para otras vacunas que no sean para el COVID-19.
¿Se puede defender que esa actuación omisiva de las Administraciones públicas españolas, incluso contraria a normativa de la Unión Europea, es verdaderamente ilícita?; ¿era preferible cumplir a rajatabla la normativa que disponer de vacunas lo antes posible cuando las muertes diarias se contaban por cientos?; ¿se puede argumentar que, al igual que se hizo en algún supuesto, lo procedente era esperar a la aprobación de las modificaciones normativas que fueran necesarias para dar amparo a esta forma de proceder?
3.1.2. Dispensas expresas contra legem
Seis días después de la declaración del estado de alarma, se publicó la Resolución de 20 de marzo de 2020, de la Secretaría General de Industria y de la Pequeña y Mediana Empresa, sobre especificaciones alternativas a las mascarillas EPI con marcado CE (BOE del mismo día). Esta resolución, «ante la situación de escasez de EPI con el marcado CE reglamentario en el mercado nacional y la necesidad de los mismos para la protección frente al COVID-19», con ciertas condiciones, admite la comercialización de EPI en España que no cumplen la normativa y, por tanto, sin marcado CE. Esta dispensa supone una conculcación flagrante de lo previsto en el aquel momento formalmente vigente Real Decreto 1407/1992, de 20 de noviembre, por el que se regulan las condiciones para la comercialización y libre circulación intracomunitaria de los equipos de protección individual, que, además, era transposición de una Directiva70. Más aún, tampoco la nueva legalidad excepcional surgida del real decreto de estado de alarma amparaba una mera resolución de la Secretaría General de Industria y de la Pequeña y Mediana Empresa. Esa Secretaría General era órgano manifiestamente incompetente y el Ministro de Industria, Comercio y Turismo ni siquiera era autoridad delegada, por lo que incluso la vía de la convalidación del art. 52 LPAC sería discutible. Además, este supuesto plantea una especial problemática pues, en puridad, de lo que se trata es de excepcionar lo previsto en un Reglamento de la Unión Europea –lo que ni siquiera el rango de ley del real decreto del estado de alarma permitiría– y, además, también pone de manifiesto la falta de instrumentos de carácter general en el Derecho de la Unión para hacer frente a estas situaciones cuando se trata de regulaciones contenidas en Reglamentos legislativos71. Al igual que se ha dicho con respecto a la medida anterior, los competidores –que sí cumplieran los requisitos para disponer del marcado CE– podrían alegar también un trato discriminatorio. Evidentemente, nadie impugnó, pues la lesión era simplemente teórica pues el mercado absorbía todas las mascarillas y necesitaba una inmensidad adicional.
Cuando todas las Administraciones públicas estaban sufriendo lo indecible para intentar conseguir mascarillas en un mercado imposible, ¿se puede plantear que no cabe esta resolución contra legem?
Aunque a otro nivel bien distinto, también debemos traer aquí a colación la previsión normativa expresa de dispensas al cumplimiento de deberes legales. Tradicionalmente, la jurisprudencia se ha mostrado muy reacia a esta posibilidad, aunque en los últimos tiempos se ha mostrado favorable en algunos ámbitos como una forma de garantizar una mayor adecuación al principio de proporcionalidad. En esta línea, el art. 6 de la Ley 2/2021, de 29 de marzo, en su redacción originaria, después de establecer el deber general de portar mascarilla en determinados lugares –incluidos los espacios al aire–, preveía que ello no sería necesario cuando «por la propia naturaleza de las actividades, el uso de la mascarilla resulte incompatible, con arreglo a las indicaciones de las autoridades sanitarias» –lo que, por cierto, sirvió para salvar el verano y las playas–.
3.1.3. Vicios formales en la actuación administrativa
Nos referimos más atrás a todas esas medidas que entendemos que tienen naturaleza reglamentaria y que, por tanto, se habrían dictado prescindiendo total y absolutamente del procedimiento legalmente establecido. No es ese el único supuesto de actuaciones que hemos detectado con vicios formales. Aunque reconocemos que no se trata de algo específico de la actividad de policía, expondremos otro supuesto vinculado con la inadecuada fundamentación legal de la actuación administrativa, por la evolución que muestra hacia una creciente generosidad de los Tribunales hacia la Administración en esta lucha contra el COVID-19.
Uno de los contenidos básicos que integran la motivación de los actos administrativos es el relativo a su título normativo habilitante. Tomemos como punto de partida la Orden 1273/2020, de 1 de octubre, de la Consejería de Sanidad de la Comunidad Autónoma de Madrid, que, con cierta desgana, acordó el cierre perimetral de una serie de municipios madrileños. Tal medida no fue ratificada por la Sala de lo Contencioso Administrativo del Tribunal Superior de Justicia de Madrid. El Auto n.º 128/2020, de 8 de octubre (ECLI:ES:TSJM:2020:308A), constata que la base legal citada por la Orden 1273/2020 era la Orden comunicada del Ministro de Sanidad de 30 de septiembre de 2020, que recogía actuaciones coordinadas en salud pública para responder a la situación de especial riesgo por transmisión no controlada de infecciones por COVID-19, de acuerdo con lo establecido en el artículo 65 dela Ley 16/2003, de 28 de mayo, de cohesión y calidad del Sistema Nacional de Salud. A partir de ahí, argumenta que ese artículo 65 «no contiene una habilitación legal para el establecimiento de medidas limitativas de derechos fundamentales». Y concluye: «La consecuencia de tal apreciación es que las medidas limitativas de derechos fundamentales que establece la Orden 1273/2020, de 1 de octubre, de la Consejería de Sanidad, meramente en ejecución de la Orden comunicada de 30 de septiembre de 2020, constituyen una injerencia de los poderes públicos en los derechos fundamentales de los ciudadanos sin habilitación legal que la ampare, es decir, no autorizada por sus representantes en las Cortes Generales, por lo que no puede ser ratificada». Esto es, se rechaza porque en la motivación no se había mencionado la base legal adecuada y suficiente. La inmediata respuesta jurídica del Gobierno de la Nación fue una nueva declaración de estado de alarma delimitada territorialmente a esos municipios.
Distinto fue lo ocurrido a propósito de la Orden de 17 de noviembre de 2021, de la Consejera de Sanidad del Gobierno de la Comunidad Autónoma del País Vasco, por la que se establece la exigencia del Certificado COVID digital de la Unión Europea para la entrada en ciertos establecimientos de ocio y restauración. Esta Orden no invoca el art. 3 de la Ley Orgánica 3/1986. De haberse mantenido la misma línea jurisprudencial antes expuesta, su ratificación debería haber sido rechazada. No obstante, la STS n.º 1412/2021, de 1 de diciembre, rec. casación n.º 8074/2021, mantiene otra postura:
«pese a no invocar el Gobierno Vasco esos preceptos [el art. 3 de la Ley Orgánica 3/1986], tal y como debería haber hecho, la Sala de Bilbao no ha encontrado obstáculo en esa omisión,...porque el auto la ha considerado subsanada por el Ministerio Fiscal y el voto particular por la apelación al principio iura novit curia72. Además, añadimos, estaba claramente presente en la solicitud desde el momento en que el informe en el que se apoya apela al artículo 1 de la Ley Orgánica 3/1986...».
En fin, se está dispuesto a subsanar por la vía que sea esta falta de motivación73. ¿Sería admisible con carácter general esta labor de subsanación y reconstrucción judicial de las fundamentaciones jurídicas de la actuación administrativa? La respuesta es negativa –aunque en ocasiones así acontece incluso fuera del ámbito que nos ocupa–, pero esta forma de proceder muestra una vez más que en la policía administrativa se tiende a admitir una modulación frente al formalismo jurídico severo.
3.2. El Derecho como medio. Hay vida más allá de la Ley. El estado de necesidad
Tras esta exposición ejemplificativa, conviene recordar lo que Hegel mantenía: «El Estado crea el Derecho, se somete a sí mismo por interés; en consecuencia, no estará ya sometido a él cuando su interés vaya en sentido contrario. El Derecho no es, en efecto, más que un medio para alcanzar un fin, la salvaguarda de la sociedad, entonces no hay ya Derecho cuando la regla jurídica no puede conducir a este fin; el Estado sacrifica este Derecho a la sociedad» 74. En la misma línea, aunque en el contexto de la teoría de la policía administrativa, E. Picard sostenía: «Ainsi, lorsqu’une ou plusieurs dispositions statutaires constitueraient, compte tenu des circonstances, un obstacle à la sauvegarde de l’ordre institutionnel et de l’idée de droit, la mesure de police pourrait légalemente, au nom de cette dernière, les violer» (Picard, 1984b: 556).
Entre nosotros, Álvarez García (1996, p. 313) considera que el Derecho no constituye un fin esencial del Estado, sino que, «cobra todo su sentido cuando se le considera como un medio o instrumento... ofrecido a los Poderes Públicos para realizar lo que sí son fines esenciales para la Comunidad: la realización de los intereses generales»75. Planteamiento que llevado a sus últimas consecuencias justifica los efectos derogatorios del estado de necesidad sobre las reglas de derecho positivo.
Con unos planteamientos u otros, con más o menos amplitud, la admisión de actuaciones administrativas contra legem es una constante en el Derecho. A este respecto, es habitual acudir a la teoría de las situaciones de estado de necesidad. Llegados a este punto y si atendemos a sus respectivas finalidades, se visualiza con claridad la íntima conexión entre la teoría de la policía administrativa expuesta y la del estado de necesidad en Derecho público. Esto es, parece que el ámbito donde puede tener más juego el estado de necesidad es precisamente el que hemos acotado como actividad administrativa de policía76, no sólo por esa proximidad finalista, sino también porque en otros modos de la actividad administrativa las exigencias derivadas del principio de legalidad se encuentran de por sí habitualmente más moduladas y los márgenes de la actuación administrativa ante nuevas circunstancias son más amplios.
Como desarrolla Álvarez García (1996, pp. 291 y ss.), el concepto de necesidad se compone de dos factores o elementos, uno temporal (mayor o menor urgencia) y otro cualitativo (mayor o menor gravedad de la situación para el interés público). A partir de ahí, debate la inclusión de un tercer elemento: la insuficiencia de los medios jurídicos previstos por el ordenamiento para afrontar la situación. Este autor, aunque reconoce que la inclusión de ese elemento es mayoritaria en la doctrina iuspublicista, lo rechaza en su construcción por ofrecer un concepto más amplio de necesidad –aunque en algunos momentos implícitamente lo acaba admitiendo–. No obstante, a nuestros efectos, esa inclusión es necesaria. Si, por ej., la habilitación que contiene el mencionado art. 26 LGS exige un «riesgo inminente y extraordinario para la salud», eso significa que ya están presentes los dos primeros elementos expuestos, por lo que se requeriría algo adicional para poder ir más allá, esto es, para una actuación contra legem. Además, la justificación que antes hemos expuesto del deber general de perturbar también sería inadecuada e insuficiente. Por tanto, no basta que las circunstancias sean extraordinarias y el riesgo inminente, para justificar una actuación contra legem es necesaria también una insuficiencia evidente en los medios jurídicos previstos en el ordenamiento. Sin duda alguna, a partir de ahí, el elemento de control judicial sería nuevamente el principio de proporcionalidad77. En ese control, llegado el caso, el juez debería obviar la concreta regla de derecho que la actuación administrativa ha conculcado, so riesgo de desconocer su misión esencial de hacer justicia y la propia misión constitucional de las Administraciones públicas de servir los intereses generales (art. 103.1 CE). A este respecto, especialmente afortunadas nos parecen las siguientes reflexiones de E. Picard:
«...cette dérogation n’est acceptable là aussi que sous la réserve d’un contrôle jurisdictionnel libéral. En principe, ce contrôle de légalité devrait donc être très poussé; en realité, le juge semble faire dépendre la profondeur de son contrôle de la nature des circonstances confrontées aux libertés en cause: plus les circonstances lui apparaissaient graves pour la survie de l’ordre institutionnel, plus il fait a priori confiance à l’administration; in n’en va différemment que si ce n’est pas véritablement le cas et si la liberté entamée est précieuse» (Picard, 1984b: 557).
Pues bien, aplicando ese parámetro de control, deben admitirse todas esas actuaciones administrativas contra legem que se han expuesto. Salvo en la última, su afección a la libertad o a los derechos es nula o mínima, y en la última, aunque hay una afección a la libertad, el problema era de forma pero no que la Administración no tuviera la potestad. Por tanto, en todos esos supuestos está justificado ese sacrificio del principio de legalidad. Cosa distinta es que esas actuaciones contra legem hubieran tenido un mayor nivel de afección a la libertad de las personas y sus derechos fundamentales, pues entonces habría que estar a las circunstancias del caso. A nuestro juicio, en estos dos años la Administración ha realizado actuaciones materiales (por ej., el desalojo de una catedral prácticamente vacía) e impuesto también medidas restrictivas de esas libertades y derechos contrarias a Derecho que, incluso, en algunos supuestos han sido ratificadas judicialmente, pero que no superarían el test de la proporcionalidad. No obstante, esta apreciación no desmiente la validez de la construcción expuesta, sino que incluso la confirma pues pone en valor sus límites y condicionantes.
Una vez constatada esta realidad jurídica, se puede optar por reconocerla o por buscar interpretaciones forzadas del derecho positivo que lleven a resultados similares. Nuestro Tribunal Constitucional no está claramente por la primera opción. Con un formalismo tajante, que supone rechazar de plano toda la construcción expuesta, la comentada STC 148/2021, de 14 de julio, sostiene:
«Lo que importa subrayar es que ni las apelaciones a la necesidad pueden hacerse valer por encima de la legalidad, ni los intereses generales pueden prevalecer sobre los derechos fundamentales al margen de la ley (sobre este último extremo, aunque para otros supuestos, SSTC 52/1983, de 17 de julio, FJ 5, y 22/1984, de 17 de febrero, FJ 3).» (FJ 3.º).
Las consecuencias de ese legalismo a ultranza, junto a otras incorrecciones argumentales, son de todos conocidas: declaración de la inconstitucionalidad del real decreto del estado de alarma, a pesar de que se afirma que las medidas adoptadas eran las necesarias y proporcionadas. Postura bien distinta de algún pronunciamiento –ante la misma crisis sanitaria– del Tribunal Constitucional francés78. Es evidente que construcciones teóricas como las expuestas requieren para su efectividad un adecuado respaldo tanto por el Tribunal Constitucional como por los tribunales ordinarios. Se echa en falta en nuestra jurisprudencia una construcción similar a la de la teoría de las circunstancias excepcionales realizada por el Consejo de Estado francés79 y que precisamente ha sido utilizada por este órgano para respaldar algunas de las primeras medidas adoptadas por el Primer Ministro en Francia (el Decreto 2020-260, de 16 de marzo de 2020, portant réglementation des déplacements dans le cadre de la lutte contre la propagation du virus COVID-19). Precisamente, al hilo de su análisis de esta teoría, Eisenmann formulaba la siguiente advertencia que compartimos:
«Quien quiera ver el derecho positivo en su realidad no debe cerrar los ojos ante estas excepciones; debe tener cuidado de no recitar dócilmente los dogmas oficiales del derecho positivo, aceptando de antemano que se aplican y respetan plenamente. Es necesario tratar de ver la ley tal como es, y no como es promulgada o como es presentada por personas que no tienen necesariamente interés en construir o revelar su fisonomía exacta» (traducción propia)80.
CONCLUSIONES
La lucha frente al COVID-19 ha sometido al Derecho Público y a buena parte de sus instituciones nucleares a una intensa prueba de estrés. Los resultados han sido desiguales. Con gran crudeza se ha puesto de manifiesto que el Derecho es un medio más para alcanzar un fin, la salvaguarda de la sociedad y de ciertos valores constitucionales, y que el Derecho no es tal cuando la regla jurídica no puede conducir a ese fin.
En ese contexto, en este trabajo se ha intentado demostrar que una institución clásica del Derecho Administrativo –repudiada y reivindicada a partes iguales– como es la teoría de la policía administrativa y su correlato del orden público, convenientemente acotados y constitucionalizados, ofrecen una base teórica sólida para defender una cierta particularidad en el sometimiento de la Administración al principio de legalidad. En su vinculación positiva a este principio, esa singularidad se manifiesta en la validez de las cláusulas generales de apoderamiento incluidas en la legislación sanitaria que se han empleado –que serían inadmisibles en otros sectores de la actuación administrativa– y de las actuaciones praeter legem. Además, esta teoría aporta también elementos para acotar el alcance de esta singularidad jurídica, dando así una mayor garantía a la esfera de los derechos y libertades de los particulares. Entre esos elementos, destaca el relativo al fundamento de esta modulación jurídica, que se sitúa en el deber general de no perturbar el orden público. Este fundamento delimita tanto el alcance de lo que la Administración puede hacer sobre la base de estas cláusulas generales de apoderamiento –lo estrictamente necesario para evitar la perturbación del orden público–, como los destinatarios posibles –quienes perturben ese orden público–.
Por otro lado, completada esta teoría con la del estado de necesidad, este estudio también ha revelado la existencia de un espacio de legitimidad para las siempre más que discutibles actuaciones contra legem, donde el jurista se ve en la necesidad de navegar entre el realismo jurídico y la posición radicalmente formalista del Tribunal Constitucional. Finalmente, aunque no se ha podido desarrollar, también se puede fácilmente vislumbrar que estas construcciones ofrecen un punto de partida sólido para resolver otras cuestiones jurídicas, tales como el alcance de la responsabilidad administrativa en las actuaciones limitativas de derechos acordadas frente al COVID-19.
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(1 Proyecto de investigación PGC-2018-093760-B-I00 (M.º Ciencia, Innovación y Universidades, Fondos FEDER). Grupo de investigación SEJ-196.
2 Como advierte A. Nieto, «La Policía es una cuestión recurrente que, para desesperación de los juristas liberales más radicales reaparece tercamente en el Derecho Administrativo Sancionador [en el Derecho Administrativo en general diríamos nosotros] después de haber sido expulsado de él una y cien veces» (Nieto, 2012, p. 142).
3 Sobre las diversas construcciones históricas a propósito del concepto de policía, vid., entre otros muchos, Nieto (1976, in totum); Moncada Lorenzo (1959, pp. 67 y ss.); Carro (1981, pp. 291 y ss.); Rebollo Puig (1999, pp. 247 y ss.); Parejo Alfonso (1998, pp. 107 y ss.); Barcelona Llop (1988, pp. 88 y ss.). También un amplio estudio sobre la construcción jurídico-dogmática de la policía, sus presupuestos políticos, las distintas corrientes existentes (aceptación y rechazo), aunque con ampliaciones a ámbitos que nosotros consideramos excluidos en una noción estricta, en Amoedo Souto (2000, in totum). Por su parte, E. Picard expone la diversidad de definiciones sobre la policía administrativa ofrecidas por la doctrina –fundamentalmente, francesa–, clasificándolas entre aquellas que presentan similitudes (A. de Laubadère, J. Rivero, o G. Vedel) y aquellas que contienen importantes diferencias y rupturas (M. Hauriou, L. Duguit u O. Mayer) (Picard, 1984a: pp. 26-33); y ofrece su propia definición o construcción a partir de la teoría institucionalista –la policía como función disciplinaria de la institución primaria liberal–.
4 Entre otros muchos, una exposición de la noción de policía general y policías especiales, en Vedel y Delvolvé (1992, pp. 679-683). Estos autores incluyen entre las policías especiales tanto a aquéllas que, aún persiguiendo uno de los fines de la policía general (sûreté, tranquillité y salubrité), están sometidas a un régimen específico, como aquellas otras que persiguen fines diversos. Négrin (1971, pp. 107 y ss.), en línea con la concepción formalista, concluye que la distinción entre las diferentes policías tiene un valor más descriptivo que jurídico, en la medida en que éstas utilizan los mismos procedimientos formales. Sobre esta distinción, vid. también Picard (1984b: pp. 581 y ss.). Por su parte, Cosculluela Montaner (2021, pp. 630-633), partiendo de una noción muy amplia de actividad administrativa de policía, identifica la policía especial con aquella que se orienta a proteger los intereses domésticos de la Administración.
6 Santamaría Pastor (2016, pp. 289 y ss.); Parejo, Jiménez-Blanco y Ortega (1998, pp. 481 y ss.). Por su parte, Prieto Álvarez (2005, p. 51) propone la denominación «actividad de ordenación constrictiva», que considera «más acorde con su contenido que la tradicional de policía, y más adecuada al fin que la de actividad de limitación» (Prieto Álvarez, 2005, p. 46), aunque al final centra su estudio en la «policía en sentido estricto».
7 Especialmente contundente, A. Merkl, quien, en su análisis crítico de la policía administrativa, concluye que «la consecuencia, impuesta por la economía del pensamiento, habría de ser la eliminación del concepto de policía. Esta exigencia se halla justificada porque no es posible afirmar nada de las actividades policíacas que suelen destacarse con los criterios indicados, que no sea también aplicable a otras funciones reconocidamente no policíacas» (Merkl, 2004, p. 316). O García de Enterría (2013b, 110) quien, al hilo del análisis de la caracterización de los tipos de incidencia negativa en la posición del administrado, defiende que «dada la multivocidad y cambio sucesivo de sentidos que ha tenido el término policía a través de un largo y complejo transcurso histórico, desde su origen al final de la Edad Media, no parece aconsejable convenir ahora un sentido nuevo para dicha expresión, ya suficientemente torturada (sentido, por lo demás, contrario al usual, incluso en las Leyes), lo cual, por otra parte, se revela escasamente útil...». No obstante, este mismo autor acudía a la noción de policía en otras partes de su obra, por ej., al tratar de la coacción directa y del estado de necesidad. También Santamaría Pastor (2016, p. 295) sostiene: «De ahí el peligro de contaminación semántica que entraña utilizar el concepto de policía para englobar lo que no es más que un conjunto inorgánico de actividades administrativas de limitación; un concepto que genera una tendencia a suponer la existencia de potestades interventoras donde no las hay, que legitima la creación de poderes implícitos o “naturales” donde no puede haberlos o, cuando menos, que propicia interpretaciones expansivas y ampliatorias de las potestades creadas por la ley, en perjuicio de la libertad».
8 E. Picard planteaba como hipótesis de la utilidad de establecer un concepto de policía administrativa la finalidad de delimitar la aplicación de un concreto régimen jurídico, siempre que verdaderamente existiera ese régimen uniforme y específico (Picard, 1984a: pp. 36-37).
9 En el mismo sentido, Hauriou (1933, p. 549) sostenía: «Le désordre matériel est le symptôme qui guide la police comme la fièvre este le symptôme qui guide le médecin. Et la police emploie, comme la médecine, una thérapeutique qui tend uniquement à faire disparaître les symptômes; elle n’essaie point d’atteindre les causes profondes du mal social, elle se contente de rétrablir l’ordre matériel et même, le plus sovent, l’ordre dans la rue...».
10 En la misma línea, A. de Laubadère afirmaba que «la police administrative est une forme d’intervention qu’exercent certaines autorités administrtives et qui consiste à imposer, en vue d’assurer l’ordre public, des limitations aux libertés des individus» (De Laubadère, 1980, p. 529). También Dupuis, Guédon y Chrétien (2010, p. 506) defienden que la policía administrativa se caracteriza por sus finalidades –el mantenimiento del orden público–, como por los medios utilizados para alcanzar dicha finalidad.
11 Poco difiere esa noción de la ofrecida por Rebollo Puig: «Es el orden por el que la sociedad subsiste». O con algo más de desarrollo: «las condiciones mínimas imprescindibles para la convivencia colectiva y para que los individuos puedan desarrollarse sin lesiones para su integridad física y sin daño para sus cosas, sin riesgos excesivos y sin miedo ni intranquilidad por los que se le puedan causar» (Rebollo Puig, 2019b: 51; 1999, pp. 247 y ss.; Rebollo Puig e Izquierdo Carrasco, 2007, pp. 2189 y ss.). En una línea próxima, Parejo Alfonso (1996, p. 122) defiende que por orden público «debe entenderse... el conjunto mismo de los comportamientos no regulados por el Derecho, pero considerados en la conciencia colectiva como presupuestos mínimos o indispensables para una convivencia ordenada o con normalidad». También Casino Rubio (2015, p. 93) se inclina para la consideración del orden público como «el conjunto de bienes y principios no previstos de modo específico por el ordenamiento jurídico, pero que, sin embargo, son considerados indispensables por la comunidad para asegurar una convivencia ordenada».
12 En la misma línea, vid. la concepción de orden público implícita en el art. 13 Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio, que incluiría, entre otros elementos, el libre ejercicio de los derechos y libertades, y el normal funcionamiento de las instituciones democráticas y de los servicios públicos esenciales para la comunidad.
13 Mediante esta referencia a «actuaciones puramente privadas» se pretenden excluir todos aquellos deberes y limitaciones que la Administración puede imponer sobre la base de su potestad de reglamentación de los servicios públicos –que ha sido otro de los modos de la actividad administrativa ampliamente utilizado en la lucha frente al COVID-19–. Por tanto, a pesar de las cuestiones éticas que suscita, desde el exclusivo punto de vista de la organización del servicio público, nada cabe objetar a la aprobación de protocolos de actuación de los servicios sanitarios en esta situación de crisis sanitaria. En cuanto a su naturaleza jurídica, aunque un tanto difusa, estos protocolos constituyen verdaderas normas de funcionamiento del servicio que, por tanto, se imponen tanto a la propia organización administrativa encargada de su prestación como a los potenciales usuarios. A este respecto, especialmente polémica fue la difusión pública del Protocolo de coordinación para la atención a pacientes institucionalizados en centros residenciales de la Comunidad de Madrid durante el periodo epidémico ocasionado por el COVID-19, aprobado por la Dirección General Sociosanitaria –aunque se dijo que otras administraciones autonómicas habían aprobado documentos similares–. En ese protocolo se establecían una serie de criterios –más bien condiciones– para determinar si una persona moradora en una residencia de ancianos que presentara un cuadro clínico de infección respiratoria aguda compatible con infección por COVID-19 sería derivado a un hospital o no (insuficiencia respiratoria, disnea o taquipnea y fiebre; el paciente es independiente para la marcha o Índice de Barthel >60; paciente sin deterioro cognitivo o deterioro cognitivo con GDS <6; no existe comorbilidad asociada en fase avanzada). Entre los objetivos del establecimiento de estos criterios se recogían expresamente los siguientes: «Identificar los pacientes que se beneficien de una derivación a centros hospitalarios por mejorar el pronóstico de supervivencia y calidad de vida a corto y largo plazo» y «contribuir a la sostenibilidad del Sistema de Salud evitando las graves consecuencias que el colapso del mismo tendría...» (Fuente del documento consultado: https://www.infolibre.es/politica/seis-documentos-demuestran-ayuso-miente-orden-no-trasladar-enfermos-residencias-hospitales_1_1183785.html).
A pesar del escándalo que generó, ante la realidad de unos recursos limitados, no hay mucha diferencia entre estos protocolos y la inclusión o no de un servicio asistencial en la cartera de servicios del Sistema Nacional de Salud o la financiación o no con cargo a ese Sistema de un medicamento; el establecimiento de criterios para la selección de receptores de donación de órganos; o la fijación de una prioridad de vacunación para el COVID-19 por grupos de población.
14 Sobre esta construcción, su imbricación con el Estado liberal, su evolución en Francia, distintas posiciones doctrinales y todas las justificaciones que se aportan para intentar buscar formalmente alguna conexión con el derecho positivo, vid. Rebollo Puig (1999, p. 247). En la misma línea, aunque referido al ámbito del Derecho Civil y, por tanto, vinculándolo con el concepto de orden público y no con el de policía administrativa, Federico de Castro y Bravo sostiene que «la referencia al orden público ha supuesto, por sí misma, desde el momento en que naciera en el Código civil francés, abandonar la concepción del estricto legalismo y recurrir a criterios extrapositivos» (Castro y Bravo, 1982, p. 1033), «rechazando el apoyo jurídico a un resultado que repugnaría al buen sentido de lo equitativo y decente» (Castro y Bravo, 1982, p. 1034). Y en cuanto a su funcionalidad, siguiendo a Hedemann, lo califica como una «cláusula general de la ley», que actúa como «órgano respiratorio del sistema positivo... para dar flexibilidad al articulado seco y abstracto de los Códigos» (Castro y Bravo, 1982, pp. 1029-1030).
15 Entre otros, siguiendo a la doctrina alemana, García de Enterría (2013b: pp. 480 y ss.).
16 En cualquier caso, recuérdese que para Merkl «esta relación existe en cuanto en la ley se contiene, aunque sea solamente in nuce, la posibilidad de la acción administrativa en cuestión, sin que sea menester la referencia expresa de la ley a esta acción determinada, o que la exija obligatoriamente. La acción administrativa cumple con el requisito de legalidad cuando es posible retrotraerla lógicamente a la ley o, desde el punto de vista de la ley, ser derivada de ella» (Merkl, 2004, p. 217).
17 También ha habido medidas con otras bases legales como, por ej., la contenida en el art. 4 de la Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril, de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública. Este precepto habilita a la Administración sanitaria del Estado para adoptar ciertos acuerdos vinculados con el abastecimiento y distribución de productos sanitarios o cualquier otro producto necesario para la protección de la salud. Cabe destacar que este precepto fue modificado por el Real Decreto-ley 6/2020, de 10 de marzo. Esto es, un precepto de una ley orgánica modificado por un real decreto-ley. Bien es cierto que la doctrina, entre otros, Cobreros Mendazona (1988, pp. 342-343), había apuntado que estas medidas no afectaban a ningún derecho fundamental y que, por tanto, no comprendía el motivo por el que se habían introducido en una ley orgánica. Crítico con esta modificación por Real Decreto Ley, Santamaría Pastor (2020, p. 225, nota 15).
18 Por ej., el art. 11.b) Ley 30/2002, de 17 de diciembre, de Protección Civil y Atención de Emergencias de Aragón, prevé expresamente que las autoridades de protección civil podrán «Disponer el confinamiento de personas en sus domicilios o en sitios seguros o zonas de refugio». A otros efectos sobre los que volveremos, este precepto es una clara muestra de actuación administrativa no dirigida contra el perturbador del orden público y ello justifica la necesidad de una expresa previsión legal.
19 Sorprendentemente, la página web del BOE ha introducido la siguiente nota en la ficha de análisis del Real Decreto-ley 21/2020, de 9 de junio, de medidas urgentes de prevención, contención y coordinación para hacer frente a la crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19: «Esta norma se entiende implícitamente derogada por la Ley 2/2021». En fin, una muestra más de la falta de técnica normativa que ha caracterizado las actuaciones normativas y de aplicación de tales normas en la lucha contra la pandemia, y la consiguiente situación de inseguridad jurídica. Un análisis muy crítico de estas actuaciones normativas, en Santamaría Pastor (2020, p. 207).
20 No procede ahora analizar con detalle el presupuesto de hecho de estas leyes ordinarias, aunque debe advertirse que la literalidad en la redacción de esos arts. 26 y 54 no es idéntica. Así, mientras que en el primero (Ley General de Sanidad) los requisitos de la urgencia y la gravedad para la salud se exigen acumulativamente –y así lo ha reconocido alguna jurisprudencia–; en la Ley General de Salud Pública aparecen como una disyuntiva.
21 Un estudio muy crítico de la parquedad y vaguedad de la Ley Orgánica 3/1986, que incluso «provoca una cierta sensación de impotencia cuando de poner límites a su aplicación se trata», en Cierco Seira (2005, pp. 216 y ss.).
22 En una posición particularmente crítica con esta realidad, Tajadura Tejada (2021, pp. 154 y ss.) afirma que se trata «de una habilitación “tan insólita” que no puede encontrar cabida en el marco de un Estado de Derecho que ha hecho un esfuerzo notable por regular el Derecho de crisis» y concluye que «a nuestro juicio es claro que la LOMESP no satisface las exigencias mínimas de la reserva de ley». En la misma línea, Javier Barnes sostiene que «tres preceptos legales no... son capaces siquiera de representar una legislación reguladora de las potestades ordinarias, en la lucha contra enfermedades infecciosas. De ahí que solo haciendo una interpretación excesivamente expansiva del principio de legalidad (y de la reserva de ley), hasta romperlo virtualmente, pudo aceptarse, con la ayuda del art. 8.6 de la LJCA, que el art. 3 de la Ley 3/1986 –y siempre y cuando se conecte con los otros dos preceptos en materia sanitaria–, podría cubrir las restricciones singulares o individuales de los derechos fundamentales en las que pueda hallar algún apoyo expreso, nunca limitaciones generalizadas» (Barnes, 2021, p. 132). Por cierto, en el mismo trabajo, este autor efectúa un interesante análisis del principio de legalidad en la lucha contra el COVID-19 en diversos Estados de nuestro entorno (Barnes, 2021, pp. 118-130).
Por su parte, el Tribunal Supremo ha sostenido que este precepto de la LOMESP, en una interpretación sistemática, «ofrece suficientes precisiones, objetivas, subjetivas, espaciales, temporales y cualitativas para satisfacer la exigencia de certeza que han de tener los preceptos que fundamentan restricciones o limitaciones puntuales de derechos fundamentales y, en concreto de la libertad de circulación, las cuales, de otro lado, no pueden predeterminarse siempre «ya que no han de excluirse situaciones nunca imaginadas ni, en consecuencia, previstas.» [STS n.º 719/2021, de 24 de mayo de 2021 (ECLI:ES:TS:2021:2178)] Esta es una sentencia capital donde el Tribunal Supremo, poniendo cierto orden, delimitó el alcance de las habilitaciones contenidas en la legislación sanitaria que venimos analizando y facilitó a los Tribunales Superiores de Justicia y Audiencia Nacional los parámetros de control para la ratificación o no de las medidas adoptadas por la Administración.
23 Sin entrar ahora a analizar si verdaderamente la medida tenía cabida en estas habilitaciones o si, por su formulación, resultaba incongruente o desproporcionada, verdaderamente sorprendente es lo previsto con esta base en la Disposición adicional cuarta del Decreto 55/2021, de 8 de mayo, sobre medidas de prevención y control necesarias para hacer frente a la crisis sanitaria ocasionada por la COVID-19 (Castilla-La Mancha): «Mientras permanezcan las limitaciones de prevención y contención para la celebración de los festejos taurinos como consecuencia de la crisis sanitaria originada por el COVID-19, la edad de las reses en los festejos taurinos populares, con excepción de las que participen en los concursos con ocasión de suelta de reses y de recortes y de aquellas que vayan a ser lidiadas posteriormente, no será superior a 7 años, si fuesen machos, ni a doce años, si fuesen hembras, entendiéndose que el año de edad de las reses finaliza el último día del mes de su nacimiento.»
24 Igualmente, Álvarez García sostiene que «corroborada la limitada eficacia de la “legislación de excepción” y, en general, de todos los sistemas jurídicos basados en la previsión de medidas standard,... los órganos legiferantes se limitan, a menudo, a habilitar a una determinada autoridad para que adopte las “medidas necesarias” para hacer frente a todas aquellas situaciones extraordinarias que se puedan presentar en la vida cotidiana, y ante las cuales el ordenamiento no ha previsto ningún tipo de tratamiento específico o éste es insuficiente o inadecuado» (Álvarez García, 1996, p. 143).
26 A pesar de la relevancia de la cuestión y del debate jurídico que ha generado, con posiciones doctrinales enfrentadas y pronunciamientos judiciales dispares, no podemos entrar a analizar el grado de intensidad de esa afección a los derechos fundamentales que suponen esas medidas y si la adopción de algunas –al menos, en ciertas manifestaciones– no podría efectuarse sobre esta base y requeriría la declaración de algún tipo de estado excepcional. Personalmente, no compartimos las interpretaciones que sostienen que el precepto sólo permite la imposición de restricciones individualizadas. También consideramos excesivamente restrictiva, al menos en los ejemplos, la posición de J. Tajadura Tejeda que mantiene que el precepto permite adoptar «medidas generales, pero sólo en el caso de que su afección del derecho sea superficial, por ejemplo: fijación de aforos, horarios de apertura o distancias de seguridad» (Tajadura Tejada, 2021, p. 152). Una posición mucho más abierta del campo de habilitación de este precepto, en Doménech Pascual (2021, pp. 355-357). No obstante, a diferencia de este último autor, con arreglo al marco normativo vigente y su coherencia interna –planteamiento que este autor critica como dogmático, intuitivo y tópico– consideramos que debería haber un límite en las medidas que este precepto habilita por mor de la regulación de la Ley Orgánica de Estado de Alarma, Excepción y Sitio. Es esa también la posición de Tajadura Tejada, aunque, como se ha dicho, con unas conclusiones excesivamente restrictivas. El problema sería determinar cuántos granos de arena forman un montón −la conocida como paradoja Sorites. A este respecto, resulta de interés la STS 788/2021, de 3 de junio, que, a propósito de un toque de queda autonómico, considera que el problema no es la intensidad, esto es, que la Ley Orgánica 3/1986 puede legitimar esa medida, sino la extensión –para toda una Comunidad Autónoma–. Y afirma: «es precisamente en este punto donde el art. 3 de la Ley Orgánica 3/1986 suscita dudas como fundamento normativo o norma de cobertura». A pesar de ello, la sentencia no rechaza esta base legal, pero siempre que la justificación sustantiva de las medidas sanitarias, a la vista de las circunstancias del caso, esté a la altura de la intensidad y la extensión de la restricción de derechos fundamentales que se trate. Y añade que esas tan severas sólo pueden adoptarse cuando sean indispensables para salvaguardar la salud pública, pero no por «meras consideraciones de conveniencia, prudencia o precaución». Esto es, una Comunidad Autónoma puede acordar un toque de queda cuando la situación esté descontrolada pero no con finalidad preventiva. Sin embargo, el toque de queda decretado en un estado de alarma, como el Real Decreto que lo declara tiene rango de ley y el control de la proporcionalidad que podría realizar el Tribunal Constitucional es más liviano, podría adoptarse con una finalidad más preventiva.
En cualquier caso, ese marco normativo es francamente inadecuado, requeriría una reforma, pero la lamentable pasividad tanto del legislador estatal como del Gobierno de la Nación han llevado a los tribunales ordinarios, tras unos momentos iniciales vacilantes y variados, a aceptarlo casi todo. J. Barnes habla incluso de una externalización del coste político de la lucha contra la epidemia hacia los jueces (Barnes, 2021, p. 115).
27 La necesidad de esta autorización/ratificación en estos términos fue introducida por la Ley 3/2020, de 18 de septiembre. Ante la pasividad general del legislador en esta crisis, una vez que decidió hacer algo confirmó la más contraproducente de las interpretaciones que se habían formulado con respecto a la redacción originaria. El Tribunal Superior de Justicia de Aragón ha interpuesto una cuestión de inconstitucionalidad sobre esta reforma –que, con su juego habitual en los tiempos, será resuelta por el Tribunal Constitucional cuando la presión de las medidas frente al COVID-19 haya finalizado– donde se cuestiona si ese precepto respeta los artículos 106 y 117.3 y 4 CE. No nos atrevemos a afirmar que esta previsión sea inconstitucional, pero lo que sí está claro es que desconoce la posición institucional de las Administraciones públicas y la de los jueces y tribunales –que se han convertido en cogestores de la respuesta administrativa a la epidemia–, y pone en jaque –precisamente en el ámbito menos apropiado por las circunstancias que habitualmente concurrirán (urgencia y riesgo grave para la salud)– un principio esencial en nuestro Derecho Administrativo cual es el de la autotutela administrativa y su fundamentación última –garantizar una gestión y protección eficaz de los intereses públicos que tienen confiadas las Administraciones públicas–. Cosa distinta es que se pudiera debatir, más allá de las posibles medidas cautelares en los procedimientos ordinarios, sobre la conveniencia de prever procedimientos judiciales de urgencia en los casos en los que se afecta a derechos fundamentales o analizar los motivos por los que los existentes no funcionan adecuadamente para reforzar la efectividad de la intervención judicial. A este respecto, muy destacado ha sido el papel del procedimiento judicial «référé» existente en Francia en el control de las medidas administrativas frente al COVID-19 (Santamaría Dacal, 2020, pp. 194 y ss.),
También en sentido crítico, entre otros, Baño León (2020, pp. 11-22); Muñoz Machado (2021, pp. 112 y ss.); Álvarez García (2021, pp. 116-120). Por el contrario, se muestra favorable a esta previsión, P. Lucas Murillo de la Cueva quien explica esta nueva atribución «por la dificultad de legislar que la composición de las Cortes Generales surgidas de las elecciones generales del 10 de noviembre de 2019 ha revelado y, ciertamente, por la confianza en los jueces como garantes de los derechos», sostiene que «la intervención del juez supone una mayor garantía» y concluye que «el artículo 117.4 de la Constitución admite expresamente que se les encomienden por ley este tipo de cometidos» (Lucas Murillo de la Cueva, 2021, pp. 114-115).
28 Restricción de la libre entrada y salida de personas en todo el territorio de la Comunidad Autónoma, cierre de los bares y otros establecimientos de restauración, limitación de aforos, limitación de horarios en ciertas actividades, limitación de las reuniones en el ámbito público y privado, limitación de horarios para la venta de alcohol, suspensión de la actividad de las sociedades gastronómicas y peñas, y medidas específicas en relación a los centros asistenciales de personas con discapacidad y centros residenciales de personas mayores.
29 Aunque no nos podemos detener ahora en ello, entendemos que, dada la amplísima trascendencia extraterritorial de esta medida, la competencia corresponde al Estado o, al menos, que el Estado debe adoptar mecanismos de coordinación e intervenir en su adopción.
30 Sobre el pasaporte COVID, in extenso, Álvarez García (2022, sin paginación).
31 No obstante, en algún supuesto, se puede presentar esa conexión. Por ej., el mencionado Auto n.º 481/21 del TSJ Castilla/La Mancha apreció el vínculo de la medida de higiene consistente en la prohibición del uso de agua bendecida y en la imposición del deber de que las abluciones rituales se realizarán «en casa» con el núcleo del derecho fundamental a la libertad religiosa y de culto (art. 16 CE) y rechazó la ratificación de lo relativo a las abluciones, aunque admitiendo que la Administración podía regular las condiciones sanitarias para llevar a cabo el rito.
32 En velatorios, entierros, ceremonias civiles, lugares de culto, hostelería, ocio, espectáculos taurinos –imposición de localidades preasignadas, permanencia en asiento y con mascarilla, reglas de apertura de puertas o venta o consumo de alimentos–, fiestas y verbenas, enseñanza, gimnasios, establecimientos comerciales, establecimientos hoteleros, transportes, centros asistenciales o sociosanitarios, etc.
33 Cosa distinta es que se acogiera ese criterio mantenido por las sentencias del Tribunal Constitucional sobre el estado de alarma de que lo cuantitativo se convierte en cualitativo y que, por ende, se concluyera esa afección a la libertad de empresa. Nuevamente volvemos a la paradoja Sorites. ¿Qué ocurriría, por ej., si la Administración acordara el cierre de todos aquellos establecimientos –que pueden ser muchos– que en su aislamiento acústico hubieran utilizado una sustancia que, a la postre, hubiera devenido ser cancerígena?, pues este supuesto no encaja en el presupuesto de hecho que permite la utilización del art. 2 de la Ley Orgánica 3/1986.
34 Una crítica a esta postura, en Doménech Pascual (2021, pp. 382 y ss.).
35 Cierco Seira destaca el carácter ablatorio, bien en la esfera personal –recortando libertades– o bien en la esfera patrimonial de parte de estas medidas (Cierco Seira, 2005, pp. 213 y ss.).
36 Bien es cierto que, por ej., la Ley Orgánica 3/1986 también ha sido citada genéricamente, junto con otras habilitaciones legales, para adoptar algunas actuaciones de naturaleza jurídica ambigua (por ej., Orden SCO/1496/2003, de 4 de junio, por la que se completan las disposiciones en la Red Nacional de Vigilancia Epidemiológica, en relación con la declaración obligatoria y urgente del Síndrome Respiratorio Agudo Severo).
37 Entre otros, Cosculluela Montaner (2021, pp. 142-143).
38 En ese caso, podría encuadrarse en la figura, teorizada por Lorenz von Stein, de los reglamentos de necesidad, que no se someten a las reglas sobre el procedimiento de elaboración de las disposiciones generales y sin entrar ahora en si también pueden contradecir otras normas legales. Gallego Anabitarte califica esta expresión como obsoleta (Gallego Anabitarte, 1971, pp. 39 y ss., pp. 43 y ss., 280 y ss.).
39 Por ej., la Orden de 7 de mayo de 2021, de la Consejería de Salud y Familias de la Junta de Andalucía, por la que se confina a los municipios de Bornos y Villamartín, de la provincia de Cádiz, al superar 1.000 casos de infecciones por el SARS-Cov-2 por cada 100.000 habitantes en 14 días.
40 Con respecto a otro grupo de resoluciones autonómicas con un contenido en parte similar a las que mencionamos en texto y que se aprobaron en la primera quincena de marzo de 2020 [por ej., la Orden Foral 4/2020, de 14 de marzo, de la Consejera de Salud, por la que se adoptan medidas preventivas e instrucciones de salud pública como consecuencia de la situación y evolución del coronavirus (COVID-19); la Orden SAN/295/2020, de 11 de marzo, por la que se adoptan medidas preventivas y recomendaciones en relación con el COVID-19 para toda la población y el territorio de la Comunidad de Castilla y León; o la Orden de 13 de marzo de 2020, de la Consejera de Sanidad, por la que se adoptan medidas preventivas y recomendaciones de salud pública en la Comunidad Autónoma de Aragón por la situación y evolución del COVID-19], L. Salamero Teixidó sostiene que «en sentido estricto son (de) actos administrativos, pero sin duda su contenido, alcance y destinatarios los acercan sobremanera a un reglamento. De ahí que en alguna de las resoluciones judiciales que comentaremos se califiquen como norma (véase el AJCA núm. 1 de Zaragoza 13/2020, de 16 de marzo)» (Salamero Teixidó, 2020, p. 17, nota 9).
41 Una clara muestra es la Resolución de 8 de mayo de 2021, de la consellera de Sanidad Universal y Salud Pública, por la se acuerdan medidas en materia de salud pública en el ámbito de la Comunitat Valenciana, como consecuencia de la situación de crisis sanitaria ocasionada por la COVID-19. No sólo la denominación formal elegida –resolución–, sino que también incluye el correspondiente pie de recurso y además no deroga sino que deja sin eficacia las resoluciones anteriores −a las que expresamente califica como actos administrativos.
42 Por ej., el Decreto 55/2021, de 8 de mayo, sobre medidas de prevención y control necesarias para hacer frente a la crisis sanitaria ocasionada por la COVID-19 (Castilla-La Mancha). Dice de sí mismo que es una norma; menciona en su preámbulo expresamente que cumple con «los principios de necesidad, eficacia, proporcionalidad, seguridad jurídica, transparencia y eficiencia, tal y como exige la Ley 39/2015» –lo que esta ley hace precisamente en el artículo destinado a los principios de buena regulación–, y evidentemente contiene una disposición derogatoria.
43 Por ej., la Orden de 7 de mayo de 2021, por la que se establecen los niveles de alerta sanitaria y se adoptan medidas temporales y excepcionales por razón de salud pública en Andalucía para la contención de la COVID-19 finalizado el estado de alarma. Por un lado, carece de pie de recurso y se publica en el apartado de Disposiciones Generales del Boletín Oficial de la Junta de Andalucía. Pero, por otro, se dicta expresamente no sobre la base de la potestad reglamentaria del consejero sino sobre su competencia en «cuantas otras le atribuya la legislación vigente» [art. 26.2.m) Ley de la Administración de la Junta de Andalucía] y tampoco tiene disposiciones derogatorias o de entrada en vigor, sino que habla de surtir efectos y dejar de surtir efectos.
44 A propósito de la distinción entre reglamentos y actos generales son muy interesantes las reflexiones que realiza Rebollo Puig. Este autor, aun partiendo de las tradicionales notas de la abstracción y la generalidad que caracterizan a la norma jurídica, destaca que, a fin de cuentas, el criterio distintivo es la abstracción, esto es, «la aplicación repetida ante una cantidad indefinida de supuestos que encajen en el presupuesto de hecho». No obstante, reconoce que se presentan casos dudosos «porque el criterio de la abstracción a veces parece más cuantitativo que cualitativo» –y es eso quizás lo que ocurre en este supuesto–. Y añade, en relación con la clásica formulación de García de Enterría −«su integración en el ordenamiento jurídico» (García de Enterría, 2013a: pp. 212 y ss.)−, que «el complemento de la integración en el ordenamiento no aporta siempre una solución porque precisamente lo que se trata de saber es si la decisión se incorpora al ordenamiento» (Rebollo Puig, 2019a: pp. 221-222).
45 Por ej., el Decreto-ley 21/2020, de 4 de agosto, por el que se establece el régimen sancionador por el incumplimiento de las medidas de prevención y contención aplicables en Andalucía ante el COVID-19, tipifica como infracción administrativa, entre otras muchas, «El incumplimiento por parte de los establecimientos abiertos al público o actividades públicas, de informar a los clientes o usuarios sobre el horario, el aforo del local, la distancia interpersonal y, en su caso, de la obligatoriedad del uso de mascarilla, como medidas de prevención de la COVID-19» o «El incumplimiento, por parte de los establecimientos abiertos al público, de la obligación de inhabilitar la pista de baile para este uso».
46 La STS de 25 de enero de 2022 (ECLI:ES:TS:2022:170) se enfrenta a un recurso contra el Decreto 2/2021, de 24 de enero, del Presidente de la Generalidad Valenciana, por el que se limita la permanencia de grupos de personas en espacios públicos y privados, se prorroga la medida de restricción de la entrada y la salida de personas del territorio de la Comunidad Valenciana y se limita, durante los fines de semana y los días festivos, la entrada y salida de los municipios y grupos de municipios con población superior a 50.000 habitantes. Al hilo del análisis de la carencia sobrevenida de objeto del recurso por la pérdida de la vigencia de las medidas, la sentencia afirma que tal planteamiento debe rechazarse pues «mantener lo contrario significaría dejar a la potestad reglamentaria espacios sin control judicial e infringir, por tanto, el artículo 106 de la Constitución» (FJ 6.º) (la cursiva es nuestra). No obstante, debe advertirse que se trata de un Decreto dictado sobre la base de la habilitación atribuida por el Real decreto 926/2020, de 25 de octubre, por el que el Gobierno de España declaró un nuevo estado de alarma y designó a los Presidentes de las Comunidades Autónomas como autoridades competentes delegadas.
47 En esta línea se manifiesta E. Picard. Este autor, dentro de su construcción sobre la institución liberal, defiende que «il est clair qu’il n’y a pas aucune incompatibilité entre cette norme de nécessité [el orden público] et le principe de légalité. Mais il faut aller plus loin et, contre la tradition, cesser de concevoir en termes antinomiques la légalité et la nécessité: pour cela, il faut mettre en lumière la signification institutionnelle du principe de légalité en l’envisageant par rapport à l’ordre public comme proposition de droit» (Picard, 1984b: 545). Y, yendo más allá de lo que O. Mayer o el propio Hauriou defendían, añade: «tout comme il n’est besoin d’aucune loi particulière pour fonder la liberté et la rendre par principe opposable erga omnes, il n’est besoin d’aucune loi pour fonder l’ordre public en tant que proposition de droit, ni pour fonder l’exercice de sa fonction de concrétisation» (Picard, 1984b, p. 546).
48 Distinto fue lo ocurrido en Cataluña, pues diferentes eran también las circunstancias. Vid. la STSJ de Cataluña, n.º 368/2021, de 1 de febrero de 2021 (ECLI:ES:TSJCAT:2021:3324): «En este punto, no se puede trasladar acríticamente la situación que se produjo en marzo de 2020 al caso aquí examinado, cuando los presupuestos eran sustancialmente distintos, tanto desde el punto de vista del derecho de excepción vigente en aquel momento (RD 463/2020, de 14 de marzo), como en que en aquel caso sí existía una causa de fuerza mayor, en el sentido de que se trataba de una causa que irrumpió de forma sobrevenida e imprevisible y que creó una situación de imposibilidad material y jurídica para la celebración de elecciones, que aquí no se aprecia.».
49 Igualmente, F. Fleiner afirmaba que «el deber general de un ciudadano en materia de policía estriba en no perturbar» (Fleiner, 1933, p. 314).
50 Rebollo Puig (1999, pp. 263 y ss.). En la misma línea, Fernández Farreres mantiene que «dado que el orden público... es necesario para la vida en sociedad, no sólo la Administración asume el deber de mantenerlo y preservarlo, sino que sobre todas las personas pesa el deber general de no perturbarlo o no ponerlo en peligro» (Fernández Farreres, 2020, p. 37). No hay en la doctrina francesa clásica sobre la actividad de policía o el orden público una construcción similar a este deber previo, aunque en un momento de sus razonamientos Hauriou afirma: «Pour la police, mérite d’être interdit tout ce qui provoque du désordre...» (Hauriou, 1933, p. 549).
51 «Pero una actividad ilimitada de la libertad individual y de la libertad de propiedad conduciría al bellum omnium contra omnes. Por esta razón, toda libertad está concedida sólo bajo la condición de que no estorbe el buen orden de la cosa pública» (Fleiner, 1933, p. 312).
52 Este autor recoge la siguiente exposición de Entrena Cuesta: «el fundamento de la potestad de policía es un principio general del Derecho y precisamente del Derecho Administrativo, derivado de diversas normas que integran el ordenamiento jurídico» (Entrena Cuesta, 1958-1959, citado en Rebollo Puig, 1989, p. 271). Con posterioridad, Rebollo Puig insiste: «Si no es el Derecho Natural, habrá que decir que existe un principio general del Derecho en virtud del cual, incluso antes de que se declare y concrete por normas, es ilícito poner en peligro la seguridad de los usuarios de la vía pública, la salud de los consumidores o de los ciudadanos... y otros bienes esenciales a los que tradicionalmente se aludía como orden público y a lo que todavía, aun con imprecisiones y dificultades y un cierto convencionalismo, podemos seguir llamando orden público» (Rebollo Puig, 1989, p. 271).
53 En esa misma idea, precisamente a propósito del COVID-19, insiste este autor: «en nuestro Derecho, el fundamento jurídico de las medidas administrativas o judiciales limitativas de la libertad adoptadas en situaciones de vacío legal no se encuentra en un ficticio apoderamiento implícito, ni en un supuesto principio de necesidad, sino en los derechos y otras normas constitucionales que protegen los intereses, valores y bienes lesionados o amenazados por el ejercicio de esa libertad. Son estas normas las que pueden justificar e incluso exigir la actuación de los poderes públicos.» (Doménech Pascual, 2021, pp. 372 y ss.).
54 Esta formulación legal introduce también el deber de autoprotección, aunque en términos ciertamente vagos y genéricos. En muchos ámbitos, este deber de autoprotección excedería claramente el deber general expuesto (por ej., llevar casco), pero aquí la frontera no es tan nítida pues se trataría precisamente de una medida preventiva para evitar convertirse en perturbador del orden público al contagiarse. A este respecto, Didier Truchet sostiene que la policía administrativa no puede proteger a los hombres de sí mismos, cuando su comportamiento no amenaza ninguna otra persona (Truchet, 2021, p. 306). Por tanto, para ello se necesitarían habilitaciones específicas. Esta ley es precisamente esa proclamación legal específica. Pero en este caso, insistimos, aunque es un deber de autoprotección, sí concurre esa amenaza para otras personas. Por otro lado, el precepto se separa claramente de la regla de la voluntariedad que se proclama en el art. 5.2 de la Ley General de Salud Pública: «Sin perjuicio del deber de colaboración, la participación en las actuaciones de salud pública será voluntaria, salvo lo previsto en la Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril, de Medidas especiales en materia de salud pública».
55 O. Mayer afirmaba: «El papel de la policía es negativo: su misión consiste en defender a la sociedad y a los individuos de los peligros que puedan amenazarlos» (Mayer, 1982, p. 6).
56 O. Mayer ofrecía un claro ejemplo de esta perspectiva negativa, todavía vigente en el Derecho español, aunque sin vínculo con la COVID: la imposición a los dueños de hoteles, hostales y similares de declarar a la autoridad policial la llegada de cada nueva persona que reciban. No es que no se pueda imponer este deber, sino que el mismo precisa de una habilitación legislativa específica, no bastando la habilitación genérica que el prefecto tenía de dictar reglamentos de policía «para el mantenimiento de la seguridad pública» (Mayer, 1982, p. 36, nota 15).
57 En la misma línea, la realidad que muestran ciertas declaraciones de responsables públicos autonómicos en las que con algún disimulo o sin ninguno sostienen que la finalidad de exigir el pasaporte COVID-19 para la entrada en establecimientos públicos es fomentar la vacunación. Bien es cierto que la justificación formal que ofrece la publicación en los boletines oficiales de esta medida es esencialmente otra, pues, en otro caso, difícilmente se obtendría la correspondiente autorización judicial. Ello sin entrar en su calificación como una simple desviación de poder. Insistimos, no es que no se pueda imponer esa medida con ese fin, pero la misma exigiría habilitaciones legales específicas y no las cláusulas generales que venimos analizando.
58 O. Mayer mantenía que «resulta insuficiente explicar el poder de policía exclusivamente como un sistema de prohibiciones; se encuentra en él una multitud de órdenes. Lo que sí es cierto es que aun en las órdenes de policía hay siempre, conforme a la idea fundamental de la institución, algo, un objeto, una finalidad que las acerca a la prohibición esencialmente negativa. Sea cual fuere lo que estas órdenes impongan al individuo, nunca deberán tener otro fin que el de combatir la perturbación que emana o pudiera emanar de él. En definitiva, el resultado de cada una de las aplicaciones del poder policial no será jamás otro que éste: que este hombre no perturbe» (cursiva en el original) (Mayer, 1982, p. 35).
60 Muestras de ello hay en la LOEAES (por ej., las requisas temporales o las prestaciones personales obligatorias previstas en el art. 11 para el estado de alarma), en la legislación de protección civil o en la LOPSC (por ej., el art. 7.2). En esa misma línea de excepcionalidad también se muestra el art. 3.2 del Reglamento de Servicios de las Corporaciones Locales de 1955: «Excepcionalmente y cuando por no existir otro medio de mantener o restaurar el orden hubiere de dirigirse la intervención frente a quienes legítimamente ejercieren sus derechos, procederá la justa indemnización». Además, se aprecian también con claridad en este precepto las diferencias que esta actuación contra quien no incumple el deber general de no perturbar origina sobre el régimen de responsabilidad patrimonial de la Administración.
61 Al hilo de su análisis de las potestades conferidas por la LOPSC para preservar la seguridad ciudadana, Rebollo Puig (2019b, p. 140) admite estos supuestos de afección a los no perturbadores, fundamentalmente cuando se trata de ejercer potestades de vigilancia, «con gran circunspección y con medidas de una gravedad limitada» –con respecto a este último límite cita la sentencia del Tribunal Constitucional alemán de 2006 sobre un hipotético abatimiento de un avión con pasajeros inocentes, esto es, no perturbadores, para evitar un atentado terrorista–. También Fuentes i Gasó (2002, pp. 479-480) da cuenta de que en Alemania, aunque partiendo de la distinción entre perturbador y no perturbador, se admiten operaciones policiales, como las redadas, que afecten a los no perturbadores.
62 La existencia de esa incertidumbre no supone que la teoría de la policía administrativa deba arrumbarse y sustituirse por la de la gestión de riesgos, o que la noción del riesgo permitido desplace el concepto de orden público, tal y como mantiene Esteve Pardo (2014, p. 359). En otro lugar, desarrollamos una exposición crítica de este planteamiento (Izquierdo Carrasco, 2021, pp. 56-57). A nuestro juicio, la gestión de riesgos, sean de origen antrópico o no, en ámbitos de incertidumbre científica se inserta con naturalidad en la actividad administrativa de policía y en sus técnicas. Más aún, si se llevara a sus últimas consecuencias el planteamiento de Esteve Pardo ni siquiera se podría hablar aquí de gestión de riesgos pues una epidemia, en su concepción, no es un riesgo –que tiene su origen en la actividad humana, en particular, en el desarrollo tecnológico– sino un peligro que es el que tiene un origen natural. En esa línea y con expresa mención al COVID-19, este autor sostiene que «al tratarse de un peligro natural, riesgo natural, el objetivo no es una convivencia aceptable con el riesgo, sino la total erradicación de la pandemia y el restablecimiento del orden público sanitario» (la cursiva es nuestra) (Esteve Pardo, 2021, pp. 44 y 46). Esto es, incluso en esta concepción doctrinal, parece que el ámbito que nos ocupa formaría parte del último reducto de pervivencia de la policía administrativa.
63 Al hilo de este triple test, puede plantearse el debate de si la viabilidad o efectividad en el control administrativo de la medida puede introducirse como elemento a la hora de enjuiciar su proporcionalidad. Algo de ello puede encontrarse en la STS 1595/2020, de 25 de noviembre (recurso n.º 111/2020). Se trataba de un recurso de la federación española de pesca deportiva por no haberse incluido este deporte entre las actividades no restringidas. Entre otras cosas, a la hora de rechazar el recurso, la sentencia tuvo en cuenta que dadas las características abiertas de los espacios en que se practican, «no parece especialmente factible, en las difíciles circunstancias de la pandemia, un control adecuado de la observancia de las medidas de prevención, precisamente por las restricciones de movilidad, que también afectan a la disponibilidad ordinaria de los medios personales y materiales de control de que disponen las Administraciones».
64 Sobre esta cuestión, aunque centrado en el estado de alarma, vid. Velasco Caballero (2020, pp. 97 y ss.). Este autor, en un interesante análisis, afirma que «el posible margen de opción gubernamental para adoptar medidas de alarma (con sacrificio de derechos fundamentales) sólo es jurídicamente asumible si la incertidumbre científica está organizativa y procedimentalmente minimizada».
65 A este respecto, son muy interesantes las reflexiones que Xiol Ríos realiza sobre este tema en su voto particular a la STC 148/2021, de 14 de julio, en sus apartados 24 a 27. El magistrado trae a colación el principio de precaución, advierte que el juicio de proporcionalidad ha de tener un alcance limitado y que, «en concreto, por lo que se refiere al juicio de adecuación y al de necesidad solo puede efectuarse en sentido negativo».
66 Especialmente significativo el desalojo policial en la Catedral de Granada durante el estado de alarma. Sobre ello, Izquierdo Carrasco (2020b).
67 Sobre el empleo de las capacidades de las Fuerzas Armadas y, en concreto, de las sanitarias, en la lucha frente al COVID-19, vid. Izquierdo Carrasco (2020a: pp. 337 y ss.).
68 Comunicación de la Comisión al Parlamento Europeo, al Consejo Europeo y al Banco Europeo de Inversiones, de 17 de junio de 2020, COM (2020) 245 final, “Estrategia de la UE para las vacunas contra la COVID-19”.
69 En algunos casos, para dar respaldo a esa previa pasividad contra legem y, de camino, ofrecer la correspondiente seguridad jurídica, se han realizado modificaciones legislativas aceleradas. Una muestra de ello es el Reglamento (UE) 2020/1043 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 15 de julio de 2020, relativo a la realización de ensayos clínicos y al suministro de medicamentos para uso humano que contengan organismos modificados genéticamente o estén compuestos por estos organismos, destinados a tratar o prevenir la enfermedad coronavírica (COVID-19), para excepcionar precisamente la aplicación de la normativa sobre organismos modificados genéticamente.
70 Este real decreto fue derogado por el Real Decreto 542/2020, de 26 de mayo, por el que se modifican y derogan diferentes disposiciones en materia de calidad y seguridad industrial, teniendo en cuenta que esta materia había pasado a ser regulada por el Reglamento (UE) 2016/425 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 9 de marzo de 2016, relativo a los equipos de protección individual.
71 Bien es cierto que el 16 de marzo, se publicó en el DOUE –aunque la resolución que nos ocupa ni lo menciona– una Recomendación (UE) 2020/403 de la Comisión, de 13 de marzo de 2020, relativa a la evaluación de la conformidad y los procedimientos de vigilancia del mercado en el contexto de la amenaza que representa el COVID-19, en la que «invita a todos los agentes económicos de toda la cadena de suministro, así como a los organismos notificados y las autoridades de vigilancia del mercado, a que pongan en marcha todas las medidas a su disposición para apoyar los esfuerzos destinados a garantizar que el suministro de EPI y productos sanitarios en todo el mercado de la UE se corresponda con la demanda en continuo aumento. No obstante, esas medidas no deben ir en detrimento del nivel general de salud y seguridad, y todas las partes interesadas pertinentes deben velar por que los EPI o productos sanitarios que se comercializan en el mercado de la UE sigan ofreciendo un nivel adecuado de protección de la salud y la seguridad de los usuarios.» En resumen, en la línea de lo expuesto en el apartado anterior de omisiones administrativas: hagan ustedes lo que puedan, que yo (la Comisión) voy a mirar para otro lado siempre que sea razonable. Sin duda alguna, esta Recomendación carece de cualquier fuerza habilitadora.
72 Precisamente, esa referencia al iura novit curia ya la insinuó P. Lucas Murillo de la Cueva, con respecto a la sentencia del tribunal de justicia de Madrid comentada (Lucas Murillo de la Cueva, 2021, p. 112).
73 Ante un supuesto similar, más ambigua y discutible por sus consecuencias es la STS n.º 1112/2021, de 14 de septiembre, rec. casación 5909/2021, de la que nos ocupamos más arriba.
74 Se coge la cita traducida por Álvarez García (1996, p. 313), con base en Lamarque (1961, p. 566).
75 Con menos contundencia, aunque compartiendo algunos elementos, Nieto (1991, p. 2222) sostiene que «el Estado está sometido al Derecho, y uno de sus fines esenciales es la realización del mismo; pero también está –con no menos esencialidad– para realizar los intereses generales, como advierte la propia Constitución española...».
76 En la misma línea, Xavier Prétot y Clémence Zacharie afirman lo siguiente: «la théorie des circonstances exceptionnelles ouvre à l’autorité administrative, pressée par la necessité, la faculté d’agir en dehors ou au-delà de ce à quoi elle est d’ordinaire habilitée. La police administrative constitue l’un de ses domaines d’élection, même s’il n’est pas le seul» (Prétot y Zacharie, 2018, p. 122).
77 Un amplio análisis de los contrapesos frente a la necesidad y de los órganos encargados de los mismos, en Álvarez García (1996, pp. 441 y ss.).
78 El art. 46.2 de la Constitución francesa establece que debe transcurrir un plazo de quince días entre el examen del texto de una ley orgánica ante cada una de las dos cámaras legislativas. Pues bien, ese plazo no se respetó en la aprobación de la ley orgánica n.º 2020-365, de 30 de marzo, de urgencia para hacer frente a la epidemia de COVID-19 sobre el funcionamiento de las jurisdicciones. Al respecto, el Conseil Constitutionnel, en su décision n.º 2020-799 DC, de 26 de marzo de 2020, se limitó a decir lo siguiente: «Compte tenu des circonstances particulières de l’espèce, il n’y a pas lieu de juger que cette loi organique a été adoptée en violation des règles de procédure prévues à l’article 46 de la Constitution».
79 El origen de esta línea jurisprudencial se encuentra en dos arrêts clásicos: CE, 28 de junio de 1918, Heyriès; CE, 28 de febrero de 1919, Dames Dol et Laurent. Una exposición de esta construcción, en Álvarez García (1996, pp. 51 y ss.) y Eisenmann (1982, pp. 478-482).
80 «Celui qui veut voir le droit positif dans sa réalité ne doit par fermer les yeux à ces derogations; il doit se garder de réciter docilement les dogmes officiels du droit positif, en acceptant d’avance qu’ils sont entièrement appliqués et respectés. Il faut s’efforcer de voir le droit tel qu’il est, et non pas tel qu’il est promulgué ou tel qu’il est présenté para des hommes qui n’ont pas nécessairement intérêt à en faire ou laisser apparaître l’exacte physionomie» (Eisenmann, 1982, p. 481).